1
La carta hablaba de reunirse en una librería.
No era la mejor noche para eso: primeros de marzo, llovizna y frío, pero no tanto frío como para que nevara. Tampoco se trataba de una gran librería. Quentin pasó quince minutos observándola desde una parada de autobús, al borde del aparcamiento desierto, mientras la lluvia repiqueteaba en el tejadillo de plástico y hacía brillar el asfalto bajo las farolas. No era ninguna de esas librerías con encanto, extravagantes, con un gato de pelo anaranjado en el alféizar, un estante de primeras ediciones raras firmadas y un propietario excéntrico y barbudo detrás del mostrador. Era solo una sucursal de una cadena de librerías en un centro comercial, encajonada entre un salón de manicura y una tienda de disfraces Party City, a veinte minutos de Hackensack, en la autopista de peaje de Nueva Jersey.
Satisfecho, Quentin cruzó el aparcamiento. El enorme cajero barbudo no levantó la mirada de su teléfono cuando sonó el avisador al abrirse la puerta. Dentro, todavía se oía el ruido de coches en la autopista mojada, como largas tiras de papel arrancándose, una tras otra. El único toque inesperado era una jaula situada en una esquina, pero donde esperarías ver en su interior un loro o una cacatúa te encontrabas con un ave gorda, de un azul casi negro. Tan poco encanto tenía esa librería: había un cuervo en una jaula.
A Quentin no le importó. No dejaba de ser una librería. Se sentía como en casa en las librerías, y no había saboreado mucho esa sensación últimamente. Iba a disfrutarla. Pasó junto a los exhibidores de tarjetas de felicitación y calendarios de gatos hasta la zona donde estaban los libros, mientras sus gafas iban empañándose y su abrigo goteaba en la fina moqueta. No importaba en qué lugar te encontraras, si estabas en una sala llena de libros, estabas al menos a mitad de camino de casa.
La librería debería haber estado vacía, siendo casi las nueve en punto de una noche de jueves fría y lluviosa, pero en cambio seguía medio llena. Los clientes curioseaban el contenido de los estantes en silencio, cada uno por su lado, vagando lentamente por los pasillos como sonámbulos. Una chica de rostro alargado con un corte de pelo estilo pixie estaba leyendo Dante en italiano. Un chico alto de ojos grandes y curiosos que no tendría más de dieciséis años permanecía absorto en una obra de teatro de Tom Stoppard. Un negro de mediana edad de pómulos menudos y delicados estaba mirando las biografías a través de gafas gruesas e iridiscentes. Alguien casi habría pensado que habían venido a comprar libros. Pero Quentin sabía que no era así.
Se preguntó si el asunto resultaría obvio, si se enteraría al momento o si habría algún truco. Si lo tendrían en suspenso. Se estaba acostumbrando a ser perro viejo —cumpliría treinta este año—, pero ese juego en particular era nuevo para él.
Al menos, se estaba calentito dentro. Se quitó las gafas y las limpió con un paño. Se las había comprado un par de meses antes. Eran el precio de una vida de leer letra pequeña, y todavía constituían una presencia un tanto extraña en su rostro: un parabrisas entre él y el mundo, siempre resbalándole por la nariz y manchándose cuando se las volvía a subir. Cuando se las puso de nuevo reparó en una joven pecosa de una belleza sencilla. Estaba de pie en un rincón, hojeando un volumen de aspecto grande y caro, como los libros de arquitectura. Grabados de Piranesi: enormes cámaras y sótanos y prisiones misteriosas con grandes ingenios de madera.
Quentin la conocía. Se llamaba Plum. Ella sintió que la estaba mirando y levantó la cabeza, enarcando las cejas con expresión de sorpresa, como si dijera: «¿Bromeas? ¿Tú también estás metido en esto?»
Quentin negó con la cabeza, muy levemente, y apartó la mirada, esmerándose en mantenerse inexpresivo. No quería decir: «No, no estoy en esto, solo he venido por las originales tazas de café y sus comentarios mordaces sobre las pequeñas ironías de la vida cotidiana.» Lo que quería decir era: «Simulemos que no nos conocemos.»
Daba la impresión de que iba a tener un rato libre, de manera que se unió a los que hojeaban, examinando los lomos en busca de algo para leer. Los libros Fillory estaban allí, por supuesto, en los estantes de la sección para jóvenes adultos, con una nueva presentación y una nueva imagen, con nuevas cubiertas muy logradas que les conferían el aspecto de novelas románticas sobrenaturales. Pero Quentin no podía enfrentarse a ellos en ese momento. Esa noche no, ahí no. Prefirió coger un ejemplar de El espía que llegó del frío y pasar diez satisfactorios minutos en un puesto de control del gris Berlín de los años cincuenta del siglo XX.
—¡Atención, clientes de Bookbumblers! —dijo el cajero por megafonía, aunque la librería era lo bastante pequeña para que Quentin pudiera oír perfectamente su voz sin amplificar—. ¡Atención! ¡Bookbumblers cerrará en cinco minutos! ¡Por favor, hagan sus selecciones finales!
Quentin devolvió el libro a su lugar. Una mujer mayor con una gorra que parecía que ella misma había tejido se compró un ejemplar de La plenitud de la señorita Brodie y salió a la oscuridad de la noche. Una menos. El chico delgado que había acampado con las piernas cruzadas en la sección de novelas gráficas, devorándolas, se marchó sin comprar nada. Así que él tampoco. Un tipo alto, de aspecto campechano, con pelo de Cro-Magnon y cara de palo que había estado estudiando con escrupulosidad las tarjetas de felicitación, claramente meditando en exceso su decisión, al final compró una. Pero no se marchó.
A las nueve en punto, el cajero cerró la puerta con llave con un tintineo final y fatídico, y de repente Quentin se convirtió en un manojo de nervios. Estaba en una noria y la barra de seguridad había caído, y ya era demasiado tarde para bajarse. Respiró profundamente y torció el gesto, pero los nervios no desaparecieron. El ave movió los pies en las semillas y excrementos del suelo de su jaula y chilló una vez. Fue un chillido solitario, de los que escucharías si estuvieras en una zona inundable bajo la lluvia, perdido, mientras anochecía con rapidez.
El cajero caminó hasta la parte trasera de la tienda —tuvo que pedir permiso para pasar junto al tipo de las gafas iridiscentes— y abrió una puerta metálica en la que un cartel advertía RESERVADO AL PERSONAL.
—Por aquí.
Sonó aburrido, como si lo hiciera cada noche, que por lo que Quentin sabía bien podía ser el caso. Al verlo de pie, Quentin se dio cuenta de que era realmente enorme: unos dos metros de estatura y tórax muy ancho. No supermusculoso, pero de hombros amplios y con esa aura de lenta inexorabilidad que los hombres grandotes poseen de manera natural. Su rostro era perceptiblemente asimétrico: sobresalía en un lado, como si se hubieran pasado un poco al inflarlo. Parecía una calabaza.
