EL PERSONAJE MÁS INOLVIDABLE
QUE HE CONOCIDO
La llevaba tan incrustada en la conciencia, que, al parecer, me pasé el primer año de colegio convencido de que todas y cada una de mis profesoras eran mi madre disfrazada. Echaba a correr en cuanto sonaba el timbre de salida, e iba todo el camino preguntándome si llegaría a casa con tiempo para pillar a mi madre antes de que volviera a transformarse. Pero siempre, invariablemente, la encontraba ya en la cocina, poniéndome el vaso de leche con galletas. Su proeza, sin embargo, en lugar de empujarme a renunciar al engaño, lo que hacía era intensificar el respeto que me inspiraban sus poderes. Y, también, el hecho de no sorprenderla entre encarnación y encarnación venía a suponer un alivio, de todas formas, aunque yo nunca cejara en el intento. Me constaba que mi padre y mi hermana no estaban al cabo de la calle en lo tocante a la verdadera naturaleza de mi madre, y que la carga de culpabilidad que, imaginaba yo, me iba a caer sobre los hombros en caso de que alguna vez la pillase descuidada era más de lo que estaba dispuesto a aguantar a mis cinco años. Llegué incluso a temer, creo, que alguien no tendría más remedio que desembarazarse de mí si alguna vez llegaba a verla entrar volando por la ventana del dormitorio, directamente desde el colegio, o salir —miembro por miembro— del estado de invisibilidad, para ponerse el delantal.
Ni que decir tiene que cuando me pedía que le describiese con todo detalle mi día preescolar, lo hacía escrupulosamente. No pretendía comprender su ubicuidad en todo su alcance, pero había algo indiscutible: la cosa estaba relacionada con su deseo de saber cómo me portaba yo, qué clase de niño era cuando creía que mi madre no estaba delante. Una consecuencia de esta fantasía, que perduró (en esta forma concreta) hasta el primer grado, fue que, ante el convencimiento de que no tenía elección, me hice honrado.
Ah, y brillante. De mi hermana mayor, cetrina y pasada de kilos, mi madre decía (en presencia de Hannah, claro está: también ella se caracterizaba por su honradez): «La chica no es ningún genio, pero no pidamos imposibles. Dios la bendiga: se esfuerza mucho, se mantiene dentro de sus límites y, bueno, habrá que contentarse con lo que consiga.» De mí, heredero de su larga nariz egipcíaca, y de su espabilada boquita charlatana, mi madre decía, con su característica moderación: «¿El bonditt* este? No tiene ni que abrir los libros. Sobresaliente en todo. ¡Albert Einstein II!»
Y ¿cómo se tomaba mi padre todo esto? Bebía —no whisky, por supuesto, porque él no era ningún goy, sino aceite mineral y leche de magnesia—; y masticaba ExLax;* y comía All-Bran de la mañana a la noche; y trajelaba bolsas enteras de cóctel de frutas secas. Padecía —¡y cómo!— de estreñimiento. La ubicuidad de mi madre y el estreñimiento de mi padre, mi madre entrando en vuelo por la ventana, mi padre leyendo en el periódico de la tarde con un supositorio metido en el culo... Éstas, doctor, son las impresiones más antiguas que de mis padres tengo, de sus atributos y secretos. Él preparaba infusiones de hojas secas de sen en una cacerola, y eso, en combinación con el supositorio invisible que se le iba disolviendo en el recto, era toda su hechicería: hervir esas hojas secas, tan nervudas, remover con una cuchara aquel líquido maloliente, colarlo luego con mucho cuidado, y a continuación trasvasarlo a su ocluido cuerpo, todo ello sin modificar su expresión facial, desalentada y afligida. Y luego, encorvado en silencio sobre el vaso vacío, como aguzando el oído para escuchar algún trueno distante, espera el milagro... De pequeñito, a veces me quedaba en la cocina, haciéndole compañía mientras esperaba. Pero el milagro nunca se producía, no, al menos, como lo imaginábamos y lo pedíamos en nuestras oraciones: nunca era la remoción de la sentencia, la liberación total de aquel flagelo. Recuerdo que cuando comunicaron por la radio la explosión de la primera bomba atómica, mi padre dijo: «Eso, a lo mejor, sí que me hacía efecto.» Pero en aquel hombre no había catarsis que valiera: la mano de hierro de la frustración y de la afrenta le tenía agarradas las kishkas. Entre sus restantes infortunios había un hecho: el favorito de su mujer era yo.
