1
«Llámame Marvin»
Suena el timbre del dictáfono de la mesa de Marvin Schwarz. El agente de la William Morris presiona con el dedo la palanca del aparato.
—¿Me está llamando por mi cita de las diez y media, señorita Himmelsteen?
—Sí, señor Schwarz —dice la vocecita aguda de su secretaria por el minúsculo altavoz—. El señor Dalton le está esperando fuera.
Marvin vuelve a presionar la palanquita.
—Cuando a usted le venga bien, señorita Himmelsteen.
Se abre la puerta del despacho de Marvin y la primera en entrar es su joven secretaria, la señorita Himmelsteen. Se trata de una joven de veintiún años y filosofía hippy. Lleva una minifalda blanca que deja al descubierto sus piernas largas y bronceadas, y el pelo largo y castaño recogido en unas coletas estilo Pocahontas que le cuelgan a ambos lados de la cabeza. Detrás de ella, entra el apuesto actor de cuarenta y dos años Rick Dalton, con su característico tupé castaño y reluciente.
Marvin sonríe de oreja a oreja levantándose de la silla de detrás de su escritorio. La señorita Himmelsteen intenta hacer las presentaciones, pero Marvin la interrumpe:
—Señorita Himmelsteen, acabo de ver un puto festival de películas de Rick Dalton, o sea, que no hace falta que me lo presente. —Marvin recorre la distancia que los separa y extiende la mano para que el actor de westerns se la estreche—. Chócala, Rick.
Rick sonríe y le da al agente un apretón de manos enérgico y vigoroso.
—Rick Dalton. Muchas gracias, señor Schwartz, por dedicarme un momento de tu tiempo.
Marvin lo corrige:
—Me llamo Schwarz, no Schwartz.
«Joder, ya la estoy cagando», piensa Rick.
—Me cago en la puta… lo siento… señor Sch-WARZ.
Mientras le da un último apretón de manos, el señor Schwarz le dice:
—Llámame Marvin.
—Marvin, llámame Rick.
—Rick…
Se sueltan las manos.
—¿La señorita Himmelsteen puede traerte algo de beber?
Rick hace un gesto con la mano para rechazar el ofrecimiento.
—No, gracias.
Marvin insiste.
—¿Nada, estás seguro? ¿Café, Coca-Cola, Pepsi, Simba?
—Bueno —dice Rick—. Pues un café.
—Bien. —Tras darle una palmada en el hombro al actor, Marvin se dirige a su chica para todo—. Señorita Himmelsteen, ¿tendría la amabilidad de traerle a mi amigo Rick un café? Y otro para mí.
La joven asiente con la cabeza y cruza el despacho de un extremo al otro. Cuando ya está cerrando la puerta tras de sí, Marvin le grita:
—¡Ah, y nada de ese matarratas de Maxwell House que tienen en la sala de personal! Vaya al despacho de Rex —le dice Marvin—. Siempre tiene un café de primera. Pero nada de esa porquería turca —le advierte.
—Sí, señor —contesta la señorita Himmelsteen, y se vuelve hacia Rick—: ¿Cómo le gusta el café, señor Dalton?
Rick se vuelve hacia ella y le dice:
—¿No te has enterado? Se lleva lo negro.
Marvin suelta una risotada que parece una bocina de coche y la señorita Himmelsteen se tapa la boca con la mano para disimular una risita. Antes de que su secretaria cierre la puerta tras de sí, Marvin le grita:
—¡Ah, señorita Himmelsteen, a menos que mi mujer y mis hijos hayan muerto en un accidente de coche, no me pase ninguna llamada! De hecho, en el caso de que hayan muerto, en fin, seguro que pueden esperar media hora más, así que no me pase llamadas.
El agente le indica al actor con un gesto que se siente en uno de los dos sofás de cuero situados el uno frente al otro, con una mesita de café de cristal en medio, y Rick se pone cómodo.
—Lo primero es lo primero —dice el agente—. ¡Mi mujer, Mary Alice Schwarz, te manda saludos! Anoche hicimos un programa doble de Rick Dalton en nuestra sala de proyecciones.
—Uau. Me halaga y también me da un poco de vergüenza —dice Rick—. ¿Y qué visteis?
—Copias en treinta y cinco milímetros de Tanner y de Los catorce puños de McCluskey.
