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El pasajero | Stella Maris

Cormac McCarthy

Fragmento

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Por la noche había nevado un poco y sus cabellos tiesos eran como de oro y cristalinos y sus ojos más helados que fríos y duros como piedras. Una bota amarilla se le había caído y yacía en la nieve a sus pies. La forma de su abrigo descansaba espolvoreada en la nieve allí donde ella lo había dejado y solo llevaba puesto un vestido blanco y pendía entre los desnudos postes grises de los árboles invernales con la cabeza gacha y las manos ligeramente vueltas hacia fuera como las de ciertas estatuas ecuménicas cuya postura reclama que su historia sea tenida en cuenta. Que se tome en consideración que el mundo en su ser más profundo está cimentado en la aflicción de sus criaturas. El cazador se puso de rodillas e hincó el rifle en la nieve con el cañón hacia arriba y se quitó los guantes y los dejó caer y juntó las manos una sobre otra. Pensó en rezar, pero no conocía ninguna oración para semejante cosa. Agachó la cabeza. Torre de marfil, dijo. Casa de oro. Largo rato estuvo allí de rodillas. Al abrir los ojos el cazador vio una cosa menuda semienterrada en la nieve y se inclinó y apartó la nieve con los dedos y era una cadena de oro con una llave metálica y un anillo de oro blanco. Se lo guardó todo en el bolsillo del chaquetón. Había oído el viento por la noche. El quehacer del viento. Un cubo de la basura chocando ruidoso contra los ladrillos que había detrás de su casa. La nieve cayendo en la oscuridad del bosque. Levantó la vista hacia aquellos fríos ojos esmaltados que despedían destellos azules en la tenue luz invernal. Se había ceñido el vestido con un fajín rojo para que pudieran encontrarla. Una pincelada de color en la escrupulosa desolación. Hoy, que era Navidad. Esta fría y apenas mentada Navidad.

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I

Así pues, esto era Chicago en el invierno del último año de su vida. Al cabo de una semana volvería a Stella Maris y de allí se encaminaría hacia los lóbregos bosques de Wisconsin. El Chico Talidomida la encontró en una pensión de Clark Street. Cerca del North Side. Llamó a la puerta con los nudillos. Cosa insólita en él. Ella supo quién era, cómo no. Le estaba esperando. Y tampoco fue un toc, toc. Sonó más bien como un manotazo.

El Chico se puso a andar de un lado para otro al extremo de la cama. Se detuvo como si fuera a decir algo, pero lo pensó mejor y rea­nudó su deambular, amasándose las manos cual villano de película muda. Solo que, claro está, no eran tales manos. Simples aletas. Un poco como las de foca. Con el mentón apoyado en la izquierda de sus aletas, se la quedó mirando. A ella. Heme aquí a petición popular, dijo. En carne y hueso.

Pues has tardado mucho en llegar.

Ya. Los semáforos nos tenían manía.

¿Cómo has sabido qué habitación era?

Muy fácil. La 4-C. Me lo veía venir. ¿Cómo andas de dinero?

Todavía tengo.

El Chico miró en derredor. Me gusta cómo has decorado esto. Podríamos echar un vistazo al jardín después del té. ¿Qué planes tienes?

Creo que ya sabes cuáles son.

Sí. La cosa no pinta muy prometedora, ¿verdad?

Nada es para siempre.

¿Piensas dejar una nota?

Le estoy escribiendo una carta a mi hermano.

Apuesto a que es un resumen invernal.

El Chico estaba ahora junto a la ventana, contemplando el frío atroz. El parque pintado de nieve y al fondo el lago helado. Bueno, dijo. La vida. ¿Qué se puede decir? No es para todo el mundo. Joder, los inviernos no lo dejan a uno ni moverse.

¿Es todo?

Si es todo el qué.

¿Es todo lo que tienes que decir?

Estoy pensando.

Había reanudado sus idas y venidas. Luego se detuvo. Oye, ¿y si hacemos la maleta y nos largamos pitando?

Eso no cambiaría nada.

¿Y si nos quedáramos?

¿Qué, ocho años más de ti y tus colegas de novela barata?

Nueve, doña Mates.

Vale. Nueve.

¿Y por qué no?

Porque no.

El Chico echó a caminar de nuevo. Frotando despacio las cicatrices de su pequeña cabeza. Parecía que lo hubieran sacado del vientre de su madre con unas pinzas para hielo. Volvió a detenerse junto a la ventana. Nos echarás de menos, dijo. Hemos hecho un largo viaje juntos.

Desde luego, dijo ella. Ha sido maravilloso. Oye, mira. Esto no tiene nada que ver. Nadie va a echar de menos a nadie.

Ni siquiera teníamos por qué venir, sabes.

Y a mí qué me cuentas. No estoy versada en tus obligaciones. Nunca lo estuve. Y ahora me da igual.

Sí, claro. Tú siempre pensaste lo peor.

Y raras veces me sentí decepcionada.

No todas las alucinaciones ectromélicas que aparecen en tu tocador el día de tu cumpleaños van a por ti. Nosotros intentábamos aportar un rayito de sol a un mundo turbulento. ¿Eso qué tiene de malo?

No es mi cumpleaños. Y creo que los dos sabemos qué clase de ra­yito era ese. Da igual, no conseguirás caerme en gracia, o sea que olvídalo.

Gracia es lo que a ti te falta. Estás acabada.

Tanto mejor.

El Chico estaba paseando la mirada por la habitación. Joder, dijo. Qué asco de sitio. ¿Has visto lo que acaba de pasar por el suelo? ¿Es que no nos queda ni pizca de Zyklon B? Tú nunca has sido lo que se dice un ejemplo de pequeña ama de casa, pero creo que aquí te has superado. Antes ni loca habrías permitido que te encontraran muerta en un cuchitril así. ¿Ya te lavas?

Eso no es asunto tuyo.

Una más en la larga lista de promesas no cumplidas. Vale, pues muy bien. Tú no sabes lo que hay a la vuelta de la esquina, ¿verdad? Y perdona el juego de palabras. ¿Nunca has pensado en tomar los hábitos? Está bien. Pensé que debía preguntártelo.

Oye, ¿por qué no hacemos las paces si es que hay que hacerlas y pasamos de lo demás? No empeores las cosas.

Sí sí claro claro.

Sabías que esto iba a pasar. A ti te gusta fingir que conozco secretos tuyos.

Y conoces algunos, sí. Mierda, qué frío hace aquí dentro. Parece la puta cámara donde guardan la carne. Me llamaste operador espectral.

¿Que yo qué…?

Me llamaste operador espectral.

¿Yo? En mi vida te he llamado eso. Es un término matemático.

Porque tú lo digas.

Búscalo y verás.

Siempre dices lo mismo.

Y tú no lo haces.

Vale, bueno. Es agua pasada.

¿Eso es lo que piensas? ¿Qué pasa, tienes miedo de que te pongan mala nota en tu expediente laboral?

Llámalo como te dé la gana, princesa. Lo hicimos lo mejor que pudimos. La enfermedad persiste.

Bueno. No persistirá mucho tiempo más.

Ya, siempre se me olvida. Ese destino del que ningún viajero y no sé qué cojones más.

¿Siempre se te olvida?

Es una manera de hablar. Yo olvido pocas cosas. Claro que tampoco se puede decir que tú tengas muy buena memoria por lo que respecta al estado en que te encontramos la primera vez.

No me hace falta recordarlo. Sigo en ese estado.

Vale, sí. Corrígeme si me equivoco, pero creo recordar a una niña atisbando de puntillas por una abertura alta de la que apenas se hacen eco los archivos. ¿Qué fue lo que vio? ¿Una silueta en el zaguán? Pero esa no es la cuestión, ¿verdad? La cuestión es: ¿la vieron a ella? Un agujerito de luz. ¿Quién se iba a fijar? Pero los sabuesos del infierno pueden colarse por el orificio de un anillo. ¿Tengo razón o qué?