Quentin ocupó el último lugar de la fila. Contó otros ocho, todos ellos mirando a su alrededor con cautela y prestando exagerada atención a no empujarse unos a otros, como si pudieran explotar por el contacto. Usó un pequeño hechizo de revelación para asegurarse de que no había nada raro en la puerta; juntó el pulgar y el índice y colocó la mano delante del ojo como si fuera un monóculo.
—No hay magia —dijo el cajero. Chascó los dedos mirando a Quentin—. Eh, tío. No hay hechizos. No hay magia.
Varios de los presentes volvieron la cabeza.
—¿Perdón?
Quentin se hizo el tonto. Ya nadie lo llamaba «majestad», pero no creía que estuviera preparado para responder a «tío». Finalizó su inspección. Era una puerta y nada más.
—Déjalo ya. No hay magia.
Tentando su suerte, Quentin se volvió y examinó al cajero.
A través de la lente vio algo pequeño que brillaba en su bolsillo, un talismán que podría haber estado relacionado con el rendimiento sexual. El resto del hombre también brillaba, como si estuviera cubierto de algas fosforescentes. Raro.
—Claro. —Bajó las manos y la lente desapareció—. Ningún problema.
Alguien llamó golpeando con los dedos la ventana. Apareció una cara, indistinguible a través del cristal húmedo. El cajero negó con la cabeza, pero fuera quien fuese llamó otra vez, más fuerte.
El cajero suspiró.
—Qué demonios...
Abrió la puerta de la librería y, tras una discusión susurrada, dejó entrar a un hombre de veintitantos años, empapado, con la cara colorada pero por lo demás atractivo al estilo de un comentarista deportivo, vestido con un cortavientos que era demasiado ligero para el tiempo. Quentin se preguntó dónde habría conseguido ponerse moreno en marzo.
Todos entraron en el cuarto de atrás. Era más oscuro de lo que Quentin esperaba, y también más grande; las propiedades inmobiliarias debían de ser baratas tan cerca de la autopista. Había estantes de acero llenos de libros con etiquetas de colores fluorescentes; un par de escritorios en un rincón, las paredes de delante de ellos cubiertas de horarios de turnos y tiras cómicas del New Yorker; pilas de cajas de cartón; un sofá roto; un sillón roto; una neverita (seguramente también se usaba como sala de descanso). La mitad del espacio estaba desaprovechado. La pared posterior era en realidad una persiana de acero que se abría a un muelle de carga.
Por otra puerta situada en la pared de la izquierda estaba llegando otro grupito de personas, con aspecto igual de cauteloso. Quentin vio otra librería detrás de ellos, una más bonita, con viejas lámparas y alfombras orientales. Tal vez también tenía un gato de pelo anaranjado. No necesitaba magia para saber que no se trataba de una puerta, sino de un portal a algún otro lugar, situado a una distancia arbitraria. Allí: encontró una reveladora juntura de luz verde, fina como un pelo, a lo largo de uno de los bordes. En la realidad, la única cosa que había detrás de esa pared era el Party City.
¿Quiénes eran todos ellos? Quentin había oído hablar de números como ese antes, pruebas del mercado gris de la magia, prestación de servicios, pero nunca había visto nada igual. Desde luego, jamás había pensado que asistiría a algo así, ni en un millón de años. Que terminaría allí. Esa clase de cosas era para gente en la periferia del mundo mágico, gente que buscaba entrar, o aquellos que de una forma o de otra habían perdido pie y se habían deslizado desde el brillante y cálido centro de las cosas hasta los márgenes fríos del mundo real. Hasta una librería en Hackensack en un día lluvioso. Nada de todo aquello era para gente como él.
Sin embargo, allí estaba. Allí había terminado. Era uno de ellos, esa era su gente. Seis meses antes era rey en una tierra mágica, en otro mundo, pero todo eso había acabado. Lo habían echado de Fillory, y le habían hecho dar muchas vueltas desde entonces, y se había convertido en otro esforzado luchador, hosco y desesperado, tratando de volver a subir por la pendiente resbaladiza, otra vez hacia la luz y la calidez.
Plum y el hombre de gafas iridiscentes se sentaron en el sofá. Cara Colorada eligió el sillón roto. Peinado Pixie y el adolescente lector de Stoppard se sentaron en cajas. El resto se quedó de pie: eran doce, trece, catorce en total. El cajero cerró la puerta gris situada detrás de ellos, eliminando así el último ruido del mundo exterior, y apagó el portal.
Había llevado la jaula con él; la colocó encima de la caja de cartón y la abrió para dejar salir al cuervo. El animal miró a su alrededor, sacudiendo primero una pata y luego la otra, como suelen hacer las aves.
—Gracias a todos por venir —dijo el cuervo—. Seré breve.
Aquello no se lo esperaba nadie. A juzgar por la oleada de estupefacción que recorrió la sala, Quentin no fue el único sorprendido. No se encuentran muchas aves que hablen en la Tierra, eso era algo más propio de Fillory.
—Estoy buscando un objeto —dijo el ave—. Necesitaré ayuda para obtenerlo de sus propietarios actuales.
Las lustrosas plumas del cuervo brillaron levemente bajo la luz cenital. Su voz resonó en el almacén medio vacío. Era una voz suave, afable, en absoluto ronca como se esperaría de un cuervo. Sonaba incongruentemente humana; aunque era un habla sintetizada, que no tenía nada que ver con su aparato fonador real. Pero eso era la magia.
—Así que hemos de robar —dijo un tipo indio.
No lo dijo como si le importase, solo quería una aclaración. Era mayor que Quentin, de cuarenta años quizá, con calva incipiente y vestido con un jersey de lana espantosamente multicolor.
—Robar —dijo el pájaro—. Sí.
—¿Recuperar o robar?
—¿Qué diferencia hay?
—Solo me gustaría saber si somos los malos o los buenos. ¿Quién de vosotros posee un derecho legítimo sobre el objeto?
El ave ladeó la cabeza en ademán reflexivo.
—Ninguna de las partes tiene un derecho completamente válido —dijo—. Pero si eso cambia algo, nuestro derecho es superior al de ellos.
Eso pareció satisfacer al indio, aunque Quentin se preguntó si habría tenido algún problema en caso contrario.
—¿Quién eres tú? —dijo alguien en voz alta.
El ave no hizo caso.
—¿Cuál es el objeto? —preguntó Plum.
—Te lo contarán después de que aceptes el trabajo.
—¿Dónde está? —preguntó Quentin.
El ave desplazó el peso del cuerpo de atrás hacia delante.
—Está en el noreste de Estados Unidos de América. —Medio extendió las alas en lo que podría ser un encogimiento de hombros de un ave.
—Así que no lo sabes —dijo Quentin—. Vamos, que encontrarlo forma parte del trabajo.
El ave no lo negó. Peinado Pixie se echó hacia delante, lo cual no era fácil en el sofá de respaldo roto, y menos con una falda tan corta. Tenía el cabello negro con reflejos violetas, y Quentin se fijó en un par de tatuajes de estrellas azules que asomaban de sus mangas, de los que te haces en un piso franco. Se preguntó cuántos más tendría debajo. También se preguntó qué había hecho para terminar allí.
