La lengua rota

Majo Moirón

Fragmento

La lengua rota

1

La escuché ir y venir por los pasillos, inquieta, pasitos cortos de pantufla. Todavía no había amanecido así que volví a dormirme. Ahora que abro los ojos de nuevo, mamá ya no está. Con los párpados casi pegados, espío los movimientos de mi abuela, no estoy dispuesta a que el día empiece así, no de esta manera.

Apoya la bandejita de nácar sobre la mesa de luz y la mira. La arrastra, un poco más al centro, para que quede alineada al velador. “Dios está en los detalles”, dice siempre, y nadie cree tanto en Dios como ella. Miro sus manos, un sinfín de manchas claras del color de la arena. Mis hermanas dicen que esas manchas son la vejez, eso y los brazos flácidos que le tambalean. Qué horror, ¿los míos serán así algún día? Es como si la piel se le estuviera derritiendo. Tiene las uñas pintadas de coral, duras y gruesas, parecen dientes de megalodón. Está vestida con su bata verde de toalla, que deja en casa cuando vuelve a la suya.

Confunde mi bandeja de nácar con la de mi hermana Julia. Cada una tiene la suya, con sus iniciales labradas a mano en dorado: una con la J de Julia, otra con la A de Amalia, mi hermana más grande, y otra con la mía, la M de María. Las trajeron de Italia, cuando viajaron al Mundial. Miro la cama de Julia, ordenada, vacía; hace días que no duerme en casa. Por primera vez se subió a un avión sin nosotros, está en Chile, de gira con su equipo de hockey.

Mamá me contó que tuvo suerte: le tocó una familia divina y con buen gusto, le dieron un cuarto para ella sola, aunque tienen de mascota una rata enorme que escucha correr dentro de la jaula mientras todos duermen. Y eso que Julia ronca como una foca apenas se acuesta. Mamá dijo que la familia del intercambio igual la quiere mucho, que le dejan chocolates en la almohada.

—No va a querer volver —dijo el otro día.

La posibilidad me dejó espantada. Julia ama el deporte, en cuanto empieza a practicar algo, va con todo: tenis, hockey, fútbol, atletismo y hasta squash. Todos la admiran por desarrollar una habilidad saludable.

Mi destreza, en cambio, está abocada a la bicicleta. Aprendí a andar en el campo, con los hijos de Ramón, el casero, que según mamá son unos salvajes y hay que tener cuidado. Una vez, Julia salió en la moto con el más grande y se quemó la pierna con el caño de escape. El campo es mi lugar en el mundo, el cielo ahí es infinito, no se corta con tejados, no hay casas vecinas y la nuestra tiene una torre desde donde puedo ver a los caballos, jugar a contar las liebres que se esconden por ahí. El día que papá lo compró, nos hizo taparnos los ojos a todas antes de abrir la tranquera. Fue uno de esos días que no se olvidan más.

La abuela pelea contra la persiana trabada hasta hartarse. Tengo miedo de que se anime a encender el velador. No hay nada más dramático que la luz artificial a la mañana, el día se pierde demasiado rápido. Solo mamá entiende esas reglas. El cuarto queda envuelto en una penumbra gris, pero igual la abuela insiste en que el día ya empezó, tirando sobre mi cama la camisa blanca del colegio y la pollera escocesa. Deja servido el uniforme sobre las sábanas, y me dice que va a hablar con Elvira para que arregle la persiana antes de que yo vuelva.

—¡No quiero ir al colegio!

—Ni se te ocurra —me ignora—. En la cocina están tus zapatos, Elvira los está terminando de lustrar. Vamos, que viene el pool, todavía tenés que comer algo.

Me acaricia de nuevo la frente, aunque no sé si me quiere acomodar el pelo. La miro con odio y se da cuenta.

Mamá no está porque hoy la operan de la espalda, la vi armar el bolso ayer, guardar el cepillo de dientes, dos conjuntos de ropa, un sobre con cosméticos y el pijama. Me dijo que en dos días volvía a casa. Pregunté en qué parte de la espalda y papá explicó que la cirugía es en un disco que tenemos en la parte baja, arriba de la cola. Cuando lo escuchó decir “cirugía”, mamá lo empujó con el hombro.

—¡José, por favor, las cosas por su nombre! Es una intervención.

Ahora, en el aire hay algo denso, una amargura que no es el aliento de la abuela. Ella se queja de que es tarde, que todavía no tengo puestas ni las medias. Cada vez que mamá le da una tarea, se pone nerviosa, se nota que nunca tuvo que trabajar. Agarra la camisa para desabotonar los puños y buscar mis brazos. Intento hacer de su maniobra un baile de robot, algo trabado, pero igual me viste mientras grita.

