La ilusión de los mamíferos

Julián López

Fragmento

Corporativa

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No soy un oficinista.

No voy a aprovechar mi hora de almuerzo al sol, al aire libre, ni voy a abrir un táper para comer esa porción de tarta que fue una promesa modesta durante la mañana de trabajo.

No soy un oficinista, me voy a sentar acá, en esta escalinata, voy a apoyar la mochila al lado de los pies, en el escalón de abajo, en medio de las manchas de verdín y el gris del adoquinado de los escalones que fugan hacia las salidas de esta plaza seca. Esmeralda y Rivadavia.

No voy a aprovechar mi hora de almuerzo, voy a sentarme acá, solo, en medio de esta pequeña multitud de oficinistas y voy a mantenerme a raya, no voy a tratar de descubrir qué pasa, ni siquiera a mí, a ninguno de los cuerpos que estén a mi alrededor, voy a descontar que todos estamos tramitando algo, cómo poner el cuerpo al tiempo que nos queda, cómo pasarlo, cómo dejar que nos guíe la deriva, la porfía por entender, las ganas.

Voy a sentarme acá, en el verde escondido de la Buenos Aires imperiosa.

No soy un oficinista.

Voy a almorzar solo, frente a vos, en esta plaza.

Una mañana escuchábamos un disco de Rickie Lee Jones mientras yo hacía no sé qué cosa de limpiar y vos leías no sé qué cosa o dejabas de leer para mirar por la ventana. A veces decíamos que el acto de leer era más el momento de abandonar el libro que el de abrazarlo y te confesé orgulloso que el que más me había impactado alguna vez era el mismo que había dejado sin terminar, abandonado en una cesta insólita y casual al costado de una ruta, prendido por combustión espontánea, incinerando su materialidad para siempre. No temo a la angustia, que otros terminen, que otros encadenen un libro al próximo y nunca sientan la sed que desahucia ni se pierdan nada. Yo voy a dejar todas las ventanas abiertas, que la casa se vuele desde adentro y dé la bienvenida al tornado. Que siempre falten páginas.

Pero esa mañana mientras hacíamos no sé qué cosas, escuchábamos un mal disco de Rickie Lee Jones y nuestro amor era sorprendente: de pronto nos encontrábamos mirando el mismo punto y asociábamos lo mismo en el mismo instante. Después de esos choques fabulosos nos quedábamos sonriendo durante toda la semana.

Habíamos hablado ya de ese mal disco: es un mal disco de Rickie Lee Jones, habíamos dicho, pero en medio de una canción particular vos soltaste: ¿ves qué mala?, y yo dije, en el mismo medio de la misma canción: qué buena.

Mi biblioteca es un hogar de expósitos, un asilo de abandonados y menesterosos, pero así de bruto y todo pude leer un sinfín de incomodidades que esa mañana se revelaron en la historia de nuestra civilización. Pero qué pareja de hombres que se ven solo los domingos no se hace con el viento del desierto soplando arena sobre los ojos. De nuestros primeros encuentros la incomodidad era lo exclusivo y aun así vos me seguías desnudando.

¿Cuánto tardaste en probarme, cuánto tardaste en abrir la boca y buscarme la entrepierna, cuánto tardé en dejar de pretender no incomodarte y quebrar la cintura como un gato loco para que me vieras? ¿Cuántas veces abríamos los ojos por el susto en medio de la caída libre antes de que coger fuera la llegada laxa y violenta a la superficie con los tientos del paracaídas tensos por el viento?

Nuestro amor fue la incomodidad. Pero esa mañana del disco de Rickie Lee Jones hubiera querido haber sido prolijo y repasar mi biblioteca con la serenidad de un padre burgués y responsable.

Había algo en mis palabras que hacía que te quedaras callado, mirándome con los ojos calmos o dejándolos caer sobre la mesa, una señal para que continuara. A veces me aprovechaba de esa solvencia y dejaba que escaparan de mí las oraciones gráciles y densas que te salpicaban de fascinación. Ballenas francas respirando, ballenas francas estrellándose contra el agua del océano frío, ballenas francas perdiéndose en lo hondo de una conciencia que debe vivir sin saber de su propia existencia ni la de sus innumerables compañeros de encarne. A veces te conquistaba con chismes más o menos elegantes, la muerte casi inadvertida de Maria Falconetti en Buenos Aires, la verdad sobre el vestuario de la Dietrich, tan sofisticado en las fotos y tan modesto para los que veían de cerca el espesor de esos géneros. Otras veces te admiraba mi afición por las estrellas locales, mi amor por la Marshall y la Picchio, por Breve cielo y las otras películas de Kohon, mi estampita escondida en el revés de la puerta del armario: un primerísimo primer plano de Nelly Láinez con peluca, mordiendo el tallo de una rosa.

Supongo que no estaba mal que nuestros primeros encuentros fueran

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