Mientras mamá moría yo estaba haciendo el amor. La imagen me asombra y me perturba. Mi madre se iba y yo me agarraba a algo desbocado, que persevera cuando lo que más amamos, lo que nos es más familiar, comienza a suspenderse y ya nos abandona.
Ella sobre mí, los muslos húmedos apretados contra mis caderas y esta mano dentro empujando. Su cuerpo todo empujando mientras un pecho se apoya en mi boca que lo recibe. Gime en sordina, aunque la habitación más próxima está vacía y nadie puede oírla. Desde el pasillo principal vimos la puerta abierta de la habitación contigua y la cama perfectamente hecha. Estamos casi solas, por azar parece que nadie se hospede aquí hoy, pero si dependiese de mí, habría cerrado toda la planta con tal de oírla gritar por una vez un grito entero. Observo el vientre suave, el pecho redondo y caprichoso, los ojos verdes. Mi mano es dura con Ella y es flexible: si la izquierda le sujeta los muslos, la derecha espera suave en los lindes para entrarle una vez más casi por sorpresa. Soy rápida fuera y soy rápida dentro, aunque por más ritmo y más vibración que ponga no consigo ese inicio de llanto animal que anuncie que ha llegado al límite entre lo que quiere y lo que puede aguantar.
Me hago fuerte solo sobre su cuerpo. Los músculos aletargados despiertan, nunca me canso. También soy una niña que recogía flores y volvía a casa con el vestido sin una arruga y la diadema bien colocada. Nunca subí a los árboles, no jugué con pelotas. En la montaña, a la yegua al galope no la llevaba al salto jaleando, ni le pedía más. Negociaba sus ansias con canciones y susurros, diciéndole bajito «suave» «tranquila» «ya suave» «ya vamos». En el deporte siempre protegí la cabeza con las manos, quise menos. Ella sin embargo pide ostentosamente y luego recula. Pide con los ojos abiertos, da órdenes. Siempre quiere más de lo que puede disfrutar, le atrae el espectáculo, pero el tacto la abruma. La levanto en brazos, la suelto para que se sienta caer, se apoya a horcajadas sobre mí. Amo esa imagen desde abajo. Quien ha mirado a una mujer desde abajo sabe a lo que me refiero.
Deseo darle lo que busca, aunque sospecho que tiene poco que ver con lo que pueda yo hacer ahora. Hablarle a su cuerpo no sirve; nos conectamos con ganas desesperadas, no llegamos a entendernos. Ahora que aún dentro me quedo quieta un segundo, parece agotada, buscándose entre movimientos cada vez más amplios y tristes. La mirada redonda se apena, ya no da órdenes, comienza a alejarse y eso me asusta. Así que la descabalgo suave en brazos y la acomodo entre las sábanas para poner la boca sobre Ella y que se rinda ya, se deje ir dejándome hacer lo que yo sé. Ahí soy lo más parecido a un retrato de mí misma. Mi hambre ciega: los ojos cerrados tocando por dentro y la boca llena, veloz, suave. Aprendí bien pronto por puro deseo, por pura fascinación de verlas encogerse y espirar en una convulsión que siempre, una vez tras otra, parece lo único que me importa en la vida.
Contra mí veo surgir al final el grito postergado como a regañadientes. Lo había estado guardando con celo a fuerza de no entregarse del todo. Me mira tensando el músculo bajo las cejas. No quiere que sus contracciones marquen el final de la noche y yo pueda entregarme al sueño esas pocas horas antes de tomar un vuelo que me lleve hasta mi madre.
Tengo veintiocho años. Cuando le diagnosticaron el cáncer de mama a los cuarenta y tres, yo tenía dieciocho. A esa edad no podía aceptar que pudiese morir. Mi madre lo era todo. Todos los significados de mi vida estaban asociados o influidos por ese cuerpo. Saberla vulnerable me hizo sentir que también comenzaba a terminarme. Mamá había sido el animal más perfecto: la más bella, la más inteligente y fuerte. Yo perseguía esa estela, o me dejaba cegar y entonces me frustraba el poder absoluto de su voluntad. Como la palabra de Dios, su voluntad regía el mundo. Si siendo tan joven el cáncer quebraba fuerza semejante, su hija, más débil, tendría pocas posibilidades de sobrevivir a los embates de la vida. Tal era mi lógica tras el primer diagnóstico, y sigue siendo así. Son misteriosas las formas en las que una hija se identifica con el cuerpo de su madre.