Para hacer que la vida fuera aún más difícil, el caso era que el hombre me quería. También él veía en mí la oportunidad familiar de ser «tan bueno como el mejor», nuestra posibilidad de granjearnos el honor y el respeto... Aunque, siendo yo pequeño, solía expresar lo que de mí ambicionaba en términos monetarios. «No seas igual de tonto que tu padre», decía, jugando con el niño en el regazo. «No te cases por amor, ni porque sea guapa; cásate por dinero.» No, no: no le gustaba ni un pelo que lo mirasen de arriba abajo; como un poseso, trabajaba, sí, para labrarse un futuro que para él no entraba en el programa. Nadie le dio satisfacción nunca, nadie le devolvió nada que guardase proporción con el bien que él había regalado: ni mi madre, ni yo, ni siquiera mi cariñosa hermana, a cuyo marido mi padre sigue considerando comunista (a pesar de que ahora es socio de una compañía de bebidas refrescantes y propietario de una casa en West Orange). Ni, desde luego, esa multimillonaria organización (o «institución», como preferían designarse ellos) que lo explotaba al máximo. «La Institución Financiera Más Generosa de Estados Unidos», recuerdo que proclamaba mi padre, la primera vez que me llevó a ver su pequeña parcela rectangular de mesa y silla en las vastas oficinas de Boston & Northeastern Life. Sí, delante de su hijo hablaba con orgullo de «La Compañía»: no tenía sentido que se rebajara a denostarla en público: al fin y al cabo, bien que siguieron pagándole el suelo durante la Depresión; bien que le dieron papel con su propio membrete impreso al pie de un grabadito del Mayflower, que era el emblema de la Compañía (y, por ende, también de mi padre, ja, ja); y todas las primaveras alcanzaban la plenitud de su generosidad subvencionándoles a mi madre y a él un fin de semana la mar de pinturero en Atlantic City, alojados en un fantástico hotel goyische, qué menos, para allí (junto con todos los demás agentes de seguro de los estados del Atlántico Medio que habían superado sus EVA, o Expectativas de Venta Anual) dejarse intimidar por el conserje, el camarero y el botones, por no mencionar a los huéspedes de pago, que no salían de su asombro.
También creía apasionadamente en lo que vendía, otro motivo de angustia y otro sumidero por el que se le iban las fuerzas. No era sólo su alma la que redimía al ponerse el sombrero y el abrigo, después de cenar, y echarse a la calle a seguir trabajando —no: era también para salvar a cualquier pobre desgraciado que estuviera a punto de perder su póliza de seguro por negligencia, poniendo así en peligro la seguridad de su familia en caso de «chaparrón». «Alex, me explicaba, hay que estar a cubierto, por si vienen mal dadas. No se puede dejar sin paraguas a una mujer y un hijo, no sea que de pronto venga el chaparrón.» Y aunque yo, a los cinco o seis años, le veía un sentido perfecto, incluso conmovedor, a lo que mi padre me decía, parece ser que ésa no era siempre la acogida que daban a su discurso del chaparrón los inexpertos polacos, ni los violentos irlandeses, ni los negros analfabetos que habitaban en esos distritos empobrecidos que la Institución Financiera Más Generosa de Estados Unidos le había asignado para la captación de clientes.
Se reían de él, allá en los barrios pobres. No lo escuchaban. Lo oían llamar y arrojaban latas vacías contra la puerta, diciéndole: «Lárguese. No hay nadie.» Enseñaban a sus perros a hincar los colmillos en sus pertinaces nalgas judías. Y, sin embargo, con los años llegó a recibir de la Compañía tantas placas y diplomas y medallas, en honor de su talento vendedor, que cubrían toda una pared del cuarto sin ventanas en que guardábamos las cajas de la vajilla pascual y en que nuestras alfombras «orientales» yacían momificadas dentro de sus gruesos envoltorios de papel embreado, durante el verano. Si lograba extraer sangre de las piedras, ¿lo premiaría la Compañía con uno de sus milagros? ¿No era factible que al «Presidente», allá por las alturas de las «Oficinas Centrales», le llegara noticia de sus logros y, de la noche a la mañana, decidiera pasarlo de agente con un sueldo de cinco mil dólares al año a jefe de zona con quince mil dólares al año? Pero donde estaba lo dejaron. ¿Quién, si no él, iba a conseguir esos resultados increíbles en un territorio tan yermo? Por otra parte, la Boston & Northeastern no había tenido jamás un directivo judío («no están a nuestra altura, querido amigo», como decían en el Mayflower), y mi padre, que no había pasado de octavo grado, no era exactamente la persona más adecuada para erigirse en el Jackie Robinson* del ramo de los Seguros.
