A la intemperie

Roberto Bolaño

Fragmento

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Cuál Bolaño

 

 

 

Quien ansíe hallar en estas páginas a Roberto Bolaño, al verdadero Roberto Bolaño —como si un libro fuese el registro público de la personalidad, las notas secretas de un psicoanalista o una máquina de rayos X— de seguro terminará decepcionado, pues en los textos reunidos en A la intemperie no cabe un solo Bolaño, acaso porque la idea de un Bolaño unívoco sea imposible o intolerable, sino decenas de Bolaños distintos, de Bolaños contradictorios y mal amalgamados, de Bolaños vivos y muertos, de Bolaños acerbos y generosos, de Bolaños punzantes y meditabundos, de Bolaños jugando al escondite y Bolaños sentenciosos como ancianos, de Bolaños ardilla y Bolaños tigre de Bengala, de Bolaños chilenos y Bolaños mexicanos —e incluso de Bolaños de Blanes— y, en fin, de Bolaños circunspectos y prudentes y Bolaños hirientes e iracundos. ¿Una autobiografía intelectual? Difícilmente. ¿Un espejo o un ovillo de sus intereses, sus pasiones, sus placeres culpables, odios singulares? Un catálogo, tal vez, como el que enumera las conquistas de Don Juan, donde se enhebran sus lecturas pasadas y presentes, sus recelos e infatuaciones, su tentación un tanto pueril por provocar a rivales y enemigos —y conseguir enfurecerlos—, así como un inventario de escritores muertos, a los que admiraba, y de escritores vivos, casi siempre coetáneos o más jóvenes, a quienes leía con tanta suspicacia como devoción. ¿Bolaño de cuerpo entero? Mejor: Bolaño lanzando la piedra sin esconder la mano, señalando a sus héroes y villanos —y a sus compañeros de batallas—, pontificando aquí y seduciendo allá, manoteando acá y suspirando acullá, incisivo y desgarbado, escribiendo sin tregua, sin tregua alguna, hasta que se le agotaron los años.

Imaginémoslo frente a su mesa de trabajo en Blanes: fantasmas y libros revolotean a su alrededor mientras él perturba el silencio de la página, obligado a pergeñar la mayor parte de estos textos con el digno objetivo de ganarse la vida y mantener a su familia —también se valía de los infinitos premios literarios concedidos por los ayuntamientos españoles— y aspirar a concentrarse en esas otras líneas, las de Estrella distante o Nocturno de Chile, las de Los detectives salvajes o 2666 —cuatro obras maestras en un suspiro—, que de veras le importaban y pasarían a la historia, pero a la vez concibiendo éstas, sus piezas de ocasión, sus colaboraciones periodísticas y sus conferencias (en España las llaman bolos), como tubos de ensayo o conejillos de indias, pequeños experimentos de concentración y eficacia argumentativa, miniaturas como las bagatelas de Beethoven o los valses de Chopin, argamasa entre los ladrillos, nunca mejor dicho, de sus monumentos narrativos.

A la intemperie, las páginas que se presentan ahora, nos permite esa mezcla de curiosidad y espionaje que los millenials llaman estalqueo: la ocasión de escudriñar cuanto Bolaño pensaba —o acaso no pensaba, pero sí escribía— sobre sus caballitos de batalla, sus próceres y enemigos literarios, con una mirada hacia su extravagante mundo interior, con solo ojear y hojear este volumen. Al entrar aquí, lector, te conviertes en voyeur: perverso mirón de los días y las horas de Bolaño o, más bien —insisto—, de los Bolaños que convivían en Bolaño. Si todos somos legión, esta recopilación constata que él lo era a manos llenas, como todos los grandes escritores que se han ocupado de su entorno tanto como de sí mismos. Escribir piezas de ocasión para ganarse la vida: una profesión como cualquier otra. Escribir piezas de ocasión que nunca te traicionen y nunca dejen de representar lo mejor y lo peor de ti mismo: la apuesta de Bolaño concentrada en esta recopilación. Fragmentos, borrones, esbozos, bosquejos: ideas para la acción o reflexiones para el futuro. Un laboratorio abierto frente a nuestros ojos. Material en bruto para ensamblar, contra viento y marea, su obra mayor.

Bolaño, lo sabemos, era un chileno con acento español; sabemos, también, que su vida estaba en otra parte: el México de su juventud, ese infierno y ese paraíso perdido al cual, sabio y previsor, jamás quiso regresar. De su mítica etapa mexicana, cuando era un guerrillero y una sibila al lado de Mario Santiago y los demás miembros de su cofradía de barbajanes, poetas y sicarios, A la intemperie rescata su valoración del movimiento estridentista lanzado por Manuel Maples Arce, Germán List Arzubide y otros poetas revolucionarios en 1923, clara inspiración de su propio batallón infrarrealista, así como un recuento de la nueva poesía latinoamericana, ambos publicados en la revista Plural en 1976 y 1977, pero no, claramente, la Plural de Octavio Paz, a quien entonces ansiaba abofetear, sino en la que había caído en manos de Jaime Labastida tras el golpe de Estado contra Excélsior. A partir de allí, unas cuantas reseñas dispersas y luego un hiato de dos décadas: quizás nada en este libro sea más significativo que ese prístino silencio que brilla aquí como un elefante en medio de la estancia. Dos décadas en las que el belicoso y fantasmagórico poeta se transforma, sin que nadie pudiese anticiparlo, en uno de los escasos novelistas que han sacudido los cimientos de su empeño.

Debemos esperar a los noventa para que, como ese olvidado sobreviviente japonés de la Segunda Guerra, Bolaño resucite de entre los muertos. Pero quizás este nuevo Bolaño sea otro, un impostor o un travesti, el Bolaño que publica tímidamente La pista de hielo (1993) y luego, con más brío, La literatura nazi en América y, ya dueño de todos sus recursos, esa novelita perfecta que es Estrella distante (ambas de 1996) y que no tardará en convertirse, al fin, en el Bolaño que mejor conocemos con la inagotable Los detectives salvajes (1998). A partir de entonces, sus textos breves se multiplican como una epidemia o un cáncer: aparecen por doquier, en medios españoles y medios mexicanos y medios chilenos y al cabo en medios del mundo entero. El primero de ellos, «¿Quién es el valiente?», suena casi a una poética: el recuento de los libros que robó en México entre los dieciséis y los diecinueve: de Pierre Louÿs a Samuel Pepys —clásicos raros— a Rulfo y Arreola —su eterna pasión mexicana—, pasando por Gilberto Owen o José Juan Tablada —otros raros— y por La caída, de Camus: ¿quién hubiera dicho que en el existencialista francés encontraría el abismo moral que trasladaría a sus grandes relatos y novelas? En ese mismo artículo rememora también los libros que encontró en Chile, a los veinte, poco antes del golpe de Estado: aquí Bolaño es un punto más previsible, pues serán los mismos autores que defenderá siempre, Parra y Lihn, frente a las decenas de compatriotas de quienes hará mofa o escarnio, por ejemplo en los textos que publicó tras su escandalosa visita a Chile en 1999, donde yo tuve la ocasión de verlo batirse en público por primera vez. Bolaño era, claramente, un chileno a disgusto, que acaso sea la única forma de ser chileno o de ser escritor. Luego, otro atisbo de poética: sus «Consejos sobr

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