La mañana del 6 de diciembre, el día que murió mamá en Gijón, en la casa de mi abuela, junto a sus hermanos y sus objetos de siempre, yo amanecía en aquella habitación de hotel en Barcelona. Los ojos abiertos y el corazón desbocado por la alarma del teléfono que anunciaba la salida de mi vuelo en apenas cuatro horas. Amanecía bajo un ornamento excesivo, una gran escultura blanca con forma de coral que hacía las veces de cabecero. Presidía la decoración de un cuarto rojo que interpretaba a su modo algún sueño de arquitectura japonesa. A mi costado izquierdo, el cuerpo de Ella murmuró un quejido blando, amodorrado contra la almohada. Miré la curva pequeña de la nariz y los párpados, y pensé que era extraño el privilegio de la intimidad compartida. Al fin se había entregado a un sueño dulce, no quedaba en su frente ni rastro de frustración. Justo en ese instante yo podía acercar la mano y acariciar los labios. El tacto era posible, justo en ese instante, y sería bienvenido. Todo está reciente ahora, soy capaz de recordar el rostro de Ella somnoliento aquellos días. Había algo hermoso e infantil en esa cara, una lentitud que anunciaba la profundidad de su descanso unida a la voluntad de no perderse un segundo de la desnudez de las dos antes de mi partida.
Mamá había sufrido una recaída del cáncer. La tercera en diez años, pero ninguna prueba médica lo confirmaba y aún no lo sabíamos. Cuando en una visita descubrí su delgadez perturbadora, imaginé lo que podía estar ocurriendo y comencé a viajar los fines de semana de Barcelona a Asturias para visitarla en casa de mi abuela, donde vivía desde que se separó de mi padre. Entre semana yo regresaba a Cataluña para impartir clases de Literatura Comparada en la universidad. Esos viajes no duraron mucho, poco más de un mes. No sé cuánto tiempo lo habría aguantado, pero de forma obstinada deseaba que durase, tener tiempo para vivir con todo detalle lo que estaba ocurriendo. Pocas veces conseguí tomar aire bajo tanta presión: tenía un trabajo nuevo, una tesis doctoral por terminar y una pareja aún residiendo en Londres, la ciudad desde la cual me había mudado ese mismo septiembre.
Sola, en Barcelona, no podía descansar. Me desvelaba a cada hora y a las cinco de la mañana me quedaba ya despierta por el resto del día. Para intentar dormir, algunas noches alquilaba habitaciones de hotel. En dos meses gasté todos mis ahorros. Mis gestos de derroche eran una mezcla peculiar entre la supervivencia más elemental y el lujo. Las habitaciones de hotel son una especie de celda monacal donde soledad y vida en común se ordenan bajo la rutina del baño caliente, la toalla limpia, el desayuno después de las siete y antes de las once. Identidad y pasado se diluían ahí y, protegida, podía también desear sin sentir demasiada culpa, reír de manera inocente, permitirme el esnobismo y la alegría. La tarde del día 5 de diciembre entré en un hotel boutique del centro de Barcelona y dormí a deshora, con necesidad. El cansancio acumulado me provocaba a menudo subidas repentinas de temperatura, hacía arder mis mejillas. Cubierta por capas de blanco —el albornoz, la sábana y el edredón— aceleraba también el descanso, impaciente por la llegada de Ella.
