Un viejo que se pone de pie

Eduardo Sacheri

Fragmento

Un viejo que se pone de pie

Un viejo que se pone de pie

Algunas historias son fáciles de contar. Otras no. Como si fuesen demasiado complejas, huidizas, inabarcables. La que en estas páginas me empeño en narrar pertenece a estas últimas.

Como casi todas las historias nace a partir de una única imagen, cargada de sentido. Esa imagen primera, esa que me subyuga al punto de querer contarla es ésta: en una tribuna baja, una tribuna de tablones de madera en la que, salteados aquí y allá, hay unos cuantos espectadores, un hombre mayor, un viejo, se pone de pie.

Claro: escrito así no dice casi nada. No explica quién es el viejo, ni qué es lo que lo conduce a incorporarse del tablón en el que está sentado, ni por qué es importante que lo haga, eso de levantarse con los ojos absortos clavados en la cancha, con los ojos absortos y húmedos.

La historia debe explicar todo eso, o de lo contrario conduce a un callejón sin salida en el que no dice nada. Y no hay peor destino para una historia. Y el problema radica precisamente en el modo de juntar esa imagen, la del viejo alzándose desde la grada, con las otras imágenes que deben encadenarse con ella para formar una trama y que haya cuento. Ni más ni menos.

El primer obstáculo con el que me topo es decidir quién contará la historia, o sea, la dichosa cuestión de la voz del narrador. ¿Quién relatará los sucesos que conducen al viejo y a esa acción final del viejo? Podría contarlos el propio anciano, porque hay asuntos, algunos muy importantes, que le dan sentido a esta historia, que sólo él conoce. Pero el desenlace de la historia tiene que ver con el asombro, con la sorpresa infinita del viejo, y entonces ese hombre no puede narrar su propio asombro. Porque al asombro no le quedan bien las palabras. Casi me atrevería a decir que es al contrario. El asombro aparece cuando se retiran las palabras. Como la marea, o como el reflujo de una ola, que se retira y deja la arena lisa sin otra cosa que ella misma, sin nada más que la arena lisa. Claro que en algún momento, más tarde o más temprano, las palabras vuelven. Y cuando eso sucede el asombro ha terminado. Cuando somos capaces de encontrar explicaciones, o por lo menos de buscarlas echando mano a las palabras, ya no estamos asombrados. Podemos estar conmovidos, felices o dañados, pero ya no asombrados.

Por eso el viejo que se pone de pie en la tribuna —agreguemos que lo hace bajo un cielo gris, un cielo de siesta de sábado de mayo—, aunque sabe —y porque sabe puede ponerle palabras a buena parte de la historia—, no puede hacerse cargo del final, porque ese final lo deja sin palabras.

Ninguno de los otros personajes sabe tanto de esta historia como el viejo, y si hay cosas que hasta el mismo viejo ignora, no me queda más que acudir a un narrador omnisciente. Que como van las cosas vengo a ser yo mismo, metido a tal. Y en general no me agradan gran cosa los narradores omniscientes, sobre todo en las historias cuyo desenlace guarda al menos una módica dosis de sorpresa. No me cae bien alguien que al mismo tiempo me cuenta y me esconde, me dice y me engatusa, hasta que a último momento se sincera. Un desencanto parecido al de los trucos de magia: un navegar fallido entre las dos aguas de la verdad y de la inocencia.

Otra cuestión espinosa es la del manejo de los tiempos. También con eso me encuentro en un apuro. Se supone que un cuento transcurre en un lapso no demasiado prolongado. No es bueno que la trama abarque un período demasiado extenso, o que abuse de los saltos temporales. Pero esta historia requiere esos recursos del ir y del venir y del detenerse en varias estaciones intermedias. No es que la trama carezca de un tiempo presente. Tiene un presente: efímero, pero lo tiene. Es el del anciano, en el exacto momento en que se pone de pie. Pero son varios los pasados que le dan origen y sentido a ese breve presente. Si esos pasados no están, no tengo idea de cómo suplirlos. Y si no puedo acudir a ellos, esto que estoy escribiendo es cada vez menos un cuento y cada vez más es otra cosa que en el fondo no sé lo que es.

Con los personajes el aprieto no es tan grave, y si los cánones del cuento clásico establecen que los personajes deben ser pocos, esta historia acepta bien esa limitación. Los personajes principales son dos: el viejo en la tribuna y un muchacho que juega al fútbol, al otro lado del alambrado. Hay varios ausentes. Varios que han sido pero que ya no son. Unos cuantos fantasmas que sueldan esos pasados dispersos, lejanos y cercanos, y necesarios a la trama, con el presente del sábado a la tarde en el momento en que el viejo se pone de pie.

Del viejo pueden decirse unas cuantas cosas. Unas cuantas más de las que pueden decirse del muchacho. Por algo el viejo es el núcleo sobre el que debería descansar el relato, si se me desanudan las manos y las ideas y consigo a fin de cuentas escribirlo. Él, el viejo, es el paño sobre el que se cruzan los hilos cosidos por diferentes destinos.

Empecemos diciendo que el viejo ese que escruta la cancha con el ceño fruncido —porque aunque está nublado se trata de un nublado claro y desvaído, de frío más que de lluvia, un nublado con reflejo de sol que le fatiga la vista— carga sobre sus hombros una historia dolorosa. Iba a agregar, después del calificativo “dolorosa” y de una coma, “como todos los hombres, o por lo menos como todos los viejos”. Pero ahora no estoy del todo seguro de esa sentencia. ¿Por qué iba a escribirla? ¿Por qué me arrepentí? Supongo que me resulta torpemente tranquilizador suponer que el dolor es algo que se reparte con criterio más o menos igualitario, y que cada ser humano se lleva una dosis más o menos equivalente. Que unos sufren primero y que otros sufren después, pero que a fin de cuentas a todos nos corresponde sufrir más o menos lo mismo. Aunque sea una idea torpe, supongo que la prefiero porque su contraria es inquietante: pensar que puede tocarnos sufrir mucho más que a nuestros semejantes, que puede tocarnos precisamente a nosotros la peor parte en una distribución azarosa y desigual de tragedias, es un principio angustiante. Suponer que existen personas particularmente señaladas por el dolor suena a injusto, a abusivo, a caprichoso. Y debe ser así, salvo que alguien nos venga con la novedad de que el mundo es un sitio justo, equilibrado y ecuánime.

De todos modos mi divagación no hace al caso. Baste asentar aquí que este viejo, el de la historia, el que está sentado en el vigésimo tablón de una grada que en total tiene menos de treinta, el que todavía ignora que terminará por ponerse súbitamente de pie, ha sufrido mucho, y “mucho” significa aquí que le ha tocado atravesar la pena sin nombre de perder a un hijo. Muchos hombres viven y mueren sin que les ocurra eso. Este viejo no. Este viejo ha sido atravesado por ese dolor horrendo y particular. También por otros, pero fundamentalmente por ése.

Eso no significa que el anciano viva recordando su dolor: ése o los otros. Tiene recuerdos tenebrosos, pero no son los únicos que tiene. También tiene numerosos recuerdos bellos y recuerdos plá

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