—Pues mira, son dos de las mejores —dice Rick—. McCluskey la dirigió Paul Wendkos. Es mi director favorito. Hizo Gidget. Se suponía que yo tenía que salir en Gidget. Pero al final Tommy Laughlin se quedó con mi papel. —Hace un gesto magnánimo quitándole importancia al asunto—. Pero no pasa nada. Tommy me cae bien. Me consiguió un papel en la primera obra importante que hice.
—¿En serio? —le pregunta Marvin—. ¿Has hecho mucho teatro?
—No mucho. Me aburre hacer el mismo rollo una y otra vez.
—Así que Paul Wendkos es tu director favorito, ¿eh? —le pregunta Marvin.
—Sí, empecé con él siendo muy joven. Salgo en la película que hizo con Cliff Robertson, Batalla en el mar de Coral. Se nos ve a Tommy Laughlin y a mí de fondo en el submarino durante toda la puñetera película.
Marvin suelta una de sus declaraciones lapidarias sobre la industria del cine:
—Paul Wendkos, joder. Un gran especialista en acción subestimado.
—Muy cierto —ratifica Rick—. Y, cuando conseguí el papel en Ley y recompensa, vino y dirigió siete u ocho episodios. —Y luego, intentando pescar algún elogio, pregunta—: Espero que el programa doble de Rick Dalton no resultara demasiado doloroso para ti y tu mujer…
Marvin ríe.
—¿Doloroso? Calla, anda. Maravilloso todo, maravilloso —prosigue Marvin—. Mary Alice y yo vimos juntos Tanner. A Mary Alice no le gusta la violencia que caracteriza el cine que se hace hoy en día, o sea, que vi McCluskey yo solo después de que ella se acostara.
Se oyen unos golpecitos en la puerta del despacho y al cabo de un momento entra la señorita Himmelsteen con su minifalda, llevando sendas tazas de café humeante para Rick y Marvin. Les sirve con cuidado las bebidas calientes.
—Es del despacho de Rex, ¿verdad?
—Rex dice que le debe usted uno de sus puros.
El agente suelta un resoplido de burla.
—Puto rácano judío, lo único que le debo es un pescozón.
Los tres ríen.
—Gracias, señorita Himmelsteen; por ahora eso es todo.
La joven sale, dejando a los dos hombres solos para que hablen de la industria del ocio, de la carrera de Rick Dalton y, lo que es más importante, de su futuro.
—¿Por dónde iba? —pregunta Marvin—. Ah, sí, la violencia en el cine de hoy en día. A Mary Alice no le gusta. Pero le encantan los westerns. Siempre le han encantado. Nos pasamos todo nuestro noviazgo viendo westerns. Ver películas del Oeste juntos es una de nuestras actividades favoritas, y Tanner nos gustó de verdad.
—Oh, qué amable —exclama Rick.
—Siempre que hacemos esos programas dobles —le explica Marvin—, para cuando llegan los tres últimos rollos de la película, ya tengo a Mary Alice dormida en el regazo. En el caso de Tanner, se mantuvo despierta hasta justo antes del último rollo, a las nueve y media, lo que está muy bien tratándose de Mary Alice.
Rick da un sorbo de café caliente mientras Marvin le cuenta los hábitos cinéfilos de la feliz pareja.
«Vaya, qué bueno —piensa el actor—. El tal Rex tiene un café de primera.»
—Se termina la película y ella se va a la cama —continúa Marvin—. Entonces abro una caja de habanos, me sirvo un coñac y veo la segunda película.
Rick da otro sorbo del delicioso café de Rex.
Marvin señala la taza de café.
—Bueno, ¿eh?
—¿El qué? —pregunta Rick—. ¿El café?
—No, el pastrami. Pues claro que el café —dice Marvin en un tono de humorista judío de las montañas Catskill.
—Sensacional, joder —admite Rick—. ¿Dónde lo consigue?
—En una de esas tiendas de delicatessen que hay aquí en Beverly Hills, pero se niega a decir en cuál —señala Marvin, y prosigue con los hábitos cinéfilos de Mary Alice—: Por la mañana, después del desayuno y de que yo me haya ido a la oficina, el proyeccionista, Greg, vuelve a ponerle el último rollo para que ella pueda ver cómo termina la película. Y ese es nuestro ritual a la hora de ver películas. Nos encanta. Y mi mujer se quedó con las ganas de saber cómo terminaba Tanner. Sin embargo —añade Marvin—, ya ha adivinado que, antes del final de la película, tendrás que matar a tu padre, a Ralph Meeker.
