I
ENRIQUE, REX

La era Tudor fue una era de música. Tarareaba el cocinero al lado de su fuego, componía el juglar para caballeros heroicos, un laúd ofrecía el barbero para que el cliente pasara el tiempo, cantaba el joven remero al cruzar el Támesis, cantaba el herrero al forjar, afilar y ajustar las armas y armaduras. La era de los Tudor también fue una era de guerras y de crueldad, de odios fratricidas y división religiosa, de herejías y devoción, que oscilaban según la circunstancia o, mejor dicho, según la voluntad suprema del monarca. Incluso después de los tormentos brotaban las baladas en los labios sufrientes de los prisioneros que esperaban la muerte en la torre. La torre era la Torre de Londres, esa antesala de la muerte, ese margen de la vida, donde un noble o una reina que hasta segundos antes habían gozado de una estrella sin par, temblaban de terror por el repentino desaire de la fortuna que no era otra cosa que haber perdido el favor del rey. ¿Los motivos? Si no existían podían inventarse. ¿La misericordia? No era una moneda que se atesorara en los cofres de Enrique VIII. Un reino en vilo intentaba seguir los designios de su reforma religiosa. ¿Existía el purgatorio? ¿Seguirían las misas? ¿Se rezaría en inglés? ¿Sonarían las campanas en las ceremonias? ¿Podían hacerse plegarias a los santos? ¿Eran realmente el cuerpo y la sangre de Cristo el pan y el vino de la Eucaristía? ¿Había que arrodillarse al tomar la comunión? Todo estaba en dudas. Todo podía ser, de pronto, superstición. Todo podía cambiar de un día para el otro y volver a reformarse al día siguiente. Lo único que no conocía titubeos era el puño de miedo que tenía del cuello a los espíritus, que sujetaba el cetro con tensión y que había desafiado hasta al papa, rindiendo a la Iglesia de Inglaterra ante su autoridad total.
Ahí va él. Ese mismo rey inclemente con quienes se interpongan a su paso, ama la música. Algunos dicen que es su gran pasión. Él mismo compone canciones y posee decenas de instrumentos musicales de la más fina confección. Trombones, gaitas, trompetas, flautas dulces. Camina inquieto y no encuentra lo que busca. “¿Dónde dejé nuestro laúd?”. El sol se derrama geométrico a través de los vitrales que rodean la gran estructura decorativa de arcos de maderas que preside el gran hall del palacio de Hampton Court. La luz se disuelve en los pisos. Cualquiera diría que el rey camina sobre las aguas, por la cadencia ondulante de su capa pesada marcando el andar de sus pasos sobre esa superficie refulgente que no parece tierra firme. Allá arriba, en el enrejado de vigas talladas que cubre la ventana superior, al final del pórtico esplendoroso, se pierden en el olvido las iniciales de Ana y Enrique enlazadas, que los carpinteros agregaron junto al escudo de armas de Ana Bolena, en ocasión de aquella boda. A y E, A y E, A y E unidas por siempre.
¿Cuánto tiempo ya pasó? ¿Siglos? Ni siete años desde 1533. “El verdugo es muy bueno y yo tengo una nuca pequeña”, había dicho Ana poco antes de convertirse en la primera reina de Inglaterra en ser decapitada. Acusada de alta traición: brujería para cautivar al rey, incesto con su hermano para producir un heredero varón, adulterio con al menos cinco hombres, fueron las causas o las excusas a medida de la decisión real. Así terminaba, en el patíbulo, el amor que había cambiado la historia. ¿Quién sabe dónde estarán las cartas ardientes que él le escribía? ¿Quién sabe qué hoguera quemó las respuestas de ella? “Escritas por el que fue, es y será tuyo”. “Escrita por tu leal sirviente”. “Escrita por la mano de quien te pertenece”. “Escrita por la mano de quien es tu alma”. “Escrita por la mano de quien anhela ser tuyo”. Escritas, todas esas cartas por la mano de quien firmó también su ejecución. Enrique, Rex. Enrique Rex ya ha cruzado el gran hall y a los amplios corredores que llevan a la sala del trono los transita además el sedoso sonido de la música que de allí proviene, como emanada por un encantamiento. El rey se apura. No tiene la soltura de otros años. Pero va hacia lo que más quiere, lo que llena su alma de dicha está allí. No. No esperaba tanto regocijo. Pero es que ha entrado y entre los cortinados de terciopelo púrpura está la gema del reino, como un rey en miniatura. Vestido como su padre. Con esa cara rozagante que no pierde ternura por el gorro con plumas que le ciñe la cabeza y sus rizos rubios. Estallan sus mejillas mientras eleva su mano con el grácil sonajero que se parece a un cetro.