—Así que vamos a buscar y vamos a robar y supongo que probablemente lucharemos en medio. ¿Qué clase de resistencia esperas?
—¿Puedes ser más concreta?
—Seguridad, cuánta gente, quiénes son, si son temibles. ¿Es bastante concreto?
—Sí. Esperamos dos.
—¿Dos magos?
—Dos magos, además de algún miembro del personal civil. Nada extraordinario que yo sepa.
—¡Que tú sepas! —El hombre de cara colorada soltó una risotada ruidosa. En un examen posterior parecía un poco loco.
—Sé que han sido capaces de situar un vínculo incorporado en el objeto. Hay que romper el vínculo, obviamente.
A esta afirmación siguió un silencio atónito, luego alguien soltó un suspiro de exasperación. El hombre alto que había estado comprando tarjetas de felicitación resopló como diciendo: «¿Puedes creerte esta mierda?»
—Se supone que son irrompibles —dijo Plum con frialdad.
—¡Nos estás haciendo perder el tiempo! —exclamó Gafas Iridiscentes.
—Nunca se ha roto un vínculo incorporado —dijo el ave, sin preocuparse lo más mínimo, ¿o tenía las alas ligeramente alborotadas?—. Pero creemos que en teoría es posible con las aptitudes adecuadas y los recursos pertinentes. Tenemos todas las capacidades que necesitamos en esta sala.
—¿Qué pasa con los recursos? —preguntó Peinado Pixie.
—Los recursos pueden obtenerse.
—Así que también forma parte del trabajo —dijo Quentin. Contó con los dedos—. Obtener los recursos, encontrar el objeto, romper el vínculo, apoderarse del objeto, ocuparse de los propietarios actuales. ¿Correcto?
—Sí. El pago es de dos millones de dólares para cada uno, en efectivo o en oro. Cien mil dólares esta noche, el resto una vez que tengamos el objeto. Tomad vuestras decisiones ahora. Tened en cuenta que, si rechazáis el trabajo, no podréis hablar de la reunión de hoy con nadie.
Satisfecho de haberlo dejado claro, el ave revoloteó para posarse en lo alto de su jaula.
Era más de lo que Quentin había esperado. Probablemente en este mundo un mago tenía formas más fáciles y seguras de ganar dos millones de dólares, pero no había muchas que fueran tan rápidas o que tuviera justo delante. El dinero no lo era todo en el mundo mágico, pero había veces en que necesitabas algo de efectivo y esa era una de ellas. Tenía que volver a estar en la cresta de la ola. Tenía trabajo que hacer.
—Quien no esté interesado, por favor, que se marche ahora —dijo el cajero.
No cabía duda de que se trataba del lugarteniente del ave. Tendría unos veinticinco años. Su barba negra y enmarañada le cubría el mentón y el cuello.
El Cro-Magnon se levantó.
—Buena suerte. —Resultó que tenía un fuerte acento alemán—. Vais a necesitar esto, ¿eh?
Lanzó la tarjeta de felicitación en medio de la sala y se marchó. La tarjeta aterrizó boca arriba: MEJÓRATE PRONTO. Nadie la recogió.
Alrededor de un tercio de los ocupantes de la sala se fueron con él, en busca de otras oportunidades y mejores ofertas. Quizás esa no era la única convocatoria que había en la ciudad esa noche. Pero era la única que Quentin conocía, y no se marchó. Observó a Plum, y Plum lo observó a él. Ella tampoco se marchó. Estaban en el mismo barco, ella también estaba desesperada.
El tipo de cara colorada se quedó contra la pared, junto a la puerta.
—¡Hasta luego! —dijo a cada persona que pasaba a su lado—. Adiós.
Cuando todos los que decidieron irse se hubieron marchado, el cajero cerró la puerta otra vez. El grupo se había reducido a ocho: Quentin, Plum, Pixie, Cara Colorada, Gafas Iridiscentes, el adolescente, el indio y una mujer de cara larga con un vestido suelto y un rizo de pelo blanco sobre la frente; los dos últimos habían entrado por la otra puerta. El ambiente era incluso más silencioso que antes, y la sala transmitía una extraña sensación de vacío. Aquellos debían de ser las auténticas sobras, los restos de los restos.
—¿Eres de Fillory? —preguntó Quentin al ave.
Eso recibió unas risas de aprecio, aunque él no estaba bromeando y el ave no rio. Tampoco le respondió. Quentin no podía interpretar su rostro; como todas las aves, solo tenía una expresión.
—Antes de avanzar más, cada uno de vosotros debe superar una sencilla prueba de fortaleza y capacidad mágicas —anunció el ave—. Lionel, aquí presente —añadió refiriéndose al cajero—, es experto en magia de probabilidad. Cada uno de vosotros jugará una partida de cartas con él. Si ganáis, habréis pasado la prueba.
Hubo algunos ruidos contrariados ante esta nueva revelación, seguidos por otra ronda de discretas miradas mutuas. Por la reacción, Quentin supuso que no se trataba de una práctica estándar.
—¿Cuál es el juego? —preguntó Plum.
—El juego es la Ofensiva.
—Estás de broma —dijo Gafas Iridiscentes, con indignación—. ¿De verdad no sabes nada de nada?
Lionel había sacado un mazo de cartas y las estaba barajando y partiendo con fluidez, sin mirarlas, con rostro inexpresivo.
—Sé lo que pido —dijo el ave con frialdad—. Sé que estoy ofreciendo mucho dinero por ello.
—Bueno, no he venido aquí a jugar. —El hombre se levantó.
—¿Y a qué demonios has venido? —preguntó Pixie con desparpajo.
—Puedes irte cuando quieras —dijo el ave.
—Pues es muy posible que lo haga.
Caminó hasta la puerta y puso la mano en el pomo, como si esperara que alguien lo detuviese. Nadie lo hizo. Salió y la puerta se cerró a sus espaldas.
Quentin observó a Lionel barajar. Resultaba obvio que el hombre sabía manejar un mazo; las cartas saltaban a su alrededor en sus manos largas, de manera limpia y clara. Tenía la destreza de un profesional. Quentin pensó en el examen de ingreso a Brakebills, ¿cuándo fue? ¿Hacía trece años? No había estado demasiado orgulloso de enfrentarse a un examen entonces. Y desde luego que no lo estaba ahora.
Y él había sido casi un profesional en esto. Las cartas eran magia de escenario, magia de proximidad. Fue con lo que empezó.
—Muy bien —dijo Quentin. Se levantó y flexionó los dedos—. A por ello.
Arrastró ruidosamente una silla de escritorio y se sentó frente a Lionel. Como cortesía, Lionel le ofreció el mazo. Quentin lo tomó.
Se limitó a barajar de forma básica, tratando de no parecer demasiado hábil. Las cartas eran rígidas, pero no completamente nuevas. Tenían las habituales protecciones industriales antimanipulación, nada que no hubiera visto antes. Volvía a pisar terreno familiar. Sin resultar obvio al respecto, echó un vistazo a unas pocas cartas y las puso donde no irían a la pila de descartes. Había pasado mucho, muchísimo tiempo, pero era un juego del que sabía algunas cosas. Desde los tiempos en que la Ofensiva era un pasatiempo fundamental entre los Físicos.