—Sí, bueno, ese es el problema de la película —dice Rick—. La cuestión no es si mato al patriarca autoritario sino cuándo. Y la cuestión no es si Michael Callan, el hermano sensible, me mata a mí, sino cuándo.
Marvin se muestra de acuerdo.
—Cierto. Pero a los dos nos pareció que Ralph Meeker y tú hacíais muy buena pareja como actores.
—Sí, a mí también —afirma Rick—. Sí que quedábamos bien como padre e hijo. El puto Michael Callan parecía adoptado. Pero, en mi caso, sí que resultaba creíble que Ralph era mi viejo.
—Bueno, la razón de que hicierais tan buena pareja era que compartíais una jerga parecida.
Rick ríe.
—Sobre todo comparado con el puto Michael Callan, que habla como si estuviera haciendo surf en Malibú.
«Vaya —piensa Marvin—, es la segunda vez que Rick pone a parir a su compañero de reparto en Tanner, Michael Callan. No es buena señal. Sugiere un espíritu poco generoso y con tendencia a echar la culpa a los demás.» Pero Marvin se guarda estos pensamientos para sí.
—Ralph Meeker me pareció sensacional —le dice Rick al agente—. El mejor actor con el que he trabajado en mi puñetera vida, ¡y eso que he trabajado con Edward G. Robinson! También salía en dos de los mejores episodios de Ley y recompensa.
Marvin sigue rememorando su programa doble de Rick Dalton de la noche anterior:
—¡Y eso nos lleva a Los catorce puños de McCluskey! ¡Qué película! Divertidísima. —Hace el gesto de disparar una metralleta—. ¡Venga a disparar! ¡Venga a matar! ¿Cuántos nazis de mierda te cargas en esa película? —pregunta Marvin—. ¿Cien? ¿Ciento cincuenta?
Rick ríe.
—No los conté, pero ciento cincuenta me parece un buen cálculo.
Marvin los insulta por lo bajo:
—Putos nazis de mierda… El que maneja el lanzallamas eres tú, ¿no?
—Joder, ya lo creo —dice Rick—. Y, mira lo que te digo, es una puta arma del demonio con la que más te vale ir con mucho cuidadito. Tuve que practicar con ese bicho tres horas al día durante dos semanas. Y no solo para que quedara bien en la película, sino porque el puto trasto me tenía cagado de miedo, no exagero.
—¡Increíble! —exclama el agente, impresionado.
—Conseguí el papel de pura chiripa, ¿sabes? —le dice Rick a Marvin—. En principio iba a hacerlo Fabian. Luego, ocho días antes del rodaje, el tío se rompe el hombro mientras rodaba un episodio de El virginiano. El señor Wendkos se acordó de mí y convenció a los mandamases de la Columbia para que pudiera irme de la Universal y así hacer McCluskey. —Rick termina la historia como la termina siempre—: Así que ya ves: hice cinco películas bajo contrato con la Universal y la que tuvo más éxito fue la que hice cedido a la Columbia.
Marvin saca una pitillera de oro del bolsillo interior de la chaqueta y la abre con un ruidito metálico. Le ofrece un cigarrillo a Rick.
—¿Un Kent?
Rick coge uno.
—¿Te gusta esta pitillera?
—Es muy bonita.
—Es un regalo de Joseph Cotten. Uno de los clientes a los que más aprecio.
Rick se muestra impresionado; es lo que el agente le está pidiendo.
—Le conseguí hace poco un papel en una película de Sergio Corbucci y otro en una de Ishirō Honda, y esta fue su manera de agradecérmelo.
Esos nombres no significan nada para Rick.
Mientras el señor Schwarz se guarda la pitillera de oro en el bolsillo interior de la chaqueta, Rick se saca rápidamente el encendedor del bolsillo de los pantalones. Abre la tapa del Zippo plateado y enciende los cigarrillos de ambos con ademanes de tipo duro. Después de encenderlos, cierra la tapa del Zippo con un golpeteo garboso. Marvin suelta una risita ante semejante despliegue de fanfarronería y luego aspira la nicotina.