—¡Elvira, ayuda! —e impone el ritmo de una emergencia.

—¡Basta, abuela, no quiero!

Entra Elvira a la habitación y la abuela le pide que haga algo con mi pelo.

—¿Algo como qué? —pregunta.

Lo tengo ondulado por la trenza de Laura Ingalls que mamá me hizo anoche, un juego que tenemos de imitar a otra gente. Elvira me agarra de la mano y me lleva al baño, desarma los restos de trenza. Me pongo a llorar con ruido mientras la trenza desaparece, cada mechón dorado se vuelve marrón bajo el agua. La abuela nos sigue con el uniforme en la mano, yo no paro de llorar. Elvira no es buena para las urgencias, se siente perseguida, tiene el ceño fruncido y resopla. Por un momento, el llanto se me mezcla con la risa, es ella la que se debería peinar.

Moja el cepillo con la canilla, me tira del pelo, me duele. Elijo una colita de plush verde del cajón de Julia, su favorita. Se la paso y la abuela ni sabe, debe pensar que es mía. Esa es la gracia de ser la más chica: todo, eventualmente, será mío algún día, todo lo heredo.

2

Cómo no inventé algo más definitivo, una gripe fatal, un dolor de cabeza que me hiciera desmayar, por qué no sabré provocar el vómito. Entro a clase con la idea de irme. Un dolor de panza no es suficiente para que la maestra llame a mi casa y pida que me vengan a buscar. Mis amigas me rodean con sus polleras a tablas, les pido que se alejen, que me siento mal. El aula es un lugar duro y frío, hay mucho metal. Me niego a escribir la fecha en el cuaderno, aceptar que el día sigue.

La maestra toma lista y envidio a todas las que hoy no vinieron. Por qué ellas y no yo. Paso las dos horas hasta el primer recreo en mi pupitre, sintiéndome morir, incómoda, tratando de hacer una almohada con el sweater, una almohada triste. No miro el pizarrón, tampoco encuentro la postura para quedarme dormida. Cierro los ojos y aparece mamá, la veo pasar en una camilla, entrando a una sala de operaciones y cuando las puertas se abren, una luz blanca me impide seguir viendo su cuerpo. ¿Será así la muerte, una luz?

Me acerco a la maestra y repito la actuación: que me duele la panza, que voy a vomitar. Actúo tan bien que ahora no sé si me estoy debilitando en serio. Todas salen corriendo porque suena el timbre del recreo, un enjambre de cotorras emergiendo de un árbol. Las sillas rechinan, varias se desploman contra el piso, obstáculos que atraviesan a los saltos, ovejas en el sueño, dispuestas a no perder un minuto de juego. Es el sonido de la libertad. Suelo ser parte, pero hoy se siente lejos.

Tengo un sentimiento malo en el cuerpo, una fiesta de fantasmas. Apenas el aula se vacía, la maestra deja de limpiar el pizarrón y se acerca a mi banco, charco de lágrimas, lleno de mocos. Le digo que tengo fiebre. Me tapo la cara y lloro más fuerte, ahora con ruido, y en el momento en el que la maestra empieza a desconfiar, cuando está a punto de enojarse y dejarme sola en el aula, le digo que tengo miedo porque la operan a mamá. Me sorprende cómo me gana la verdad porque soy bastante hábil en mentir. Decir la verdad siempre es un problema. Me abraza y me acaricia la espalda.

—No te preocupes, es una operación simple. Quizás, mejor deberías ir a casa a descansar. Vení, vamos a llamar para que te vengan a buscar.

—¿Cómo sabe que es simple? —Salta en mí otra alarma que no conocía.

Me dice que es simple porque nadie avisó nada. Pero no tiene sentido, quién podría avisar algo al colegio si no es mamá, la que viene a los conciertos, lee los cuadernos de comunicaciones y asiste a las reuniones de padres, y la que me pasa a buscar. Cruzamos el patio y atravesamos la parra con olor a fermento. Algunas de mis compañeras se acercan a preguntar si estoy bien. Mantengo la cabeza hacia abajo sin decir nada, no quiero que nadie me mire, mucho menos quiero ver.

