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Tiempos de swing

Zadie Smith

Fragmento

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Contenido

Portada

Dedicatoria

Lema

Prólogo

PRIMERA PARTE

1

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SEGUNDA PARTE

1

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TERCERA PARTE

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CUARTA PARTE

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QUINTA PARTE

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SEXTA PARTE

1

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SÉPTIMA PARTE

1

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Epílogo

Agradecimientos

Créditos

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A mi madre, Yvonne

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Cuando la música cambia, también cambia la danza.

PROVERBIO HAUSA

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Prólogo

Fue el primer día de mi humillación. Me metieron en un vuelo de vuelta a casa, a Inglaterra, y me instalaron temporalmente en un piso de alquiler en St. John’s Wood. Era un octavo, las ventanas daban al estadio de críquet. Lo habían elegido, creo, por el conserje, que ahuyentaba a los curiosos. No salí para nada. El teléfono de la pared de la cocina sonaba una y otra vez, pero me advirtieron que no contestara y que dejara el móvil apagado. Miraba los partidos de críquet, un juego que no entiendo, que no llegaba a distraerme de verdad, pero aun así era mejor que contemplar el interior de aquel apartamento de lujo en el que todo estaba diseñado para resultar perfectamente neutro, con los cantos redondeados, como un iPhone. Cuando se acababa el críquet, me quedaba mirando la pulcra máquina de café encastrada en la pared, y dos imágenes de Buda —uno en bronce, el otro en madera—, así como la fotografía de un elefante arrodillado junto a un niño indio, también de rodillas. Las habitaciones eran sobrias y grises, unidas por un prístino corredor con moqueta de lana canela. Me abstraía mirando las estrías del tejido.

Así pasaron dos días. Al tercero, el conserje llamó desde abajo y dijo que el vestíbulo estaba despejado. Eché una ojeada a mi teléfono, que seguía sobre la encimera en modo avión. Había estado setenta y dos horas desconectada, y recuerdo que pensé que debía considerarse una proeza de estoicismo personal y resistencia moral en nuestros tiempos. Me puse la chaqueta y bajé por las escaleras. En el vestíbulo me encontré con el conserje. Aprovechó la ocasión para quejarse y refunfuñar («No tiene ni idea de lo que han sido estos días aquí abajo, ¡caramba, si parecía Piccadilly Circus!»), aunque no logró ocultar cierta contrariedad, e incluso un punto de desilusión: para él era una lástima que aquello se calmara, se había sentido muy importante durante cuarenta y ocho horas. Con orgullo me contó que había mandado a varios listos «a paseo», que les había hecho saber a éste y al otro que si creían que iba a dejarlos pasar ya podían «esperar sentados». Me acodé en su mostrador mientras lo escuchaba. Llevaba fuera de Inglaterra el tiempo suficiente para que muchas de aquellas simples frases coloquiales me sonaran exóticas, incluso absurdas. Le pregunté si creía que a última hora vendría más gente, y dijo que le parecía que no, no había venido nadie desde el día anterior. Quise saber si era prudente recibir una visita durante la noche.

—No creo que haya problema —dijo, con un tono que me hizo sentir ridícula por preguntar tal cosa—. Siempre está la puerta de atrás.

Suspiró, y justo entonces una mujer se paró a pedirle si podía recoger la ropa que le llevarían de la tintorería mientras ella estaba fuera. Me pareció grosera e impaciente, hablaba con el conserje mirando el calendario del mostrador, un bloque gris con pantalla digital que informaba a quien estuviera delante de en qué momento exacto se encontraban. Era el día veinticinco del mes de octubre, del año dos mil ocho, a las doce y treinta y seis con veintitrés segundos. Me volví para marcharme; el conserje despachó a la mujer y se apresuró a dar la vuelta al mostrador para abrirme la puerta del vestíbulo. Me preguntó adónde iba; le dije que no lo sabía. Eché a caminar por la ciudad. Era una magnífica tarde de otoño londinense, fresca pero luminosa, bajo algunos árboles había una hojarasca dorada. Dejé atrás el campo de críquet y la mezquita, Madame Tussauds, subí Goodge Street y torcí por Tottenham Court Road, atravesé Trafalgar Square, y cuando me di cuenta había llegado a Embankment y estaba cruzando el puente. Pensé, como a menudo pienso al cruzar ese puente, en dos jóvenes estudiantes a los que asaltaron allí una noche a altas horas y los tiraron al Támesis por encima de la baranda. Uno salió con vida y uno murió. Nunca he entendido cómo se las arregló el que sobrevivió, a oscuras, en medio del frío absoluto, conmocionado y con los zapatos puestos. Pensando en él, me pegué al lado derecho del puente, paralelo a la vía del tren, y evité mirar el agua. Cuando llegué a la orilla sur, lo primero que vi fue un cartel que anunciaba un «diálogo», esa misma tarde, con un cineasta austríaco. Empezaba al cabo de veinte minutos en el Royal Festival Hall, y en un impulso decidí comprar una entrada. Conseguí una butaca en la galería, en la última fila. No esperaba demasiado, sólo quería distraerme un rato de mis problemas, sentarme a oscuras y oír hablar de películas que nunca había visto, pero en la mitad de la charla el director pidió al moderador que pusiera un corte de Swing Time, una película que conozco muy bien, de niña no me cansaba de verla. Me erguí en la butaca. En la enorme pantalla delante de mí, Fred Astaire bailaba con tres figuras recortadas a contraluz. Las figuras no pueden seguirle, empiezan a perder el ritmo. Finalmente las tres tiran la toalla, haciendo ese gesto tan americano de «¡Bah!» con la mano izquierda, y abandonan el escenario. Astaire sigue bailando solo. Entendí que las tres siluetas en sombra también eran Fred Astaire. ¿Me había dado cuenta, de niña? Nadie acaricia el aire igual, ningún otro bailarín dobla las rodillas de esa manera. Mientras tanto, el director hablaba de una teoría suya sobre el «cine puro», que empezó a definir como la «interacción de luz y oscuridad, expresada como una especie de ritmo, en el curso del tiempo», pero esa noción se me antojó aburrida y difícil de seguir. Detrás de él, por alguna razón, volvió a reproducirse el mismo corte de la película, y mis pies, al son de la música, empezaron a tamborilear en el asiento de delante. Sentí una ligereza maravillosa en el cuerpo, una felicidad absurda que parecía surgida de la nada. Había perdido mi trabajo, cierta versión de mi vida, mi intimidad, pero aun así todas esas cosas me parecieron insignificantes comparadas con la sensación de alegría que experimenté al ver el baile y seguir sus ritmos precisos con todo mi ser. Empecé a perder la noción del espacio que me rodeaba, elevándome por encima de mi cuerpo, contemplando mi vida desde un punto muy lejano, suspendida en el aire. Me recordó a los trances que explica la gente que ha tomado drogas alucinógenas. Vi pasar todos los años de mi vida de golpe, pero no asentados uno sobre otro, experiencia tras experiencia, forjando algo con sustancia... Todo lo contrario. Se me estaba revelando una certeza: que siempre había intentado arrimarme a la luz de los otros, que nunca había brillado con luz propia. Me vi a mí misma como una especie de sombra.