En el pasillo teníamos un retrato de N. Everett Lindabury, presidente de la Boston & Northeastern. Era una foto enmarcada que le entregaron a mi padre cuando alcanzó su primer millón de dólares en pólizas vendidas, si no fue cuando llegó a los diez. «El señor Lindabury», las «Oficinas Centrales»... mi padre lograba que me sonasen igual que Roosevelt y la Casa Blanca de Washington... Y, mientras tanto, cómo los aborrecía a todos ellos —pero más que a ningún otro a Lindabury, con su sedoso pelo color maíz y su recortado acento de Nueva Inglaterra, con sus hijos en Harvard y sus hijas en colegios para señoritas, y, sí, todos ellos juntitos, allá en Massachusetts, una panda de shkotzim ¡cazando zorros y jugando al polo! (eso le oí aullar una noche, tras la puerta cerrada del dormitorio conyugal)— y, por las mismas, impedía que su mujer y su hijo lo vieran a él como a un héroe. ¡Qué cólera! ¡Qué furia! Y de hecho no había nadie con quien poder desahogarse, excepto él. «¿Por qué no consigo hacer de vientre? ¡Estoy hasta el culo de ciruelas! ¿Por qué me tiene que doler así la cabeza? ¿Dónde están mis gafas? ¿Quién ha tocado mi sombrero!»
De aquel modo feroz y autodestructivo en que tantos hombres judíos de su generación sirvieron a sus familias, mi padre sirvió a mi madre, a mi hermana Hannah y, especialmente, a mí. Él estaba preso, pero yo volaría: tal era su sueño. El mío era corolario del suyo: mi liberación acarrearía la suya, de la ignorancia, de la explotación, del anonimato. Aún hoy, nuestros respectivos destinos siguen revueltos en mi imaginación, y son demasiadas las veces en que, tras leer algún pasaje que me impresione por su lógica o su sapiencia, instantánea e involuntariamente, pienso: «¡Ay, si pudiera él leer esto! ¡Sí! ¡Leerlo y comprenderlo!...» ¡Todavía en la esperanza, todavía con los «ay, si», a cuestas a mis treinta y tres años cumplidos!... Allá por mi primer año de facultad, cuando aún me ajustaba más al modelo de hijo que pugna por que su padre lo comprenda —en la época en que la única opción, en apariencia, era que me comprendiese o que se muriera—, recuerdo haber arrancado el formulario de suscripción de una de esas publicaciones intelectuales que acababa de descubrir en la biblioteca de la facultad, para solicitar un abono como regalo anónimo. Pero cuando, de mala gana, volví a casa por Navidad, a hacerles una visita y, de paso, condenarlos, no se veía ningún ejemplar de la Partisan Review por ninguna parte. Estaban el Collier’s Hygeia, el Look, pero ni rastro de la Partisan Review. A la basura sin abrir, pensé, con toda mi arrogancia y todo mi descorazonamiento, tirada sin leer, porque el schmuck ese, el inculto ese, el tonto que tenía por padre la había tomado por basura promocional.
Recuerdo —remontándonos aún más en la historia del desencanto—, un domingo por la mañana, me recuerdo lanzándole una bola a mi padre y quedándome a la espera de que la batease con potencia, de que la hiciese volar muy por encima de mi cabeza. Acabo de cumplir los ocho años y me han regalado mi primer juego de guante de béisbol y pelota, más un bate reglamentario que a duras penas puedo levantar del suelo para utilizarlo. Mi padre ha estado fuera toda la mañana, con su sombrero, su chaqueta, su corbata de pajarita y sus zapatos negros, llevando debajo del brazo el descomunal libro de asientos en que se relaciona quién está en deuda con el señor Lindabury, y por qué importe. Por el barrio de los negros se pasa todos los días de cutio, pero también los domingos por la mañana, porque, según me dice, es el mejor momento para pillar en casa a quienes más se resisten a apoquinar los diez o quince cochinos centavos que les cuestan las cuotas semanales. Merodea por donde los maridos se sientan a tomar el sol, tratando de sacarles unas cuantas moneditas antes de que se las gasten en botellas de Morgan Davis y pierdan la noción de la realidad; surge de pronto de un callejón para sorprender en el trayecto de casa a la iglesia a las piadosas señoras de la limpieza, que se pasan todas las horas de los días laborables en casas ajenas, para luego esconderse de mi padre durante las noches. «¡Alerta, alerta!», grita alguien, «¡que viene Míster Seguros!», y hasta los niños buscan refugio, a toda carrera... Hasta los niños, me dice, asqueado, de modo que, a ver, ¿qué esperanza queda, cómo van a salir de la miseria los negrazos esos, cómo va a mejorar su suerte si ni siquiera les alcanza el caletre para valorar la importancia de un seguro de vida? ¿No les importan una mierda los seres queridos que dejan detrás? Porque, comprendes, «también ellos» la van a diñar —añade, muy enfadado—, «¡y de qué manera, la van a diñar!». Por favor, por favor, ¡qué clase de hombre hay que ser para dejar a los niños sin un paraguas decente, para cuando llegue el chaparrón!