—Llama, llama al poeta. Queremos unos versos bajo la figura de esta belleza —ordena—. ¡Ah, señor Holbein! Usted nos da otra vez gran felicidad. No puede echar de menos Alemania si sus manos han retratado ya dos reyes de Inglaterra.
El pintor favorito de la corte ha aprendido a decir poco. Una reverencia sutil y ni el intento de una mirada fija al rey son respuesta suficiente. Su majestad Enrique VIII no tiene pena de desarmar la escena de la pose del pequeño futuro rey —que tanto le ha costado al artista—, y lo toma en brazos.
El maestro reprime su queja y también reprime el gesto de irritación que osaría expresar su rostro si no supiera de la ira repentina, de la furia sanguínea, de los raptos coléricos de quien tiene en su pulgar la vida y la muerte de cualquier alma que respire en Inglaterra. De pronto, Enrique deja a su niño. Ha llegado un mensajero. El principito camina haciendo equilibrio en pasos breves y sonriendo en el vértigo de no caerse mientras sus piernas pequeñas, como las de un cervatillo que no logra sostenerse en pie, se apuran por pisar tierra y asegurar el próximo y mínimo avance. Y así llega exhausto entre tanta pompa a los brazos del artista mientras los guardias observan so pena de castigo mortal si al niño le pasa algo. Una pestaña que pierda el heredero al trono puede valer el pellejo.
Enrique recibe una misiva. Es severo su rostro al abrir recados. Las noticias siempre llegan tarde. Si es una rebelión la situación ya es peor a la narrada. Si es una traición el traidor puede haber escapado. Si es una provocación la ansiedad por vengarla hace estragos en las entrañas de un rey. Si es Roma, si es Francia, si es España. No. Es Venecia. Venecia. ¡Los músicos! El embajador Edmund Harvel le dice que los hermanos Bassano son “todos excelentes y considerados los mejores entre los músicos de esta ciudad”. Es lo que esperaba. Músicos de maestría y excelencia para mejorar su ensamble de cuerdas y viento. Sumará estos músicos al King’s Musik que formó su padre y lo llevará a la cúspide. “Habrá nuevos ensambles de caramillos y sacabuches traídos de Italia y los nuevos músicos pueden fabricar instrumentos aquí en Inglaterra. Nuestro ensamble será el mejor de Europa”, se entusiasma el rey. Y será perfecto para el plan de bodas con su cuarta esposa, Anne de Cleves. Ahora que lo piensa, el retrato de Anne también ha sido pintado por Hans Holbein.
—Cuénteme de Anne de Cleves, señor Holbein.
—¿Su majestad...? —responde y pregunta a la vez el artista.
—¿Cómo es ella?
—¡Oh!, su majestad... Espero haberla retratado fielmente.
—La hemos elegido por su pintura, señor Holbein. Sepa usted la carga que nos impone.
“Los reyes hablan en plural como si contuvieran en sí mismos el universo”, piensa Holbein. También intenta cavilar mentalmente si ha sido fiel a la imagen real o si ha embellecido a la candidata. “Oh, Dios. He dictaminado quién será reina de Inglaterra y puede costarnos la cabeza a ella y a mí”.
El rey ya había olvidado al artista y daba instrucciones sobre el epígrafe. “Mejor”, se dice Holbein. Ahora era el poeta quien lo escuchaba y tomaba nota.
—Queremos que esté en latín.
—Claro, su majestad.
—“Emula a tu padre, pequeño príncipe...”.
—Oh, sí, su majestad —anotó—. Y a ver si os agrada algo como: “Y sé el heredero de su virtud, es decir, su virtud, su majestad, que el mundo no contiene nada más grandioso” —completó el poeta con inflamada retórica.