Era un juego infantilmente sencillo. Ofensiva era parecido a la Guerra —la carta más alta gana— con algunos giros estúpidos añadidos para desempatar (echas las cartas a un sombrero; cuando tienes cinco, puntúa como una mano de póquer, etcétera). Pero la cuestión no eran las reglas; Ofensiva era una cuestión de hacer trampas. Había mucha magia extraña en las cartas; un mazo barajado no era un ente fijo, sino una nube oscura de posibilidades, y nada era nunca cierto hasta que las cartas se jugaban realmente. Era como una caja con una manada completa de gatos de Schrödinger dentro. Con un poco de conocimiento mágico, podías alterar el orden de salida de las cartas; con un poco más, podías adivinar lo que tu oponente iba a jugar antes de que lo jugara; con un poco más, podías jugar cartas que según todas las leyes de la probabilidad pertenecían a tu oponente, o a la pila de descartes o a otro mazo diferente.
Quentin devolvió el mazo y comenzó el juego.
Empezaron despacio, intercambiando cartas de valor bajo, bazas sencillas, ambos manteniendo su mano. Quentin contaba las cartas de manera automática, aunque había un límite en la utilidad que eso podía tener; cuando jugaban magos, las cartas tenían formas de cambiar de lado, y algunas que pensabas que estaban utilizadas y fuera de juego concebían una forma de regresar a la vida. Quentin sentía curiosidad por saber qué calibre de talento se requería en esta clase de operaciones, y estaba revisando sus cálculos muy al alza. Era obvio que no iba a abrumar a Lionel con fuerza bruta.
Quentin se preguntó dónde se había formado. En Brakebills, probablemente, igual que él; había una cualidad precisa y formal en su magia que no se veía en gente salida de pisos francos. Aunque también había algo más: tenía un sabor frío, acre, extraño, que Quentin casi podía degustar. Se preguntó si Lionel era tan humano como aparentaba.
Había veintiséis bazas en una partida de Ofensiva y a la mitad ninguna de las dos partes había cobrado ventaja. Sin embargo, en la decimocuarta baza Quentin se pasó: quemó parte de su fuerza para obligar al rey a aparecer en lo alto del mazo, solo para desperdiciarlo en un empate con Lionel. La jugada lo dejó desequilibrado y perdió las siguientes tres bazas seguidas. Recuperó otras dos robando cartas de la pila de descartes, pero los preliminares habían terminado. A partir de ese momento iba a ser una pelea a cara de perro.
La sala se estrechó hasta reducirse solo a la mesa. Hacía mucho que Quentin no había visto su espíritu competitivo, pero este estaba despertándose de un largo letargo. No iba a perder esa partida, eso no iba a ocurrir. Presionó. Notó a Lionel sudando, tratando de echar cartas del mazo de no jugadas, y devolvió el golpe. Acabaron con los cuatro ases en otras tantas manos, todo al descubierto, a brazo partido. Por divertirse, Quentin dividió su concentración y usó un hechizo simple para tirar al suelo el amuleto sexual que estaba en el bolsillo de su oponente. Pero si eso distrajo a Lionel, este no lo evidenció.
Los campos de probabilidad empezaron a fluctuar de manera peligrosa en torno a ellos: de manera invisible, pero podías percibir sus efectos secundarios en forma de coincidencias menores pero muy improbables. Brisas sutiles agitaron el cabello y la ropa de ambos. Un naipe arrojado a un lado podía aterrizar de costado y mantener el equilibrio o girar sobre una esquina. Se formó una nube sobre la mesa, y un único copo de nieve cayó de ella. Los observadores retrocedieron unos pasos. Quentin ganó a una jota de corazones con el rey, luego perdió la siguiente baza con exactamente las mismas cartas invertidas. Jugó un dos, y Lionel juró entre dientes al darse cuenta de que de alguna manera tenía en la mano la carta extra en la que figuraban las reglas del póquer.
La realidad se estaba diluyendo y fundiendo en el fragor de la partida. En la antepenúltima baza, Lionel jugó la dama de picas, y Quentin torció el gesto: ¿su rostro guardaba cierto parecido con el de Julia? En cualquier caso, no existía una dama de un solo ojo, menos todavía con un ave en el hombro. Jugó su último rey contra ella, o pensó que lo hacía: cuando lo dejó se convirtió en una jota, una jota suicida de hecho, aunque una vez más no existía esa carta, y menos con el pelo blanco. Igual que el suyo.
Hasta Lionel pareció sorprendido. Algo tenía que estar alterando las cartas, era como si sentado a la mesa hubiera un tercer jugador invisible que se estuviera burlando de los dos. Con su siguiente y última carta quedó claro que Lionel había perdido todo el control de su mano porque dio la vuelta a una dama de ningún palo conocido, una Dama de Cristal. El rostro de la dama era de celofán translúcido, azul zafiro. Era Alice cobrando vida.
—¡Qué cojones! —exclamó Lionel, negando con la cabeza.
«Qué cojones», tenía razón. Quentin controló sus nervios. La visión del rostro de Alice lo agitó, le congeló las tripas, pero también le recordó lo que estaba haciendo allí. No iba a sentir pánico. No iba a perder. De hecho, iba a aprovecharse de eso: Alice iba a ayudarle. La esencia de la magia de proximidad es el engaño y, con Lionel distraído, Quentin sacó un rey de tréboles con dedos entumecidos y lo puso sobre la mesa. Trató de no hacer caso del traje gris que llevaba el rey ni de la rama que sobresalía de su rostro.
Había terminado. Juego, set y partido. Quentin se sentó y respiró profunda y temblorosamente.
—Bien —dijo simplemente el ave—. Siguiente.
Lionel no parecía contento, pero tampoco dijo nada, solo se agachó y recogió su amuleto de debajo de la mesa. Quentin se levantó y fue a quedarse de pie contra la pared con los demás, con las rodillas debilitadas, el corazón todavía desbocado, acelerando más allá de la raya roja.
Estaba contento de salir victorioso de la partida, pero ya había pensado que lo haría. Lo que no había pensado era que vería a su exnovia perdida hacía mucho tiempo apareciendo en una carta. ¿Qué acababa de ocurrir? Quizás alguno de los presentes sabía más de él de lo que debería. Tal vez estaba tratando de echarlo del juego. Pero ¿quién? ¿Quién se molestaría? A nadie le importaba si ganaba o perdía, ya no. La única persona que se preocupaba por Quentin en ese momento era Quentin.
Quizá lo estaba haciendo él mismo, quizá su propio inconsciente estaba alargando la mano desde abajo y deformando su hechizo. ¿O se trataba de la propia Alice, donde estuviera, fuera lo que fuese, observándolo y pasando un buen rato? Bueno, que así fuera. Él estaba concentrado en el presente, eso era lo que importaba. Tenía trabajo que hacer. Estaba recuperando su vida. El pasado no tenía jurisdicción ahí. Ni siquiera Alice.