Yo estaba bien hasta que te presentaste.

Madre mía, eres todo un personaje, ¿lo sabías? Pero bueno, reconozco que tiene mérito. Como le dijo el putero a la prostituta ciega. Criatura infernal, babeando y lanzando miradas lascivas, y ella intentando espiar por detrás. ¿Qué hay allí? Ni idea. Un atavismo producto de la psicosis de un antepasado surgido de la lluvia. Fumando en un rincón. Qué coño. Voy a dar la luz. Ni por esas. Apaga el proyector. ¿Y quién coño encargó esto, si se puede saber? Enrollas la pantalla y esas putas cosas aparecen en la pared. Lo otro que me llamaste fue «patógeno».

Eres un patógeno.

¿Lo ves?

¿Van a entrar o no?

¿Quiénes?

Corta el rollo. Sé que están ahí fuera.

Los hortes, te refieres.

Me refiero.

Todo a su tiempo.

Les veo los pies por debajo de la puerta. Veo las sombras de sus pies.

Pies y sombras de pies. Como en el mundo real.

¿A qué están esperando?

Vete tú a saber. Será que no se sienten bienvenidos.

Eso antes no los detenía.

El Chico arqueó una ceja roída por la polilla. ¿En serio?, dijo.

En serio, dijo ella. Se arrebujó en la manta. Nadie os ha invitado. Os presentasteis por la cara.

Muy bien, dijo el Chico. Hay alguien en el pasillo, ¿vale? Pues echemos una ojeada.

Patinó hasta la puerta en un largo glissando, frenó y se subió la manga y agarró el tirador con la aleta. ¿Preparada?, dijo alzando la voz. Abrió la puerta bruscamente. El pasillo estaba desierto. Se volvió para mirarla. Parece ser que han ahuecado el ala. A menos que… ¿Cómo decirlo? A menos que todo hayan sido imaginaciones tuyas.

Sé que estaban ahí. Los he olido. Me llega el perfume de miss Vivian. Y a Grogan lo huelo también, cómo no.

Vaya. Igual es que alguien estaba cociendo coles en otro cuarto. ¿Algo más? ¿Olía a azufre? ¿A sulfuro?

Cerró la puerta. Al momento los de fuera regresaron. Tosiendo y arrastrando los pies. El Chico frotó sus aletas una con otra. Como para calentárselas. Muy bien. ¿Por dónde iba? Sí, quizá no estará de más que te ponga al día sobre algunos de los proyectos. Quizá te estabilices un poquito cuando veas los progresos que hemos hecho.

¿Estabilizarme?

Revisamos esas cosas que nos enviaste y hasta ahora todo pinta bien.

¿Esas cosas que os envié? Yo no os he enviado nada.

Vale, sí. Todavía sacamos cien leptones por dracma, lo cual está bien en el sentido de que no está mal del todo pero confiamos en que la mayor parte de este rollo clásico acabará arreglándose y así nos centramos en lo renormal. Siempre se ve diferente una vez que lo tienes todo bajo la luz. Solo hay que diferenciar, nada más. A esta escala no hay sombras de ninguna clase. Tienes esos intersticios negros que estás mirando. Ahora sabemos que los continuos en realidad no continúan. Que la función lineal no existe, Laura. Por mucha reducción que le hagas, al final siempre asoma la periodicidad. Naturalmente, la luz no subtiende a este nivel. No llegará de una orilla a la otra, por decirlo así. Entonces ¿qué es lo que hay en el intercalado que desearías toquetear pero eres incapaz de ver debido a las ya mencionadas dificultades? Ni idea. ¿Cómo lo dices tú? ¿No cuentas con mucha ayuda? ¿Cómo es que tal y cómo es que cuál? No lo sé. ¿Por qué las ovejas no se encogen cuando llueve? Estamos trabajando sin red. Donde no hay espacio no se puede extrapolar. ¿Adónde irías? Tú envías cosas pero no sabes dónde han estado cuando las recibes de vuelta. Muy bien. No es necesario que te comas el tarro. Basta con hacer unos cálculos de los de toda la vida. Ahí es donde tú intervienes. Tienes cosas aquí que tal vez sean virtuales o tal vez no, pero aun así han de seguir unas reglas, ¿o me vas a decir tú dónde cojones están localizadas las reglas? Porque eso es lo que nos interesa, Alice. Las benditas y bienaventuradas reglas. Lo metes todo en un tarro y le pones nombre al tarro y tiras a partir de ahí en plan Gödel y Church y compañía. Mientras tanto, cosas reales que probablemente son un sustrato del sustrato van a toda hostia a velocidades deformables en el bien entendido de que lo que no tiene masa no tiene variante de volumen y en consecuencia carece de forma y lo que no puede aplanarse no se puede inflar y viceversa en la mejor tradición conmutativa y llegados a este punto (y tiro de frase hecha) estamos atascados. ¿Vale?

No sabes de qué estás hablando. Menudo galimatías.

No, ¿eh? Pues recuerda quién tiene la mano puesta en la puerta NAND, cielito. Porque no es el pedófilo ni el tío de la túnica rúnica. No sé si me captas. Espera. Tengo una llamada. Buscó en sus bolsillos y extrajo un teléfono de enormes dimensiones y lo apretó contra su menuda y retorcida oreja. Abrevia, Dick. Estamos reunidos. Sí. Un semihostil. Ya. Base Dos. Aquí arriba vamos con el respirador. No. No. Pues mala pata. Falacia rima con ineficacia. Son un hatajo de idiotas granujientos. Diles que yo lo he dicho. Llámame luego.

Después de colgar remetió la antena empujando con el canto de una aleta y se metió el teléfono en un bolsillo y la miró a ella. Siempre hay alguien que no sentera.

Que no se entera.

Bueno. Volviendo al ranking. Sé lo que estás pensando. Pero hay veces en que uno tiene que decidirse por la equivalencia. Aplicarle un montecarlo al hijo de la gran puta y adiós muy buenas. Para bien o para mal. No tenemos hasta Navidad.

Ya es Navidad. Casi.

Bueno, vale. Da igual. ¿Qué estaba diciendo?

¿Importa eso?

Tu herramienta número uno de laboratorio va a ser el servomecanismo. Amo y esclavo. Móntate un pantógrafo. Pon el puntero sobre el dilema y gira. Cuenta hasta cuatro. Signo por signo. Repites hasta que aparezca la lemniscata.

El Chico ejecutó unos pasos de claqué y volvió a deslizarse por el linóleo hasta el otro extremo y se detuvo y empezó a pasearse otra vez. Estos van a por el puto amo. Polvo loco en la Savana, Hannah. Oh, y tías a porrillo pese a que las cienciafeministas siempre están gimoteando. Hice que mi equipo lo comprobara. Está Madam Curry. Está Pamela Dirac.

¿Quiénes son esas?

Por no mencionar por ahora a otras innombrables. Alegra esa cara de una vez, coño. Tienes que salir más. ¿Cómo era eso que dijiste? Primero las mates y luego los remates. Vamos a ver. Un intermedio cómico, ¿vale? Hazme callar si este ya lo conoces. Mickey Mouse acaba de solicitar el divorcio y el juez le mira y dice: ¿Debo entender que según su opinión su esposa Minnie Mouse está mentalmente perturbada? Y Mickey dice: No, su señoría, yo no he dicho eso. Lo que he dicho es que está como una jodida chota.

El Chico se puso a patear el suelo agarrándose la tripa y soltando repugnantes carcajadas.

Siempre lo entiendes todo mal. ¿Se puede saber de qué te ríes?

Uh, madre mía. ¿Qué?

Que lo entiendes todo mal. Es Goofy. No chota.

Explícate.

Minnie estaba jodiendo con Goofy. Ni así lo entiendes.