—Excelente.
—“Haz lo que ha hecho tu padre y el mundo no pedirá más nada” —agregó en voz alta con veloz ejercicio del elogio.
—Y el príncipe deberá ser aún más grande... —sugirió el rey.
—“Supera a tu padre y superarás a todos los reyes a los que el mundo haya hecho reverencia” —sumó agitado y haciendo pomposos ademanes con el gesto expectante de un perrito que espera su hueso.
—Sinior Morysini, estamos felices con sus palabras —concluyó el rey.
El poeta suspira. El pintor suspira. El mensajero concentra ahora toda la atención del rey. Llevará una carta para el embajador en Venecia encomendándole la delicada tarea de negociar con el Doge Pietro Lando la liberación de los músicos Bassano, para que se instalen en forma permanente en la corte inglesa. La sesión de pintura del príncipe también ha terminado. El pequeño Eduardo es llevado por su séquito de niñeras y su cuerpo especial de seguridad que controla todo: bebidas, alimentos y ropa de la criatura.
La era Tudor fue una era de poder absoluto de la corona. Pero también del poder absoluto de las plagas, de la intriga y del amor. El amor, que todo lo destrona, estaba aún por ser escrito. Y también tenía la cadencia de la música. Si la música es el alimento del amor, que suene entonces.
II
LA CAMPANA DE VENECIA

La Nona acaba de dar las nueve de la noche. Es una de las cinco campanas de la Basílica de San Marcos. Giovanni ha cruzado la ciudad por los callejones más oscuros para no ser visto desde el ghetto de Cannaregio en el sestiere que se extiende en el extremo norte de la urbe. La familia de Judith no lo acepta. Ha intentado explicarle a su padre Aaron que como músicos no tienen opción más que actuar como conversos cristianos. Para el hombre, él es un marrano que ha traicionado a su pueblo. Y quiere que su hija despose a un judío que no tenga vergüenza de serlo, que no sea un renegado. Ni siquiera le ha permitido verla. Y teme que la reunión con su propio padre, que ha convocado a los seis hermanos, depare aún más malas noticias. La Piazza de San Maurizio, bañada por la luna llena, lo reconforta. Recuerda cuando todos la cruzaban, llevando sus instrumentos lustrosos, para llegar a la Scuola Grande di San Rocco donde hacían los acompañamientos musicales de los servicios litúrgicos conducidos por su padre. Ahora no puede pasar por allí. No quiere ser interceptado. Los guardias han comenzado a patrullar las calles con celo. Algo está por pasar. Al tocar los tres golpes que sirven de contraseña ve, al abrirse la puerta de la pequeña casa familiar, la cara preocupada de su hermano Antonio.
—¿Qué pasa, Antonio?
—¿Dónde estabas, Giovanni? ¿De dónde vienes? Nos pondrás en peligro a todos...
—¡No es momento de discusiones! —los interrumpe la voz de Jerónimo Bassano desde el sencillo comedor.
A su lado está Baptista, mientras Gasparo y Alvise calientan sus manos en la pequeña chimenea, y Jacopo limpia su trombón en un rincón de la sala. El fuego tiñe la oscuridad de naranja y su luz oscilante flamea en los rostros graves de los hombres de la familia. El padre no espera que los hijos presten atención ni que se acerquen. Sabe que su voz bastará. Como buenos músicos entienden lo que vale un silencio y lo que implica romperlo.
—La Inquisición llegará a Venecia, hijos. Son más que rumores esta vez. Y eso es una mala noticia para nosotros.
—Padre, para el resto somos cristianos. Mira, acabo de estar con Aaron y me ha dicho que... —intentó llevar calma Giovanni sin poder terminar lo que iba a decir.
—Ese es el problema, hijo —respondió severo el padre que además era su maestro y su conductor musical.
—Mira, Giovanni, la Inquisición no buscará a los judíos, pero a los conversos los perseguirá hasta hacerlos demostrar la falsedad de su fe —explicó Alvise acercándose a la mesa y apoyando sus manos al dirigirse a su hermano.
