Introducción de Lucy Mangan

Recuerdas lo que era leer de niño? Aquella maravillosa facilidad para sumergirte en un libro, para pasar sin darte cuenta de la realidad a la imaginación. Te sentabas en el sofá mientras Cair Paravel, jardines olvidados, zonas costeras canadienses, campos cubiertos de helechos, ruinas misteriosas, praderas de Minnesota y cordilleras suizas surgían a tu alrededor, y acompañabas en sus aventuras a heroínas pelirrojas, perros fieles, leones que hablaban, fantasmas, brujas y niños como tú, pero que no habían tenido la desgracia de nacer en el aburrido aquí y ahora, hasta que te llamaban para que fueras a cenar o a dormir y volvías a tu vida cotidiana.
Yo lo recuerdo bien y daría mucho por recuperarlo. Aunque quizá no tanto como por recuperar la facilidad para dormir que tenía de niña. Es cierto que odiaba meterme en la cama —que me llamaran para cenar estaba bien, pero a lo otro le temía, porque... a saber cuánto iban a divertirse los mayores sin mí—, pero, ya en la cama, la paz y el calor se apoderaban rápidamente de mí y me deslizaba del mundo de los despiertos a la tierra de Morfeo con la misma facilidad que desde Catford a la Academia Cackle para brujas.
Como casi todo en la vida, la alegría del sueño profundo y de sumergirse en la lectura se pierde en la juventud. Y ahora, como adultos, es cuando más necesitamos sus propiedades reparadoras. Imagínate un mundo en el que te metieras en la cama y... te durmieras. Simplemente te durmieras. Sin pasarte una hora dando vueltas a lo que ha sucedido durante el día, quizá actualizando tu tabla mental de éxitos y fracasos personales (divido la mía en las siguientes categorías: «profesionales», «domésticos», «maternales» y «filiales», para que me resulte más fácil acceder a ella y flagelarme mentalmente por temas concretos; estoy tan ocupada que no me puedo permitir dispersarme cuando me autocondeno) y prometiéndote hacerlo mejor mañana. Sin tener que hacer la lista de tareas para el día siguiente, trazar un plan para la semana y cotejarlo con el plan mensual que tienes en mente (¿por qué no dejas una libreta junto a la cama?, grita tu implacable crítico interno marcando otra cruz en la columna de fallos domésticos). Sin repasar la lista de preocupaciones menores y mayores (desde el lavavajillas roto hasta el inevitable cáncer, pasando por el calentamiento global) hasta por fin quedarte dormido de puro agotamiento psicológico.
Imagínate leyendo un libro sin una lista como esta de responsabilidades que expulsa las palabras de tu cerebro, sin una avalancha de ansiedad que derriba el mundo de la ficción en cuanto empiezas a construirlo.
Este libro es un pequeño intento de recrear aquellas alegrías perdidas para —como dice el título— adultos estresados, enloquecidos por las exigencias de la casa, la familia, el trabajo y los límites, inevitablemente porosos, entre los tres. Que, por supuesto, están iluminadas por la fría luz azul de la pantalla del móvil, que, pese a nuestros esfuerzos, al parecer es lo primero que cogemos por la mañana y lo último que miramos —¿por qué?, ¿por qué nos hacemos esto?, ¿por qué?— por la noche. Los cuentos (o los extractos de libros que suponen en sí mismos un cuento) y poemas de este volumen pretenden detener por un momento las corrientes cruzadas de exigencias que fluyen sin cesar por la vida moderna y recuperar un poco de tranquilidad a última hora del día, de unos días cada vez más largos y frenéticos.
Deja que el ritmo de los poemas te arrulle («así que cierra los ojos mientras Mamá te canta / las maravillosas escenas / y verás todas las cosas hermosas / mientras te meces en el mar de niebla / donde el viejo zueco mecía al trío pescador: / Guiño / Párpado / y Cabezón»), deja que los cuentos te arrastren. La fuerza de un cuento de hadas como «Al este del sol y al oeste de la luna» funciona en todos nosotros de forma instintiva —pocas preocupaciones e irritantes molestias se resisten a su insistente tirón—, aunque mi gran amor siempre serán los mitos, aquí bellamente representados por la versión de Andrew Lang del momento más potente de todos ellos: la revelación de que Arturo es el rey, en «La extracción de la espada». Me gustaría quedarme dormida cada noche con la esperanza de que esta leyenda sea cierta y de que Arturo volverá para salvarnos en nuestro momento más oscuro. Lo cual, por cierto, metafóricamente, si no literalmente, sucede a las cuatro de la madrugada, como sabe todo aquel que alguna vez —por mala suerte, porque ha bebido demasiado o porque tiene un bebé— ha estado despierto a estas horas.