Bueno, vale. Para eso estás tú. En fin, yo lo que digo es que a ver si espabilas. ¿Qué te crees? ¿Que en el último momento el pequeño Bobby Shafto despertará de entre los muertos y vendrá a rescatarte? ¿Con hebillas de plata en los zapatos o yo qué coño sé? Ese está fuera de onda, Louise. Desde que se espachurró la cabeza en su máquina de carreras.

Ella apartó la vista. El Chico hizo visera con una de sus aletas. Bien, dijo. Eso captó la atención de ella.

No sabes de qué hablas.

Conque no, ¿eh? ¿Desde cuándo está criando malvas? ¿Un par de meses?

Todavía vive.

Todavía vive. Manda huevos. Pues si todavía vive, qué más da. ¿Por qué no te desenganchas de una vez? Ambos sabemos por qué no te quedas a esperar al héroe caído. ¿Qué pasa? ¿Te ha comido la lengua el gato?

Me voy a la cama.

Es porque no sabemos cómo será cuando despierte. Si es que se despierta. Los dos sabemos qué probabilidades tiene de salir de esto con su mentis intactus, y con los ovarios que tú te gastas no te veo colada por lo que sea que siga acechando detrás de esa mirada turbia y ese labio babeante. Bueno, qué caray. Uno nunca sabe qué carta le va a salir, ¿no es cierto? Seguramente habríais acabado en Negrolandia, creo yo. Tú y el otro, me refiero. Cenando a base de tocino y sémola de maíz o lo que coño sea que comen allá abajo en el país de lamadrequelosparió. No es lo mismo que codearse por Europa con la flor y nata del motor pero al menos no hay ruido.

Eso no va a pasar.

Ya sé que no va a pasar.

Estupendo.

Bueno, y entonces qué.

Te mandaré una postal.

Sería la primera vez.

Esta vez será diferente.

Eso seguro. ¿Piensas llamar a tu abuela?

Para decirle qué.

Yo qué sé. Algo. Puñeta, Jasmine. Mira que queda muchísimo por hacer.

Igual sí. Pero no me toca a mí hacerlo.

¿Qué hay de la poterna y de la guarida de los Innombrables? ¿No te da miedo eso?

Correré el riesgo. Me imagino que cuando haga saltar los plomos la regleta se pondrá negra.

Hacemos todo lo posible por no ocasionarte ninguna molestia.

Lo siento.

¿Y si dijera cosas que se supone que no debo decirte?

No me interesan.

Cosas que te gustaría mucho saber.

Tú no sabes nada. Solo te inventas cosas.

Ya, pero algunas molan bastante.

¿Algunas?

A ver esto: ¿Qué es negro y blanco y rojo a la vez?

Ni la menor idea.

Pues Trotski vestido de esmoquin.

Genial.

Vale. A ver esto otro. Un campesino encuentra dos gorgojos en su parcela de algodón.

Dímelo tú.

Yo no.

Eligió el más pequeño de los dos.

Bueno. Vale. Mira. Estoy organizando varias actuaciones. Ya tengo apuntados a varios miembros del venerable movimiento Chautauqua. A ti siempre te han ido los clásicos. Habrá que hacer pequeños arreglos en el vestuario. Un par de semanitas de ensayos.

Buenas noches.

Me han hablado incluso de una ocho milímetros. Por no hablar de una caja de zapatos llena de fotos de los años cuarenta. Rollo Los Álamos. Y algunas cartas.

¿Qué cartas?

Cartas familiares. Cartas de tu madre.

No te quedes conmigo. Robaron todas las cartas.

¿Ah, sí? Puede. ¿Qué piensas hacer?

Irme a dormir.

Me refiero a largo plazo.

Estoy hablando a largo plazo.

Muy bien. Guárdate el mejor para el final. Cómo no.

No te esfuerces.

Tranquila. No es que no adivinara en qué iba a terminar todo esto. ¿Quién sabe? A lo mejor te gustaría ver cómo pasarás el tiempo. El pasado es el futuro. Cierra los ojos.

Y si no quiero cerrarlos, ¿qué?

Dame ese gusto.

Sí, claro.

De acuerdo. Lo haremos al viejo estilo. Yo qué sé. Podría ser divertido.

De alguna parte de su persona sacó un trozo grande y cuadrado de seda y lo lanzó al aire para desplegarlo y lo cazó al vuelo y lo giró hacia un lado y el otro para que ella lo viera. Lo sostuvo con el brazo extendido y lo sacudió. Luego lo retiró de un tirón brusco. En una silla con asiento de anea estaba sentado un viejo con una sucia levita negra. Pantalones a rayas y chaleco gris. Botines negros de piel de cabra y polainas de muletón con botones nacarados. El Chico hizo una reverencia y retrocedió unos pasos a fin de mirarle de arriba abajo. Bien. ¿De dónde hemos sacado a este, eh? Puaj, qué asco.

Le dio una palmada en la espalda al viejo y se formó una nube de polvo. El viejo se inclinó hacia el frente tosiendo. El Chico se apartó unos pasos y abanicó el polvo con su aleta. Santo Dios. Anda que no hace tiempo que este tío no ve la luz del día. Bueno, yayo, ¿qué te parece el mundo? Nos vendría bien otra opinión.

El viejo alzó la cabeza y miró en derredor. Pálido y de ojos hundidos. Se ajustó el plastrón moviendo el nudo bruscamente hacia arriba y entrecerró los ojos y miró.

Ese traje es un clásico, ¿eh?, dijo el Chico. Un poquitín deslucido. Cosas de la humedad. El hombre se casó vestido así. La novia tenía dieciséis años. Por supuesto, él llevaba tirándosela un par de años, o sea que ella tendría catorce entonces. Al final consiguió dejarla preñada y, bueno, aquí estamos todos. El muy hijoputa era mayor que su padre. El de ella. Sonaron las campanas de boda a su debido tiempo. Creo que fue en 1897. Una ceremonia formal. Blancos casándose de penalti. En fin, esa es la historia más o menos. Pensaba que este carcamal tendría algo que decir, pero lo veo un tanto descolocado. ¿No te parece que se escora un poco a estribor?

El Chico puso bien al viejo en la silla y retrocedió para comprobar visualmente la verticalidad. Con una aleta en alto que parecía un remo y guiñando un ojo. Digo yo que quizá podríamos utilizar un nivel de burbuja, ¿no? Puaj, qué asco. Bueno, qué demonios. El tío no es que sea la alegría de la huerta. Espera un momento. Son los dientes. Le faltan los malditos dientes.

El viejo había abierto su correosa boca y estaba sacándose de los carrillos unas bolas sucias de algodón y guardándoselas en la chaqueta. Luego carraspeó un poco y miró en torno con gesto desolado.

¿Qué está haciendo?, dijo el Chico. Algo en el bolsillo de su chaleco. ¿Qué es eso, su reloj? Santo Dios. No me digas que le está dando cuerda. ¿Está escuchando el tictac? Pero si es imposible que esa cosa pite. No. Lo está sacudiendo. Un bonito reloj de bolsillo, las cosas como sean. Estilo Half Hunter. Escape de alto grado, sin duda. ¡Así se hace! Dale un meneo. Nada. No hay manera.

El viejo hizo un ruido con las encías. Espera y verás, dijo el Chico. Ya viene. Noticias del más allá. Ni siquiera me das las gracias por todo lo que hago por ti.

¿Dónde está el servicio?, resolló el viejo.

El Chico se enderezó. No te jode. ¿Que dónde está el servicio? ¿Nada más? Soy un hijo de puta. ¿Qué tal si sacas tu mohoso culo de este cuarto? Dónde está el servicio. La hostia. En el puto pasillo, hombre. Sal de una puñetera vez.

El viejo se levantó de la silla y caminó pesadamente hacia la puerta. Dejando una fina estela de polvo en el suelo. Un animalillo cayó de sus prendas y se escabulló bajo la cama. El hombre forcejeó con el tirador hasta que pudo abrir la puerta y salió apresuradamente al pasillo y se perdió de vista. Joder, dijo el Chico. Fue hasta la puerta y la cerró de mala manera y luego se volvió y apoyó la espalda en ella. Meneó la cabeza. Bien. ¿Qué vas a hacer, eh? Ha sido mala idea, ¿vale? A la mierda. A veces se cancelan cosas porque llueve. Yo creo que podríamos hacer venir a varios de la antigua peña. Igual nos animan un poquito.