—La Inquisición no tendrá la mano suelta del Doge, que aunque sea el primer magistrado de Venecia ya no podrá hacer nada por nosotros. No puedo arriesgar que mis hijos vayan a prisión o sean torturados —sentenció el hombre—. Explícales a tus hermanos, Antonio.
—El embajador inglés nos ha hecho una propuesta que el Doge ha aceptado. Podemos ir a trabajar a la corte de Inglaterra mañana mismo.
—¡Pero el mundo de la música está aquí en Venecia! —protestó Baptista, el más joven de los hermanos Bassano.
—Hijo, el mundo de la música estará donde lo llevemos. Deben ponerse a salvo. Sigue, Antonio. Diles.
—Podemos irnos por un tiempo. Como hicimos hace unos años —siguió Antonio.
—Perderé a Judith, Antonio —se quejó Giovanni que veía cumplirse sus más lúgubres predicciones, y mostró su desagrado caminando hacia el otro salón.
—Ven, hijo, tenemos un tiempo precioso que no podemos perder —lo llamó el padre.
—Tendremos buena paga, alojamiento, inmunidad de arresto y seremos sirvientes directos del rey —explicó Antonio con un destello de ambición en los ojos y una media sonrisa que solo arqueaba un extremo de sus labios.
—Nos darán el convento de los cartujanos, en Charterhouse, que ha sido disuelto, y tendremos espacio suficiente para vivir bien, fabricar instrumentos o arreglar los que lleguen desde Venecia —completó con entusiasmo Alvise, experto en producir instrumentos—. Además de las celdas y lo que era la iglesia hay una pequeña construcción que llaman casa del púlpito. Ahí podríamos instalar el taller. Y en las que eran celdas de los monjes tendremos nuestras habitaciones.
—¿Cuánto tiempo supieron de esto sin decirnos, Alvise? —volvió a reclamar Giovanni.
—Giovanni, agradece que hemos adelantado el trabajo por ti.
—Hijos, no es tiempo de discutir —los frenó de nuevo Jerónimo.
Giovanni y Baptista no ocultaban su desolación. El primero, porque irse implicaría perder a Judith para siempre. Su padre no tardaría en arreglarle un matrimonio. El segundo, porque ningún lugar podía compararse a Venecia para un músico. Eran cerca de las doce. Lo supieron al escuchar la marcha de los guardias que caminaban hacia el ghetto. A esa hora cerraban las puertas para que los judíos estuvieran bajo control, hasta la mañana, cuando el sonido de la Marangona anunciaba que el puente se abría una vez más. La campana principal los hacía recordar cada día, sin pausa, que vivían bajo sospecha. Si no se hubieran convertido habrían tenido que dejar incluso de hacer música. Las fiestas del Doge y de los nobles en las que los contrataban, pasaban largamente la medianoche y, además, un judío no tenía permitido trabajar ni para la Iglesia ni para el Estado que eran los principales mecenas de los músicos. Mantener secreta su identidad les había permitido seguir con su arte, pero ahora, de nuevo, acechaba el peligro.
—¿Prometes que será solo por un tiempo, padre? ¿Tú qué harás? —se angustió Baptista.
—Nadie vendrá por mí. Soy solo un viejo. El Doge me ha ofrecido mudarme a la corte. Me aseguraré de enviarles instrumentos que allá serán muy codiciados. Hijos —les dijo bajando luego la mirada y haciendo una pausa lúgubre—, no creo que la Inquisición tenga un paso breve por Venecia. No puedo aventurarme a decirles que podrán volver pronto. Nuestra familia ha pasado por muchos momentos como este. Sabemos no mirar atrás —concluyó, severo, al tiempo que Antonio sacaba los papeles de autorización real para la salida de Venecia con el sello de Enrique VIII de Inglaterra y los extendía sobre la mesa iluminándolos con un candelabro que daba sus últimas luces.
Giovanni se acercó a la mínima ventana donde el fulgor de la luna se irradiaba generoso. La expresión melancólica de su cara se recortaba en refulgentes tonos azules. Su pensamiento cruzaba la ciudad hacia otra ventana, donde una joven judía miraba la misma luna y anticipaba la agonía de la ausencia. No solo ella estaba encerrada en el ghetto, Giovanni también se sentía preso de otra cárcel, la de la persecución. La mano de su padre en el hombro lo sacó de su ensimismamiento. El hombre no dijo nada. Solo le dio su trombón.