Pero todos nosotros podemos escapar de la rutina diaria, por supuesto, y volver sobre nuestros pasos infantiles. Aunque ya no puedas leer como un niño, puedes acercarte volviendo a leer lo que leías de niño. Por eso aquí tienes «La tía y Amabel», de E. Nesbit, cuya joven y desdichada protagonista entra en un armario desde el que se accede a otro mundo (¿y por qué no dejar que te distraigan los recuerdos de otros armarios-portales que has leído, conocido y amado? Es mucha mejor opción que enfadarte por la inminente huelga de metro, porque tienes que confeccionar un disfraz para el Día Nacional de la Tontería Inútil de la escuela o porque los maridos son incapaces de cambiar el rollo de papel higiénico) y donde encuentra simpatía y redención. O puedes volver a visitar a Heidi, que come carne ahumada y queso de cabra con su abuelo en la cabaña, acompañar a Ana de las Tejas Verdes y a Diana en su viaje a la ciudad para asistir a una exposición o adentrarte en los rincones ocultos de Misselthwaite Manor con Mary y Dickon, y dejar que la mágica paz de «El jardín secreto» se apodere de ti una vez más. Con un poco de suerte, pronto rodarás como Alicia, que también aparece aquí, por la madriguera de la conciencia, aunque irás a parar a un paisaje no tan vigoroso como el que Lewis Carroll construyó para su niña.
Si la infancia no es un lugar al que huir, o el escapismo no es lo tuyo, este libro también tiene cuentos para ti. Si eres de esos adultos que precisan el consuelo adulto de compartir un destino en lugar de retirarse, lee «El cansancio de Rosabel», que repite mentalmente lo acontecido en la tienda en la que trabaja, modificándolo y mejorándolo a medida que avanza hasta caer en lo que promete ser, al menos por un breve tiempo, un sueño reparador. O deja que la elusión de la responsabilidad y el deseo de fugarse a los que sucumbe la protagonista y madre de cuatro hijos en «Un par de medias de seda» te provoque esas mismas sensaciones durante los magníficos minutos que tardas en leer su cuento, serenamente subversivo.
Cada cual tiene sus gustos, por supuesto, pero todos los relatos —ya sean prosa, poesía o un extracto de una obra más amplia— son la opción perfecta a la hora de irse a dormir por dos importantes razones. ¿Por qué? Porque son breves y estamos cansados, y porque cuentan historias.
Tengamos la edad que tengamos, las historias nos tranquilizan. Las historias son lo que los psicólogos llaman «una actividad mental primaria». En otras palabras, narrando damos sentido al mundo. No estamos diseñados para experimentar la vida como una serie aleatoria de acontecimientos aislados que actúan sobre nosotros. Si nos pensáramos a nosotros mismos como un conjunto cualquiera de datos en un universo indiferente (aunque parece que esta cruel verdad suele presentarse a las cuatro de la madrugada, como decíamos antes), nos volveríamos locos. Así que relacionamos, inferimos causalidad, predecimos, atribuimos, convertimos en anécdota... y seguimos adelante.
Historias creadas deliberadamente, trabajadas, planificadas y pulidas para que sean más perfectas y nos ofrezcan una satisfacción narrativa y un final claro, que la vida, por más que nos esforcemos, rara vez nos proporciona. Las de este libro lo hacen en pocas páginas o versos. Desafío a cualquiera a cerrar el libro tras el delicado ciclo vital de «El gigante egoísta», de Oscar Wilde, del brillante rigor de «Las ventanas de oro», de Laura E. Richards, o de la obra maestra de O. Henry «El regalo de los Reyes Magos» (cuyas partes, elaboradas con especial precisión, se ensamblan y ronronean como el motor de un Rolls Royce), sin suspirar profundamente de satisfacción.