La abuela llega a los quince minutos en un remís. Está vestida con una camisa celeste y un chaleco a cuadros que hace conjunto con el saco, los mocasines de cuero que le regaló mamá en su último cumpleaños, la cartera de siempre y su labial. La veo bajar del auto, su mirada me encuentra al instante. Primero me alegro, después le pregunto por mamá. Con una bolsa en la mano, me dice:

—Te traje ropa, cambiate antes de subir porque nos vamos al centro. Hay que pasar por el sanatorio. —Mientras caminamos, me pone la mano en la frente, pero se la saco enseguida, furiosa.

—Vos no sabés medir la fiebre.

3

Hay sol, pero igual hace frío. Tengo puesto un tapado azul, medias cancán de lana roja y un vestido con punto smock en el pecho que no usaba hace dos años. No sé cómo todavía me entra. La abuela me pide que me abotone el abrigo. Aprovecho para taparme el vestido de nena tonta que me eligió. Tengo la impresión de que algo está mal, pero no importa, mamá no se enojaría por cómo me veo, al contrario: diría que crezco muy rápido y que quiere que sea su chiquita para siempre.

Ella mira por la ventana y se acomoda en el asiento, busca en la cartera y saca su espejito de tortuga para retocarse el labial. Aprendí que las tortugas están en extinción y ahora ese accesorio me parece un cadáver. Hablando de cadáveres: estoy casi segura de que nunca conocí el color natural de los labios de la abuela. Aunque se despierte en el medio del campo, los tiene pintados de rojo porque, según ella, si no se los pinta, parece muerta. Me pregunto si eso también es la vejez, perder el pigmento.

No queda claro si habla sola o con el chofer.

—No entiendo cómo no se organizan. Un día, yo no voy a estar más, ¿y qué van a hacer? ¡Qué van a hacer! —no para, es una radio encendida—. Nadie pasó a buscar a Julia por el aeropuerto, llamaron del colegio. Qué desastre. Recién ahora está yendo Amalia.

Repite mucho “qué desastre”.

Amalia acaba de cumplir veintiún años, ya tiene auto propio, un Escort nuevo color plata que le regaló papá. Es como mamá y como los grandes, ya no va al colegio y tiene un puesto en las relaciones públicas de una empresa de cepillos de dientes, la más importante del país. Desde que trabaja ahí, cambió su look. Dejó los jeans por faldas de tubo y sacos con hombreras de la misma tela.

—Le tocaba a tu papá —sigue la abuela.

Quiere entender por qué nadie buscó a mi hermana en el aeropuerto, va contando las diferentes posibilidades con los dedos de la mano, tiene una forma elegante de contar. Mientras lo hace, descubro un tesoro en su cartera: mi moño azul, y me lo pongo encima de la gomita. Le pregunto si me lo puse bien, pero contesta cualquier cosa.

—Quiero saber si me necesitan y volvemos.

Mantiene la vista hacia la ventana, se saca y se pone el anillo, hace eso siempre que espera un turno, o cuando está nerviosa. Subimos a la autopista, un canal de cemento sin casas ni puestos de flores que me hace sentir claustrofobia.

—Después volvemos a tu casa y llamamos al médico a ver qué tenés.

Me acaricia la cara y vuelvo a mirar sus manos. Es chiquita, mantiene su peso en treinta y siete, según me dijo, sus anillos suman algunos gramos más. Mi favorito es uno que es un rosario, la condición para que me compren uno igual es que lo use para rezar, pero yo prefiero rezar a mi manera, sin contar la cantidad de veces que repito un padre nuestro, más bien pidiendo deseos a Dios y repartiendo algunos de yapa para José y María. Así se llaman mis papás: José y María Cristina. Yo tengo los mismos nombres, como si los estuviera juntando al existir.

Me mira y puedo notar que está preocupada. Me acomoda el moño para que me quede prolijo de los dos lados. No quiero pensar en cómo me veo, prefiero estar atenta. Pasamos la cancha de River y para que se distraiga le pido firmar el boleto del remís cuando lleguemos. Encontrar una firma me costó bastante, todavía tengo dudas. Cada vez que vamos en un remís con ella o con Elvira, la practico con los boletos que nos da el chofer, en los que se anota el costo del recorrido y al final del mes, mi papá hace la cuenta de todos los papelitos y los paga. Antes de que el remisero pueda estacionar, abre la puerta del auto y se baja. Desde adentro, le grito:

—¡Abuela, el boleto!

Vuelve a subir pidiendo disculpas. Le cuenta al remisero que está preocupada, y comienza a explicarle lo de Julia en Ezeiza, otra vez.

—Es una nena sola en un aeropuerto, y mi hija está internada —como si nunca fuera suficiente papelón.