—¿Qué fumas normalmente? —le pregunta Marvin a Rick.
—Capitol W Lights —dice Rick—. Pero también Chesterfield, Red Apple, y, no te rías, Virginia Slims.
Marvin ríe de todas formas.
—Eh, me gusta cómo saben —se defiende Rick.
—Me río de que fumes Red Apple —le explica Marvin—. Ese tabaco es un pecado contra la nicotina.
—Era el patrocinador de Ley y recompensa, así que me acostumbré a él. Además, me pareció buena idea que me vieran fumarlo en público.
—Muy astuto —dice Marvin—. A ver, Rick, tu agente habitual es Sid. Y me ha pedido que me reúna contigo.
Rick asiente con la cabeza.
—¿Sabes por qué me ha pedido que me reúna contigo?
—¿Por si quieres trabajar conmigo? —contesta Rick.
Marvin ríe.
—Bueno, en última instancia, sí. Pero a lo que iba: ¿sabes qué trabajo hago aquí, en la William Morris?
—Sí —responde Rick—. Eres agente.
—Sí, pero tú ya tienes un agente, que es Sid. Si yo fuera un simple agente, no estarías aquí —dice Marvin.
—Pues entonces eres un agente especial —dice Rick.
—Ya lo creo —afirma Marvin. Y señala a Rick con su cigarrillo humeante—. Pero quiero que tú me digas a qué crees que me dedico.
—Bueno —dice Rick—. Por lo que me han explicado, consigues papeles en películas extranjeras para actores famosos estadounidenses.
—Muy bien —asiente Marvin.
Ahora que por fin se entienden, los dos dan sendas caladas a los cigarrillos Kent. Marvin expulsa una larga bocanada de humo y continúa con su perorata:
—A ver, Rick, si llegamos a conocernos mejor, una de las primeras cosas que descubrirás de mí es que no hay nada… repito, nada, más importante para mí que mi lista de clientes. Si tengo tantos contactos en la industria del cine italiana, y en la alemana, y en la japonesa, y en la filipina, es, por un lado, gracias a los clientes que represento y, por el otro, a lo que representa mi lista de clientes. A diferencia de otros, yo no me dedico a las viejas glorias. Me dedico a la realeza de Hollywood. Van Johnson… Joseph Cotten… Farley Granger… Russ Tamblyn… Mel Ferrer. —El agente pronuncia cada nombre como si estuviera recitando los nombres de los rostros tallados del Monte Rushmore—. ¡Realeza de Hollywood, con filmografías salpicadas de clásicos eternos! —El agente pone un ejemplo legendario—: Cuando el borracho de Lee Marvin se cayó del papel del coronel Mortimer en La muerte tenía un precio, tres semanas antes del rodaje, fui yo quien convenció al gordo de Sergio Leone para que moviera el culo y fuera al Sportsmen’s Lodge para tomarse un café con Lee Van Cleef, que acababa de dejar la bebida. —El agente espera a que su interlocutor asimile la magnitud de la anécdota. Luego, dando una calada despreocupada a su Kent, expulsa el humo y añade otra de sus declaraciones lapidarias sobre la industria—: Y el resto, como dicen, forma parte de la mitología del western.
Marvin centra su atención en el actor de series del Oeste que tiene al otro lado de la mesita de cristal.
—A ver, Rick, Ley y recompensa era una buena serie y tú hiciste un buen papel. Mucha gente que viene a esta ciudad se hace famosa por interpretar películas de mierda. Mira a Gardner McKay.
Rick se ríe de la pulla a Gardner McKay. Marvin continúa:
—En cambio, Ley y recompensa era una serie de vaqueros de lo más decente. Y eso no te lo quita nadie, y puedes estar orgulloso de ello. Pero ahora, de cara al futuro… Pero, antes de hablar del futuro, aclaremos un poco la historia.
Mientras ambos siguen fumando, Marvin somete a Rick a un auténtico cuestionario, como si estuvieran en un concurso de televisión o en un interrogatorio del FBI.
—A ver, Ley y recompensa… era de la NBC, ¿verdad?
—Sí. De la NBC.
—¿Duración?