Estamos en un campo de tierra muy grande que hay detrás de mi colegio. Deja su libro de asientos en el suelo y se planta en el home con su abrigo y su sombrero marrón de fieltro. Lleva unas gafas cuadradas, de montura metálica, y el pelo (igual que el mío, ahora) es un matorral silvestre del color y la textura del estropajo de acero; y esos dientes, que se pasan la noche en el cuarto de baño, dentro de un vaso, sonriéndole a la taza del váter, ahora me sonríen a mí, su hijo querido, de su carne y de su sangre, su vástago, sobre quien jamás ha de caer chaparrón alguno. «Muy bien, vamos a ver, Gran Lanzador», dice, y agarra mi nuevo bate de reglamento algo así como por la mitad y, para gran sorpresa mía, con la mano izquierda donde debería haber colocado la derecha. Me abruma, de pronto, la tristeza; quiero decirle: Oye, que has puesto mal las manos, pero no soy capaz, porque me da miedo echarme a llorar, ¡o que se eche a llorar él! «¡Venga esa bola, Gran Lanzador!», insiste, y yo lanzo y, claro, ni que decir tiene, descubro que además de todas las restantes cosas que estoy empezando a sospechar de él, mi padre tampoco es precisamente King Kong Charlie Keller.
Menudo paraguas.
Era mi madre, ella misma, que todo lo podía, quien se veía obligada a admitir que existía la posibilidad de que fuese, de veras, demasiado buena. Y ¿cómo iba a ponerlo en duda un niño de mi inteligencia, con mi capacidad de observación? Por ejemplo: sabía hacer gelatina con rebanadas de melocotón colgando dentro, trozos de melocotón suspendidos, desafiando la ley de la gravedad. Sabía hacer bizcochos con sabor a plátano. Llorando y sufriendo, prefería rallar ella misma los rábanos picantes, en vez de comprar la pishachs envasada que vendían en las tiendas. Vigilaba al carnicero «como un halcón», para estar segura de que no se olvidaba de pasar la carne picada por el molinillo de kósher. Llamaba por teléfono a todas las vecinas del edificio que tenían en ese momento ropa tendida en la trasera —llamaba incluso al goy divorciado del piso de arriba, cuando le daba un acceso de magnanimidad—, para decirles que se dieran prisa en meter la ropa, que acababa de caer una gota de lluvia en el cristal. ¡Qué radar, el suyo! ¡Y antes de que se inventara! ¡Qué energía! ¡Qué tesón! Revisaba mis sumas, no fuera a haberme equivocado; buscaba agujeros en mis calcetines; me hacía pasar revista de uñas y cuello, de todos los pliegues corporales, en busca de alguna suciedad. Llega incluso a rastrear los más recónditos escondrijos de mis orejas, vertiéndome peróxido frío en el interior del cráneo. Es una sensación de hormigueo y burbujas, como si me hubiesen echado ginger ale en el oído, y salen a la superficie, hechos trocitos, los más ocultos depósitos de cerumen amarillo, que, al parecer, son muy capaces de estropearle a uno el oído. Semejante operación médica (por demencial que parezca) lleva su tiempo, claro; y su esfuerzo, por supuesto —pero, en lo tocante a la higiene y la salud, los gérmenes y las secreciones corporales, mi madre jamás ahorrará ningún sacrificio, ni propio ni ajeno. Pone velas a los muertos —los demás se olvidan, invariablemente; ella siempre se acuerda, religiosamente, y sin tenerlo apuntado en ningún almanaque. Lleva la devoción en la sangre, eso es todo. Cualquiera diría que es ella la única, dice, que cuando va al cementerio tiene «el sentido común», la «decencia suficiente», como para limpiar de rastrojos las tumbas de la familia. Llega el primer día resplandeciente de la primavera y ella ya ha puesto bajo la protección del alcanfor toda la lana de la casa, ya ha enrollado las alfombras y se las ha llevado a rastras al cuarto de trofeos de mi padre. Nunca tiene que avergonzarse de su casa: cualquiera que llegue puede meterse hasta la cocina, abrir los armarios, mirar en los cajones, sin encontrar nada que reprocharle. Se podrían tomar sopas en el suelo del cuarto de baño, si fuera menester. Cuando pierde al mah-jong, se lo toma un poco a beneficio de inventario, no como las demás, que podría decir sus nombres, pero que no, que no va a mencionarlas, ni siquiera a Tilly Hochmann, no tiene tanta importancia como para hablar del asunto, vamos a olvidar que he sacado el asunto a colación. Cose, teje, zurce... hasta plancha mejor que la shvartze, a cuyos ojos ella es —entre todas las amigas que se reparten el pellejo de esa vieja negra sonriente e infantil— la única buena. «Soy la única que le parece buena. Soy la única que le pone una lata entera de atún para comer, y nada de drecks, que conste. Digo Chicken of the Sea,* Alex. Lo siento, pero no consigo ser tacaña. Perdóname, pero no puedo vivir así, aunque me salgan a 49 centavos cada dos latas. Esther Wasserberg reparte veinticinco centavos por la casa, en moneditas, los días en que tiene a Dorothy, y luego, cuando se marcha, las cuenta, a ver si falta alguna. Lo mismo es que soy demasiado buena», me susurra, mientras pone bajo un chorro de agua hirviendo el plato en que la señora de la limpieza acaba de comer, más sola que si tuviera la lepra; «pero yo no sería capaz de hacer una cosa así». Una vez, por casualidad, Dorothy apareció en la cocina cuando mi madre aún estaba de pie delante del fregadero, haciendo correr torrentes por el cuchillo y el tenedor que habían pasado por los gruesos labios rojizos de la shvartze. «Hay que ver el trabajo que cuesta hoy en día quitar la mayonesa de los cubiertos, Dorothy», dice mi lenguaraz madre —y de ese modo, me cuenta luego, gracias a su agilidad mental, consiguió no ofender a aquella mujer de color.