Cuando terminó el acto, volví a recorrer la ciudad hasta el apartamento, telefoneé a Lamin, que esperaba en una cafetería cercana, y le dije que todo estaba en calma. A él también lo habían despedido, pero en lugar de dejarle volver a casa, a Senegal, me lo había traído conmigo aquí, a Londres. Llegó a las once, cubriéndose con la capucha de la sudadera por si había cámaras. El vestíbulo estaba despejado. Con la capucha estaba aún más joven y más guapo, y me pareció casi escandaloso ser incapaz de sentir nada por él. Después nos quedamos tumbados en la cama con nuestros portátiles y, para no revisar el correo electrónico, me puse a navegar en Google sin un propósito concreto hasta que me acordé del fragmento de Swing Time y lo busqué. Quería enseñárselo a Lamin, me picaba la curiosidad por ver qué opinaba, ahora que también era bailarín, pero me dijo que no sabía quién era Astaire ni lo había visto nunca. Mientras pasaba la escena, Lamin se enderezó en la cama y frunció el ceño. A duras penas pude entender lo que estábamos viendo: Fred Astaire con la cara pintada de negro. En el Royal Festival Hall me había sentado en la galería, sin gafas, y la escena se abre con Astaire en un plano general. Sin embargo, nada de eso explicaba cómo me las había ingeniado para anular en mi memoria la imagen de la infancia: los ojos saltones, los guantes blancos, la sonrisa de Bojangles. Me sentí estúpida, cerré el portátil y me acosté. A la mañana siguiente me desperté temprano y dejé a Lamin en la cama, fui rápidamente a la cocina y encendí mi teléfono móvil. Esperaba cientos de mensajes, miles. A lo sumo tenía treinta. Era Aimee quien en otros tiempos me mandaba cientos de mensajes en un solo día, y de pronto comprendí al fin que ya nunca volvería a mandarme ninguno. No sé por qué tardé tanto en comprender algo tan obvio. Fui pasando una lista deprimente: una prima lejana, unos pocos amigos, varios periodistas. Entonces vi uno titulado «PUTA». Tenía una dirección absurda de números y letras y un vídeo adjunto que no se abría. El cuerpo del mensaje era una única frase: «Ahora todo el mundo sabe quién eres en realidad.» Parecía una de esas notas que podría mandar una cría de siete años resentida y con una idea implacable de la justicia. Y por supuesto, si puede ignorarse el paso del tiempo, era exactamente eso.