Ella había ido a la ópera con un familiar para escuchar una sesión de verismo, aunque salió en el descanso y se perdió la segunda pieza: Pagliacci. Yo dormitaba y la esperaba; al día siguiente viajaría a ver a mamá. Tenía miedo y a la vez estaba drogada por una ternura brutal. ¿Hacia Ella, hacia mamá? Hacia ambas. Bajo el albornoz sentía el estómago no sé si lleno de mariposas o de un ácido capaz de corroer sus paredes. Lo sentía todo el tiempo, inflamado, presente, como doblemente arremetido: primero, por la angustia de aquellas horas sin mi madre, a demasiada distancia de lo que le ocurría; luego, por la impaciencia que acompaña los instantes previos a la llegada de una amante, cuando el deseo es agudo. En medio del dolor más grande, estaba viviendo uno de esos momentos casi imposibles, donde las ganas están en dos cuerpos por igual. Evento de pasiones que se sincronizan.
Eran las once y media de la noche. Llegó vestida con un traje oscuro, la melena corta y rubia cayéndole sobre las solapas de la chaqueta. Recuerdo preguntarme si se habría arreglado así para ir a la ópera o para verme. Aún con el traje puesto se sentó en mis piernas, sobre el albornoz, hacia el borde de la cama. Tenía una facilidad asombrosa para en pocos segundos estar sentada sobre mí. Las prendas de calle y de interior se encontraban: lana oscura y algodón blanco rizado, los tejidos combinaban con cierta violencia. Esa noche quería escucharla contar alguna historia. Yo no tenía fuerzas para hablar, estaba encogida por el miedo a encontrar a mi madre todavía más delgada que la última vez, sin ya poder andar o ir sola al lavabo.
Pero Ella era hermosa y esa noche no traía ningún dolor consigo. Así que deseé ser la mejor compañía. Saqué unas cervezas del minibar y pedí al servicio de habitaciones un cuenco de atún y caviar rojo, unos fideos Udon y una ensalada de algas. Todo llegó pronto, en una bandeja ancha, pesada y pulida, que reflejaba el alimento nada abundante hasta multiplicarlo.
Guardo una imagen serena en la que está de pie, con un botellín en la mano, frente a la cama a medio hacer donde he vuelto a echarme. Habla y ríe gesticulando con los ojos verdes, enormes y abiertos. Hace ese gesto de abrirlos mucho de pronto cuando comento algo que no espera. Quisiera preservar su alegría intacta, en ese instante, en el que tengo la certeza de que de un momento a otro se cansará de hablar y me buscará con las manos por debajo de la parcela de algodón con el nombre del hotel bordado en letras azules. Porque Ella no ha cenado ni le interesa la cena, apenas se ha metido un trozo de atún en la boca y no conoce los motivos, pero cree que, en eso de la pasión, es un requisito tener prisa.
Por azar yo escucharía Pagliacci con mi padre en Oviedo un mes después, cuando ya no podía llamarla para decirle: qué casualidad, otra casualidad, he acabado lo que empezaste tú, lo que sonó en el Liceo cuando no podías escucharlo porque ya subías la calle para encontrarte conmigo. En la ópera, los amigos de papá me trataron con una mezcla de curiosidad y prudencia. Se mostraban respetuosos mientras brillaban en sus trajes. Mi madre había muerto hacía unas semanas y yo estaba enfundada en un vestido de terciopelo negro, sujetando en los lóbulos pequeños unos aros de oro y perlas que habían sido suyos, y con la mirada perdida entre las butacas, buscando entre la gente. Todo me parecía una ficción y, entre las cosas irreales, era yo misma la más extraña.
¡Actuar! Lo importante es actuar. ¡Mientras preso del delirio, no sé ya lo que digo ni lo que hago! Y sin embargo, es necesario… ¡esfuérzate! ¡Bah! ¿Acaso eres tú un hombre? ¡Eres Payaso! Ponte el traje y empólvate el rostro. La gente paga y aquí quiere reír. Ríe, Sara, y te aplaudirán. Convierte en risa el espasmo y el llanto.
Estoy intentando contar la historia de una doble pérdida, un duelo doble que ahora se me entremezcla. El duelo es un proceso donde sí hay lugar para el deseo: Ella es el otro lado del mío, el que poca gente conoce. Su presencia agitada y dulce me sostuvo aquellos días, la llegada a una ciudad nueva, la última etapa de la enfermedad de mi madre; después se fue. Para intentar comprender, la mente vuelve una y otra vez a aquella habitación de hotel y también a su casa, donde pasé unos días tras el funeral. Después de aquello no la he vuelto a ver.