Cuando soy malo me echan de casa. Me quedo ahí, aporreando la puerta, sin parar, y al final juro que voy a cambiar del todo. Pero ¿qué es lo que he hecho? Todas las noches les saco brillo a los zapatos frotándolos con una hoja del periódico de la tarde, cuidadosamente colocada encima del linóleo; luego, jamás me olvido de cerrar bien la tapa del betún, ni de volver a guardar en su sitio todo el recado de limpieza. Aprieto el tubo dentífrico por la parte inferior, me froto los dientes en círculos, nunca de arriba abajo, digo «gracias» y «de nada», digo «con perdón» y «¿puedo?». A la hora de cenar, cuando Hannah está enferma, o ha salido a postular por el Fondo Nacional Judío, con su pequeña urna metálica de color azul, yo me presento voluntario y, aunque no me toque esa noche, pongo la mesa, sin olvidarme en ningún momento de que el cuchillo y la cuchara van a la derecha; el tenedor, a la izquierda; y la servilleta a la izquierda del tenedor, plegada en triángulo. Nunca comería milchiks en un plato de fleishedigeh, nunca, nunca, nunca. Y, sin embargo, hay más o menos un año de mi vida en que no transcurre un solo mes sin que yo haga algo inexcusable, y ellos me digan que coja mis cosas y me marche. Pero ¿qué puede ser ello? Mamá, oye, que soy yo, el muchachito que se pasa las noches enteras, antes de empezar en el colegio, caligrafiando en letra inglesa los nombres de sus asignaturas en sus separadores temáticos por colores; el mismo que, con toda la paciencia del mundo, pega refuerzos en las tres perforaciones de una cantidad de hojas suficiente para cubrir todo un trimestre, tanto rayadas como lisas. Llevo un peine y un pañuelo limpio; nunca permito que los calcetines me resbalen por los tobillos abajo y caigan por encima de los zapatos; hago los trabajos de clase con semanas de antelación a la fecha de entrega... Aceptémoslo, mamá, ¡soy el niño más limpio y más aplicado que ha habido en la historia de mi colegio! Las maestras (como sabes muy bien, como ellas mismas te han dicho) vuelven felices a casa, con sus maridos, gracias a mí. O sea que ¿qué es lo que he hecho? Que se ponga en pie quien sepa responder. Tan malísimo soy, que no me quiere en su casa ni un minuto más. Una vez llamé «creída» a mi hermana e inmediatamente me lavaron la boca con una pastilla marrón de jabón de fregar. Eso lo comprendo, pero que me destierren... ¿Qué es lo que he podido hacer?
Como está llena de bondad, me hace un paquete con la comida y allá que me voy, con mi abrigo y mis chanclos, y no es asunto suyo, lo que ocurra o deje de ocurrirme estando fuera de casa.
Vale, de acuerdo, de modo que es eso lo que piensas (porque yo también tengo mi inclinación al melodrama, no en balde pertenezco a esta familia). ¡Pues no necesito ninguna bolsa de comida! ¡Pues no necesito nada!
Ya no te quiero, cómo voy a querer a un niño que se porta como tú te portas. Me quedaré aquí sola, viviendo con papá y con Hannah, dice mi madre (magistral, realmente, en lo de frasear las cosas del modo que más daño pueda hacerte). Ya se ocupará Hannah de colocar las tejas de mah-jong las noches de los lunes, cuando vienen las señoras a jugar. No vamos a necesitarte nunca más.
¡A mí qué me importa! Cojo la puerta y salgo al oscuro y largo pasillo. ¡A mí qué me importa! Iré por las calles vendiendo periódicos, con los pies descalzos. Cuando quiera ir a alguna parte, me subiré en marcha a un vagón de carga y dormiré en campo abierto, pienso; y, entonces, la mera visión de las botellas de leche vacías que hay junto al felpudo basta para que se me desplome encima en toda su inmensidad lo que estoy perdiendo. «¡Te odio!», le grito, golpeando la puerta con uno de los chanclos. «¡Me das asco!» Ante semejante marranada, ante semejante herejía, que resuena por los pasillos del edificio donde ella compite duramente con otras veinte mujeres judías para alzarse con el título de santa patrona del sacrificio personal, a mi madre no le queda otra elección: cierra la puerta con dos cerrojos. En ese momento es cuando me lío a porrazos para que me dejen entrar. Me arrodillo en el felpudo y pido perdón por mi pecado (que ¿qué era, por favor?), y le prometo que de ahora en adelante nuestras vidas, eternas en mi perspectiva de aquel entonces, serán pura perfección.