El tipo de cara colorada ganó su partida sin signos de nada extraordinario. Lo mismo hizo el indio. La mujer con la mecha de pelo blanco perdió enseguida, mordiéndose el labio al jugar unos evidentemente imposibles cinco doses seguidos, y a continuación un comodín, luego una carta de «¡Vaya a la cárcel!» del Monopoly. El chico estaba exento por alguna razón; el ave ni siquiera le hizo jugar. Plum también quedó exenta. Pixie superó la prueba más deprisa que ninguno de ellos, o bien porque era muy fuerte o porque Lionel se estaba cansando.
Cuando todo terminó, Lionel le pasó a la mujer que había perdido un fajo de billetes de cien dólares por las molestias. Le pasó otro al hombre de cara colorada.
—Gracias por tu tiempo —dijo el ave.
—¿Yo? —El hombre miró el dinero que tenía en la mano—. ¿Yo? Pero yo he ganado.
—Sí —dijo Lionel—. Pero has llegado tarde. Y pareces un capullo.
La cara del hombre se puso más colorada de lo que ya estaba.
—Adelante —dijo Lionel. Extendió los brazos—. Da un paso.
La cara del hombre se retorció, pero no estaba tan enfadado o tan loco para no poder calcular sus opciones.
—¡Que os den! —dijo.
Ese fue su paso. Cerró de un portazo.
Quentin se dejó caer en el sillón que el hombre acababa de dejar vacío, aunque estaba húmedo por su cortavientos mojado. Se sentía flojo y agotado. Esperaba que hubieran acabado las pruebas, porque no confiaba en poder lanzar ningún hechizo en ese momento. Contándolo a él solo quedaban cinco: Quentin, Plum, Pixie, el tipo indio y el chico.
Eso parecía mucho más real que media hora antes. No era demasiado tarde, todavía podía marcharse. Todavía no había visto nada que lo decidiera a romper el trato, pero tampoco había visto nada que le inspirara confianza. Podía ser su vía de entrada otra vez, o podía ser el camino a algún lugar todavía peor. Ya había pasado bastante tiempo en cosas que no llevaban a ninguna parte y lo dejaban con las manos vacías. Podía salir, volver a la noche lluviosa, regresar al frío y el agua.
Pero no lo hizo. Era hora de darle la vuelta a la situación. Iba a hacer ese trabajo. No es que tuviera muchas ofertas mejores.
—¿Piensas que va a ser suficiente? —preguntó Quentin al ave—. Solo cinco.
—Seis con Lionel. Y sí. De hecho, diría que es el número exacto.
—Bueno, no nos tengas en suspenso —dijo Pixie—. ¿Cuál es el objetivo?
El ave no los tuvo en suspenso.
—El objeto que estamos buscando es una maleta. De piel marrón, tamaño medio, manufacturada en mil novecientos treinta y siete, con el monograma RCJ. Marca Louis Vuitton.
La verdad era que tenía un acento francés muy creíble.
—Divertido —dijo ella—. ¿Qué hay dentro?
—No lo sé.
—¿No lo sabes? —Era la primera vez que hablaba el adolescente—. Entonces, ¿por qué demonios la quieres?
—Para descubrirlo —dijo el ave.
—Eh. ¿Qué significan las iniciales?
—Rupert John Chatwin —dijo resueltamente.
El chico parecía confundido. Sus labios se movieron.
—No lo entiendo —dijo—. ¿La ce no debería ir al final?
—Es un monograma, atontado —dijo Pixie—. El apellido va en medio.
El tipo indio se estaba frotando la barbilla.
—Chatwin. —Trató de situar el nombre—. Chatwin. Pero ¿no es...?
«Claro que sí», pensó Quentin, aunque no dijo nada. No movió un músculo. Seguro que sí.
Chatwin: ese nombre le dio más escalofríos que la noche y la lluvia y el ave y las cartas le habían dado. En justicia, debería haber pasado el resto de su vida sin volver a oírlo. Ya no tenía derechos sobre él, y viceversa. Él y los Chatwin habían terminado.
Pero al mismo tiempo oír ese nombre lo llenó de una clase de alivio macabro, porque significaba que no había terminado. Fillory, Plover, Whitespire, los Chatwin... seguían allí. Quentin se sentía como un adicto que acababa de captar el más leve atisbo de su droga preferida, la sustancia pura, después de un largo tiempo de abstinencia, y ya estaba saboreando su recaída inminente. Cerró los ojos para saborearlo más.
El nombre era un mensaje, una bengala disparada en la noche, enviada específicamente para buscarlo a través del tiempo y el espacio y la oscuridad y la lluvia, desde el centro brillante y cálido del mundo.
2
Se suponía que no tenía que ocurrir así. Quentin había intentado enderezarse.
Empezó en Ningunolandia, la ciudad silenciosa de fuentes italianas y bibliotecas cerradas que se halla en algún lugar situado detrás y entre todo lo demás. Las fuentes eran en realidad umbrales a otros mundos, y Quentin estaba de pie apoyado en el que conducía a Fillory. Acababan de echarlo de ese mundo.
Se quedó allí un buen rato, sintiendo la aspereza fría del borde de piedra. Era tranquilizadoramente sólido. La fuente era su última conexión con su antigua vida, aquella en la que había sido un rey en una tierra mágica. No quería que terminara; no habría concluido del todo hasta que cediera y se alejara. Todavía podía tenerla un poco más.
Pero no, no podía. Había terminado. Dio un último golpecito a la fuente y partió a través de la ciudad onírica vacía. Se sentía ingrávido y desolado. Había dejado de ser quien era, pero no estaba seguro de quién sería a continuación. Su cabeza estaba llena del Fin del Mundo: el sol poniente, la fina playa que se curvaba interminablemente, las dos sillas de madera desiguales, la fabulosa luna creciente, los cometas que chisporroteaban. La última visión de Julia, saltando de cabeza desde el borde de Fillory, directamente al Extremo Lejano del Mundo, hasta su futuro.
Fue un nuevo comienzo para ella, pero él había llegado a un callejón sin salida. No había más Fillory. Ya no.
Aunque no estaba tan ausente como para no fijarse en cuánto había cambiado Ningunolandia. Antes siempre había sido un lugar silencioso y sereno, atrapado bajo una campana de cristal de calma y sosiego bajo un cielo nuboso crepuscular. Pero algo había ocurrido: los dioses habían regresado para arreglar el defecto en el universo que era la magia, y en la crisis que siguió se rompió la campana de cristal, y el tiempo y el clima la habían inundado. Ahora el aire olía a lluvia. Nubes desgarradas se deslizaban en lo alto y trozos de cielo azul se reflejaban en charcos temblorosos de nieve fundida. El sonido del agua cayendo era omnipresente. A regañadientes, con resentimiento, Ningunolandia estaba teniendo su primera primavera.
