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A Emi, mucho más que el hermano posible
Creo que hay que resistir: éste ha sido mi lema.
Pero hoy, cuántas veces me he preguntado
cómo encarnar esta palabra.
ERNESTO SABATO
1
Mi hermano es adoptado, pero no puedo y no quiero decir que mi hermano es adoptado. Si lo digo así, si pronuncio esta frase que por mucho tiempo me encargué de silenciar, reduzco a mi hermano a una condición categórica, una atribución esencial: mi hermano es algo, y ese algo es lo que tantos tratan de ver en él, ese algo son las marcas que insistimos en buscar, contra nuestra voluntad, en sus rasgos, sus gestos, sus actos. Mi hermano es adoptado, pero no quiero reforzar el estigma que la palabra evoca, el estigma que es la propia palabra convertida en carácter. No quiero ahondar su cicatriz y, si no quiero, no puedo decir cicatriz.
Podría emplear el verbo en pasado y decir que mi hermano fue adoptado, librándolo así del presente eterno, de la perpetuidad, pero no logro superar el extrañamiento que esta formulación provoca. Mi hermano no era algo distinto hasta que fue adoptado; mi hermano se hizo mi hermano en el instante en que fue adoptado, o mejor, en el instante en que nací, algunos años más tarde. Si digo que mi hermano fue adoptado es como si denunciara sin remordimiento que lo perdí, que lo secuestraron, que yo tenía un hermano hasta que vino alguien y se lo llevó.
La opción que queda es la más pronunciable; entre las posibles, es la que causa menos inquietud, o la que mejor la esconde. Mi hermano es hijo adoptivo. Hay una tecnicidad en el término, hijo adoptivo, que contribuye a su aceptación social. Hay una novedad que lo absuelve por un instante de las máculas del pasado, que parece limpiarlo de sus sentidos indeseables. Digo que mi hermano es hijo adoptivo y todos tienden a asentir con solemnidad, disimulando cualquier pesar, bajando los ojos como si no sintieran ningún ansia por preguntar algo más. Quizás compartan mi inquietud, quizás de hecho se olviden del asunto con el siguiente trago o bocado. Si la inquietud no deja de reverberar en mí, es porque escucho la frase también de manera parcial —mi hermano es hijo— y se hace difícil aceptar que no termine con la verdad tautológica de costumbre: mi hermano es hijo de mis padres. Repito que mi hermano es hijo y una interrogación me salta siempre a los labios: ¿hijo de quién?
2
No quiero imaginar un galpón amplio, gélido, sombrío, el silencio aseverado por la mudez de un niño delgado. No quiero imaginar la mano robusta que lo agarra por las pantorrillas, las ríspidas palmadas que le dan hasta que resuena su llanto afligido. No quiero imaginar la estridencia de ese llanto, la desesperación del niño en su primer resoplo, el anhelo por un regazo que lo reciba: un regazo que no le brindarán. No quiero imaginar los brazos extendidos de una madre en agonía, un nuevo llanto ahogado por el estruendo de las botas contra el piso, botas que parten y se lo llevan: desaparece el niño, queda la amplitud del galpón, queda el vacío. No quiero imaginar un hijo como una mujer en ruinas. Prefiero dejar que esas imágenes se disipen en lo inaudito de las pesadillas, pesadillas que me habitan o que habitaron una cama vecina a la mía.
No sabría describir cómo es un parto feliz. Una habitación blanca, sábanas blancas, blancos los guantes que reciben al niño, blancos, plásticos, impersonales, científicos. Ninguna felicidad, ciertamente, en la total asepsia. Un obstetra que lo acoge con manos neutras y lo examina: la criatura está entera, la criatura respira, es rosada su piel, es buena la flexión de los miembros, normal la frecuencia cardíaca. Que la madre no lo vea, o mejor, que no lo vea la mujer que lo parió. Ninguna utilidad en una eventual confusión de sentimientos, sobre todo en un momento tan sensible, el dolor del parto que se disipa, un peso que se alivia, tal vez un vacío sutil, a nadie le serviría tal incertidumbre. Un regazo provisorio no le traería ningún beneficio; mejor que encuentre tan pronto como sea posible a sus padres verdaderos, brazos abiertos y listos para recibirlo, ávidos y convencidos de un pleno acogimiento.