Luego están las noches en que me niego a comer. Mi hermana, que me lleva cuatro años, me asegura que mi recuerdo es exacto: me negaba a comer, y mi madre no era capaz de tolerar semejante capricho, por no llamarlo idiotez. No era capaz, por mi propio bien, claro. Lo único que hace es pedirme algo por mi propio bien. ¿Y me empeño en decir que no? ¿No se quitaría ella la comida de la boca, para dármela a mí? A estas alturas, ¿todavía no me he enterado?
Pero yo no quiero comer de su boca. No quiero comer ni del plato. Ahí está la cuestión.
¡Por favor! ¡Un chico con las posibilidades que tú tienes! ¡Con el futuro que tú tienes! Dios ha derramado sobre mí todas las bendiciones: belleza, inteligencia, ¿cómo puede ocurrírseme siquiera que tengo derecho a matarme de hambre, sin ningún motivo concebible?
¿Quiero que la gente me vea pequeñito y flaco durante el resto de mi vida, o prefiero ser un hombre hecho y derecho?
¿Quiero que me traten a empellones y que se burlen de mí? ¿Quiero ser un esqueleto de los que no aguantan un estornudo, o quiero inspirar respeto?
¿Qué quiero ser de mayor: débil o fuerte, éxito o fracaso, hombre o ratón?
Yo lo que no quiero es comer, contesto.
De manera que mi madre se sienta a mi lado con un largo cuchillo de cortar pan en la mano. Es de acero inoxidable y tiene pequeños dientes de sierra. ¿Qué quiero ser? ¿Fuerte o débil, hombre o ratón?
Doctor, cómo, dígame cómo, cómo, ¿cómo es posible que una madre le saque un cuchillo a su propio hijo? Tengo seis, siete años, ¿cómo voy a saber que no va a clavármelo? ¿Qué voy a hacer, tratar de achantarle el farol, con siete años? No tengo ningún sentido de las complicaciones estratégicas, por amor de Dios: ¡es que no peso ni treinta kilos, seguramente! Viene alguien y se pone a blandir un cuchillo delante de mí. ¿Qué es lo que yo pienso? Pienso que hay por ahí agazapada una intención de hacerme sangrar con él. Lo único es que ¿por qué? ¿Qué pensamientos puede haber en su cabeza? ¿Cómo de loca está? Supongamos que me hubiera permitido salirme con la mía. ¿Qué se habría perdido? ¿Por qué un cuchillo, por qué la amenaza de matarme, por qué le parece necesaria una victoria tan arrasadora? Ayer mismo, sin ir más lejos, dejó la plancha encima de la tabla de planchar y me aplaudió cuando entré corriendo en la cocina, ensayando mi papel de Cristóbal Colón en la representación de ¡Tierra a la vista! que estábamos preparando los de tercero. Soy el mejor actor de mi clase, no pueden montar ninguna función sin mí. Sí, una vez lo intentaron, porque yo estaba con bronquitis, pero luego la maestra le contó a mi madre que la cosa no había salido nada bien. ¿Cómo, cómo es posible que pase lo mejor de sus tardes en la cocina, dando brillo a la plata, picando hígado, cambiándome el elástico de los pequeños calzoncillos, y al mismo tiempo dándome los pies del texto mimeografiado, haciendo de reina Isabel para mi Cristóbal Colón, de Betsy Ross para mi Washington, de mujer de Pasteur para mi Louis, cómo puede alzarse conmigo a todo lo alto de mi genio, en esas horas bellas y crepusculares de después del colegio, y luego, por la noche, sólo porque no me como unas judías verdes y una patata asada, apuntarme al corazón con un cuchillo?
Y ¿por qué no la frena mi padre?