Yo no quiero que venga nadie de la antigua peña. Me voy al catre.

Eso ya lo has dicho.

Muy bien. Ahora verás.

Oye, Patito. No quisiera insistir más de lo debido pero vas directa al mismísimo carajo.

Y tú has venido a torturarme.

¿Te encuentras bien? No tendrás fiebre, ¿eh? ¿Quieres un poco de agua?

Ella se hizo un ovillo en la cama y se tapó con la colcha. Apaga la luz cuando te marches.

El Chico andando otra vez de un lado para el otro. Tu nombre no lo sacaron de una chistera, sabes. No sé qué es lo que se supone que debes saber y lo que se supone que no. Yo trabajo aquí y punto. ¿Soy un operador? Bueno, pues soy un operador. Y puede que alguien sepa qué es lo que va a pasar pero es este que te habla. Venga. ¿Cómo quieres que te hable con la cabeza metida debajo de la maldita colcha? ¿Ni siquiera me vas a decir adiós?

Ella retiró la colcha. Abre la puerta y diré adiós con la mano.

El Chico fue hasta la puerta y la abrió. Estaban todos allí asomándose para ver, saludando con la mano, algunos de puntillas. Adiós, dijo ella en voz alta. Adiós. El Chico los ahuyentó como haría una monja con sus colegiales. Sacudiendo los dedos al frente con la palma hacia abajo. Luego cerró la puerta. Muy bien, dijo.

¿Hemos terminado por fin?

No lo sé, cielito. Es que no lo estás poniendo fácil. Yo no quiero irme a la basura contigo, entiendes.

Bueno.

Los perturbados, cuando se juntan en gran número, se arrogan ciertos poderes. El efecto es inquietante. Pásate un tiempo en un manicomio y verás.

Lo sé. Ya estuve.

A lo que ya tenemos lo llamamos elegir.

Deja de citarme.

No quieres hablar conmigo, ¿eh?

No.

¿Y ya está? ¿Ni un último consejo para los vivos?

Sí. No lo hagas.

Joder. Qué frialdad.

Mira, apaguemos las luces y se acabó lo que se daba.

Te echaremos de menos.

¿Te echarás tú mismo de menos?

Estaremos por ahí. Siempre hay trabajo que hacer.

Se le veía un tanto hombrocaído allí de pie, pero reaccionó enseguida. Muy bien, dijo. Si ya está ya está. Sé captar una indirecta.

Puso una aleta sobre su pequeña barriga e hizo una especie de venia y luego salió. Ella se tapó de nuevo la cabeza. Un momento después oyó que se abría la puerta. Cuando miró hacia allí el Chico había entrado otra vez y sin decir palabra fue hasta el centro de la habitación y levantó la silla de anea cogiéndola por un listón del respaldo y se la echó al hombro y dio media vuelta y salió cerrando la puerta tras él.

Se durmió y durmiendo soñó que corría detrás de un tren con su hermano corriendo junto a ella por el balasto y por la mañana escribió eso en una carta. Íbamos corriendo detrás de un tren, Bobby, y el tren iba alejándose de nosotros hacia la noche y en la negrura las luces iban extinguiéndose y mientras nosotros dando tumbos por la vía y yo quería parar pero tú me cogías de la mano y en el sueño sabíamos que era importante que no se nos escapara el tren de vista o lo perderíamos. Que seguir simplemente las vías no nos sería de ayuda. Íbamos cogidos de la mano y corriendo sin parar y entonces me desperté y era de día.

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Estaba sentado bebiendo té caliente y arrebujado en una de las mantas de salvamento grises de la bolsa de emergencia. El mar oscuro chapaleaba a su alrededor. El barco de los guardacostas que se había detenido a un centenar de metros se bamboleaba a merced de las olas, las luces de navegación encendidas, y a lo lejos unas diez millas al norte se veían faros de camiones en la carretera elevada procedentes de Nueva Orleans en sentido este por la ruta 90 camino de Pass Christian, Biloxi, Mobile. En el reproductor de casetes sonaba el segundo concierto para violín de Mozart. La temperatura del aire era de siete grados y eran las tres y diecisiete de la mañana.

El ténder estaba tumbado sobre los codos y tenía los auriculares puestos y observaba las oscuras aguas. De vez en cuando el mar parecía estallar con una suave luz sulfurosa allí donde doce metros más abajo Oiler estaba trabajando con el soplete. Western observó al ténder y sopló para enfriar el té y tomó un sorbo y contempló los faros en la carretera elevada, como un lento reptar de gotas de agua por un cable de tendido eléctrico. Un suave efecto estroboscópico a su paso por detrás de los balaústres de hormigón. Un viento que soplaba desde la punta occidental de Cat Island hizo que el mar se picara ligeramente. Olor a petróleo y el pestazo a manglares y salicornias de las islas. El ténder se incorporó y se quitó los auriculares y empezó a hurgar en la caja de las herramientas.

¿Qué tal le va?

Bien.

¿Y ahora qué quiere?

Los alicates grandes.

Enganchó unas cizallas en un mosquetón y amarró este a la cuerda elástica y observó cómo las cizallas se deslizaban hasta el agua. Miró a Western.

¿Hasta qué profundidad se puede usar acetileno?

Unos nueve o diez metros.

Y a partir de ahí, corte oxieléctrico.

Sí.

El ténder asintió con la cabeza y volvió a ponerse los auriculares.

Western se terminó el té y tiró los posos y devolvió la taza a su bolsa y luego cogió sus aletas y se las calzó. Dejó caer la manta en que estaba envuelto y se puso de pie y se subió la cremallera del traje de neopreno. Se inclinó para coger sus tanques y los levantó por las correas y se los cargó a la espalda. Ajustó las correas y se puso las gafas de buceo.

El ténder se echó los cascos hacia atrás. ¿Te importa si cambio de emisora?

Western se levantó las gafas. Es un casete.

¿Te importa que ponga otro?

No.

El ténder meneó la cabeza. Traernos aquí en helicóptero con un frío de cojones a la una de la noche. No sé a qué venía tanta prisa.

O sea que están todos muertos.

Sí.

¿Y tú cómo lo sabes?

Es de pura lógica.

Western miró hacia el guardacostas. La forma de las luces encabritada en el mar picado. Miró al ténder. ¿Pura lógica?, dijo. Vale.

Se puso los guantes. El haz blanco del reflector corrió por el agua y volvió por donde había venido y luego oscuridad. Se puso el cinto y una vez abrochado se metió el regulador en la boca y se ajustó las gafas y bajó al agua.

Penetrando poco a poco en la oscuridad rumbo al fulgor intermitente del soplete. Alcanzó el estabilizador y descendió hasta el fuselaje y giró y empezó a nadar despacio, resiguiendo con una mano enguantada la lisa superficie de aluminio. El relieve de los remaches. El soplete volvió a llamear. La forma del fuselaje como un túnel hacia la oscuridad. Dejó atrás las protuberantes góndolas donde se alojaban los motores a reacción y descendió por el costado del fuselaje hacia el charco de luz.

Oiler había cortado ya el mecanismo de cierre y la puerta estaba abierta. Tenía medio cuerpo dentro del avión y estaba en cuclillas contra el mamparo. Hizo un gesto con la cabeza y Western se detuvo en la puerta. Oiler dirigió la luz hacia el pasillo de la nave. Los pasajeros en sus asientos respectivos, los cabellos flotando. La boca abierta, todos ellos, y en los ojos ni rastro de especulación. La cesta estaba en el suelo, junto a la puerta, y Western cogió la otra linterna de buceo y se propulsó hacia el interior del avión.