En una época en la que la existencia en general parece definida —o al menos circunscrita— por la cantidad de cosas que se quedan sin hacer (la lista de tareas pendientes nunca se termina, las tareas más duras se pudren como la porquería en un lavavajillas roto porque llamar al fontanero sigue en la lista de tareas pendientes, y lo peor es que mis amigas más mayores me dicen que, pese a mis esperanzas, nunca creeré que he terminado de criar a mis hijos, aunque no sea del todo bien), ¿qué mejor manera de acabar el día que leyendo un cuento entero? Escapa, y luego termina con un logro sólido en la vida real.
Disfruta del cuento que elijas. Ojalá esta noche todos durmamos felices.
El regalo de los Reyes Magos
O. HENRY

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y de los ochenta y siete centavos, sesenta estaban en peniques. Peniques ahorrados de uno en uno o de dos en dos intimidando al tendero, al frutero y al carnicero hasta que la silenciosa acusación de avaricia que suponía aquel regateo hacía que les ardieran las mejillas. Della lo contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y el día siguiente era Navidad.
Estaba claro que poco podía hacer, aparte de dejarse caer en el raído sofá y lamentarse. Y eso hizo Della. Lo que lleva a la reflexión moral de que la vida consiste en llantos, sollozos y sonrisas, aunque mayormente en sollozos.
Mientras la mujer se calma un poco, echemos un vistazo a la casa. Un piso amueblado por el que pagan ocho dólares por semana. No era exactamente la imagen de la pobreza, pero sin duda así lo habría descrito la patrulla antimendigos de la policía.
Abajo, en la entrada, había un buzón al que no llegaba ninguna carta, y un timbre al que ningún dedo humano se decidía a llamar. Junto al timbre, una tarjeta en la que ponía: «Sr. James Dillingham Young».
El «Dillingham» había llegado allí transportado por la brisa de un anterior período de prosperidad, cuando el susodicho cobraba treinta dólares semanales. Aunque ahora que sus ingresos se habían reducido a veinte, pensaban seriamente en sustituirlo por una humilde y discreta «D». Pero cada vez que el señor James Dillingham Young llegaba al edificio y subía a su casa, la señora de James Dillingham Young, a la que ya hemos presentado como Della, lo llamaba «Jim» y le daba un fuerte abrazo. Y todo eso está muy bien.
Della dejó de llorar y se empolvó las mejillas. Se acercó a la ventana y observó sombríamente un gato gris que caminaba por la verja gris de un patio gris. El día siguiente era Navidad, y solo tenía un dólar con ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Llevaba meses ahorrando todos los peniques que podía, y este era el resultado. Veinte dólares semanales no dan para mucho. Había tenido más gastos de los previstos. Como siempre. Solo un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. A su Jim. Había pasado muchas horas felices pensando en algo bonito para él. Algo elegante, excepcional y valioso, algo que mereciera mínimamente el honor de ser propiedad de Jim.
Entre las ventanas había un gran espejo. Quizá hayáis visto un gran espejo en un piso de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil que observara su reflejo rápidamente, de arriba abajo, se haría una idea bastante exacta de su aspecto. Como Della era esbelta, dominaba el arte de mirarse en aquel espejo.
De repente se apartó de la ventana y se colocó delante del espejo. Le brillaban los ojos, pero al cabo de veinte segundos su rostro perdió el color. Se soltó rápidamente el pelo y lo dejó caer en toda su longitud.
Los Dillingham tenían dos cosas de las que estaban muy orgullosos. Una era el reloj de oro de Jim, que había sido de su padre y de su abuelo. La otra era el pelo de Della. Si la reina de Saba hubiera vivido en el piso de enfrente, algún día Della habría puesto a secar su pelo colgándolo de la ventana solo para mostrar su desprecio por las joyas y los dones de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros amontonados en el sótano, Jim habría sacado su reloj cada vez que pasara solo para verlo arrancándose la barba de envidia.