PAJAS
Luego vino la adolescencia: media vida encerrado en el cuarto de baño, aliviando la minga en el inodoro, o en la cesta de la ropa sucia, o ¡plaf! contra el espejo del botiquín, ante el cual me plantaba con los calzones bajados, para poder comprobar qué aspecto tenía aquello al quedar expuesto. Eso, cuando no me doblaba sobre mi agitado puño, con los ojos cerrados y la boca abierta de par en par, para recibir tan pegajosa salsa de suero y cloro en la lengua y los dientes —aunque no era raro, en plena ceguera, en pleno éxtasis, que me cayera todo en el copete, como un chorro de Wildroot Cream Oil. En un mundo de pañuelos engurruñados y clínex hechos una bola y pijamas con manchas, me manipulaba el desnudo e inflado pene, siempre con el miedo de que me sorprendiera en pleno frenesí de la descarga y quedara al descubierto mi asquerosidad. No obstante, era incapaz de mantener las zarpas lejos del pito cuando éste empezaba a encaramárseme por la tripa arriba. En mitad de una clase, levantaba la mano pidiendo permiso, me precipitaba por el pasillo en busca del retrete, y me aplicaba diez o quince meneos salvajes, ahí mismo, de pie contra el urinario. Los sábados por la tarde, en el cine, me apartaba de mis amigos con la excusa de ir a comprar chucherías y terminaba en un palco apartado, inyectando mi simiente en el envoltorio de una barra Mounds. Una vez, durante un picnic de nuestra asociación familiar, le extraje el corazón a una manzana, vi, con gran asombro (y con no poca ayuda de mi obsesión), el aspecto que ofrecía y me metí corriendo en el bosque para cargar contra el orificio de la fruta, figurándome que aquel agujero fresco y harinoso estaba entre las piernas de ese mítico ser que siempre me llamaba Muchachote cuando imploraba que le diese lo que no constaba en las crónicas que ninguna otra mujer hubiera obtenido antes. «Métemela hasta el fondo, Muchachote», gritaba la manzana sin corazón que dejé hecha puré en aquella excursión. «Muchachote, Muchachote, dame todo lo que tengas», rogaba la botella vacía de leche que tenía escondida en el trastero del sótano, para volverla loca después del colegio con mi instrumento uncido de vaselina. «Córrete, Muchachote, córrete ya», aullaba enloquecido el trozo de hígado que —no menos enloquecido, yo— me compré una tarde en una carnicería para luego someterlo a violación tras una valla publicitaria, camino de mis clases de bar mitzvah.
Fue cuando estaba terminando el primer año de instituto —y de masturbación— cuando descubrí en la parte de abajo del pene, precisamente donde el astil se une con el bálano, una manchita descolorida que luego resultó ser una peca, según diagnóstico. Cáncer. Me había provocado un cáncer. Con tantísimo manoseo, con tanto frotamiento, había acabado por provocarme una enfermedad incurable. ¡Y sin cumplir los catorce! De noche, en la cama, se me caían las lágrimas. «¡No!», sollozaba, «¡no quiero morir! ¡Por favor! ¡No!». Pero luego, ya que, de todas formas, pronto sería un cadáver, seguía adelante con mi protocolo habitual y me la cascaba dentro del calcetín. Había adoptado la costumbre de llevarme a la cama dos calcetines sucios, para utilizar uno de ellos como receptor antes de dormirme, y el otro nada más despertarme.
Si, al menos, pudiera reducirlo a una manualidad diaria, o digamos dos, ¡o tres! Pero, teniendo por delante la perspectiva de la nada, el caso fue que empecé a batir todas mis marcas. Antes de las comidas. Durante las comidas. En la mesa, me levanto de un salto y me agarro teatralmente el vientre: ¡Diarrea!, grito, ¡me ha venido una diarrea! Y, una vez encerrado en el cuarto de baño, me enfundo la cabeza en una prenda interior que he robado del tocador de mi hermana y que llevo toda arrugada en el bolsillo, dentro de un pañuelo. El efecto de las bragas de algodón contra mi boca es tan galvánico —es tan galvánica la palabra «bragas»—, que la trayectoria de mi eyaculación alcanza nuevas alturas máximas, sorprendentes: brotando de la pija como un cohete, pega de lleno contra la bombilla del techo, donde, para gran maravilla y espanto míos, queda colgando. Desatinadamente, en el primer momento me cubro la cabeza, temiéndome una explosión de cristal, una deflagración —ya ve el lector que el desastre nunca se aparta demasiado de mis pensamientos. Luego, haciendo el menor ruido posible, me subo al radiador y retiro el hervoroso gargajo con un trozo de papel higiénico. Emprendo un minucioso examen de la cortina de la ducha, la bañera, el suelo de baldosas, los cuatro cepillos de dientes —¡Dios no lo haya querido!—, y estoy a punto de abrir la puerta, suponiendo que ya he borrado todas las huellas, y el corazón se me trastabilla al ver lo que cuelga como un moco de la puntera del zapato. Soy el Raskolnikov de los pajilleros: véase la pegajosa prueba, por todas partes. ¿Lo tengo también en los puños de la camisa? ¿En el pelo? ¿En la oreja? Me hago todas estas preguntas durante el camino de regreso a la mesa de la cocina, donde vuelvo a instalarme con el ceño fruncido y de muy mal humor, para contestar con un gruñido justiciero a mi padre cuando éste abre la boca llena de gelatina roja y me dice: «No comprendo a qué viene eso de encerrarse con llave. Es algo que va más allá de mi comprensión. ¿Estamos en una casa o en la estación central?...» «Aquí, de privacidad y respeto humano, nada de nada», le contesto, para en seguida apartar de mí el plato del postre y gritar: «¡No me encuentro bien! ¿Queréis dejarme todos en paz?»