Así son las cosas hoy. No puedo hablar con mamá, tampoco con Ella. Mi vida se ha suspendido con la interrupción de esas dos conversaciones.
UNO
Son las ocho de la mañana. La luz entra débilmente por los cortinones que caen hasta tocar el suelo de baldosa azul noche. Intento caminar por el cuarto sin encender la luz para que no nos golpee, buscar un poco a tientas los distintos objetos que he de llevar conmigo. En un equilibrio difícil, entro en los pantalones negros de talle alto y una voz de criatura adormecida me dice que me quedan muy bien. No confesaré que es una de las prendas que compré en las últimas semanas, con el propósito de llevar algo nuevo a nuestros encuentros. Ser alguien distinto para Ella, que ninguna otra haya antes tocado o visto. Me giro hacia donde está, la leve luz ilumina la cama, marca una línea curva a unos pocos centímetros de su cuerpo desnudo sobre la colcha. Boca abajo, atraviesa el ancho del colchón de extremo a extremo y se abraza a un cojín de lectura verde esmeralda, donde también apoya la cabeza. La competencia arrogante del color oscurece sus ojos, hace que sean de un verde similar al del lomo de un reptil. Apenas los entreabre. Ha dormido poco, quiere que desayunemos juntas, que me tumbe sobre Ella con los pantalones negros antes de irme.
Me apoyo en el escritorio contra la pared para ponerme las medias. Siento una ligera punzada de angustia en el abdomen, atenuada por la visión de la línea de su espalda y de sus brazos extendidos. Abre el ojo izquierdo y mantiene el derecho cerrado. El gesto es de puro cansancio, pero como sonríe a la vez, parece un guiño. «¿Te encanta mirar, eh?». El tono de su pregunta desafía, aunque se mantiene suave. «Ya has visto suficiente. También puedes tocarme, ¿no?».
Tomo asiento en una esquina de la cama y rodeo su tobillo con la mano. Un cuerpo que se sostiene a sí mismo, pienso, notando la alegría de los músculos de la pierna desperezándose sobre la colcha. Es el 6 de diciembre de 2019. Llevamos apenas dos meses encontrándonos de forma glotona en distintas casas, cafeterías, habitaciones de hotel. La he conocido en una intimidad acelerada, pero no estoy segura de lo que piensa de todo esto. Sobre todo, no sé lo que pienso yo. Algunos días creo que nuestra unión en el sexo genera una estela de romanticismo donde no es posible discernir si lo que estamos sintiendo se sostendría una sola semana de no existir tal conexión. En general, aunque haya quien aún no se ha dado cuenta, follar bonito nos hace felices. Follar bonito varias horas al día cada día nos vuelve ingrávidos, optimistas y hasta incluso benevolentes.
Es un agobio tener que salir ya para llegar a tiempo al aeropuerto, porque no puedo perder ese avión y a la vez parece un sacrificio salvaje y absurdo separarme de su piel templada. De no ser por mamá, por la preocupación por mamá, que estanca pozas de agua negra en el paisaje, nunca elegiría dejar el cuarto antes de que a las doce una voz correcta y condescendiente llame desde recepción para recordarnos que nuestro tiempo se ha agotado.
Con las yemas de los dedos acariciando la redondez del pecho trato de recordar cómo nos conocimos. Tal vez busco una confirmación de que lo que estamos viviendo importa. Una noche, en un pequeño bar del Raval, se acercó a mi mesa, donde yo conversaba con Anna, una amiga que había sido primero amante. La saludó antes a ella, respetando los rituales, y después me soltó: «Hace unos días hablando con Dani supe que te acababas de mudar a Barcelona, si necesitas cualquier cosa, este es mi teléfono». Nunca había tardado tan pocos segundos en recibir un número. «¿Qué se supone que vas a necesitar?», ironizó Anna después. «No pierde el tiempo, la criatura, pero ¿cuántos años tiene, quince?». «Debe de tener alguno más… aunque lo está diciendo en plan amable, ¿no? Para enseñarme la ciudad». «Sara, a ti ya te hemos enseñado la ciudad». No era la primera vez que la veía, pero sí la primera que la tuve enfrente.