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PRIMERA PARTE

Los comienzos

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1

Si todos los sábados de 1982 pueden concebirse como un mismo día, conocí a Tracey a las diez de la mañana de aquel sábado, caminando por la gravilla polvorienta del patio de una iglesia, cada una de la mano de su madre. Allí había muchas más niñas, pero por razones obvias nos fijamos una en la otra, en nuestras similitudes y diferencias, como suelen hacer las niñas. Ambas teníamos exactamente el mismo tono de piel morena, como si a las dos nos hubieran cortado del mismo rollo de tela marrón, nuestras pecas se concentraban en las mismas áreas y éramos de la misma altura. Sin embargo, mi cara era más recia y melancólica, con una nariz larga, seria, y los ojos un poco mustios, igual que la boca. La cara de Tracey era vivaracha y redonda, parecía una Shirley Temple oscura, salvo porque tenía una nariz tan problemática como la mía, enseguida me di cuenta, una nariz ridícula: apuntaba hacia arriba como la de un cerdito. Bonita, pero también obscena: las fosas estaban en exposición permanente. Podría decirse que en cuestión de narices empatábamos. En cuanto al pelo, en cambio, ella ganaba de calle. Tenía unos tirabuzones que le caían hasta la cintura, recogidos en dos trenzas brillantes por algún aceite, prendidas en la punta con unos lacitos de raso amarillo. Los lacitos de raso amarillo eran un fenómeno desconocido para mi madre, que simplemente me echaba hacia atrás el pelo crespo formando una nube enorme y lo sujetaba con una cinta negra. Mi madre era feminista. Llevaba el pelo a lo afro y muy corto, su cráneo estaba perfectamente modelado, nunca usaba maquillaje y nos vestía a las dos con la mayor sencillez posible. El pelo no es esencial cuando te pareces a Nefertiti. Ella no tenía necesidad de maquillaje, productos de belleza, joyería o ropa cara, y así su situación económica, sus ideas políticas y su estética encajaban a la perfección, muy oportunamente. Los accesorios sólo entorpecían el conjunto, incluida (o así lo sentía yo entonces) la niña de siete años con cara de caballo que iba a su lado. Al mirar a Tracey diagnostiqué el problema opuesto: su madre era blanca, obesa, aquejada de acné. Llevaba el pelo rubio y ralo peinado hacia atrás, muy tirante, en lo que sabía que mi madre llamaría un «lífting estilo Kilburn». Pero el encanto personal de Tracey era la solución: ella se había convertido en el accesorio más llamativo de su madre. El aire de la familia, aunque no encajara con los gustos de mi madre, me fascinó: logos, pulseras y aros de bisutería, estrás a mansalva, deportivas caras de esas que mi madre se negaba a reconocer como una realidad del mundo («Eso no son zapatos»). A pesar de las apariencias, sin embargo, nuestros orígenes no eran tan distintos. Tanto su familia como la mía vivían en los bloques de protección oficial, sin subsidios. (Una cuestión de orgullo para mi madre, un ultraje para la de Tracey: había intentado muchas veces que le dieran «la paga de discapacidad», en vano.) Según mi madre, eran precisamente esas similitudes superficiales las que concedían tanta importancia al buen gusto. Ella se vestía para un futuro que aún no existía, pero que esperaba conocer. Para eso servían sus pantalones lisos de lino blanco, su camiseta «bretona» a rayas blancas y azules, sus alpargatas con la suela deshilachada, su severa y hermosa cabeza africana: todo tan sencillo, tan austero, completamente desacorde con el espíritu de la época y con el lugar. Un día nosotras «saldríamos de aquí», ella acabaría sus estudios, se convertiría en una mujer radical y sofisticada de verdad, a quien tal vez incluso se nombrara junto a Angela Davis o Gloria Steinem... Las sandalias de esparto formaban parte de esa visión enérgica, apuntaban sutilmente a los ideales más elevados. Yo era un accesorio sólo en el sentido de que mi propia falta de gracia constituía un símbolo admirable de contención materna, porque se consideraba de mal gusto (en los círculos a los que aspiraba mi madre) vestir a tu hija como una buscona. Tracey, en cambio, encarnaba sin ningún pudor las aspiraciones frustradas de su madre, era su única alegría, con aquellos electrizantes lacitos amarillos, una falda de tutú con muchas capas y un top que dejaba al descubierto una franja de la barriguita infantil y aceitunada, y cuando nos apretujamos con ellas para entrar a la iglesia arrastradas por la corriente de madres e hijas, observé con interés que la madre hacía pasar a Tracey delante —de ella, y también de nosotras—, valiéndose de su propio cuerpo para atajarnos, la carne de sus brazos temblando como gelatina, hasta que llegó a la clase de danza de la señorita Isabel con una expresión que delataba su orgullo y su nerviosismo, dispuesta a depositar su preciosa carga al cuidado provisional de terceros. La actitud de mi madre era en cambio de resignación y hastío, con un punto de sorna, porque la clase de danza le parecía ridícula, ella tenía mejores cosas que hacer, y al cabo de unos cuantos sábados (en los que se desplomaba en una de las sillas de plástico alineadas ante la pared de la izquierda, disimulando a duras penas su desdén por toda la maniobra), empezó a acompañarme mi padre en vez de ella. Esperaba que el padre de Tracey se encargara de llevarla también, pero no fue así. Resultó, como mi madre había adivinado a la primera, que no había ningún «padre de Tracey», al menos en el sentido convencional de matrimonio al uso. Eso también era un ejemplo de mal gusto.

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2

Ahora quiero describir la iglesia y a la señorita Isabel. Un edificio del siglo XIX sin pretensiones, con grandes bloques de arenisca en la fachada, no muy distintos del revestimiento barato que veías en las casas más feúchas, aunque no podían ser lo mismo, y un decoroso campanario rematado en punta sobre un interior desangelado, como el de un granero. Era la iglesia de St. Christopher. Se parecía a la silueta que trazábamos con los dedos cuando cantábamos:

Ésta es la iglesia,

con su campanario,

que abre las puertas

a la gente del barrio.

Los vitrales contaban la historia de san Cristóbal llevando a hombros al niño Jesús hasta la otra margen de un río. La escena era tosca: el santo parecía mutilado, con un solo brazo. Las vidrieras originales habían quedado destruidas durante la guerra. Enfrente de la iglesia se alzaba un bloque alto con mala reputación, y allí era donde vivía Tracey. (El mío era más bonito, y no tan alto, en la calle de al lado.) Construido en los años sesenta, reemplazó una hilera de casas victorianas destruidas en el mismo bombardeo que provocó los destrozos en la iglesia, pero la relación entre los dos edificios acababa ahí. La iglesia, incapaz de tentar a los residentes de la otra acera de la calle para que se acercaran a Dios, había tomado la decisión pragmática de diversificarse en otras áreas: una guardería, clases de inglés para extranjeros, autoescuela. Eran iniciativas populares y bien afianzadas, pero las clases de danza del sábado por la mañana eran una propuesta nueva y nadie había sacado aún nada en limpio. La clase en sí costaba dos libras y media, pero entre las madres corrían rumores sobre el precio de las zapatillas de ballet, una mujer había oído que costaban tres libras, otra que siete, la de más allá juraba que el único sitio donde se conseguían era Freed, en Covent Garden, y allí te soplaban diez libras con sólo mirarte, y entonces, ¿qué pasaba con «claqué» y con «moderno»? ¿Las zapatillas de ballet servían también para moderno? ¿Qué era «moderno»? No había nadie a quien pudieras preguntárselo, nadie que ya lo hubiera hecho, ibas perdida. Raro era el caso en que la curiosidad de una madre la impulsaba a llamar al número que aparecía en los folletos hechos a mano y grapados por los árboles del barrio. Muchas niñas que podrían haber sido magníficas bailarinas ni siquiera llegaron a cruzar la calle, por temor a un folleto hecho a mano.