Era una temporada de naufragio y ruina. Alrededor de Quentin todo eran edificios sin tejado, a merced de los elementos, con las estanterías volcadas en el interior como filas de fichas de dominó, expuestas como las costillas de reses que se pudren. Páginas extraviadas de las bibliotecas de Ningunolandia flotaban y se arremolinaban muy alto en el viento agitado. Al cruzar un puente sobre un canal, Quentin vio que el agua estaba casi al nivel de las orillas a ambos lados. Se preguntó qué ocurriría si se desbordaba.
Probablemente nada. Probablemente él se mojaría.
Cuando llegó a la fuente que conducía a la Tierra, esta también había cambiado. La escultura de su centro era un gran loto de bronce, pero en la lucha por la magia un enjambre de dragones lo había usado para entrar en Ningunolandia, y cuando llegaron alzándose a través de ella la flor se había roto en las costuras. Quentin pensó que quizás alguien ya habría pasado a repararla, pero en cambio era la fuente la que se estaba reparando a sí misma. La vieja flor se había mustiado y caído a un lado, y una nueva flor de loto de bronce se estaba abriendo en su lugar.
Quentin estaba estudiando el brote de la nueva fuente, preguntándose si incluso sus caderas estrechas y huesudas eran lo bastante estrechas y huesudas para atravesarla, cuando algo le rozó el hombro. En un acto reflejo lo pilló en el aire: era un trozo de papel, una página arrancada de un libro. La página era densa con escrituras y diagramas a ambos lados. Estuvo a punto de dejarla otra vez, de devolverla al viento, pero no lo hizo. La dobló en cuatro y se la guardó en el bolsillo de atrás.
Entonces cayó a la Tierra.
Estaba lloviendo en la Tierra, o al menos llovía en Chesterton: a cántaros, y hacía frío, un monzón de noviembre en Nueva Inglaterra. Por razones que solo él conocía, el botón mágico había elegido situarlo en el opulento barrio residencial de Massachusetts donde vivían sus padres, en el amplio y llano jardín delantero de su casa demasiado grande. La lluvia repiqueteaba en el tejado, resbalaba por las ventanas y se derramaba por un bajante como una cola de gallo. Le empapó la ropa casi de inmediato; en Ningunolandia todavía había podido oler la sal marina de Fillory en su ropa, pero en ese momento la lluvia la disolvió y se la llevó para siempre. En lugar de eso, Quentin percibía los olores de la lluvia otoñal en el barrio: mantillo en putrefacción, terrazas de madera hinchándose, perros mojados, setos respirando.
Sacó el reloj de plata del bolsillo, el que Eliot le había regalado antes de marcharse de Fillory. Apenas lo había mirado antes —se había quedado demasiado atónito y enfadado cuando le dijeron que tenía que marcharse—, pero en ese momento vio que su esfera estaba tachonada de una gloriosa profusión de detalles: dos diales extra, un planisferio celeste en movimiento, las fases de la luna. Era un reloj hermoso. Pensó en cómo Eliot lo había cosechado por sí mismo, de un árbol-reloj joven en Queenswood, y luego lo había llevado y mantenido a salvo para él durante todos los meses que pasó en el mar. Era un gran regalo. Lamentó no habérselo dicho.
Aunque había dejado de funcionar. Estar en la Tierra no parecía sentarle bien. A lo mejor era por el clima.
Quentin miró la casa oscurecida de sus padres durante un buen rato, esperando sentir un impulso de entrar, pero ese impulso nunca llegó. Por oscura e inmensa que fuera, la casa no ejercía ninguna atracción gravitacional sobre él. Cuando pensó en sus padres fue casi como si fueran antiguos amantes, tan distantes ahora que no podía ni siquiera recordar por qué su conexión con ellos había parecido alguna vez tan real y urgente. Lograron la hazaña de educar a un niño con el cual no tenían absolutamente nada en común, o si tenían algo en común ninguno de ellos se había enfrentado al reto de descubrirlo. Luego se habían separado tanto que el hilo plateado de su conexión se había roto sin más. Si Quentin tenía un hogar en alguna parte, no era allí.
Respiró profundamente, cerró los ojos y pronunció entre dientes cuatro sílabas largas y bajas mientras al mismo tiempo describía un largo círculo con su mano izquierda. La lluvia empezó a deslizarse por una lente invisible sobre su cabeza y si no se sintió más seco, al menos sí que sintió que había dado el primer paso en el largo y arduo camino a la sequedad.
Luego se alejó por la amplia acera mojada del barrio residencial. Ya no estaba en Fillory y ya no era rey. Era el momento de empezar a vivir su maldita vida como todos los demás. Mejor tarde que nunca. Caminó media hora hasta el centro de Chesterton, cogió un autobús desde allí a Alewife, tomó el metro a South Station y subió a un autobús Greyhound con destino a Newburgh, Nueva York, al norte de Manhattan sobre el río Hudson, que era lo más cerca que podía llegar de Brakebills en transporte público.
Volver fue más fácil en esta ocasión. La anterior había ido con Julia, y ella había sentido pánico y desesperación. Esta vez no tenía ninguna prisa en particular y sabía con exactitud lo que necesitaba: estar en algún sitio seguro y familiar, donde tuviera algo que hacer, donde la gente conociera la magia y le conociera a él. Lo que necesitaba era un trabajo.
Se quedó en el mismo motel, luego tomó un taxi hasta la misma curva en la carretera y buscó el camino a través del bosque húmedo. Había llovido también allí, y cada ramita y rama que rozaba lo empapaba otra vez de agua fría. No se molestó en hacer ningún hechizo de visualización. Suponía que lo verían, y que cuando lo hicieran lo reconocerían por lo que era.
Tenía razón. Quentin lo localizó después de un buen rato de caminar entre los árboles: solo un pedazo extraviado de luz solar en un día por lo demás tapado. Cuando él se acercó la luz se descompuso en un óvalo de aire más ligero y más brillante que colgaba entre las ramas húmedas. El óvalo enmarcó la cabeza y los hombros sin cuerpo de una mujer, como un camafeo en un relicario. Tendría cuarenta y tantos años, de ojos almendrados, y aunque Quentin no la reconoció tenía el aire alerta inconfundible de un compañero de magia.
—Hola —dijo él, cuando estuvo lo bastante cerca para no tener que gritar—. Soy Quentin.
—Lo sé —dijo la mujer—. ¿Vas a entrar?
—Gracias.
Ella hizo algo, un pequeño gesto en algún lugar fuera del campo de visión, y el retrato cobró dimensión completa. La mujer estaba de pie en un arco de luz estival y hierba arrancada del oscuro bosque otoñal. Se hizo a un lado para dejarle pasar.
—Gracias —dijo él otra vez.
Cuando notó el aire de verano, lágrimas de alivio le escocieron de manera inesperada en las comisuras de los ojos. Pestañeó y se volvió, pero la mujer lo captó.
—Nunca te acostumbras, ¿eh?
—No —dijo él—. La verdad es que no.
Quentin fue por el camino largo, rodeando el Laberinto
—lo habrían remodelado diez veces desde la última vez que lo conoció— y subió caminando hasta la Casa. Los pasillos estaban en silencio: era agosto ahí, y no había estudiantes de los que hablar, aunque si aún no habían completado la clase de primero todavía podrían estar haciendo exámenes de ingreso. El sol de primera hora de la tarde caía tranquilo sobre las alfombras más que gastadas de las salas comunes. Todo el edificio daba la impresión de estar descansando y recuperándose después de la catástrofe del año escolar.