—¿Cómo que duración?
—¿Cuánto duraban los episodios?
—Bueno, era una serie de media hora, o sea, que veintitrés minutos, más los anuncios.
—¿Y cuánto tiempo se estuvo emitiendo?
—Empezamos en la programación de otoño de la temporada 59-60.
—¿Y cuándo la cancelaron?
—En mitad de la temporada 63-64.
—¿Se pasó a color?
—No, no llegaron a pasarla en color.
—¿Cómo conseguiste la serie? ¿Te propusiste tú o te llamó la cadena?
—Había salido de invitado en Calibre 44, haciendo de Jesse James.
—¿Y fue ese papel el que les llamó la atención?
—Sí, aunque tuve que hacer una prueba de casting. Y seguro que la hice de puta madre. Pero sí.
—¿Qué películas hiciste mientras no trabajaste en la tele?
—Bueno, la primera fue Levantamiento comanche —dice Rick—. El protagonista era Robert Taylor, ya muy viejo y muy feo. Pero ese acabaría siendo un tema recurrente en todas mis películas —explica—. Un viejo haciendo de pareja de un tipo joven. Robert Taylor y yo. Stewart Granger y yo. Glenn Ford y yo. Nunca era yo solo —señala el actor, en un tono frustrado—. Siempre éramos algún viejales y yo.
—¿Quién dirigió Levantamiento comanche? —pregunta Marvin.
—Bud Springsteen.
Marvin hace una observación:
—He visto en tu currículum que trabajaste con un montón de directores de westerns de la antigua Republic Pictures: Springsteen, William Witney, Harmon Jones, John English…
Rick ríe.
—Los típicos directores de oficio. —Luego se explica—: Pero Bud Springsteen no era un simple tipo con oficio. No se limitaba a resolver la papeleta. Bud era distinto de los demás.
Eso interesa a Marvin.
—¿Distinto cómo?
—¿Qué? —pregunta Rick.
—Bud y los demás directores de oficio —pregunta Rick—, ¿en qué se diferenciaban?
Rick no necesita pensar para responder a eso, porque ya hace años que encontró la respuesta a esa pregunta, cuando salía de invitado en Helicópteros con Craig Hill y Bud al timón.
—Bud disponía del mismo tiempo que todos esos otros puñeteros directores —dice Rick con autoridad—. Ni un solo día, ni una hora, ni un atardecer más que nadie. Pero era precisamente cómo disponía de ese tiempo lo que lo diferenciaba de los demás —explica Rick con sinceridad—. Era un orgullo trabajar con Bud.
Eso le gusta a Marvin.
—Y el puñetero Wild Bill Witney me dio mi primera oportunidad —dice Rick—. Me dio mi primer papel de verdad. Ya sabes, un personaje con nombre. Y, después, me dio mi primer papel de protagonista.
—¿En qué película? —pregunta Marvin.
—Oh, en una de esas pelis de delincuentes juveniles y persecuciones de coches para la Republic —responde Rick.
—¿Cómo se titulaba? —pregunta Marvin.
—Duelo al volante sin pausa —dice Rick—. Y hace menos de un año que rodé un puñetero episodio del Tarzán de Ron Ely.
Marvin ríe.
—¿O sea, que sois amigos desde hace tiempo?
—¿Bill y yo? —dice Rick—. Ya lo creo.
Rick le está cogiendo gusto a eso de evocar el pasado, y además ve que le está dando buenos resultados, así que se lanza:
—Déjame que te hable del puñetero Bill Witney. El director de acción más infravalorado de esta puñetera ciudad. Bill Witney no solo dirigía películas de acción, él inventó cómo dirigirlas. Has dicho que te gustan los westerns… ¿Te acuerdas de aquella escena de acción en la que aparecía Yakima Canutt saltando de caballo en caballo y luego se caía debajo de los cascos en la puta Diligencia de John Ford?
Marvin asiente con la cabeza.
—¡Pues el puto William Witney lo hizo primero, joder, y lo hizo un año antes que John Ford, con Yakima Canutt!
—No lo sabía —se sorprende Marvin—. ¿En qué película?
—Todavía no había hecho ningún largo —aclara Rick—. Hizo aquella escena para una puta serie. Déjame que te cuente cómo dirige William Witney. Bill Witney trabaja con el supuesto de que nunca se ha escrito una escena que no pueda mejorarse añadiéndole una pelea a puñetazos.