Mi madre era un caso raro: los folletos hechos a mano no la asustaban. Tenía un instinto increíble para las convenciones de la clase media. Sabía, por ejemplo, que un rastrillo, a pesar de ese nombre tan poco prometedor, era donde podías encontrar a la gente de más nivel, y también sus viejas ediciones de bolsillo, a veces libros de Orwell, pastilleros antiguos de porcelana, loza de Cornualles agrietada, tornos de alfarería desvencijados. Nuestro piso estaba lleno de cosas así. Nada de flores de plástico en casa, centelleantes de rocío falso, ni figuritas de cristal. Todo formaba parte del plan. Incluso las cosas que yo detestaba (como las alpargatas de mi madre) solían parecerles atractivas a la clase de gente que intentábamos atraer, y aprendí a no cuestionar sus métodos por más que me avergonzaran. Una semana antes de que empezaran las clases la oí hablar con su voz pretenciosa por el teléfono de la cocina, pero cuando colgó tenía todas las respuestas: cinco libras por las zapatillas de ballet —si ibas al polígono comercial en lugar de al centro de la ciudad— y los zapatos de claqué podían esperar hasta más adelante. Las zapatillas de ballet también servían para moderno. ¿Qué era «moderno»? Eso no lo había preguntado. Podía hacerse pasar por madre preocupada, pero nunca, jamás, por ignorante.

Le tocó a mi padre ir a comprar las zapatillas. El cuero resultó ser de un rosa más claro del que me esperaba, parecía la tripa de un cachorro, y la suela era de un gris sucio como la lengua de un gato, y no llevaban las largas cintas de raso que se entrelazan alrededor del tobillo, no, sólo una triste goma elástica que mi padre había cosido por su cuenta. Me llevé un chasco enorme, pero ¿no serían, como las alpargatas, «sencillas» a propósito, en aras del buen gusto? Pude aferrarme a esa idea justo hasta el momento en que, tras entrar en el salón parroquial, nos dijeron que nos pusiéramos la ropa de danza junto a las sillas de plástico y formáramos una fila en la pared de enfrente, junto a la barra. Casi todas las chicas tenían las zapatillas rosa de satén, no las de cuero pálido como la piel de un cochinillo que me habían endosado a mí, y algunas (niñas que sabía que vivían a base de ayudas, o sin padre, o ambas cosas) tenían las zapatillas con largas cintas de raso entrelazadas alrededor de los tobillos. Las de Tracey, que estaba a mi lado, con el pie izquierdo en la mano de su madre, tenían ambas cosas, satén de un rosa muy vivo y cintas, y además llevaba un tutú completo, una posibilidad que a nadie más se le había ocurrido siquiera, como tampoco se les habría pasado por la cabeza ir a una primera clase de natación con un traje de buceo. La señorita Isabel, por su parte, tenía una cara dulce y era simpática, pero muy mayor, puede que hasta hubiera cumplido los cuarenta y cinco años. Fue otra decepción. De constitución recia, parecía más la mujer de un granjero que una bailarina de ballet, y toda ella era rosa y amarilla, rosa y amarilla. Su pelo era amarillo, no rubio, amarillo como un canario. Tenía la piel muy sonrosada, como en carne viva, y pensándolo ahora creo que tal vez padeciera rosácea. Llevaba un maillot rosa, un pantalón de chándal rosa, una rebeca de angora rosa; en cambio, sus zapatillas eran de seda y amarillas, del mismo tono que el pelo. Eso también me indignó. ¡Dónde se había visto el amarillo en ballet! A su lado, en el rincón, había un hombre blanco muy viejo, con un sombrero de fieltro, sentado a un piano vertical y tocando Night and Day, una canción que me encantaba y que me enorgulleció reconocer. Las canciones antiguas me venían de mi padre, a quien a su vez le venían del suyo, que había sido un asiduo cantante de pub, uno de esos hombres cuyos delitos de poca monta delataban al menos en parte, o así lo creía mi padre, cierta vena creativa frustrada. El pianista era el señor Booth. Tarareé la melodía bien alta mientras él tocaba, deseando que me oyeran, poniendo mucho vibrato en la voz. Se me daba mejor cantar que bailar —de hecho, no tenía ningún don para el baile—, aunque me sentía demasiado orgullosa de mi capacidad para el canto y sabía que eso irritaba a mi madre. Cantar me salía de dentro con naturalidad, pero las cosas que a las mujeres les salen con naturalidad no impresionaban a mi madre en absoluto. Para ella era como sentirse orgullosa de respirar o caminar o parir.