Quentin no sabía qué esperar de Fogg: la última vez que habían hablado no se habían despedido en los mejores términos posibles. Sin embargo, Quentin estaba allí e iba a exponer su punto de vista. Encontró al decano en su despacho examinando informes de admisiones.
—¡Bueno! —Todavía acicalado y con barba, el hombre mayor fingió sorpresa—. Pasa. No esperaba verte tan pronto. —Fogg sonrió, aunque no se levantó.
Quentin se sentó, con cautela.
—Yo tampoco lo esperaba —dijo—. Pero me alegro de estar aquí.
—Siempre es bonito escucharlo. La última vez que te vi te seguía una bruja solitaria. Cuéntame, ¿llegó al lugar al que iba?
Llegó, aunque por una ruta larga y tortuosa, y Quentin evitó entrar en detalles al respecto. En cambio, inquirió por la suerte del equipo de welters de Brakebills, y Fogg le informó con todo el detalle que él podía desear y más. Quentin preguntó por el pequeño pájaro de metal que solía habitar su despacho, y Fogg explicó que alguien había hecho su tesis doctoral para convertirlo otra vez en un ser de carne y plumas. Fogg sacó un cigarrillo y le ofreció otro a Quentin; Quentin lo aceptó; fumaron.
Todo iba sobre ruedas, mejor de lo que Quentin había esperado. Se había formado una idea de Fogg como un tirano insignificante y malicioso, pero de pronto empezó a preguntarse si el decano había cambiado o si era él quien se había equivocado en primera instancia. Quizá Fogg no era tan malo. Quizá Quentin había sido excesivamente sensible y había estado demasiado a la defensiva en torno a él. Cuando Fogg preguntó a Quentin en qué podía ayudarle, este se lo dijo.
Y así, sin más, Fogg le ayudó. Por fortuna había una vacante en la facultad: una semana antes habían tenido que expulsar a un adjunto después de que comprobaran que había plagiado la mayor parte de su tesis doctoral de Francis Bacon. Quentin podía ocuparse de sus clases, si lo deseaba. En realidad, le estaría haciendo un favor a Fogg. Si había algo de Schadenfreude ahí, si Fogg sentía placer al ver a un recién escarmentado y humillado Quentin, el hijo pródigo que voló alto y vivió aventuras e hizo travesuras, volviendo arrastrándose a pedir una dádiva, lo ocultó bien.
—¡No pongas cara de sorprendido, Quentin! —dijo—. Siempre fuiste uno de los más listos. Lo vieron todos menos tú. Si no hubieras estado tan ocupado tratando de convencerte de que este no era tu lugar, tú también lo habrías visto.
Igual que años atrás, Brakebills abrió sus puertas para él, lo acogió y le ofreció un lugar en su pequeño mundo escondido. Fogg cogió unas llaves de un tablero y se las entregó. Eran de una habitación tan pequeña y con un techo tan alto que era como vivir en el fondo de un pozo de ventilación. Tenía un escritorio, una ventana, un cuarto de baño y una cama, una cama gemela estrecha que había perdido a su hermana. Las sábanas tenían el inconfundible aroma de lavandería de Brakebills, y el olor inmediatamente hizo que Quentin cayera como una piedra a un pozo del recuerdo, hasta los años que había pasado durmiendo cómodamente abrigado en ropa de cama de Brakebills, soñando con un futuro muy diferente del que en ese momento habitaba.
No era exactamente nostalgia; Quentin no echaba de menos los viejos tiempos. Pero echaba de menos Fillory. Hasta que estuvo por fin solo en su dormitorio —no el de un rey, sino el de un profesor, el dormitorio de un profesor muy novato— con la puerta cerrada, Quentin no se permitió realmente sentir añoranza. Tenía ansía de Fillory. Sintió la fuerza plena de lo que había perdido. Se tumbó y miró al techo lejano y pensó en todo lo que estaba ocurriendo allí sin él, los viajes y aventuras y fiestas y todas las diversas maravillas mágicas, a lo largo y ancho de Fillory, los ríos y océanos y árboles y prados, y deseaba tanto estar allí que sentía que su deseo bastaría para empujarlo físicamente desde la cama dura de su dormitorio, saliendo de este mundo para llegar a aquel otro al que pertenecía. Pero no bastó y no ocurrió.
Le dieron un horario de clases. Le dieron un asiento en el comedor y la autoridad para imponer orden a los estudiantes. También le dieron algo que deberían haberle dado tiempo atrás, algo que casi había olvidado que tenía: una disciplina.
Todos los magos tenían una predisposición natural a cierta clase de magia específica que podía identificarse y clasificarse. En ocasiones, se trataba de algo trivial, otras veces era auténticamente útil, pero todos tenían una: era una especie de huella dactilar hechicera. Pero nunca habían conseguido encontrar la de Quentin. Como parte de su iniciación en la facultad de Brakebills se solicitó a Quentin que declarara su disciplina, y en ese momento se le ocurrió que todavía no sabía cuál era.
Igual que una docena de años antes, lo enviaron a la profesora Sunderland, una mujer de la que había quedado prendado furiosa y volcánicamente antes de licenciarse. Ella lo recibió en el mismo laboratorio inundado de sol en el que trabajaba entonces; resultaba extraño pensar que había estado allí todo ese tiempo mientras que él había ido escorándose de manera desastrosa por el multiverso, y que ya eran, para los propósitos más prácticos, colegas.
Si acaso ella era todavía más hermosa que a los veinticinco años. Su rostro había madurado y se había suavizado. Parecía más ella misma, aunque lo que él había visto en ese momento como una cualidad serena y sobrenatural de pronto se le antojó más como una ligera falta de afecto; no se había fijado en lo retraída y reservada que era.
Se había sentido tan por debajo de ella entonces que ya no estaba seguro de que ella lo recordaría. Pero lo recordaba.
—Por supuesto que sí. No eras tan invisible como pensabas.
¿Había pensado eso Quentin? Probablemente, sí.
—¿Significa eso que mi enamoramiento secreto de ti no era tan secreto como yo pensaba?
Ella sonrió, pero sin crueldad.
—Ocultar enamoramientos probablemente no es tu disciplina —dijo—. Levántate las mangas por encima de los codos. Déjame ver los dorsos de tus manos.
Quentin se los mostró. Ella le dio un animado frote con un polvo fino y apareció un patrón irregular de pequeñas chispas frías en su piel, como un campo escasamente poblado visto desde arriba por la noche. Pensó que sentía una telaraña de cosquillas gélidas también, aunque podría haber sido su imaginación.
—Hum.
Ella se mordió el labio, estudiándolo, luego dio palmadas con las manos, uno, dos, como en un juego infantil, y las chispas desaparecieron. No había nada allí que interesara a la profesora Sunderland. O Pearl; ahora que eran colegas, Quentin debería acostumbrarse a llamarla por el nombre.
