Con la espada de mi boca

Inés Garland

Fragmento

Bloques inseparables

Abel y Lucrecia, Chacho y Clarisa, Beatriz y Esteban, Alicia y Cristian. Los Varela, los Correa, los Báez, los Dumont. Los amigos de mis padres venían todos de a dos. Eran como casas. No podía imaginármelos a cada uno por su lado. A veces, desde los asientos de adelante del auto me llegaba uno de sus nombres, suelto, pero en seguida venía el otro, como si no pudieran estar alejados por mucho rato. Si mi mamá le estaba contando a mi papá algo de uno de ellos, no pasaba mucho hasta que apareciera el de al lado, lo traía ella misma o mi papá preguntaba. Si Lucrecia hacía algo, a Abel le pasaba algo que estaba ligado a lo que había hecho Lucrecia. Así era con cada uno de ellos. Mis padres eran Caio y Elena, los Aranguren. Bloques inseparables.

Alicia y Cristian no habían sido siempre un bloque. Ella había tenido un marido antes y tenía tres hijas de ese marido que no habíamos conocido. Macarena, la hija mayor de Alicia, tenía catorce años, dos años más que yo. Cristian no era el padre, pero en esas vacaciones era el que le daba permiso o no le daba permiso de ir a la playa, el que la dejaba o no caminar por la calle principal del pueblo, el que le daba plata para tomar un helado. Si Cristian le ponía un límite de horario a la noche, si no la dejaba salir con esos shorts o la retaba por ponerse esa bikini tan chica, si era a Cristian al que había que pedirle permiso, el que dormía con la mamá y el que había alquilado la casa, Cristian era, a los efectos, el padre.

Mi papá decía: Macarena le tira el cuerpo encima. Macarena lo busca.

Macarena le pedía a Cristian que le pusiera bronceador en la espalda, más abajo, más arriba, menos bruto, acá te olvidaste. Y se alejaba moviéndose de una manera que no era la de sus hermanas más chicas y no era la de mis hermanas ni la mía. Tampoco era la de mi mamá ni la de Alicia.

Es flagrante, decía mi papá, lo va a volver loco.

Mi mamá ponía una cara que yo había aprendido a leer hacía mucho tiempo. A mí esa cara me paralizaba en el acto. No creo que Macarena la supiera leer, de haber sabido, no sé si le hubiera importado. Era un huracán. Se reía con todo el cuerpo, se levantaba el pelo para dejar al descubierto el cuello y lo soltaba de golpe. Tenía la piel luminosa por el sol, los hombros redondos le brillaban a la luz de las velas cuando salíamos a comer al chiringuito de la playa. Algún hombre de otra mesa se llevaba por delante la copa, volcaba el vino.

Mi mamá y mi papá la miraban y después hablaban. Yo no sé cómo Alicia no hace algo, decía mi mamá.

Después vinieron las lluvias, los cortes de luz. Días y días de lluvia. Macarena se escapaba a fumar y me invitaba. Fumaba muy rápido, una pitada detrás de la otra. Movía la mano frente a ella para alejar el humo. Para que él no me huela, decía. Y se sonreía. A veces tosía. La tos es asquerosa, decía. Muchas cosas le parecían asquerosas.

Al anochecer jugábamos todos juntos a la podrida a la luz de tres faroles de kerosén. Macarena pedía siempre bazas de más. Todos se enojaban con ella. Es imposible calcular si pedís así, decía Cristian. Se sentaban uno al lado del otro y ella se recostaba en la silla para espiarle las cartas. Vas a romper las patas de esa silla. Se peleaban, ella lo empujaba con el cuerpo, decía que él le quería espiar las cartas y se giraba para enfrentarlo, se apoyaba las cartas en las alas abiertas de las clavículas y lo miraba por encima del abanico de florilegios azules o rojos. Esta es la imagen que se detiene para mí: mi papá con un whisky en la mano mira a Macarena. Mi mamá con las cartas apoyadas en la mesa, levemente levantadas, mira a Macarena. Alicia acaba de sacar una carta del mazo y la mantiene suspendida mientras parece buscar dónde va. No levanta la vista de las cartas en su mano. Alicia no mira a Macarena. La pelusa del brazo desnudo roza el brazo áspero de pelos negros de Cristian.

Nos bajamos una botella de whisky, dice mi papá.

A la hora de dormir los pisos de madera crujían, las camas crujían, las puertas crujían, se abrían y se cerraban canillas, se podían reconocer las voces y los tonos amortiguados detrás de las paredes. A veces me quedaba dormida antes de que se hiciera silencio.

Después dejó de llover. Había llovido durante diez días seguidos. Todo estaba mojado. Los cinturones y las sandalias de cuero tenían moho. El jardín se llenó de ropa tirada sobre el pasto como si tuviéramos que mostrarle al mundo nuestras cosas.

Macarena puso a secar sus bombachas en el pasto, dijo mi mamá.

Cristian se las hizo guardar, dijo mi papá.

No sé qué decía Alicia. Ella que hablaba tanto siempre, que habló tanto después, parecía haberse quedado muda. Si me esfuerzo, la recuerdo con unos anteojos muy grandes que le tapaban la cara. Pero tal vez ese recuerdo es de una de las fotos de algún otro verano.

No supe cuándo pasó.

Yo no voy a declarar en el juicio en contra de mi amigo, decía mi papá.

Alicia llamaba todos los días.

Me agarrás con una pata afuera, decía mi mamá a veces. Pero después se quedaba sentada en el living y lo llamaba a mi papá por teléfono. Alicia dice que él le echa la culpa a la chica. Nosotros la vimos, un mono con navaja. ¿Sabés qué dice? Que todas prueban sus armas a esa edad. Bueno, es la madre, qué querés que diga.

A veces se reían, pero no eran risas alegres. Eran risas que yo les conocía bien, más parecidas a una tos, atragantadas.

Alicia y Cristian se separaron.

María se casa de apuro, dijo mi mamá, pobres Beatriz y Esteban.

¿Cuántos años tiene?

Tenía diecisiete. Se habló mucho de María Báez en esos días. Decían cosas que yo no entendía del todo. Mi mamá decía que desde chiquita, que miraba muy fuerte, que nunca hizo caso, que ya a los trece. Pero no terminaba las frases y mi papá decía you bet. Yo sabía que eso significaba que estaba totalmente de acuerdo y me preguntaba con qué exactamente estaba de acuerdo si ella no terminaba las frases. Los dos la habían visto a María con el novio, en la quinta, un par de veces, en el cumpleaños de Beatriz y la vez que vino el francés, que también estaba como loco. Ella no le sacaba las manos de encima al novio. Lapas. Y el francés cómo la miraba. Era tremenda. Lo decían en pasado, como si María se estuviera por ir para siempre, como si se estuviera por morir.

Una tarde mi mamá me llevó a la prueba de vestido. María no se miraba en el espejo, y Beatriz le daba indicaciones a la modista.

Esta es la imagen que se detiene para mí: estamos comiendo esa noche en casa. Mi papá no se sacó la corbata, pero se la aflojó y se abrió el primer botón. Mi mamá le pide a Gladys que le ponga unos hielos a la jarra de agua. Nunca en mi vida vi una novia más triste, dice, y se interrumpe porque Gladys vuelve con la jarra de agua. Mamá nos mira. Mis hermanas comen en silencio, la menor tiene el codo sobre la mesa. Bajá el codo, le dice mi papá como si hubiera estado mirando por los ojos de mi mamá

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