Ultra Tumba

Leonardo Oyola

Fragmento

I
No quiero mi libertad

¿Qué se abre primero?

¿La cabeza?

¿El corazón?

¿O las piernas?

Vale decir la verdad. Aunque después, cuando todo se haya terminado, se mienta el orden en el que se fue dando el asunto. Si de arranque se jugó a ganar más allá de que la mano viniera con cartas perdedoras. Si de una se tiró nomás el ancla. O si parecía que era solamente para tocar y emprender la huida… un consensuado, por lo menos en apariencias, y si te he visto no me acuerdo.

Porque primero, ¿qué fue lo que se abrió?

¿La cabeza?

¿El corazón?

¿Las piernas?

¿Cuándo se iniciaron esas ganas? ¿A dónde se vinieron a encontrar? ¿Cómo fue de intenso intercambiar miradas? ¿Qué fue lo que les pasó exactamente en su interior? ¿Por qué se les cortó la respiración así de mal? ¿Existen respuestas para estas preguntas? ¿O es que el mero hecho de intentar hacerlo trae paz? Explicar. Entender. ¿Engaño? ¿O genuino alivio?

Vaya uno a saber… ¿qué se abre primero?

¿Cabeza?

¿Corazón?

¿O piernas?

Dos mundos chocaron. En un mundo aparte. Sin cielo, sol, luna ni estrellas. Tampoco aviones. Que están ahí. Aunque no se puedan ver. Dos mundos chocaron. Como les enseñó Maikel de los Pensadores Villeros Contemporáneos: bajo el techo del segundo hotel adonde van a parar los pobres. El primero es la villa. ¿El segundo? El segundo es la cárcel. Ahí, en donde obligatoriamente el ser humano es menos humano y los odios tienen listas kilométricas, resulta que los nombres de ellas no estaban anotados en esos registros.

Marcela Saborido. “La Oreiro”.

Y la Turca Medina.

Una mujer privada de su libertad.

Y otra, representante de la ley.

Será porque en cualquier unidad penitenciaria y por una cuestión de supervivencia se aprende a ver hasta en la oscuridad o incluso con los ojos cerrados —porque adentro no se duerme, como mucho sólo se descansa—; será por eso que la Oreiro y la Turca ahí en donde apenas hay luz fueron capaces de encontrarse y de dar cariño a quien menos se lo imaginaban.

Al enemigo.

En recuentos, en requisas, en custodias, en las duchas, en visitas a la enfermería; en segundos, en cuestión de apenas segundos, una presa y una oficial del Servicio Penitenciario Federal descubrieron lo que Camilo Blajaquis también les contó: que no hay peor cárcel que la mirada del otro. Y que una vez instalados en esos ojos la condena puede llegar a ser de por vida. O incluso: hasta una sentencia de muerte.

La Oreiro lo sabe bien. Que de las rejas para adentro mandan ellas. Que de las rejas para adentro hay ciertas normas. Que una de esas habla específicamente de con quién se duerme. De a quién se abraza y a quién no. Que se le da mimo a la compañera que es como una: caída en desgracia. Y que nunca —¡Y QUE NUNCA JAMÁS!— a las empleadas. A la autoridad. Porque esa sería la peor de las traiciones. Y que por ella se cobra un precio caro. Muy caro. Quedarla ahí. Dormir en la morgue.

¿Y en aquel momento?

¿Para terminar jugándose el todo por el todo?

¿Qué abrió primero la Oreiro?

Así como no se mezcla vino con sandía (así como no se mezcla y punto) porque después pega mal, para acompañar soledades mejor evitar ciertas compañías que se sabe van a enfermar.

Sandía + Vino = Te morís

Sandía + Vino = La Oreiro & La Turca

Y La Oreiro & La Turca = Un solo corazón

La resaca está para recordarnos que algo hubo. Que algo pasó la noche de anoche. Y el sabor, el gusto que nos queda en la boca cuando nos despertamos, eso es la soledad. Aunque una nunca esté sola. Porque siempre se está acompañada por nuestros respectivos temores.

Recuentos. Requisas. Custodias. Duchas. Visitas a la enfermería. Dos mundos chocaron. Dos mundos escasos de abrazos. Dos mundos cansados. Realmente muy-muy cansados. ¿Uno? De los años de celda. ¿El otro? De la angustia. Y así, cosa de creer o reventar, quien debía de verduguear a la yuta dejó de hacerlo. Lo mismo para quien solía descargar sus fracasos en los cuerpos de los que están guardados. Dos mundos llorando muda tristeza. Dos mundos espejos. Dos mundos chocaron.

Para la Oreiro a la Turca Medina, amén de lo que representa, le queda hermoso el uniforme por más gastado que esté. Ese azul de la chomba la hace, entre todos los Pitufos, Pitufina: única. La única en toda la aldea. La única en toda la puta Unidad Penitenciaria Nro. 73. La Turca es, a los ojos de la Oreiro, diferente. La Turca ahí adentro es de lo que no hay. Y la Turca es una curda. Cómo será que la Oreiro está borracha de la Turca que más de una vez pensó que si la hubieran guardado antes de lo que le tocó habría vivido y tenido más cosas, más días, más momentos, mucho más, de la Turca Medina.

Se abren las cabezas.

Se abren los corazones.

Se abren las piernas.

Y se cierran las bocas.

Preferentemente con un beso.

¿Quién pidió la palabra?

¿Qué dijo quién?

¿Importa?

—No soy les.

—Yo tampoco.

¿Importa?

—Cuando salga me vuelvo a Uruguay.

—Yo estoy casada. Tengo dos nenas.

¿Importa?

Debajo del gastado uniforme gris y de esa chomba azul, la Turca Medina para haber parido dos veces tiene el cuerpo que la Oreiro intuía y un conjunto deportivo también gris. Corpiño gris. Bombacha gris. Paredes grises. Y humedad. En el revoque. Y en ellas. Más los colores que van a ir surgiendo desde esa primera vez en que sintieron sus labios y desde que se empezaron a buscar, a encontrar y a juntar sus cuerpos.

Entre las dos suman una treintena de cicatrices en el cuero y muchas más en sus respectivas almas. Para no detenernos sólo en LA cicatriz tremendamente visible de la Uruguaya. Esa a la que la Turca le dedica tantas caricias como anhelando poder volver el tiempo atrás y así evitar el momento en el que apareció. Las dos mujeres se las memorizan a sus cicatrices. En la retina y en las yemas de sus dedos. Como a sus lunares. Con algunos nacieron. Con otros empezaron a convivir después de ganárselos en los tiroteos en los que les tocó estar involucradas.

Y aunque no se lo hayan preguntado la respuesta para ellas es que se abren las piernas, se abre el corazón y se abre la cabeza al mismo tiempo. Las tres cosas juntas. Estalla todo. Y queda la piel fosforescente. Como encendida. Por eso es así de lindo, raro, intenso.

¿O no?

Pero… La Turca Medina, ¿qué fue lo primero que abrió?

¿Cómo es que pasó de andar pateando tobillos a abrazar con sus muslos a la uruguaya? Trata de no pensarlo. Con la misma tenacidad que se impone para no recordar a lo largo del día cómo es cada vez que se ven con la Oreiro. No lo estaría logrando. La urgencia de sus encuentros empezó a perder la velocidad propia de los amantes y a ganar en mimos y en charlas. A parecerse cada vez más a una relaci

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