—Para que recuerdes a tu padre en la Inglaterra —le dijo con una dulce sonrisa. Luego buscó al menor de los hermanos que miraba su laúd al que sostenía en el regazo como si le hiciera preguntas—. Te esperan grandes cosas, hijo, hasta el rey toca el laúd en Inglaterra —lo ilusionó tocando su cabeza.
Siendo muy joven, él también había vivido un exilio cuando los judíos habían sido expulsados del territorio continental veneciano luego de la Guerra de la Liga del Cambrai.
Al cerrar los ojos, aún veía el puente viejo de Bassano del Grappa poblado de puestos de mercaderes a cuyo paso tocaba música con sus hermanos. De allí habían tomado el apellido para ocultar su verdadero origen y empezar una nueva vida en la liberal Venecia. “No hay que mirar atrás”, se reprochó, forzando su salida de aquella evocación. Sus hijos estarían a salvo en la Inglaterra Tudor, donde no llegaban las garras de la Inquisición.
El 6 de abril de 1540, Enrique VIII garantizó estipendios a “Alvixus, John, Anthony, Jasper y Baptista de Bassano, hermanos en la ciencia y el arte de la música”. Sus nombres aparecían anglicanizados en los registros del nuevo país.
III
ÆMILIA

Baptista Bassano simula no darse cuenta de que la pequeña Æmilia lo sigue hasta el taller de instrumentos musicales que ha montado en la celda trasera de la antigua casa del prior. Sus rizos oscuros flotan en la luz y delatan sus movimientos antes de que ella los concluya. Es graciosa y ágil. Y quizás este juego con su padre sea su primera mascarada. El músico llega a la pesada puerta, la destraba y aparenta mirar de casualidad hacia atrás para descubrirla en su sigilosa persecución. Siempre hacen lo mismo, llevando adelante la farsa como si no supieran el final. Y siempre estallan los dos en una carcajada. El hombre se sorprende a sí mismo por el deleite que le da esa risa de tantas notas musicales y briosa energía que contrasta con tan diminuta criatura. Como cada día, la carga en brazos mientras ella toca su barba y ambos entran al espacio íntimo donde fabrica, repara o arma instrumentos que llegan para ensamblar desde su añorada Venecia. Hay un banco alto donde sabe que ella querrá sentarse para verlo trabajar con ojos curiosos y asombrados. Æmilia no sigue a su madre en los quehaceres de la casa como las otras niñas. ¿Qué hubiera hecho él sin esta niñita luego de perder a sus dos hijos varones? Él, que ha recibido instrucción musical de su padre, el gran Maestro Jerónimo Bassano, no tiene un hijo varón para pasar su linaje musical. Solo tres años tenía el pequeño Felipe al morir.
Menos de un año ha transcurrido de su muerte y todavía lleva esa pena encerrada en el pecho como la angustia que se desgrana sin consuelo entre las cuerdas del laúd durante una canzoneta triste. Fue poco después de aquella carta que escribió con sus hermanos a la reina, en el esperanzado año de su majestad, 1568. En la misiva prometían exactamente eso que él ya no puede asegurar: “la permanente educación a sus hijos en el virtuosismo para formarlos a fin de servir a su majestad, como ellos han hecho y continuarán haciendo”. Un movimiento de Æmilia lo saca abruptamente de su introspección. No puede creerlo. Ha tomado el corneto curvo y está soplando... Baptista observa, atónito. No puede ser. También sabe que debe cubrir los orificios con sus dedos. Baptista está perplejo. Su niña está tocando música o algo así, sin saber nada de nada. ¿Pero cómo es que lo ha aprendido? “¡Es tan bonita con sus mejillas infladas para juntar aire!”, se sonríe embargado por la ternura. “Pero ¿cómo ha ocurrido esto?”, se pregunta. Ella, que sabe que él la mira, busca ahora sus ojos y se ruboriza con orgullo. Está convencida de que lo que acaba de hacer le agrada mucho a su padre. Baptista deja una de sus herramientas con la que estaba puliendo una boquilla de marfil para otro corneto. Va hacia ella, embobado. Æmilia lo ve acercarse y deja el instrumento para estirarle los brazos.