Avanzó despacio por encima de los asientos, los tanques rozando el techo. Con la cara de los muertos a solo unos centímetros. Todo lo que podía flotar estaba pegado al techo. Lápices, cojines, vasos y tazas de plástico. Hojas de papel cuya tinta corrida dibujaba garabatos jeroglíficos. Claustrofobia en aumento. Giró doblándose sobre sí mismo y volvió por donde había venido.

Oiler estaba buceando con su linterna por el exterior del fuselaje. La luz formaba una corola en la cámara de aire del vidrio doble. Western siguió adelante y penetró en la cabina.

El copiloto seguía en su asiento con la correa ceñida pero el piloto se movía pegado al techo con los brazos y las piernas hacia abajo cual enorme marioneta. Iluminó el tablero de instrumentos. Las palancas gemelas de control totalmente en posición de off. Los cuantificadores eran analógicos y al producirse un cortocircuito por efecto del agua habían vuelto a posiciones neutrales. Alguien había retirado uno de los tableros de la aviónica y se veía un cuadrado vacío en la consola. A juzgar por los orificios eran seis los tornillos que lo sujetaban y había tres clavijas colgando allí donde alguien había desconectado los cables. Western apoyó las rodillas contra el respaldo de los asientos, una en cada uno. Buen Heuer de acero inoxidable en la muñeca del copiloto. Examinó los paneles. ¿Qué faltaba? Altímetros e indicadores de velocidad vertical Kollsman. Combustible en libras. Velocidad del aire a cero. Por lo demás, aviónica Collins. Era el rack de navegación. Retrocedió para salir de la cabina. Las burbujas del regulador se ordenaron solas a lo largo del techo abovedado. Había buscado en todos los sitios posibles el sistema de visualización del piloto y casi pudo jurar que allí no estaba. Salió al exterior y buscó a Oiler. Estaba flotando encima del ala. Hizo un movimiento circular con la mano y señaló hacia arriba y aleteó hacia la superficie.

Sentados en la pequeña cubierta de la zodiac se quitaron las caretas y escupieron cada uno su regulador y se recostaron sobre los tanques respectivos para aflojar las correas. En el reproductor de casetes sonaba Creedence Clearwater. Western sacó su termo.

¿Qué hora es?, preguntó Oiler.

Las cuatro y doce.

Escupió y se limpió la nariz con el dorso de la muñeca. Alargó un brazo y giró las válvulas de las bombonas para cerrarlas. Odio este tipo de rollo, dijo.

¿El qué, los cadáveres?

Bueno, eso también. Pero no. Hablo de cosas que no tienen sentido. O a las que uno no les ve el sentido.

Ya.

Aquí no vendrá nadie más durante un par de horas. Puede que tres. ¿Qué quieres que hagamos?

¿Qué quiero que hagamos o qué creo que deberíamos hacer?

No sé. ¿Tú entiendes algo de esto?

Pues no.

Oiler se quitó los guantes y descorrió la cremallera de su bolsa de buceo y sacó el termo que llevaba dentro. Retiró la taza de plástico del recipiente, desenroscó la tapa y se sirvió café en la taza y sopló. El ténder estaba cobrando el cabo y la cesta.

Ni siquiera se ve el maldito avión. ¿Y se supone que un pescador lo descubrió? Y una mierda.

¿No crees que las luces pudieron estar un rato encendidas?

No.

Ya. Supongo que no.

Oiler se secó las manos con una toalla de su bolsa y luego sacó su tabaco y el encendedor y extrajo un cigarrillo del paquete y lo encendió y se quedó mirando el vaivén de las negras aguas. ¿Todos sentados, así sin más? ¿Qué coño es esto?

Yo diría que ya estaban muertos cuando el avión se hundió.

Oiler dio una calada. Meneó la cabeza. Supongo que sí. Y no hay manchas de combustible.

Falta un panel en el tablero de instrumentos. Tampoco está el sistema de visualización del piloto.

¿En serio?

Sabes lo que significa eso, ¿no?

Ni idea. ¿Y tú?

Extraterrestres.

Vete a tomar por saco.

Western sonrió.

¿Tú qué autonomía dirías que tiene uno de esos?

¿El JetStar?

Sí.

Rondará las dos mil millas. ¿Por qué?

Porque habría que saber de dónde venía.

Ya. ¿Y qué más?

Yo creo que llevan ahí abajo varios días.

Joder.

No es que estén muy bien conservados. ¿Cuánto tarda un cadáver en subir?

No sé. Dos o tres días. Depende de la temperatura del agua. ¿Cuántos hay ahí dentro?

Siete. Más el piloto y el copiloto. En total nueve.

¿Qué quieres hacer?

Yo irme a casa y derecho al catre.

Oiler sopló en el café y tomó otro sorbo. Sí, dijo.

El ténder se apellidaba Campbell. Observó detenidamente a Western y luego miró a Oiler. Lo de ahí abajo tiene que ser un espectáculo muy desagradable, dijo. ¿Eso no os perturba?

¿Quieres bajar y así echas un vistazo?

No.

Yo te superviso. Western bajará contigo si lo necesitas.

No me tomes el pelo.

No te lo tomo.

Vale. Pero que no bajo.

Ya lo sé. Pero como no has visto lo que hemos visto nosotros quizá deberías pensártelo antes de decir lo que se supone que tenemos que sentir al respecto.

Campbell miró a Western. Western inclinó las hojas de su té. Coño, Oiler. Gary no pretendía tocar las narices.

Lo siento. Lo que pasa es que no veo cómo pudo llegar ahí abajo ese avión. Y cuanto más pienso en las cosas que no encajan, más larga se hace la lista.

Estoy de acuerdo.

A lo mejor nuestro apreciado doctor Western podría aportar algo parecido a una explicación.

Western meneó la cabeza. Vuestro apreciado doctor Western está a dos velas.

Ni siquiera sé qué mierda hacemos aquí.

Ya. Todo esto huele a chamusquina.

¿Y qué nos queda, dos horas para que amanezca?

Sí. Puede que hora y media.

Yo no pienso subirlos.

Yo tampoco.

Supervivientes. ¿Qué coño significa eso?

Permanecieron sentados con los rostros en la sombra del fanal. La balsa se bamboleaba a merced de las olas. Oiler alargó un brazo con el termo. ¿Quieres un poco, Gary?

No. Estoy bien.

Vamos, hombre. Está caliente.

Vale.

Yo no he visto ningún desperfecto.

Es verdad. Parecía recién salido de fábrica.

¿Quién fabrica el…? ¿Cómo habéis dicho que se llamaba, JetStar?

JetStar, sí. Lockheed.

Pues es un aparato cojonudo. ¿Cuatro reactores? ¿Qué velocidad alcanzará eso, Bobby?

Western tiró las hojas del té con una sacudida y volvió a enroscar la tapa del termo. Yo creo que seiscientas millas por hora.

No veas.

Oiler dio una última calada al cigarrillo y lo lanzó a la oscuridad de un capirotazo. Tú nunca has subido cadáveres, ¿verdad?

No. Y me figuro que probablemente, si hay algo que a ti no te gusta hacer, a mí tampoco me va a gustar.

Se suben con una cuerda y un arnés, pero antes hay que sacarlos del avión. Y los muertos parece que quieren abrazarte. Una vez sacamos cincuenta y tres fiambres de un Douglas frente a la costa de Florida y ahí dije que nunca más. Eso fue antes de ponerme a trabajar para Taylor. Llevaban allá abajo varios días y te aseguro que no apetecía que te entrara en la boca ni una gota de esa agua. Estaban hinchados y hubo que tirar de cuchillo para sacarlos de sus asientos. Y tan pronto quedaban libres empezaban a subir con los brazos para aquí y para allá. Como globos de circo.

Los de aquí no tienen pinta de ejecutivos.

Pues van de traje y corbata.

Ya lo sé. Pero no es ese tipo de traje. Los zapatos parecen europeos.

¿Sí? Ni idea. Hace diez años que no me pongo unos zapatos como Dios manda.