El chofer saca una birome de la guantera y me la da. Firmo, y me doy cuenta de que la firma debería ser simple para momentos como estos. Se nota que la mía es robada, la saqué del cuaderno de una amiga y la adapté a mis iniciales. Sé que robar es un pecado; copiarse, imitar tampoco está bien visto, pero ¿no es esa la única forma de aprender?

Cruzamos la calle de la mano, esquivando el tráfico y el humo de los colectivos. Hay olor a podrido mezclado con garrapiñada. Doy pasitos rápidos y cortos, esquivando a los vendedores y sus carritos, tratando de seguirle el trote a la abuela para no perderme. La gente entra y sale del sanatorio con bebés o sobres llenos de estudios.

Atravesamos una puerta giratoria. Miro atenta entre ambos celestes y sillas de ruedas, imagino que me subo a una y me dejan recorrer el lugar a toda velocidad, una con motor, como en las películas. Pasa una camilla. La veo acercarse, hasta que nos roza y descubro que debajo de las sábanas no hay nadie. Nunca vi un muerto, tampoco me llevan a los cementerios, dicen que soy chica para eso.

Salvo una vez, que papá me llevó al de Olivos, uno bordeado por miles de talleres mecánicos y chapistas. Compramos flores, ramos de plumeros rojos y una strelitzia naranja gigante. Me contó que los plumeros atraían a los picaflores y el alma de un muerto puede convertirse en picaflor, adoptar esa forma linda y fugaz. Me dijo que estaba seguro de que su padre muerto era un picaflor. Se rio y no entendí, pero me reí por las dudas. Agarró un trapo y un balde, un poco de producto, y me llevó a conocer la tumba de mi abuelo. Apenas llegamos le tiró agua y limpió la lápida. Fue la primera y única vez que vi a mi papá con un trapo en la mano.

La abuela está perdida, a cada persona que ve le pregunta a qué piso tenemos que ir. Quiere que se lo repitan, que alguien la ayude, así que apenas veo el ascensor la tiro del brazo y le señalo el camino. Le pido permiso para apretar el seis, ya escuché ese número varias veces desde que llegamos: sexto, como el sentido de la intuición. Las puertas se cierran, y se abren en el sexto piso, y lo primero que veo es a papá.

Está sentado solo, con camisa y traje, igual que todos los días de la semana cuando sale a trabajar. Todas sus corbatas son distintas, aunque comparten un motivo: tienen diferentes tipos de estampados de caballos. Algo que lo caracteriza y que lo hace ser mi papá: ama a los caballos porque son majestuosos, rápidos, y porque le hacen ganar mucha plata. Nos mira y se levanta acelerado. Apenas lo veo, corro a abrazarlo. Agarro su corbata, él señala uno de los caballos con el dedo y me pregunta quién es.

—Materia —decimos los dos al mismo tiempo, nuestra yegua favorita; ahora está en el campo y sueño con volver a verla.

Me agarro de sus piernas mientras saluda a la abuela y nos cuenta que vio pasar corriendo por la sala de espera a los médicos que operaban a mamá, que por eso se olvidó de buscar a Julia en Ezeiza.

Le dice a la abuela que media hora antes de que llegáramos llevaron a mamá de urgencia a la unidad coronaria. Preguntó qué había pasado, y un médico o enfermero, no recuerda bien, le respondió que estaba dormida, que se quedara esperando afuera por si surgía la necesidad de firmar algo. Llamó a Amalia a la oficina, pero no la pudo encontrar. La abuela le dice que llamaron desde Ezeiza.

—Ese no es el punto, ya Amalia está yendo a buscar a Julia, no se tiene que preocupar por eso.

Papá me pide que vuelva a casa a descansar, me promete que mañana vamos a ir juntos a la oficina. Ese es uno de mis programas favoritos: puedo hacer fotocopias de lo que quiera y atender el teléfono como si fuera su secretaria.

—Por algo te fuiste del colegio, ¿no?

No me sale mentirle a él tan bien como a la abuela. Insiste en que lo mejor es que volvamos, que cualquier cosa nos avisa. Sé que no llevo la ropa apropiada para venir al centro, pero tengo un moño y no entiendo qué es lo que hice mal para que nos vayamos tan rápido y sin ver a mamá. No quiero, no debo irme de ningún lado sin saludarla. Tengo miedo de que cuando termine la operación se entere de que estuve ahí y no esperé a que saliera. Papá me agarra de la mano para llevarme al ascensor y me convierto en tronco para que tenga que arrastrarme. No funciona, le da plata a la abuela para que compremos en el kiosco y le dice, como si yo no estuviera: “Que elija lo que quiera”.


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