Nuestras madres nos daban estabilidad, un punto de apoyo. Poníamos una mano en sus hombros, colocábamos un pie en sus rodillas dobladas. Mi cuerpo estaba en ese momento en manos de mi madre (que me izaba y me ataba los cordones, me abrochaba y me enderezaba, me alisaba la ropa), pero quien acaparaba mi atención era Tracey, la suela de sus zapatillas de ballet, en las que ahora podía leer «FREED» nítidamente estampado en el cuero. Los arcos de sus pies eran dos colibríes levantando el vuelo, curvados sobre sí mismos por naturaleza. Mis pies eran cuadrados y planos, parecían chirriar con cada cambio de posición. Me sentía como una cría pequeña colocando bloques de madera en una serie de ángulos rectos. Brisé, brisé, brisé, decía la señorita Isabel, así, Tracey, precioso. Tracey echaba la cabeza atrás al oír los elogios y su pequeña nariz de cerdito se hinchaba espantosamente. Aparte de eso, era la perfección misma, me tenía embelesada. Su madre parecía igual de subyugada, su compromiso con las clases de baile era el único indicio coherente de lo que hoy en día llamaríamos «la crianza» de su hija. Acudía con más frecuencia que cualquier otra madre, y mientras estaba allí su atención rara vez se desviaba de los pies de su hija. Mi madre, en cambio, siempre tenía la cabeza en otra cosa. Sencillamente no era capaz de sentarse en un sitio y pasar el rato, ella tenía que estar aprendiendo algo. Llegaba al principio de la clase con Los jacobinos negros bajo el brazo, pongamos por caso, y cuando me acercaba a pedirle que me cambiara las zapatillas de ballet por los zapatos de claqué ya se había leído cien páginas. Más adelante, cuando mi padre tomó el relevo, o se dormía o se iba «a dar un paseo», el eufemismo de los padres para fumar en el patio de la iglesia.

Al principio, Tracey y yo no éramos amigas ni enemigas, ni siquiera conocidas: apenas hablábamos. Aun así, siempre hubo esa conciencia mutua, un hilo invisible entre las dos que nos unía e impedía que nos apartáramos demasiado estableciendo relación con otras niñas. En sentido estricto, yo hablaba más con Lily Bingham, que iba a mi colegio, y la compañera de turno de Tracey era la pobre Danika Babic, con sus medias rotas y su fuerte acento, que vivía en su mismo rellano. Sin embargo, aunque nos reíamos por lo bajo y bromeábamos con esas niñas en clase, y aunque tenían todo el derecho a pensar que les hacíamos caso, que eran nuestro interés principal —que éramos, con ellas, tan buenas amigas como aparentábamos ser—, en cuanto llegaba la hora del descanso y el zumo con galletas, Tracey y yo nos poníamos en la cola juntas, una y otra vez, casi inconscientemente, como dos limaduras de hierro atraídas por un imán.

Resultó que Tracey sentía tanta curiosidad por mi familia como yo por la suya, y expuso, con cierta autoridad, que nosotros íbamos «al revés de todo el mundo». Escuché su teoría un día durante el descanso, mientras mojaba una galleta ávidamente en el zumo de naranja.

—En las demás parejas es el padre —dijo, y como yo sabía que eso era más o menos cierto no se me ocurrió nada para rebatirlo. Continuó—: Cuando tu padre es blanco significa que...

Pero en ese momento llegó Lily Bingham y se quedó a nuestro lado, así que nunca supe qué significaba cuando tu padre era blanco. Lily era larguirucha, un palmo más alta que el resto de las niñas. Tenía una melena rubia y muy lisa, las mejillas sonrosadas y un carácter alegre, abierto, que tanto a Tracey como a mí nos parecía la consecuencia directa de vivir en el número 29 de Exeter Road, una casa entera para su familia, a la que me habían invitado hacía poco, y entusiasmada le hablé a Tracey, que nunca había estado allí, del jardín privado, de un enorme tarro de mermelada lleno de «calderilla» y de un reloj Swatch del tamaño de un hombre que colgaba de la pared de un dormitorio. Así que había cosas que no podían hablarse delante de Lily Bingham, y Tracey cerró la boca, alzó la nariz y cruzó la sala para pedirle a su madre las zapatillas de ballet.

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3

¿Qué queremos de nuestras madres cuando somos niños? Sumisión absoluta.

Ah, es muy bonito y racional y respetable decir que una mujer tiene todo el derecho a elegir su vida, sus ambiciones, sus necesidades y demás: es lo que siempre he reivindicado para mí misma. Pero de niña, no; la verdad es que es una guerra de desgaste, la racionalidad no interviene ni por asomo, lo único que quieres de tu madre es que de una vez por todas reconozca que es tu madre y nada más que tu madre y que deje de librar cualquier otra batalla. Debe deponer las armas y acudir a ti. Y si no lo hace, entonces hay una guerra en serio, y mi madre y yo estábamos en guerra. Sólo de adulta llegué a admirarla de verdad, sobre todo los últimos años de su vida, los más dolorosos, por todo lo que había hecho para arañar un espacio propio en este mundo. De pequeña, su negativa a someterse a mí me confundía y me dolía, y más aún porque no creía que su resistencia se justificara con ninguno de los argumentos típicos. Era su única hija y ella entonces no trabajaba, todavía, y prácticamente no se hablaba con el resto de su familia. A mi modo de ver disponía de todo el tiempo del mundo, ¡y aun así no conseguía su sumisión absoluta! La impresión más temprana que conservo de ella es la de una mujer tramando una huida, de mí, del propio papel de la maternidad. Me compadecía de mi padre. Aún era un hombre bastante joven, la quería, quería más hijos —discutían a diario por eso—, pero en este aspecto, como en todos los demás, ella se negaba a ceder. Su madre había parido siete hijos, y su abuela, once. No pensaba pasar por lo mismo. Creía que mi padre quería más hijos para atraparla, y en esencia no iba desencaminada, aunque «atrapar» en este caso era sólo otra forma de decir «amar». La amaba más de lo que ella alcanzaba a imaginar o se molestaba en reconocer. Era una mujer que vivía en su propia fantasía de escapismo, que daba por hecho que todo el mundo a su alrededor se sentía en todo momento igual que ella. Y por eso cuando empezó, primero poco a poco, y luego cada vez más rápido, a dejar atrás a mi padre, tanto en el terreno intelectual como en el personal, naturalmente dio por supuesto que él experimentaba el mismo proceso al mismo tiempo. Sin embargo, él siguió como antes. Cuidándome, queriéndola, procurando estar al día, leyendo el Manifiesto comunista con su empeño pausado y diligente.