¿Tú qué quieres hacer?

Largarme de aquí cuanto antes. Nos conviene una buena ducha.

De acuerdo.

¿Qué hora es?

Las cuatro veintiséis.

El tiempo vuela cuando uno lo pasa bien.

Podemos darnos un manguerazo en el muelle cuando volvamos. Para limpiarnos los trajes.

No va a ser fácil encontrarme, Bobby. No pienso volver por aquí.

Muy bien.

Tú crees que alguien ya ha estado ahí abajo, ¿no?

No lo sé.

Vale. Pero eso no es una respuesta. ¿Cómo entraron en el avión? Tendrían que haber usado sopletes como hemos hecho nosotros.

Quizá los dejó entrar alguien.

Oiler meneó la cabeza. Joder, Western. No sé ni por qué te digo nada. Siempre haces igual, meterme el miedo en el cuerpo. Gary, ¿quieres encender esto?

Y que lo digas.

Western devolvió el termo a su bolsa de buceo. ¿Qué más?, preguntó.

Te lo voy a decir. Yo creo que mi deseo de pasar olímpicamente de rollos que solo me pueden causar problemas es tan hondo como duradero. Fíjate que hasta diría que es casi una religión.

Gary había ido al otro extremo de la lancha. Western y Oiler levaron las dos anclas. Con un pie en el espejo de popa, tiró de la cuerda del estárter. El gran motor Johnson fueraborda arrancó al instante. Zarparon dejando una estela de burbujas y tan pronto se hubieron alejado de la boya naranja Gary dio gas a tope y surcaron las oscuras aguas rumbo a Pass Christian.

* * *

Río abajo una goleta antigua de mástiles desnudos. Casco negro, línea de flotación amarillo oro. Pasando bajo el puente y siguiendo paralela a la grisácea ribera. Fantasma de gracia. Dejando atrás dársena y malecón, las altas grúas pórtico. Los herrumbrosos cargueros liberianos amarrados a lo largo del muelle en la playa de Algiers. Varias personas se habían parado a mirar desde la pasarela. Algo salido de otra época. Cruzó la vía y echó a andar por Decatur Street hasta St. Louis y luego subió por Charles Street. En el Napoleon House los parroquianos de siempre le saludaron desde las mesitas de la terraza. Familiares de una vida anterior. ¿Cuántas historias empiezan así?

Escudero Western, le llamó Long John. Recién llegado de las turbias profundidades, ¿eh? Ven a tomar una copa con nosotros. El sol parece que está más alto que el penol, a no ser que me equivoque de medio a medio.

Agarró una de las sillas de madera curvada y dejó su bolsa verde de buceo en el suelo de baldosas. Bianca Pharaoh se inclinó hacia él con una sonrisa. ¿Qué llevas en esa bolsa, pimpollo?

Se va de viaje, respondió Darling Dave.

Bobadas. El escudero nunca nos abandonaría. Oiga, camarero.

Son solo mis cosas.

Solo sus cosas, dijo Brat dirigiéndose a la mesa en general.

Count Seals se volvió con cara de sueño. Son sus cosas de bucear, explicó. Es submarinista.

Oooh, dijo Bianca. Eso me encanta. Déjame mirar dentro. ¿Hay algo picante?

El hombre hace su trabajo con traje de goma, ¿qué esperabas? Aquí, compañero. Una jarra de vuestra mejor cerveza negra para mi amigo.

El camarero se alejó. Pasaban turistas por la acera. Fragmentos de su huera conversación flotando en el aire como cachitos de lenguaje cifrado. Bajo los pies el lento y periódico golpeteo de un martinete en algún punto de la ribera. Western observó a su anfitrión. ¿Cómo te van las cosas, John?

Estoy bien, escudero. Pasé un tiempo por ahí. Un ligero contratiempo con las autoridades relacionado con la autenticidad de unas recetas médicas.

Entró en detalle hablando de manera informal. Tacos de recetas falsificadas de una copistería en Morristown, Tennessee. Médicos de verdad, pero sus números de teléfono sus­tituidos por números de cabinas telefónicas ubicadas en aparcamientos de hipermercado. Su amiga a unos pasos de allí, dentro de un coche. Sí. Correcto. La madre en fase terminal. Sí. Hidromorfona. De ciento dieciséis. Tres semanas de lo mismo en pueblos del sur de los Apalaches y después como un felino enjaulado en una habitación del motel Hilltop en la Kingston Pike, en Knoxville. Pagando con una tarjeta de crédito robada. A la espera del contacto. Media caja de zapatos llena de drogas de clasificación 2 con un valor en el mercado superior a cien mil dólares. Se había quitado la ropa por el calor y estaba paseándose desnudo a excepción de unas botas de piel de avestruz y un borsalino negro de ala ancha. Fumándose el último Montecristo. Dieron las cinco. Luego las seis. Y por fin unos golpes en la puerta. Abrió de mala manera. ¿Se puede saber dónde estabas?, dijo. Pero delante de su nariz tenía el cañón de un revólver reglamentario calibre 38 y a un lado había otro tipo con una escopeta de corredera. El agente del Tennessee Bureau of Investigation estaba enseñando su placa. Mirando de abajo arriba a aquel delincuente alto y en pelotas. Colega, hemos venido lo más rápido que nos ha sido posible.

O sea que estás en libertad bajo fianza, dijo Western.

Sí.

Pensaba que en ese caso no podías salir del estado.

Técnicamente así es. Pero el caso es que estoy unos días por aquí. Si es que eso te tranquiliza. Knoxville empezaba a crisparme los nervios. Cuando por fin me soltaron fui a casa y me di una ducha y me cambié de ropa. Iba yo por Jackson Avenue para ver si podía gorrear un trago cuando me topo con un antiguo ligue. Vaya, John, ¿eres tú?, me dice. Hace un porrón de tiempo que no nos vemos. ¿Dónde te habías metido? Y yo: Querida mía, he sufrido vil cadena perpetua. Y ella: Oh, ¿en serio? Ya sabes que mi hermana se casó con uno de Winston-Salem. Y pensé para mí: Tengo que largarme de esta ciudad sí o sí.

Western sonrió. El camarero llegó con la cerveza y dejó la jarra encima de la mesa. Long John levantó su vaso. Salud. Bebieron todos. Brat estaba conferenciando con Darling Dave. Pidiéndole consejo. En el sueño, dijo, me colaba por una ventana y con un mazo de ablandar carne golpeaba a una vieja que estaba en su cama. En la cabeza le quedaba el dibujo ese como de gofre.

Dave barrió del sobre de la mesa un objeto invisible. O sea que estás pidiendo ayuda, dijo.

¿Qué?

Es posible que tu cuerpo no obtenga algo que necesita.

Siempre tiene que ver con la libertad, dijo Bianca. Quitarse todas esas cosas de encima. Como un padre que se muere.

Seals volvió en sí. Gran entendido en aves. En el cuarto de baño de su casa siniestras rapaces encaperuzadas como reos en la horca cambiaban taciturnas el peso de una pata a la otra. Un halcón lanario, un sacre.

¿Un periquito?, preguntó.

Bianca sonrió y le palmeó la rodilla. Te quiero, dijo.

Varios de ellos en busca de trabajo. John hizo un gesto con el vaso. Brat casi se había asegurado el puesto, dijo. Pero como no podía ser menos todo acabó descuajeringándose.

La cagué y punto, dijo Brat. No sé qué me dio. El tarado aquel no paraba de hablar de normas y reglamentos. Y al final va y dice: Una cosa más. Aquí nunca miramos la hora. Y yo voy y le suelto: Pues no sabe lo feliz que me hace oírle decir estas palabras. Yo siempre he tenido por costumbre llegar hasta una hora tarde prácticamente para todo.

¿Y él qué dijo?