Cuando la levanta y la abraza le susurra al oído:
—Te enseñaré a ti, mi pequeña. Te enseñaré todo lo que sé. ¿O acaso tú no eres ya toda la música?—. Ahora la sienta sobre la mesada—. Quédate aquí —le dice y va a buscar algo al armario. Vuelve con un laúd y lo pone en sus brazos. La mira. Ella lo mira a él. Le sonríe con jactancia y atrevimiento. El instrumento le queda enorme. Él sigue mirándola sin decir nada—. Lo suponía. ¡También sabes cómo tomar el laúd! —Él se ríe. Ella se ríe y balancea sus piernas, entusiasmada—. Con esto puedes expresar las cosas más bonitas que ninguna palabra dirá jamás —le promete tomando sus manos que a su vez toman el laúd—. La música, hija mía, es el lenguaje con que habla la naturaleza toda, pero también el que más entiende al corazón. Tú podrás despertar al corazón más duro si sabes ejecutar una melodía.
La niña mira seria a su padre. Entiende que le está diciendo algo muy importante y siente el regocijo de entrar a ese mundo al que también pertenecen sus tíos y sus primos. Tenía su edad el propio Baptista, solo cinco años, cuando su padre le puso un instrumento entre las manos. Desde antes, él ya los tomaba sin pedir permiso haciendo enojar a sus hermanos mayores. Pero nada había como ese instante de iniciación, en que el padre traspasa la maestría a su hijo. Él había perdido a Luis y a Felipe. Pero tenía a Æmilia. ¿O acaso no gobernaba una mujer a la que él mismo le había enseñado a tocar el laúd cuando era princesa y estaba confinada en Hatfield House, corriendo todo tipo de riesgos por estar en la línea de sucesión del trono, siendo protestante y teniendo una hermana católica que reinaba en el país? En esos días supo de las agallas de aquella joven, que, a pesar del tormento de esperar cada día una orden para ser llevada a la torre con el peor de los destinos, lograba concentrarse en estudiar música y tantas otras cosas. Aún recordaba cómo temblaban sus propias manos cuando le regaló un laúd veneciano como presente de fin de año, a quien ya se había convertido en su majestad, la reina Elizabeth I de Inglaterra. “Usted sabe, Maestro Bassano, lo que este instrumento significa para nosotros desde aquellos días en que nos enseñó a tocarlo”, le había dicho escuetamente con su cadencia lenta y firme para hablar, como si quisiera que no se perdiera el sonido de ninguna palabra, y estirando su mano para que él besara su anillo.
Cuánto hubiera querido que su padre viera ese momento. Si había un instrumento que reflejaba la pasión por la música de los monarcas ingleses era ese. El que le enseñaría a tocar a su hija. Y como la reina, su hija también sería una mujer educada y quizás una dama en la corte. Y tal vez un día volvería a Venecia como una mujer cristiana y respetada a quien nadie encerrará como han hecho con su pueblo. La niña no podía ni imaginar las cavilaciones de pasado y de futuro que habitaban la cabeza de su padre. Y empezaba a impacientarse al ver que él no le prestaba atención.
—Padre, padre, no puedo sacar canciones de aquí como haces tú —le rogó frustrada con sus intentos al estirar las cuerdas con sus dedos regordetes sin que la música sonara.
—Lo harás, lo harás, yo te enseñaré, mi pequeña, pero ahora te dejaré con tu madre porque tengo cosas que hacer afuera, ¿sabes?