—Hay quien lleva consigo la Biblia —me decía mi padre con orgullo—. Ésta es mi biblia.

La frase sonaba impresionante (pretendía impresionar a mi madre), pero yo ya había advertido que, por lo visto, siempre leía ese libro y poco más, se lo llevaba a mis clases de danza, y aun así nunca pasó de las primeras veinte páginas. En el contexto del matrimonio era un gesto romántico: se habían conocido en una reunión del Partido Socialista de los Trabajadores, en Dollis Hill. Pero incluso eso fue un malentendido, porque mi padre había ido a conocer a chicas progres y laicas con minifalda, mientras que mi madre realmente estaba allí por Karl Marx. Mi infancia transcurrió en esa brecha entre ambos, que cada vez se ensanchaba más. Vi como mi madre, una autodidacta, le tomaba la delantera a mi padre, rápidamente y sin esfuerzo. Las estanterías del salón, hechas por él, se llenaron de libros de segunda mano, manuales de la Open University, tratados de política, de historia, libros sobre la raza, sobre género, «todos los ismos», como a mi padre le gustaba llamarlos siempre que pasaba un vecino y se fijaba en aquel cúmulo variopinto.

El sábado era el «día libre» de mi madre. ¿Libre de qué? De nosotros. Necesitaba enfrascarse en la lectura de sus ismos. Después de que mi padre me acompañara a la clase de danza teníamos que seguir vagando, buscar algo que hacer, quedarnos fuera de casa hasta la hora de cenar. Acabamos por adoptar el ritual de viajar en una serie de autobuses en dirección sur, muy al sur del río, hasta la casa de mi tío Lambert, el hermano de mi madre y confidente de mi padre. Era el mayor del clan, la única persona de mi familia materna a quien yo veía alguna vez. Había criado a mi madre y al resto de los hermanos, aún en la isla, cuando mi abuela emigró a Inglaterra para trabajar limpiando en un asilo de ancianos. Sabía con qué estaba lidiando mi padre.

—Doy un paso hacia ella —oí quejarse a mi padre, un día, en pleno verano—, ¡y ella da un paso atrás!

—No hay remedio con esa chica. Siempre ha sido igual.

Yo estaba en el jardín, entre las tomateras. Era un huerto, en realidad, sin nada decorativo o destinado a la mera contemplación: todo tenía que ser comestible y crecía en hileras largas, rectas, emparrado con cañas de bambú. Al fondo había una letrina, la última que vi en Inglaterra. El tío Lambert y mi padre se sentaban en unas hamacas junto a la puerta de atrás y fumaban marihuana. Eran viejos amigos —Lambert era la única persona que aparecía en la foto de la boda de mis padres, aparte de ellos— y tenían el trabajo en común: Lambert era cartero y mi padre dirigía una oficina de correos. Compartían un sentido del humor seco e idéntica falta de ambiciones, y mi madre veía ambas cosas con malos ojos. Mientras fumaban y despotricaban de todo lo que no se podía hacer con ella, yo me dedicaba a meter los brazos entre las tomateras dejando que los zarcillos se me enroscaran alrededor de las muñecas. La mayoría de las plantas de Lambert me parecían amenazadoras, eran el doble de altas que yo y todo lo que había sembrado allí crecía desenfrenadamente: una maraña de enredaderas, hierbas altas, obscenas calabazas abotargadas. La tierra es más fértil en el sur de Londres —en el norte es demasiado arcillosa—, pero yo entonces no lo sabía y estaba hecha un lío: creía que cuando iba a casa de Lambert me trasladaba a Jamaica, para mí el huerto de Lambert era Jamaica, olía a Jamaica, y allí se tomaba helado de coco, e incluso ahora, en mi memoria, siempre hace calor en el huerto de Lambert, y estoy sedienta y me asustan los insectos. Era un terreno alargado y estrecho orientado hacia el sur, el retrete lindaba con la cerca de la derecha, así que el sol se ponía por detrás de la caseta, rielando en el cielo mientras se ocultaba. Me moría de ganas de ir al baño, pero había decidido aguantarme hasta que volviéramos a ver el norte de Londres; aquel retrete me daba miedo. El suelo era de madera y entre los tablones crecían cosas, briznas de hierba y cardos y molinillos de diente de león que te rozaban la rodilla cuando te remangabas para arrimarte a la taza del váter. Las telarañas conectaban los rincones. Era un vergel de abundancia y decadencia: los tomates estaban demasiado maduros, la marihuana era demasiado fuerte, había cochinillas escondidas debajo de cualquier cosa. Lambert vivía allí solo, y a mí me parecía un lugar moribundo. Incluso a esa edad me extrañaba que mi padre recorriera trece kilómetros hasta aquella casa en busca de consuelo, cuando todo apuntaba a que Lambert había sufrido ya el abandono que mi padre tanto temía.

Cansada de andar entre las hileras de hortalizas, volvía merodeando por el jardín, y me fijé en que los dos hombres escondían el porro, a duras penas, ahuecando el puño.

—¿Aburrida? —preguntó Lambert.

Confesé que sí.

—Antes, chica, la casa estaba llena de chamacos—dijo Lambert—, pero ahora esos niños ya tienen niños también.

La imagen que se me quedó fue de niños de mi edad con bebés en brazos: ése era el destino que relacionaba con el sur de Londres. Sabía que mi madre se había marchado de casa para no caer en el mismo patrón, para que ninguna hija suya fuese nunca una niña con un hijo, para que cualquier hija suya hiciese algo más que limitarse a sobrevivir, como había hecho ella, y por eso tenía que prosperar, aprendiendo muchas habilidades innecesarias, como bailar claqué. Mi padre me tendió los brazos y yo me acurruqué en su regazo, cubriéndole la calva incipiente con la mano y notando los mechones ralos de pelo mojado que se peinaba para tapársela.