Se quedó mudo. Estuvo allí sentado casi un minuto y luego se levantó y se fue. Estábamos en su despacho. Al cabo de un rato entra la secretaria y me dice que la entrevista ha terminado. Yo le pregunté si me habían dado el empleo y ella dijo que se temía que no. Parecía un tanto nerviosa.

¿Has encontrado otro sitio donde vivir?

Todavía no.

¿Y los cargos por incendio intencionado?

Retirados. Encontraron a varios de los gatos.

¿Gatos?

Gatos, sí. El problema fue que el incendio se había iniciado en cinco o seis sitios diferentes y eso les parecía sospechoso, ¿vale? Pero luego empezaron a encontrar gatos. Solo había que sumar dos y dos.

Los gatos volcaron uno de mis botes de disolvente, dijo Bianca. Y luego se revolcaron en el líquido. Luego corrieron a meterse debajo de la estufa y prendieron. Y empezaron a correr por todo el estudio.

Gatos.

Sí. Mininos. Gatitos. Mostró una medida con las palmas enfrentadas. Yo dije: ¿Para qué iba a prender fuego a mi propio apartamento? Aparte de que estamos de alquiler, por Dios. ¿Qué beneficio vas a sacar de eso? Digo yo que cualquiera debería haber deducido que los gatos estaban en llamas. ¿O qué se pensaban, que estaban allí sentaditos esperando a que se produjera un incendio para poder lanzarse al fuego? Lógicamente los gatos empezaron a arder y eso fue lo que provocó el incendio. ¡Mira que son imbéciles!

¿Los gatos?

No, los gatos no. Los de la puta aseguradora.

Fue bastante divertido, dijo Brat. Cuando el alguacil levantó la mano para tomarle juramento ella se la chocó con toda la palma. Chócala. Dudo que hayan visto una cosa igual.

Yo diría que la predisposición genética varía de raza en raza, dijo John, pero en cualquier caso la inclinación autoinmolatoria de los gatos parece ser un factor conocido en la ecuación felina. Ya hablaba de ello Asclepio, entre otros autores de la antigüedad.

Madre mía, dijo Seals.

Aunque eso estaría en desacuerdo con Unamuno. ¿No es verdad, escudero? Me refiero a aquello de que el gato razona más que llora. Claro está que, según Rilke, su existencia misma es totalmente hipotética.

¿La de los gatos?

Sí.

Western sonrió. Tomó un sorbo. Un día fresco y soleado en una ciudad muy antigua. La luz de principios de invierno suave en la calle.

¿Dónde está Willy V?

Ha plantado su caballete en Jackson Square. Pensando en vender sus garabatos a los turistas, naturalmente. Acompañado de ese perro suyo color de luna.

Ese chucho le morderá el culo a algún turista y acabarán en el juzgado.

O en la cárcel.

Long John se había puesto a desenvolver un gran cigarro negro. Mordió la punta y escupió e hizo rodar el puro sobre la lengua y luego lo sujetó entre los dientes y alcanzó las cerillas. El otro día soñé contigo, escudero.

¿Conmigo?

Pues sí. Soñé que vagabas por el lecho marino con tus zapatos lastrados. Buscando quién sabe qué en la negrura de esas profundidades batipelágicas. Cuando llegabas al borde de la placa de Nazca unas llamas se elevaban del abismo como lenguas. El mar hervía. En el sueño parecía como si te hubieras tropezado con la boca del averno y pensé que les echarías una cuerda a los amigos desaparecidos antes que tú. Pero no.

Raspó el fósforo contra la cara inferior de la mesa y procedió a encender el puro.

¿En serio eres buzo?, preguntó Bianca.

No la clase de submarinista que tenías en mente, cariño, respondió Dave.

Él es de todas las clases que te puedas imaginar, dijo Seals, consiguiendo erguirse solo a medias al tiempo que colocaba un puño sobre la mesa. De todas las malditas clases.

Soy buzo de rescate, dijo Western.

¿Y qué rescatas?

Lo que sea que nos encarguen rescatar.

¿Tesoros?

No. Más bien rollo comercial. Cargamentos y demás.

¿Qué es lo más raro que te han pedido que hagas?

¿Quieres decir de naturaleza no sexual?

Sabía que me iba a gustar.

No sé. Tendría que pensarlo un poco. Una vez unos tíos que conozco recuperaron toneladas de caca de murciélago.

¿Habéis oído eso?, dijo Seals. Caca de murciélago.

¿Cómo fue que te metiste en esto?

Mejor que no lo sepas, querida, dijo John. No vayas por ese camino. Su secreta esperanza de morir en las profundidades para expiar todos sus pecados. Y eso es solo el principio.

Caramba. Esto se pone interesante.

No te entusiasmes. Tal vez habrás notado cierta reticencia en nuestro hombre. Es verdad que hace trabajos peligrosos a cambio de una paga suculenta, pero también es verdad que le dan miedo las profundidades. Bueno, dirás. Ha superado sus miedos. Pues ni de lejos. Él se sumerge en una oscuridad que es incapaz de entender. Oscuridad y un frío que paraliza. Me gusta hablar de él cuando él no quiere hablar. Estoy seguro de que te encantaría conocer la parte relativa al pecado y la expiación. Eso como mínimo. Es un hombre atractivo, ya ves. Las mujeres quieren salvarlo. Pero lógicamente él está por encima de eso. ¿Tú qué dices, escudero? ¿Voy muy equivo­cado?

Tú sigue largando, Sheddan.

Creo que aquí concluye mi alegato. Ya sé lo que estás pensando. En mí ves a un ego enorme, desestructurado y sin base. Pero con toda franqueza diré que no aspiro ni remotamente a los elevados niveles de amor propio que el escudero Western impone. Y no se me escapa que ello aporta incluso cierta validez a sus puntos de vista. A fin de cuentas no soy más que un enemigo de la sociedad, mientras que él lo es de Dios.

Caray, dijo Bianca. Se volvió hacia Western con una mirada ávida. ¿Qué hiciste?

Sheddan dio una calada el cigarro y sus flacas mejillas se ahuecaron. Expulsó el fragante humo hacia la mesa y sonrió. Lo que el escudero no ha comprendido todavía es que el perdón tiene un marco temporal. Por el contrario, nunca es demasiado tarde para la venganza.

Western apuró su cerveza y dejó la jarra encima de la mesa. Tengo que irme, dijo.

Quédate, dijo Sheddan. Lo retiro todo.

Eso ni soñarlo. Sabes que me encanta tu cháchara.

No te vas al extranjero otra vez, ¿verdad?

No, me voy a casa a dormir.

Recién salido del turno de noche, ¿eh?

Has dado en el clavo. Nos vemos.

Western alcanzó su bolsa y se puso de pie y saludó con la cabeza a los reunidos y echó a andar por Bourbon Street con la bolsa al hombro.

Me gusta tu amigo, dijo Bianca. Bonito trasero.

Ahí no hay petróleo, querida.

¿Y eso? ¿Es que es gay?

No. Está enamorado.

Qué lástima.

Peor que eso.

¿Por qué?

Está enamorado de su hermana.

Qué me dices. ¿Es de esa gente de río arriba que ronda por aquí los domingos por la mañana?

No. Él es de Knoxville. Bueno, peor que eso otra vez. En realidad es de Wartburg. Wartburg, Tennessee.

¿Wartburg, Tennessee?

Lo que oyes.

Te lo estás inventando.

Más quisiera. Está cerca de Oak Ridge. Su padre se dedicaba a diseñar enormes bombas pensadas para incinerar ciudades enteras de personas inocentes mientras dormían. Artefactos de lo más ingenioso, fabricados a mano. Únicos del primero al último. Como los Bentley antiguos. A Western le conocí en la universidad. Bueno, en realidad la primera vez que le vi fue en el club Fifty-Two, en la carretera de Asheville. Estaba en el escenario tocando la mandolina. Una banda de bluegrass. No nos habían presentado, pero yo sabía quién era. Era estudiante de matemáticas con una nota media de 10. Alguien que estaba en nuestra mesa le invitó a sentarse y nos pusimos a hablar. Yo cité a Cioran y él me contestó citando a Platón sobre el mismo tema. Y luego estaba la guapa de su hermana. Creo que tenía catorce años. Él la llevaba consigo a los clubes y demás. Estaban empezando a salir, digamos. Y la chica era aún más lista que él. Y una belleza de aquí te espero. Tiraba literalmente de espaldas. A él le dieron una beca para Cal Tech y se fue a California y estudió Física pero no llegó a sacarse el doctorado. El caso es que rascó algún dinero y se fue a Europa para pilotar coches de carreras.