Marvin ríe.
Rick continúa:
—Una vez, Burt Reynolds y yo estábamos rodando una escena de un episodio de La barcaza, que Bill dirigía. Así que ya nos ves a Burt y a mí diciendo los diálogos, y de pronto Bill dice: «¡Corten, corten, corten! Joder, me estoy quedando dormido. Burt, cuando él te diga esa frase, le das un puñetazo. Y Rick, cuando te dé el puñetazo, te cabreas y se lo devuelves, ¿entendido? ¡Venga, acción!». Y lo hicimos. Y, cuando terminamos, entonces grita: «¡Corten! ¡Ahora sí, muchachos, ahora sí tenemos una escena cojonuda!».
Los dos ríen en medio de la nube de humo de los cigarrillos que invade el despacho. A Marvin empiezan a caerle en gracia esos aires de veteranía hollywoodiense ganada a pulso que exhibe Rick.
—Háblame de esa peli con Stewart Granger que has mencionado antes —le pide Marvin.
—Caza mayor —dice Rick—. Una mierda de cazadores de tiburones blancos en África. La gente se marchaba del rodaje en avionetas.
Marvin suelta una risotada.
—Stewart Granger es el capullo más grande con el que he trabajado nunca —comenta Rick al agente—. ¡Y eso que he trabajado con Jack Lord!
Ambos ríen por lo bajo de la pulla a Jack Lord, luego Marvin le pregunta:
—¿E hiciste una película con George Cukor?
—Sí —dice Rick—. Un auténtico bodrio titulado Confidencias de mujer. Un gran director, pero una película espantosa.
—¿Y qué tal la relación con Cukor? —quiere saber el agente.
—¿Estás de broma? —se sorprende Rick—. George se enamoró de mí, joder. —Se inclina un poco sobre la mesita de café y añade en un tono insinuante y bajando la voz—: Quiero decir que se enamoró literalmente.
El agente sonríe para que Rick sepa que ha captado la insinuación.
—Yo creo que siempre hace lo mismo —especula Rick—. En cada película elige a un chaval que le haga babear. Y en esa peli, la cosa estaba entre Efrem Zimbalist Jr. y yo, o sea, que supongo que gané yo. —Y sigue con su explicación—: Resulta que en esa película todas mis escenas eran con Glynis Johns. En una de ellas, íbamos a una piscina. Glynis llevaba un bañador. Solo se veían brazos y piernas, todo lo demás estaba tapado. A mí, en cambio, me pusieron el bañador más minúsculo que permitía la censura. Un bañador marrón claro. Y, ya ves, en una puta película que era en blanco y negro, parecía que iba desnudo… Y no solo en un plano donde me tiraba a la piscina. Me paso unos diez minutos de la puta película con ese bañador diminuto, rodando escenas largas de diálogo con el culo al aire. Hay que joderse. ¿Quién soy, Betty Grabble?
Ambos vuelven a reír, y Marvin saca un cuadernillo de cuero del bolsillo interior del lado opuesto de la chaqueta al que contiene la pitillera de oro de Joseph Cotten.
—He hecho que unos cuantos de mis satélites miren tus estadísticas en Europa. Y, como suele decirse, en principio todo bien. —Busca las notas en el cuadernillo y se pregunta en voz alta—: ¿Se emitió en Europa Ley y recompensa? —Encuentra la página que está buscando, la mira y después mira a Rick—. Sí se emitió. Bien.
Rick sonríe.
Marvin mira de nuevo el cuaderno y dice:
—¿Dónde? —Pasa unas cuantas páginas hasta encontrar el dato que busca—. Italia, bien. Inglaterra, bien. Alemania, bien. En Francia no. —A continuación levanta la vista hacia Rick y le dice a modo de consuelo—: Pero en Bélgica sí. O sea, que saben quién eres en Italia, Inglaterra, Alemania y Bélgica —concluye Marvin—. Eso por lo que respecta a tu serie de televisión. Pero también has hecho unas cuantas películas. ¿Cómo funcionaron allí?
Marvin consulta otra vez el cuadernillo que tiene entre manos y busca en sus páginas.