Baptista salió exultante y decidido de la casa. Margaret lo despidió en la puerta con Æmilia en brazos. Él era el único de los hermanos Bassano que luego de abandonar Charterhouse había elegido vivir cerca de Bishopsgate, en las afueras, en el antiguo monasterio de Norton Folgate. Era uno de tantos prioratos disueltos por el rey Enrique VIII luego de cortar todo vínculo con Roma en su reforma religiosa y convertirse en la máxima autoridad de la iglesia anglicana. Ahí mismo, en la parroquia de Saint Botolph, había sido bautizada su hija. Pero ella no llevaba el apellido Bassano. La habían anotado como Æmilia Baptista, aunque en los hechos llevaría el apellido de la familia. Es que Margaret y él no se habían unido en matrimonio cristiano. Eran judíos, aunque debieron esconderlo por las circunstancias que les habían tocado en la vida. A sus hijas, en cambio, les daba estabilidad haber nacido en Inglaterra y pertenecer a una familia que ya era una especie de aristocracia menor, por tantos años sirviendo a los reyes, que además adoraban la música y los instrumentos que ellos fabricaban. Angela, su hija mayor, que ya tenía casi veinte años, pronto se casaría con el abogado Joseph Holland. Baptista agradecía ver a Æmilia tan fuerte y sana. Eran épocas en las que nacer no aseguraba la sobrevida. Dos de cada diez niños fallecían antes de cumplir un mes de vida. En Londres, la expectativa de vivir podía llegar a los treinta y cinco años en las zonas más favorecidas y a solo veinticinco en las áreas más pobres. La mitad de la población de la creciente ciudad tenía menos de veinte años. Y la vida en todas sus manifestaciones tenía la impronta de esa edad juvenil: todo era urgente, no había tiempo que perder, la muerte era una moneda demasiado corriente. Y esa efervescencia de una ciudad de alma joven se respiraba en las calles mientras no azotara alguna pestilencia. Allí mismo, en Bishopsgate, la actividad era imparable. Era la zona elegida por pujantes comunidades de artesanos, por actores y también por numerosos extranjeros como él, especialmente muchos tejedores de seda, un arte y un comercio caro a sus orígenes e intereses por ser uno de los más representativos de Venecia.
Baptista había logrado utilizar las mismas rutas de importación de instrumentos para el intercambio de estos productos textiles tan deseados que, sobre todo, encontraban clientela en la nobleza a la que él tenía acceso privilegiado. En un país donde habían predominado los pesados tejidos de lana, ahora se abrían paso géneros más livianos y coloridos. Los tejedores de hilados magníficos despuntaban su arte en sus propias casas, que se alineaban pegadas unas a otras, iguales unas a otras, con sus vigas marrones y sus paredes blancas y sus techos de paja. Entre ellas, había una puerta distinta, más sólida y con una notoria rosa Tudor. Emblema del reino, con sus pétalos blancos en el centro y sus pétalos rojos en la periferia, representaba a las Casas de York y Lancaster unificadas luego de la Guerra de las Rosas que con la derrota de Ricardo III en 1485 le había abierto paso a la nueva dinastía fundada por Enrique VII, el abuelo de la actual reina. Ese emblema, como una solemne proclama de lealtad, era lo primero que veía quien llegaba a la casa sencilla y severa del señor Neville, el notario. Baptista Bassano no quería tardar ni un día más en asegurar en su testamento una dote de cien libras para Æmilia, a otorgarse cuando cumpliera veintiún años, o cuando contrajera matrimonio.
IV
LA PROPUESTA

Él la miraba desde lejos, en silencio. Ella se veía exaltada como en cada cacería. Y como siempre, rodeada por tanta gente que la alejaba de él. La asistían, la adulaban, le mostraban su presa, ellos eran sus presas. Ella los notaba con el desapego de la majestad. Él sabía que en ese momento la sobrevenía un agotamiento dichoso luego de cabalgar por el bosque en la hora de las primeras sombras, tan esquiva y excitante para perseguir, para agazaparse y para sorprender, para cazar o ser cazado. Él podía imaginar su respiración agitada, entrecortando su risa, dejándola por momentos sin aire, cambiando el tono de su voz a un hilo de expresión. La conocía tanto. Y ahí fue que la vio lanzarse. La había visto tantas veces y, sin embargo, ahora... Se quedó extasiado cuando ella se arrojó del caballo desde uno de los flancos del animal, con la agilidad certera de aquellos años más jóvenes. Le pareció de pronto volver a verla en otro tiempo. Cuando el amor que se tenían estaba libre de impedimentos y de competencias, libre de prejuicios y juicios. Cuando su pelo largo de oro rojizo volaba en el viento en cada cabalgata a campo abierto en los alrededores de Hatfield House. ¿Quién había construido tantos muros entre ellos? Si él había estado con ella antes que la corona. Él había estado a su lado cuando cada mañana podía traer una orden de ejecución o podía apuñalarla una íntima traición. Él, solo él, podía aún ver a aquella joven princesa, a su Bess, en la imponente Elizabeth. Y a veces sentía que solo él quería verla. Su reina no podía permitirse la debilidad de pensarse frágil como entonces. Pero estaba ahí, en su castillo, dejándose agasajar por él. “Oh, Dios, ella sabe que puedo pedirle matrimonio y lo mismo aceptó venir ¿Será una señal?”.
