Pirse, el improbable

Juan Sasturain

Fragmento

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Peripecias de un manuscrito

Al publicar hace unos años El último Hammett no hice sino cumplir, con el temblor propio de la incertidumbre, un sueño largamente postergado. Siempre quise escribir un relato en el que el hombre flaco, el admirable autor de El halcón maltés, estuviera involucrado. Y reconozco que lo intenté varias veces sobre todo al principio, cuando empezaba a imaginar ficciones o a imaginar que las imaginaba. No hay mucho que explicar: los escritores suelen ser poco más o menos que lectores que escriben. Y uno escribe sobre lo que ama, sobre lo que no sabe y quisiera enterarse, sobre lo que le gustaría leer.

A principios de los ochenta logré hacer y publicar algo. El cuento Versión de un relato de Hammett lo rozaba de algún modo —de algún modo tramposo, sesgado—, y en esa trama marcada por la política y la represión de la Dictadura ya aparecía la idea del texto falso, de la impostación de estilo, de la invención a partir de lo ya inventado.

Y precisamente de esa misma época, de apenas un poco tiempo después, es también gran parte del texto central de El último Hammett, la novela largamente diferida en su publicación que motiva —aunque tal vez no justifique— estas divagaciones confesionales.

Desde entonces —aunque no volví a tocar ficcionalmente a Hammett más allá de citas y referencias en las novelas de Etchenike— he incurrido largamente en el mecanismo de la reescritura, las falsas traducciones, las variaciones impunes a partir de textos ajenos o el simple simulacro de esos gestos de apropiación y homenaje. Por algún tipo de compulsión —que alguno se tomará o no el trabajo de explicar—, muchos de los relatos que laboriosamente he podido escribir incluyen las marcas de su origen o del (supuesto) proceso que acaba en ellos: alguien cuenta o deja escrito, o alguien recoge cierto testimonio o texto. Y esos avatares de la producción de la historia forman parte del relato, no quedan como un mero marco.

Precisamente eso: el marco es parte del cuadro, incluso importa el cartelito con el título al lado, lo que dice detrás de la tela. Para no hablar de las sucesivas capas de pintura, el dibujo que quedó abajo, los pelitos del pincel diseminados. Todo cuenta, en todos los sentidos de contar.

En el caso de El último Hammett —o The Last Dash, si se quiere y como se verá— las circunstancias de su publicación han obrado como un castigo o recompensa ejemplar para mi desidia y —especialmente— para mis escrúpulos: perdido el manuscrito en su momento, lo reencontré tardíamente, hecho y acabado. Todo o algo de lo que alguna vez había escrito y pensé escribir —visto en perspectiva— ya estaba hecho. Y a la espera. No necesito explicar la ambigüedad de la situación ni de mis sentimientos. La tentación de apropiármelo/asumirlo definitivamente ha sido tan poderosa como la de destruirlo.

Sin embargo creo, después de no pocas vacilaciones, haber podido superar mi frustración y —sobre todo por lealtad a la persona excepcional que me lo entregó y al personaje no menos curioso que está en la raíz de toda esta peripecia— creo estar, digo, en condiciones, tras la publicación de la novela, de dar a conocer la historia de los avatares del manuscrito original. Los lectores juzgarán si han valido la pena, el trabajo o la osadía.

Por otra parte, esto no es nada nuevo. La historia de la buena y de la peor literatura está saturada de relatos que comienzan con el hallazgo o incluyen la búsqueda de un escrito original más o menos enigmático. El críptico Poe, el noble Potocki e incluso el insospechable Saer han recurrido a variantes del mismo simulacro. En un caso se transcribe el pavoroso manuscrito encontrado dentro de una botella que se supone supo flotar en mares helados; en otro se sopla el polvo acumulado sobre los interminables folios —combados por el olvido y el encierro— hallados en la Zaragoza de las guerras napoleónicas; en La pesquisa, finalmente, en una trama sólo en apariencia lateral, se describe en pocos párrafos el homérico argumento de una novela larga e inconclusa de ochocientas páginas mecanografiadas que nadie publicará jamás.

Pero no sólo en la ficción; también en el terreno de lo que convenimos en llamar la realidad el destino final de esquivos manuscritos literarios supo y suele ser aún motivo de controversias. Así, a la fraternal infidelidad de Max Brod y a la persistencia de un obsesivo crítico oriental debemos que brillantes frustraciones como América y Tiempo de abrazar no hayan quedado —más allá de la voluntad de los autores— por siempre inéditas.

Un texto desechado, un texto perdido y recuperado —en la ficción o en la realidad— plantean siempre cuestiones de equívoca resolución: un enigma, a veces un desafío, a menudo una tentación.

En el caso del manuscrito de El último Hammett la realidad y la ficción se entreveran de un modo indiscernible. No conviene a esta altura (de la historia y del texto mismo) que me refiera a todo lo que sé respecto de su origen. En cambio, la historia de cómo llegó/volvió a mis manos sí merece un relato pormenorizado. Y si me atrevo finalmente a darla a conocer es porque al menos existe un puñado de módicas certezas que permiten dar un marco verosímil a tantas e inesperadas peripecias: lo que se narra en la novela El último Hammett no es independiente de los avatares del propio texto en sí, ni menos sorprendente.

Supongamos que todo comenzó una noche a mediados de la década pasada, cuando alguien que en principio sólo fue para mí una voz vacilante en el teléfono —y que luego sería, para siempre, el impecable caballero al que convendremos en llamar aquí Adolfo Méndez Pinot— me dijo, sin demasiados preámbulos, que poseía la colección más completa que pueda imaginarse de literatura policial publicada en la Argentina, y que quería regalármela. Fue un gesto tan inusual y generoso (inusual por generoso, quiero decir) que incurrí por un momento en sospechas imperdonables de malentendido. No solemos estar a la altura de gestos que, por su amistosa espontaneidad, incomodan nuestra habitual sensación de impostura.

Méndez Pinot no me conocía sino por referencias, de oídas, de leídas, de vistas. Con todos los equívocos que conlleva ese tipo de percepción. Sin embargo y sin dudar, me llamó aquella noche inolvidable desde Rosario y, entre carrasperas y pausas bruscas en procura de aliento, me dijo:

—Sasturain, tengo muchos libros policiales, colecciones completas. Muchos junté yo, otros son legado de un tío que ya juntaba. No estoy bien de salud. Sé que estas cosas le interesan y va a saber apreciarlas —el vacilar de la voz contrastaba con la firmeza de su decisión—. Si las quiere, venga a buscarlas.

Qué le iba a decir: dije a todo que sí.

Un sábado de invierno viajé a Rosario sintiéndome un personaje de novela, el clásico sobrino convocado a la apertura del testamento de un imprevisto pariente lejano, muerto y millonario. Y no bien entré a la vieja casa saturada de muebles y recuerdos de la calle San Lorenzo, y accedí al escritorio emparedado de arriba abajo con las colecciones de Rastros, El Séptimo Círculo, la Serie Naranja, Evasión, Club del Misterio, Pandora y tantas otras maravillas, supe que todo era cierto y quedé mudo. Me deslumbré ante semejantes tesoros como el muchacho que tiembla bajo el turbante en aquella ilustración infantil del cuento de Alí Babá. Lo que había allí era mucho más de lo imaginado. Y la pudorosa hombría

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