—Vergonzosa, ¿eh? ¿No digas que te da vergüenza con tu tío Lambert?

Lambert tenía los ojos inyectados en sangre, y sus pecas eran como las mías pero con relieve; su cara era redonda y dulce, con unos ojos color avellana que confirmaban, presuntamente, que había sangre china en el árbol genealógico. Pero a mí me avergonzaba. Mi madre, que nunca lo visitaba, salvo por Navidad, ponía un curioso énfasis en que mi padre y yo fuésemos a verlo, aunque siempre a condición de que estuviéramos alerta, que nunca nos dejáramos «arrastrar». ¿Arrastrar a qué? Me enrosqué alrededor del cuerpo de mi padre hasta que pude ver las cuatro greñas largas que se dejaba crecer en el cogote, y que tanto se empeñaba en mantener. Aunque era treintañero, nunca había visto a mi padre con todo el pelo, nunca lo había conocido rubio, y nunca llegaría a conocerlo canoso. Siempre fue de ese castaño postizo que se te impregnaba en los dedos si lo tocabas, y cuyo verdadero origen era una lata redonda y chata que se quedaba abierta en el filo de la bañera dejando un cerco aceitoso parduzco, gastada justo por el centro, igual que la cabeza de mi padre.

—Esta niña necesita compañía —se desesperaba—. No basta con un libro, ¿entiendes? No basta con una película. Necesitas compañía de carne y hueso.

—Nada que hacer con esa mujer. Lo sé desde que era chica. Tiene una voluntad de hierro.

Era cierto. No había nada que hacer. Cuando volvimos a casa, ella estaba viendo una conferencia de la Open University, lápiz y cuaderno en mano, hermosa y serena, acurrucada en el sofá con los pies descalzos bajo las nalgas, pero cuando se volvió a mirarnos me di cuenta de que estaba molesta, habíamos vuelto demasiado temprano, quería más tiempo, más paz, más silencio, para poder estudiar. Éramos los vándalos en el templo. Mi madre estaba estudiando Sociología y Políticas. Nosotros no sabíamos por qué.

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4

Si Fred Astaire representaba la aristocracia, yo representaba el proletariado, dijo Gene Kelly, y según esa lógica mi bailarín debería haber sido Bill Bojangles Robinson, porque Bojangles bailaba para el tipo fino de Harlem, para el chaval del suburbio, para el aparcero sureño: para todos los descendientes de los esclavos. Sin embargo, para mí un bailarín era un hombre de ninguna parte, sin padres ni hermanos, sin nación o pueblo, sin obligaciones de ningún tipo, y esa cualidad era precisamente la que me fascinaba. Todos los demás detalles se desvanecían. Ignoraba las ridículas tramas de aquellas películas: las idas y venidas operísticas, los reveses de la fortuna, los empalagosos chico-conoce-chica, las serenatas, las doncellas y los mayordomos. Para mí sólo eran los caminos que llevaban al baile. La historia era el precio que había que pagar por el ritmo. «Pardon me, boy, is that the Chattanooga choo choo?» Cada sílaba hallaba su movimiento correspondiente en las piernas, el torso, las caderas, los pies. A la hora de ballet, en cambio, bailábamos piezas clásicas («música blanca», como Tracey la llamaba sin tapujos) que la señorita Isabel grababa de la radio en una serie de casetes. Pero yo apenas las identificaba como música, mi oído no detectaba los tiempos, y aunque la señorita Isabel intentaba ayudarnos marcando el compás a gritos, nunca conseguí relacionar de ninguna manera esos números con el mar de melodía que me asaltaba con los violines o el embate atronador de una sección de vientos. Aun así, sabía más que Tracey: sabía que algo no encajaba del todo con sus categorías rígidas (música negra, música blanca), que en algún sitio debía de existir un mundo en el que ambas se combinaban. En películas y fotografías había visto hombres blancos sentados a sus pianos con chicas negras de pie a su lado, cantando. ¡Ah, yo quería ser como esas chicas!

A las once y cuarto, justo después de ballet, en mitad de nuestro primer descanso, el señor Booth entraba en la sala cargado con un gran maletín negro de cuero, como los que antiguamente llevaban los médicos rurales, y en ese maletín guardaba las partituras para la clase. Siempre que yo estaba libre (o sea, si podía escaparme de Tracey), me apresuraba a acudir a su lado, siguiéndolo mientras él se acercaba despacio al piano, y luego, colocándome como las chicas que había visto en la pantalla, le pedía que tocara All of Me, o Autumn in New York, o 42nd Street. En las clases de claqué, el señor Booth tenía que tocar las mismas cuatro canciones una y otra vez, y yo tenía que bailarlas, pero antes de la clase, mientras el resto de la gente se entretenía charlando, tomando un tentempié o un refresco, disponíamos de ese momento para nosotros, y yo le pedía que me ayudara a trabajar una melodía, cantando más bajo que el piano si me sentía tímida o más fuerte en el caso contrario. A veces, cuando cantaba, los padres que salían a fumar bajo los cerezos entraban a escuchar, y las chicas que estaban ocupadas preparándose para sus bailes (subiéndose las medias, atándose las cintas) interrumpían esas tareas y se volvían a mirarme. Me di cuenta de que mi voz, siempre que no cantara deliberadamente por debajo del volumen del piano, poseía cierto carisma y atraía a la gente. No se trataba de virtuosismo, porque mi registro era muy limitado, sino de sentimiento: de algún modo era capaz de expresar las emociones con intensidad y conseguía «dar el pego». Hacía que las canciones tristes sonaran muy tristes, y las canciones alegres llenas de júbilo. Cuando llegó el momento de pasar las «pruebas de interpretación», aprendí a usar la voz como una forma de distracción, del mismo modo que algunos prestidigitadores te hacen mirarles la boca cuando deberías estar mirándoles las manos. A Tracey, sin embargo, no pude engañarla. Mientras abandonaba el escenario la vi de pie entre los bastidores, cruzada de brazos y levantando la barbilla con desdén. A pesar de que ella siempre quedaba por encima de todo el mundo y de que el tablero de corcho de la cocina de su madre rebosaba de medallas de oro, nunca estaba satisfecha, ella quería el oro también en «mi» categoría (canto y baile), aunque apenas podía entonar una nota. Me costaba entenderlo, estaba convencida de que si yo hubiese podido bailar como Tracey, no habría deseado nada más en este mundo. Otras chicas tenían el ritmo en los brazos y las piernas, algunas en las caderas o en sus pequeños traseros, pero ella tenía el ritmo en cada uno de sus ligamentos, probablemente en cada célula de su cuerpo. Todos sus movimientos eran tan definidos y precisos como cabría esperar en una niña de su edad, su cuerpo era capaz de amoldarse a cualquier compás, por intrincado que fuera. Quizá podía objetarse que a veces era demasiado precisa, que no destacaba por ser creativa o que le faltaba sensibilidad, pero nadie en su sano juicio podía cuestionar su técnica. A mí me sobrecogía —me sobrecoge aún— la técnica de Tracey. Sabía hacer cada cosa en el momento justo.