Pearl cortó un mechón de cabello de Quentin y lo quemó en un brasero. Olía a pelo quemado. Ella examinó el humo.
—No.
Ahora que habían superado la fase de galanterías la profesora Sunderland estaba por el trabajo. Quentin era como un delicado arreglo floral que ella no lograba colocar bien. Lo estudió a través de una serie de gafas ahumadas graduadas mientras él caminaba hacia atrás por la sala.
—¿Por qué crees que es tan difícil? —preguntó Quentin, tratando de no chocar con nada.
—¿Hum? No mires por encima del hombro.
—¿Mi disciplina? ¿Por qué crees que es tan difícil de averiguar?
—Pueden pasar varias cosas. —Se atusó el pelo rubio y liso por detrás de las orejas y cambió los lentes—. Podría estar ocluida. Algunas disciplinas ya por su naturaleza no quieren ser halladas. Algunas son realmente menores, sin sentido, en realidad, y es difícil distinguirlas del ruido de fondo.
—Sí. Pero también podría ser... —tropezó con un taburete— porque es algo interesante. ¿Que nadie ha visto antes?
—Claro. Por qué no.
Quentin siempre había envidiado a Penny su curiosa y en apariencia única disciplina, que era el viaje interdimensional. Pero por el tono de Pearl sospechaba que podía haber enumerado unas cuantas razones de por qué no.
—¿Recuerdas la vez en que hice aquellas chispas?
—Lo recuerdo. Ajá. No puedo creer que no haya pensado en eso antes. Quédate quieto.
Se detuvo y Pearl hurgó en un cajón y sacó una regla pesada con borde de latón marcada en unidades irregulares que Quentin no reconoció.
—Cierra los ojos.
Quentin obedeció, e inmediatamente notó una sacudida eléctrica de dolor en el dorso de su mano derecha. La sujetó entre las piernas; fue diez segundos antes de recuperarse lo suficiente para decir: «¡Ay!» Cuando abrió los ojos medio esperaba ver sus dedos arrancados a la altura de la segunda falange.
Seguían allí, aunque se estaban poniendo colorados. Sunderland los había golpeado con el borde afilado de la regla.
—Lo siento —dijo ella—. La respuesta al dolor suele ser muy reveladora.
—Escucha, si esto no sirve creo que no importa no saberlo.
—No, eso sirve. Eres muy sensible, debo decir.
Quentin no pensaba que el hecho de no querer que le atizaran en los nudillos con una regla lo hiciera inusualmente sensible, pero no dijo nada, y Pearl ya estaba consultando un enorme volumen de referencia impreso en letra minúscula. Quentin sintió la repentina urgencia de detenerla. Había vivido así mucho tiempo, formaba parte de quien era: era el hombre sin disciplina. ¿Estaba dispuesto a renunciar a eso? Si ella se lo decía sería como todos los demás...
Pero no la detuvo.
—Tengo una teoría personal sobre ti. —Pearl pasó el dedo por una columna—. Creo que la última vez no pude encontrar tu disciplina porque aún no tenías ninguna. Siempre pensé que eras un poco infantil para tu edad. La personalidad, la madurez es un factor. Eras lo bastante mayor para tener una disciplina, pero desde un punto de vista emocional todavía no estabas listo. No te habías centrado.
Eso era bastante embarazoso. Y como su enamoramiento, probablemente había sido obvio para más gente de la que creía.
—Supongo que florezco tarde —dijo Quentin.
—Aquí estás. —Dio un golpecito en la página—. Reparación de pequeños objetos, eso es.
—Reparación de pequeños objetos.
—¡Ajá!
Quentin no podía decir sinceramente que era todo lo que había deseado.
—¿Pequeño como una silla?
—Piensa más pequeño —dijo ella—. Como, no lo sé, una taza de café. —Sunderland colocó las manos en torno a una copa invisible—. ¿Has tenido alguna suerte especial con eso? Reparaciones menores, reconstituciones, esa clase de cosas.
—Quizá. —No podía realmente decir que se hubiera fijado—. No lo sé. —Tal vez no había prestado atención.
Era un poco un anticlímax. No podía llamarlo sexy. No era pisar terreno nuevo. No estaría cabalgando entre dimensiones ni haciendo caer rayos, no con la fuerza de reparar pequeños objetos. La vida, con brío y eficacia, estaba despojando a Quentin de sus últimos delirios sobre sí mismo, uno por uno, arrancándoselos a jirones como si se tratara de ropa mojada, dejándolo desnudo y temblando.
Pero no iba a morir de congelación. Eso no iba a matarlo. No era sexy, sino real, y eso era lo que importaba en ese momento. No había más fantasías: eso era la vida después de Fillory. Quizá cuando renuncias a tus sueños descubres que hay más vida que los sueños. Iba a vivir en el mundo real a partir de entonces, e iba a aprender a apreciar su solidez ruda y mundana. Había aprendido mucho sobre sí mismo últimamente, y había pensado que sería doloroso, y lo era, pero también era un alivio. Se trataba de cosas que había temido afrontar toda su vida, y ahora que las estaba mirando a los ojos no daban tanto miedo como pensaba.
O quizás él era más duro de lo que creía. En cualquier caso, no sería expulsado retroactivamente de los Físicos. Reparación de pequeños objetos pasaría la prueba.
—Puedes irte —dijo Pearl—. Fogg probablemente hará que te encargues de las clases de primer año de Reparaciones Menores.
—Espero que lo haga —dijo Quentin.
Y lo hizo.
3
Quentin pensaba que encontraría satisfactoria la enseñanza, pero no esperaba disfrutar realmente. Eso se le antojaba esperar demasiado. Y, sin embargo, resultó que sí que lo disfrutaba.
Cinco días por semana a las nueve de la mañana se plantaba ante los alumnos de Reparaciones Menores, tiza en mano, escribiendo notas de la clase y mirando a los estudiantes —sus estudiantes ahora—, y ellos le devolvían la mirada. La mayoría de sus rostros estaban en blanco: en blanco de terror, en blanco de confusión total, en blanco de aburrimiento, pero en blanco. Quentin se dio cuenta entonces de que así debía de mirar él. Cuando eres solo uno más de la clase tiendes a olvidar que el profesor puede verte.
Su primera clase no fue un éxito. Tartamudeó; se repitió; perdió el hilo y se paró en seco, en un silencio incómodo, mientras trataba de descubrir adónde pretendía llegar un segundo antes. Había preparado diez puntos que quería tratar, pero estaba tan asustado de quedarse sin material que arrastró el primer punto durante media hora y luego tuvo que apresurarse al máximo con los otros nueve para encajarlo todo. Resultó que enseñar era una capacidad que tenías que aprender, como todo lo demás.
Pero, poco a poco, comprendió que al menos sabía de qué estaba hablando. Sus antecedentes en la vida y el amor no eran impecables que digamos, pero sí que poseía una gran cantidad de información práctica sobre el cuidado y la alimentación de fuerzas sobrenaturales, y enseñar era solo una cuestión de sacar esa información de su cabeza y meterla en las cabezas de sus estudiantes l