Después del postre —que me como porque da la casualidad de que me encanta la gelatina, por mucho que los deteste a ellos—, después del postre, otra vez al cuarto de baño. Escarbo en la ropa sucia hasta encontrar un sujetador de mi hermana. Engancho un tirante en el pomo de la puerta y otro en el pomo del armario donde se guarda la ropa de cama: un adefesio que me proporcionará más sueños. «Sí, machácamelo, Muchachote, déjamelo hecho puré, todo rojo»: eso es lo que solicitan de mí las pequeñas copas del sujetador de Hannah, en el preciso momento en que un periódico enrollado golpea la puerta. Y nos hacen saltar, a mí y mi empuñadura, medio palmo fuera del asiento del váter. «Oye, venga, danos una oportunidad a los demás, por favor», dice mi padre. «Llevo una semana sin hacer de vientre.»
Recupero el equilibrio como yo sé hacerlo, en una eclosión de sentimientos ofendidos: «¡Tengo una diarrea espantosa! ¡Y en esta casa a todo el mundo le importa un rábano!...», reanudando la batida, al mismo tiempo; acelerándola, de hecho, mientras mi canceroso miembro, como por milagro, se pone de nuevo a estremecerse de dentro a fuera.
Entonces, el sujetador de Hannah empieza a moverse, ¡a balancearse! Me tapo los ojos y, hale-hop, aquí tenemos a Lenore Lapidus, el mayor par de tetas de la clase, corriendo en pos de un autobús a la salida del colegio, con sus intocables cargamentos saltando dentro de la blusa, con todo su poderío, y extraigo esos pechos de las copas, y me los acerco, LOS VERDADEROS PECHOS DE LENORE LAPIDUS, y en la misma fracción de segundo me doy cuenta de que mi madre está sacudiendo el pomo de la puerta con toda su energía. La puerta, que, al final, se me ha olvidado cerrar con llave. ¡Alguna vez tenía que ocurrir! ¡Me han pillado! Más me valía morirme.
—Abre, Alex. Quiero que abras en este mismo momento.
Está echado el pestillo, ¡no me han pillado! Y veo, por la vida que tengo en la mano, que tampoco estoy del todo muerto. Sigue dándole, pues. ¡Sigue dándole! «Chúpamelas, Muchachote, chúpamelas de arriba abajo. ¡Soy el sujetador, grande y al rojo vivo, de Lenore Lapidus!»
—Quiero una respuesta, Alex. ¿Has comido patatas fritas al salir del instituto? ¿Es por eso por lo que te encuentras tan mal?
—Naaa, naaa.
—Alex, ¿te duele algo? ¿Quieres que llame al médico? ¿Tienes dolor o no tienes dolor? Quiero saber exactamente dónde te duele. Contéstame.
—Seee, seee...
—Alex, no tires de la cadena —dice mi madre, con mucha severidad—. Quiero ver lo que has hecho. No me gusta nada cómo suenas.
—Y yo —dice mi padre, afectado, como siempre, por mis logros, que le producían tanto envidia como respeto reverencial— llevo una semana sin hacer de vientre.
Lo dice en el preciso momento en que yo me levanto a trompicones de la taza del váter y, con un gañido propio de un animal a quien están azotando, deposito tres gotas de algo apenas viscoso en el pequeño trozo de tela en que mi hermana había encajado antes los pezones de su pecho escasamente protuberante. Es mi cuarto orgasmo del día. ¿Cuándo empezará a brotar sangre?
—Ven aquí, tú, hazme el favor —dice mi madre—. ¿Por qué has tirado de la cadena? Te dije que no lo hicieras.
—Se me olvidó.
—¿Qué había ahí, que te has dado tanta prisa en tirar de la cadena?
—Diarrea.
—¿Era caca más bien líquida, o más bien sólida?
—¡No he mirado! ¡No he mirado! Y deja de decir «caca» cuando hablas conmigo. ¡Estoy en el instituto!
—Mira, no me levantes la voz, Alex. No soy yo quien tiene diarrea, de eso puedes estar seguro. Si no hubieras comido más que lo que se te pone en casa, no tendrías que ir corriendo al cuarto de baño cincuenta veces al día. Hannah me cuenta todo lo que haces, o sea que no creas que no lo sé.
¡Ha echado en falta las bragas! ¡Me han pillado! Ay, por favor, que me caiga muerto aquí mismo. Total...
—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que hago?
—Vas a Harold’s Hot Dog Palacio de Chazerai a la salida del instituto y comes patatas fritas con Melvin Weiner. ¿No es verdad? No me vengas con mentiras. ¿Te atiborras o no te atiborras de patatas fritas y kétchup en la avenida Hawthorne, a la salida del instituto? Jack, ven aquí, quiero que oigas esto —l