—De hecho —dice, encontrando lo que está buscando—, tus tres películas del Oeste, Levantamiento comanche, Hellfire, Texas y Tanner funcionaron relativamente bien en Italia, Francia y Alemania. —Levanta la vista de nuevo para mirar a Rick—. Y Tanner funcionó mejor que bien en Francia. ¿Sabes francés? —le pregunta Marvin.
—No —contesta Rick.
—Lástima —dice Marvin mientras saca una página fotocopiada y doblada que tiene metida en el cuaderno; luego se la pasa a Rick por encima de la mesita—. Esta es la reseña de Cahiers du Cinéma sobre Tanner. Es una buena reseña, está muy bien escrita. Deberías pedir que te la tradujeran.
Rick coge la fotocopia que le ofrece Marvin y con un asentimiento de la cabeza acepta la sugerencia del agente, aunque sabe perfectamente que nunca pedirá que se la traduzcan.
De pronto, Marvin mira a Rick y le dice con un entusiasmo repentino:
—Y ahora la mejor noticia que hay en este puto cuaderno: ¡Los catorce puños de McCluskey!
A Rick se le ilumina la cara mientras Marvin prosigue:
—En Estados Unidos fue un éxito para Columbia cuando se estrenó. Pero, en Europa, ¡para flipar! —Baja la vista para leer la información que tiene delante—. Aquí dice que Los catorce puños de McCluskey fue un puto exitazo en toda Europa. ¡La estrenaron en todas partes y estuvo una eternidad en las carteleras! —Levanta la vista, cierra su cuadernillo y concluye—: Así pues, en Europa saben quién eres. Conocen tu serie de televisión. Pero para los europeos no eres tanto el protagonista de Ley y recompensa, como ese tío tan molón con parche y lanzallamas que mata a ciento cincuenta nazis en Los catorce puños de McCluskey. —Después de realizar esta tremenda declaración, Marvin aplasta su cigarrillo Kent en el cenicero—. ¿Cuál fue la última película para cine que hiciste?
Ahora le toca a Rick aplastar su cigarrillo en el cenicero mientras refunfuña:
—Una película de niños espantosa para el público infantil de las matinées, Salty, la nutria parlanchina.
Marvin sonríe.
—Supongo que no interpretabas al personaje que da título a la película, ¿verdad?
Rick sonríe con expresión sombría, pero nada en esa película le hace ni puñetera gracia.
—La Universal me dio esa película para completar mi contrato, que constaba de cuatro —explica Rick—. Lo cual demuestra a las claras que a la Universal yo le importaba una mierda. Recuerdo cómo me vendió la moto ese capullo de Jennings Lang. Me convenció para fichar por la Universal con un contrato para cuatro películas. También me habían ofrecido un contrato la Avco Embassy, la National General Pictures y la Irving Allen Productions. Y rechacé todas esas ofertas para irme con la Universal porque representaban los grandes estudios. Y también porque Jennings Lang me dijo: «La Universal quiere contar con Rick Dalton». Y, en cuanto firmé, ya no volví a ver a aquel capullo. —Y refiriéndose al hecho de que el productor de La invasión de los ultracuerpos, Walter Wanger, le pegase un tiro a Jennings Lang por haberse follado a su mujer, Joan Bennett, comenta—: Si alguien se merecía que le reventaran los huevos de un balazo, era aquel capullo de Jennings Lang. —Y añade amargamente—: La Universal nunca quiso contar con Rick Dalton.
—O sea, que en los últimos dos años —concluye Marvin—, has participado únicamente como invitado en algún que otro episodio de series de televisión, ¿no?
Rick asiente con la cabeza.
—Sí, ahora mismo estoy haciendo un piloto para una serie de la CBS, Lancer. Interpreto al malo. Hice un episodio de El avispón verde, otro de Tierra de gigantes, uno de Tarzán de Ron Ely, el que ya te comenté que había hecho con William Witney, y también uno de Bingo Martin, con el tipo ese, Scott Brown. —A Rick no le cae bien Scott Brown, así que, al mencionar su nombre, sin darse cuenta, su expresión es de desprecio—. Y acabo de rodar un episodio de FBI para Quinn Martin.
Marvin da un sorbo a su café, que ya está medio frío.
—Así que te ha ido bastante bien, ¿no?