Y ahora la hermosa melena de Della caía sobre sus hombros ondeando como una cascada de aguas castañas. Le llegaba por debajo de la rodilla y casi la cubría como una prenda de ropa. Luego se la volvió a recoger rápidamente, muy nerviosa. Dudó un minuto y se quedó inmóvil. Un par de lágrimas cayeron sobre la raída alfombra roja.
Se puso su vieja chaqueta marrón y su viejo sombrero marrón. Su falda formó un torbellino al dirigirse a la puerta y, con los ojos aún brillantes, bajó las escaleras y salió a la calle.
Se detuvo ante un cartel que decía: «Madame Sofronie. Todo tipo de artículos para el cabello». Della subió rápidamente. Una vez arriba, jadeando, intentó calmarse. La mujer, alta, demasiado blanca y distante, no parecía «Madame Sofronie».
—¿Le interesa comprar mi pelo? —le preguntó Della.
—Compro pelo —le contestó la mujer—. Quítese el sombrero para que lo vea.
Della soltó la cascada de color castaño.
—Veinte dólares —le dijo la mujer levantando la melena con mano experta.
—Démelos inmediatamente —le dijo Della.
Oh, y las siguientes dos horas volaron con alas rosadas. No me tengáis en cuenta la trillada metáfora. Della revolvió una tienda tras otra en busca de un regalo para Jim.
Por fin lo encontró. Sin duda estaba hecho para Jim, y para nadie más. No había visto nada igual en ninguna de las tiendas anteriores, y eso que las había revuelto de arriba abajo. Era una cadena de reloj de platino, sencilla y clásica, que proclamaba su valor por el material en sí, no mediante adornos ostentosos, como suele suceder con los objetos de valor. Era digna del reloj. En cuanto la vio supo que debía ser de Jim. Era como él. De los dos podía decirse que eran discretos y valiosos. Le pidieron veintiún dólares por ella, y Della volvió corriendo a casa con los ochenta y siete centavos restantes. Con aquella cadena en el reloj, Jim no podría dejar de mirar la hora, estuviera con quien estuviese. Porque, aunque el reloj era excelente, a veces lo miraba a escondidas porque en lugar de cadena utilizaba un viejo cordón de cuero.
Cuando Della llegó a casa, su entusiasmo dio paso a cierta prudencia y sensatez. Cogió el rizador de pelo, lo encendió y empezó a reparar los estragos causados por la generosidad y el amor. Y esa siempre es una labor tremenda, amigos míos, una labor gigantesca.
Cuarenta minutos después su cabeza estaba cubierta de diminutos rizos que la hacían parecer un colegial olgazán. Observó su reflejo en el espejo con mirada atenta y crítica.
«Si Jim no me mata —se dijo—, nada más verme dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero ¿qué podía hacer? Oh, ¿qué podía hacer con un dólar y ochenta y siete centavos?»
A las siete en punto de la tarde el café estaba preparado, y la sartén estaba al fondo de la cocina, caliente y preparada para freír las chuletas.
Jim nunca llegaba tarde. Della apretó en la mano la cadena del reloj y se sentó junto a la esquina de la mesa más cercana a la puerta por la que siempre entraba su marido. Oyó sus pasos en la escalera y por un momento empalideció. Solía rezar mentalmente breves oraciones por las cosas más cotidianas, y ahora susurró: «Dios mío, que crea que sigo siendo hermosa».
La puerta se abrió, y Jim entró y la cerró. Parecía débil y muy serio. Pobre hombre. Con solo veintidós años tenía que cargar con el peso de una familia. Necesitaba un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim se detuvo y se quedó inmóvil como un setter que acaba de olfatear una codorniz. Sus ojos se clavaron en su mujer con una expresión que Della no supo interpretar y que la aterrorizó. No era enfado, ni sorpresa, ni desaprobación, ni horror, ni ninguno de los sentimientos para los que se había preparado. Se limitó a mirarla fijamente con aquella extraña expresión en su rostro.
Della se levantó de la mesa y se dirigió hacia él.
—Jim, cariño —le dijo—, no me mires así. Me he cortado el pelo y lo he vendido porque no habría soportado que te quedaras sin regalo de Navidad. Volverá a crecer. No te importa, ¿verdad? He tenido que hacerlo. El pelo me crece muy rápido. Jim, dime «¡Feliz Navidad!» y seamos felices. No te imaginas el regalo tan bonito... tan hermoso que te he comprado.