—¡Robert, ¿qué miras?! ¿Qué haces ahí? ¿Cómo puede ser que no vengas a asistir a tu reina?.
Lo sobresaltó su orden, su majestad, su exclamación delante de todos. ¿Era otra señal? Se llamaba a sí misma “su reina”. ¿De él? Caminó hacia ella, quienes la rodeaban le abrieron el paso esta vez, se quedaron mirando —siempre alguien miraba—, le tomó la mano por la punta de los dedos y la llevó hacia el imponente pórtico. Todo había salido grandioso. Él la había escoltado a Kenilworth desde Itchington y vio su rostro encendido con las miles y miles de antorchas que ardían en los parques esperando su llegada. Y la vio detenerse a tomar frutas de los arreglos que envolvían los pilares del puente levadizo como si fueran árboles deliciosos.
—Solo tú puedes hacer esto, Robert —le dijo al contemplar que con las riquezas de la naturaleza pendían armaduras e instrumentos musicales. Él se acercó, desató un laúd que estaba entrelazado con violetas y se lo puso entre las manos, y ella tocó esa canción compuesta por su padre y todos celebraron y aplaudieron. Y fue entonces cuando ella descubrió en el lago la isla flotante con tres ninfas que en versos exquisitos le ofrecían el castillo y recordaban las leyendas del rey Arturo. Luego los músicos en el jardín y la sibila que predijo su gloria y más gloria en un largo reinado. Ella sonreía como una niña maravillada, como si no hubiera conocido la majestad hasta esa noche. Ahora sentía en las puntas de sus dedos, de los que la tomaba, con el cuidado con que se toma lo precioso, la sangre en ebullición. Era su sangre o la de ella la que corría embravecida y expectante.
Como estaba planeado, al tomarla él de la mano apareció un portero con ropas de Hércules y le extendió un cofre con las llaves de la nueva fortaleza que nadie había pisado porque había sido construida para ese día. Para ella. Para su reina. Para el día que había esperado casi dos décadas.
—¿Qué puerta abre esta llave, Robert, mi querido conde de Leicester —preguntó ella airada, dueña, pero también dejándose guiar hasta esas escaleras nunca surcadas por los pasos de nadie hasta entonces. Inimaginable que al abrirse la pesada puerta estallaran fuegos artificiales que iban a escucharse a veinte millas.
Él la vio lanzarse hacia la torre subiendo de a tres los escalones, riéndose con el eco de su voz rebotando en los muros, cautivada por las amplias habitaciones donde miles de velas encendidas la esperaban junto a un banquete.
—Oh, Robert, pero tú no debías hacer todo esto, es demasiado... ¿Qué te quedará para los nueve días que faltan, Robert?
No le gustó que ella apoyara la palma de su mano en su cara, con cierto dejo de superioridad. Ella podía hacer eso, hacer trizas su seguridad con un gesto.
—Ah, qué pena, no se ve el jardín desde aquí. Ven, Robert, baila conmigo. Baila conmigo una volta imaginando la música, Robert, baila conmigo como antes.
En solo un segundo ella volvía a marcarle lo insuficiente y a envolverlo con esperanza. Él no iba a perderla. Había invertido todo lo que tenía en esos diez días. Diez días que habían esperado una vida.
A la mañana siguiente, Elizabeth despertó confundida. No sabía dónde estaba. Sus damas de compañía estaban al tanto de que esto le pasaba en los viajes, cuando no estaba en Greenwich o en White