¿Coches de carreras?

Sí.

¿De qué clase?

No lo sé. Esos bólidos pequeños que conducen allí. Cuando iba al instituto había pilotado coches en el Atomic Speedway de Oak Ridge. Por lo visto, se le daba bastante bien.

Corría en Fórmula 2, dijo Dave. Era buen piloto, pero no lo bastante bueno.

Sí. Lleva una placa de metal en la cabeza por sus desvelos. Y una varilla metálica en una pierna. Ese tipo de cosas. De hecho, cojea un poco. Aun así, puede que haya sido un feo golpe de suerte. Seguro que era muy buen piloto. A nadie le encomiendan un trasto de esos si no sabe pilotar, por más rico que sea.

¿Todavía es rico?

Esperaba que lo preguntaras. No. Se lo pulió todo.

Y mientras tanto se tira a su hermana.

Es la conclusión a la que he llegado.

Me sorprende que no se lo hayas preguntado nunca.

Sí que se lo pregunté.

¿Y qué dijo?

No se lo tomó bien. Lo negó, naturalmente. Él piensa que soy un psicópata, y puede que lleve razón. El jurado continúa deliberando. Pero Western es un narcisista de manual que sigue en el armario y, una vez más, esa sonrisa cohibida que se gasta disimula un ego del tamaño del centro urbano de Cleveland.

A mí me ha parecido de lo más convencional. Estaba pensando en cómo es que toda esta gente le conoce siquiera.

El largo le lanzó una mirada. ¿Convencional? Tú estás de broma.

¿Qué más ha hecho?

¿Qué más? Madre mía. Ese tío es un seductor de prelados y un sobornador de jueces. Mira la correspondencia al trasluz y es un gelignicionario practicante, un matemático pla­tónico y un acosador de aves de corral. Con predilección por la gallina dominicana. Un follapollos, vaya, por decirlo sin am­bages.

John.

Qué.

Te estás describiendo a ti mismo.

¿A mí? Qué va. Tonterías. Bueno, un eider. Solo una vez.

¿Un eider?

También lo llaman pato nupcial. Somateria mollissima, creo.

Dios.

Peccata minuta comparado con las enormidades que se le atribuyen justamente a tu hombre. Pesadillas con quejum­brosas aves domésticas. Siempre aquel desasosiego en el nido. Y luego los consiguientes aletazos, los chillidos. Es algo que da que pensar. Su lista diaria de cosas que hacer. Ir a la lavandería. Llamar a mamá. Follar gallinas. Me sorprende que una mujer de mundo como tú se deje embaucar con tanta facilidad.

Dio otra calada con aire reflexivo. Meneó la cabeza casi con pesar. Aun así imagino que estarían dispuestas a soportar estas humillaciones si a cambio las libraban en el último momento del cuchillo de deshuesar. Dejando a un lado, claro está, si es correcto comerse después a ese animal. La ley islámica lo tiene claro en este sentido, si no me equivoco. Dice que de hecho estaría mal. Pero tu vecino sí puede comérselo. Suponiendo que tenga ganas de hacerlo. La Iglesia Western creo que guarda silencio al respecto.

No estás hablando en serio.

Más que nunca.

Bianca sonrió y tomó un sorbo de su bebida. Dime una cosa, dijo.

Adelante.

¿Knoxville produce locos o simplemente los atrae?

Una pregunta interesante. ¿El hombre nace o se hace? Herencia versus ambiente. Pues mira, los más chiflados parece ser que proceden del traspaís circundante. Pero es una buena pregunta. Otro día volvemos sobre ello.

A mí me ha parecido muy simpático.

Y lo es. Yo le tengo muchísimo cariño.

Solo que está enamorado de su hermana.

En efecto. Está enamorado de su hermana. Pero aún hay más, claro.

Bianca enseñó su sonrisa de extrañeza y se pasó la lengua por el labio superior. Muy bien. Enamorado de su hermana ¿y…?

Está enamorado de su hermana y ella está muerta.

* * *

Durmió hasta que el sol se puso y luego se levantó y se dio una ducha y se vistió para salir. Fue por St. Philip Street hasta el Seven Seas. Había una ambulancia parada en la calle con el motor al ralentí y dos coches de policía junto a la acera. Gente mirando por allí.

¿Qué es tanto follón?, dijo Western.

Un tío ha palmado.

¿Qué ha pasado, Jimmy?

Es Lurch. Se ha quitado de en medio. Con gas. Ahora lo están bajando.

¿Cuándo? ¿Anoche?

No sé. Hace un par de días que no le vemos.

Harold Harbenger estaba mirando por detrás de Jimmy. No le hemos visto porque estaba muerto. Por eso.

Dos miembros del servicio de emergencias estaban sacando la camilla. Desplegaron las ruedas en el portal y salieron con Lurch a la calle. Lo habían cubierto con una manta gris.

Por ahí viene y por ahí se va, dijo Harold.

Sí, está debajo de la manta, dijo Jimmy. Claro como el agua.

Olimos el gas. Esta mañana apestaba de verdad.

Había sellado todas las puertas y ventanas.

Metió calcetines en el resquicio de la puerta. Asomaban al pasillo. Eso lo delató.

¿Y no pensasteis en ir a ver qué le pasaba?

Que se joda. Vive y deja vivir.

Allá va, dijo Harold.

Cargaron la camilla en la trasera de la ambulancia y cerraron las puertas. Western vio alejarse la ambulancia. Cuando entró en el bar un inspector de policía estaba hablando con Josie.

¿Era una persona muy reservada o qué?

¿Reservada? Qué va.

¿Era un buscalíos?

Josie dio una calada al cigarrillo que estaba fumando. Pensó antes de responder. Mire, dijo. Yo no soy de las que habla mal de los muertos. No se sabe dónde pueden estar ni qué es lo que traman. ¿Me entiende usted? En un local como este una tiene que ser indulgente con la clientela. Toda la noche borrachos o gritando o lo que sea. Y más cosas en las que preferiría no meterme. Lo único que puedo decir es que él nunca había hecho nada así.

El inspector anotó esto en su libreta. ¿Sabe si tenía algún pariente?

Ni idea. Siempre parece que hay una hermana en alguna parte.

Western cogió la cerveza que le daba Jan y fue a la parte de atrás. Entraron Red y Oiler y pidieron cerveza y se dirigieron al fondo. El bueno de Lurch, dijo Oiler.

Nadie habría dicho que era de esos.

Las apariencias engañan.

Western asintió. ¿Le has contado a Red lo de nuestro trabajito de esta mañana?

Sí.

Quizá sería mejor no comentarlo con nadie.

Sí, no sería mala idea.

¿Y tú, Bobby? ¿Cuánto tiempo crees que llevaba hundido ese avión?

No sé. Al menos un par de días, seguro.

¿Quién se va a ocupar del rescate?

Oiler meneó la cabeza. Nosotros no.

Cuando dices nosotros te refieres a Taylor…

Claro. Lou dice que enviaron el cheque por mensajero.

Enviaron ¿quiénes?

No sé.

Algún nombre debía de haber en el cheque.

Es que no era un cheque. Era un giro postal.

¿Tú de qué crees que va esto?

Oiler meneó la cabeza.

¿Cómo es que había gente en el avión?

Ni idea.

Pues alguien tiene que tener la caja negra. No es que el piloto la tirara por la ventanilla.

No tengo o

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