—¿Te has cortado el pelo? —le preguntó Jim con dificultad, como si no pudiera entender algo tan evidente ni haciendo un gran esfuerzo mental.
—Me lo he cortado y lo he vendido —le contestó Della—. Pero te gusto igual, ¿verdad? Sin mi pelo sigo siendo la misma, ¿no?
Jim observó la sala con curiosidad.
—¿Dices que tu pelo ha desaparecido? —le preguntó con expresión casi idiota.
—No lo busques —le dijo Della—. Te he dicho que lo he vendido. Lo he vendido, y sí, ha desaparecido. Es Nochebuena. Sé bueno conmigo, porque lo he hecho por ti. Quizá los pelos de mi cabeza podían contarse —siguió diciendo con repentina dulzura—, pero nadie podría contar lo mucho que te quiero. ¿Frío las chuletas, Jim?
Jim pareció despertar rápidamente de su trance. Abrazó a su Della. Seamos discretos, giremos la mirada y observemos durante diez segundos cualquier objeto intrascendente. Ocho dólares por semana o un millón al año... ¿cuál es la diferencia? Un matemático o un hombre sensato os daría una respuesta errónea. Los Reyes Magos llevaron regalos valiosos, pero este no estaba entre ellos. Esta oscura afirmación se aclarará más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo dejó en la mesa.
—No te equivoques conmigo, Dell —le dijo—. Me temo que ningún corte de pelo, afeitado o champú podría conseguir que mi chica me gustara menos. Pero si abres este paquete verás por qué al principio me costaba creerte.
Los blancos y ágiles dedos de Della rasgaron la cinta y el papel. Se oyó un grito de alegría. Y entonces, ay, el entusiasmo de la mujer dio paso a las lágrimas y a los lamentos histéricos, lo que exigió el inmediato despliegue de toda la capacidad de consuelo del hombre de la casa.
Porque ahí estaban las peinetas, el juego de peinetas, una al lado de la otra, que Della llevaba mucho tiempo admirando en un escaparate de Broadway. Unas peinetas muy bonitas, de carey, decoradas con piedras preciosas y en un tono que combinaba perfectamente con el hermoso pelo desaparecido. Como sabía que eran muy caras, se había limitado a suspirar por ellas y a desearlas sin la menor esperanza de poseerlas. Y ahora eran suyas, aunque los mechones que deberían haber adornado los tan ansiados ornamentos habían desaparecido.
Pero Della los estrechó contra su pecho, al final levantó la cabeza, con los ojos húmedos y una sonrisa, y dijo:
—¡Jim, el pelo me crece muy rápido! —Se levantó de un salto, como un gatito chamuscado, y gritó—: ¡Oh, oh!
Jim aún no había visto su bonito regalo. Della, nerviosa, abrió la palma de la mano y se lo tendió. El metal precioso, mate, pareció reflejar su alma, brillante y ardiente.
—¿Verdad que es preciosa, Jim? He buscado por toda la ciudad hasta encontrarla. Ahora tendrás que mirar la hora cien veces al día. Dame el reloj. Quiero ver cómo queda.
En lugar de obedecerla, Jim se dejó caer en el sofá, se llevó las manos a la nuca y sonrió.
—Dell —le dijo—, guardemos nuestros regalos de Navidad durante un tiempo. Son demasiado bonitos para utilizarlos ahora mismo. He vendido el reloj para comprarte las peinetas. Así que supongo que lo mejor será que frías ya las chuletas.
Como sabéis, los Reyes Magos fueron hombres sabios —hombres maravillosamente sabios— que llevaron regalos al Niño en el pesebre. Inventaron el arte de hacer regalos en Navidad. Como eran sabios, sin duda sus regalos también lo eran, y seguramente contaban con la ventaja de que podían cambiarse en caso de tenerlos repetidos. Y aquí os he contado con torpeza la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que insensatamente sacrificaron el uno por el otro los mayores tesoros de su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que de todas las personas que hacen regalos, Della y Jim fueron las más sabias. De todos aquellos que hacen y reciben regalos, ellos son los más sabios. Los más sabios del mundo. Ellos son los Reyes Magos.