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5

Un domingo a finales de verano. Me había asomado al balcón a mirar a unas chicas de nuestro rellano que saltaban a la doble comba junto a los bidones de la basura. Oí que mi madre me llamaba. Al volverme la vi entrando en el patio comunitario, acompañada de la señorita Isabel. Saludé desde arriba, y ella levantó la vista, sonriendo.

—¡Quédate ahí! —gritó.

Nunca había visto a mi madre y la señorita Isabel juntas fuera de la clase de danza, y supe, incluso desde lejos, que estaba intentando convencerla de algo. Me hubiera gustado ir a sondear a mi padre, que estaba pintando una pared de la sala de estar, pero sabía que mi madre, tan encantadora con los desconocidos, tenía poca paciencia con los suyos, y que «¡Quédate ahí!» significaba exactamente eso. Observé a la extraña pareja atravesar el patio hasta la escalera, refractada en los ladrillos de vidrio como un borrón de amarillo, rosa y caoba. Entretanto, las chicas junto a los bidones empezaron a darle a la comba al revés mientras una nueva chica tomaba carrerilla para meterse con valentía en el perverso tirabuzón, y empezó una nueva cantilena, la del mono que mascaba tabaco.

Finalmente mi madre llegó a mi lado, me examinó (aunque con una mirada esquiva) y sin mayores preámbulos dijo:

—Quítate los zapatos.

—Bueno, tampoco es necesario que lo hagamos ahora mismo —murmuró la señorita Isabel.

—Más vale saberlo cuanto antes —replicó mi madre, y desapareció en el piso para reaparecer un minuto después con un paquete grande de harina de fuerza que empezó a esparcir por el balcón hasta que en el suelo quedó una fina capa blanca, como de una primera nevada. Me pidieron que caminara descalza. Pensé en Tracey. Me pregunté si la señorita Isabel visitaba una por una las casas de todas las niñas. ¡Qué desperdicio de harina! La señorita Isabel se agachó a observar. Mi madre se acodó en el balcón, fumando un cigarrillo. Estaba ladeada sobre la baranda, y el cigarrillo quedaba ladeado en su boca, y llevaba una boina, como si llevar una boina fuera lo más natural del mundo. Se quedó así, ladeada hacia mí en un ángulo irónico. Llegué a la otra punta del balcón y di media vuelta para mirar mis huellas.

—Pues sí, ahí está —dijo la señorita Isabel.

¿Y dónde estaba? En la tierra de los pies planos. Mi profesora se quitó un zapato y pisó con firmeza para que comparásemos: en su huella sólo se veían los dedos, la parte anterior y el talón, mientras que en la mía se marcaba todo el contorno de la pisada. Mi madre parecía muy interesada en el resultado, pero la señorita Isabel, viéndome la cara, se apiadó de mí:

—Para ser bailarina de ballet se necesita puente, sí, pero se puede hacer claqué con los pies planos, ¿sabes? Claro que se puede.

No la creí, pero fue amable y me aferré a sus palabras y seguí yendo a las clases, y así continué viéndome con Tracey, que precisamente, como comprendí con el tiempo, era lo que mi madre había querido cortar. Había llegado a la conclusión de que, como Tracey y yo íbamos a escuelas distintas, en barrios distintos, nuestro único vínculo eran las clases de baile, pero cuando llegó el verano y las clases terminaron nada cambió, nos unimos cada vez más y en agosto ya quedábamos casi cada día. Desde mi balcón se alcanzaba a ver su edificio, y viceversa, no hacían falta llamadas telefónicas, ni formalidades, y a pesar de que nuestras madres apenas se saludaban por la calle, empezó a resultarnos natural entrar y salir a nuestras anchas del bloque de la otra.

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6

En cada casa nos comportábamos de una manera. En la de Tracey jugábamos y probábamos juguetes nuevos, de los que parecía haber un suministro inagotable. El catálogo de Argos, del que me dejaban elegir tres artículos baratos en Navidad y uno por mi cumpleaños, era para Tracey una biblia cotidiana que leía religiosamente, a menudo conmigo a su lado, marcando los que elegía con un pequeño bolígrafo rojo que reservaba para ese fin. Su cuarto fue una revelación para mí, aniquiló todas las ideas que me había hecho sobre nuestra situación común. Su cama tenía la forma

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