Si puedo ser sincero conmigo, prefiero no dejarme cautivar por las imágenes de ese nacimiento. Contar sobre un niño que nace es contar sobre una súbita existencia, sobre un ser que se crea, y a nadie le importa ese momento más que a este ser, a nadie le concierne ese momento más que a la criatura que surge a la vida. Para concederle a ese nacimiento el debido tono de alegría, el tono que me gustaría que mereciera, que mi hermano se mereciera como toda vida lo merece, yo tendría que recurrir a las sonrisas que pronto surgieron ante él, de los que finalmente se dispusieron a llamarlo hijo. Deben haber sido amplias esas sonrisas, digno desfallecimiento de los nervios que caracteriza todo ansiado alivio. Pero un niño no nace para aliviar, nace y desde el instante en que nace exige su propio alivio. Un niño no llora para abrirles a los otros la posibilidad de una sonrisa; llora para que lo tomen en brazos, y lo protejan, y aplaquen con caricias el desabrigo implacable que desde tan temprano lo atormenta. Si no quiero imaginar a un niño como la ruina de una mujer, tampoco puedo imaginarlo como la salvación de otra familia, la familia que sería la mía, salvación desatinada que jamás le deberían pedir.
3
Es adoptado, eso le dije alguna vez a una prima que insistía en resaltar lo distintos que éramos, él y yo, su pelo más oscuro y enrulado, sus ojos mucho más claros. En mi afirmación no había maldad o despecho, creo, yo debía tener unos cinco años —aunque, si hoy me siento obligado a defenderme, quizás entonces me impulsara en efecto alguna crueldad inocente, que hasta hoy trato de esconder. Íbamos en un auto manejado por mi padre, y mi madre no podía sino estar ausente, porque mi hermano ocupaba el asiento delantero, no sé si acompañando la conversación o perdido en pensamientos insondables. Se hizo un silencio inmediato. Pude haber recibido un codazo discreto de mi hermana, a quien imagino sentada a mi lado, o la puntada no fue más que la incomodidad que sentí al darme cuenta de que me había equivocado, incomodidad que tantas veces sentí sin que nadie me diera un codazo. Tan contundente fue aquel silencio que lo recuerdo hasta hoy, entre tantos otros silencios poco memorables.
No estaré tratando de absolverme del error si digo que en aquella época las instrucciones que recibíamos eran ambiguas y borrosas. Desde siempre supo mi hermano que había sido adoptado, eso decían mis padres, y ese desde siempre me intrigaba, o me intriga ahora: ¿cómo decirle algo así a un niño que apenas maneja las palabras más sencillas?, ¿con qué distancia o frialdad dictarle mamá, papá, bebé, adopción? ¿Cómo trasmitirle la importancia de este hecho, con la seriedad que exige el asunto, sin atribuirle un peso innecesario, sin transformarlo en una carga que el niño no podría soportar? Era Winnicott quien definía los pasos —seguimos mucho de lo que indicaba la teoría winnicottiana, yo escucharía años después, sin comprender exactamente el término, aunque notando el tono de lamento, la voz desolada. Que él supiera, que nosotros supiéramos, que supieran todos los habitantes de la casa, era algo que se sabía fundamental. Y sin embargo de algún modo se instauró la reversión de ese proceso, en algún momento lo que era palabra se hizo indecible, se calló la verdad como si así se deshiciera. No creo impreciso decir que fue mi hermano quien nos impuso a todos el silencio que le resultaba más cómodo, y nosotros simplemente lo aceptamos, tan gentiles, tan cobardes.
En mi recuerdo los ojos de mi hermano estaban húmedos, pero sospecho que este es un detalle inventado, añadido las primeras veces que rememoré el episodio, turbado ya por algún remordimiento. Él estaba sentado en el asiento delantero. Si lloraba, seguro que detenía cualquier gemido y se tapaba las lágrimas con las manos; o se ponía a mirar por la ventana, extraviando la vista en presumibles peatones. Lo cierto es que a mí no iba a mirarme, no iba a darse vuelta. Quizás eran los míos, los ojos húmedos.
4
Qué fuerza tiene el silencio cuando se extiende más allá de la incomodidad inmediata, más allá de la pena. Hace años observo en mi hermano, impresionado, su capacidad para espantar rápidamente los pensamientos que le desagradan, para interrumpir conversaciones sin brusquedad, cambiar de tema sin darse cuenta, deslizarse de una idea a otra de un modo casi instantáneo, sin sobresaltos. Veo cómo su rostro se crispa por un segundo ante alguna vaga desdicha, alguna frase desafortunada que nadie alcanzó a decir, una ínfima sugerencia o aproximación a algo que lo perturba, para enseguida volver a su fisonomía habitual, su indiferencia, su anestesiada neutralidad. No son pocos los indicios de que efectivamente supo olvidarse, aunque olvidar no sea la palabra exacta —reprimir es la palabra que mis padres indicarán aquí, lo puedo adivinar. No son pocas las evidencias de que pasa largos periodos sin admitir ni siquiera para sí mismo, sin aceptar o reconocer —días o meses, años tal vez, encerrado en su habitación