Semanas después, una de las noches de octubre en las que en señal de protesta ardieron las calles, nos encontramos de nuevo. Me invitó a un pequeño apartamento cerca del MACBA donde sus hermanas pequeñas y varias amigas bebían mientras miraban en las noticias las imágenes de los contenedores alimentando las llamas de la calle de al lado. Yo llevaba una botella de vino, que se abrió y se agotó sin casi percatarnos. No conocía a nadie allí, pero de algún modo era natural, siendo una recién llegada, compartir lo que fuera. Esa noche hablé de muchas cosas, sin medir demasiado mis palabras o pensar que podría ser prudente medirlas. Del nuevo trabajo en la universidad, del plan de mudanza con mi pareja. Ella me miraba a los ojos con insistencia, como intentando entenderme. Me acercaba la copa de vino, se ocupaba de mí. Cuando sus hermanas ya se habían marchado, y las que vivían en la casa quisieron irse a descansar, me llevó a un bar largo y estrecho, con muebles americanos y luz de vidrio pintado.
Se sentó frente a mí con las rodillas separadas y un codo apoyado en la pierna izquierda. Enseñaba las palmas de las manos al hablar y me preguntó si era feliz. Me preguntó qué creía yo que podría hacerme feliz. «Hay que soñar alto», dijo. «Debemos pedirle a la vida todo lo que queremos de ella, insistirle, estrujarla». Yo la miraba desde lejos, con una pasión más cansada, una pasión viva, en todo caso, pero dirigida hacia otros lenguajes y otros ritmos. ¿Estaba jugando a hacer terapia conmigo? Dijo que tal vez lo que yo necesitaba era que me amasen plenamente. Pronunció otras cosas que no recuerdo. ¿Qué quería en realidad? Deseaba saber si yo podía darle lo que andaba buscando. Al mismo tiempo era capaz de reconocer que una pasión ancha e insatisfecha nos hermanaba.
La siento en la boca como si fuese mi propio cuerpo entrando en un trance. No voy a poder explicar a nadie esa sensación sin sonar ñoña o mística o simplemente exagerada. Por supuesto, alargo el momento antes de salir del cuarto. Nos despedimos varias veces, con las lamparitas apagadas y el sol proyectando haces perpendiculares de luz. Tiene una marca de color escarlata brillante en forma de islote en el hombro izquierdo, por encima de la clavícula. Lleva en el cuello una cadena de oro con una cruz egipcia y la primera letra de su nombre, con un pequeño brillante engarzado. Algo no encaja, me extraña el brillo de la piedrita contra el oro y sobre la piel. Pero no soy capaz de reflexionar sobre lo que veo o escucho, solo puedo sentirme unida a ese cuello como si mi pulso se expresase también en él.
En la recepción pago la cuenta y añado un desayuno. «¿Para quién?», me preguntan. «Para la señorita, que dormirá unas horas más». A la pareja de recepcionistas le encanta el gesto. Sonríen con cierta emoción. Me aseguran muy educadamente que la señorita tendrá todo dispuesto sin ningún cargo cuando baje. Me piden un taxi y el conductor me ayuda con la maleta de mano. Es amable la energía de todas las personas con las que me cruzo esa mañana. También en el aeropuerto. Después recibo un mensaje de mi tía que dice que me recogerá en coche cuando aterrice en Asturias. Me reconforta no tener que esperar el autobús, así llegaré antes.
No sé si mamá se fue justo entonces, mientras yo recorría los pasillos del Prat buscando mi puerta de embarque. O después, cuando volaba. No he querido calcular los tiempos. No he querido preguntar. Una vez aterrizamos, aún en cabina, mi padre me lo comunicó por teléfono. Grité y respondí llorando, creo que demasiado alto para un espacio tan pequeño y lleno de gente. No recuerdo mi voz, pero sí que salió extraña, como de otro mundo. Los pasajeros estaban ocupados en recoger su equipaje a ambos lados del pasillo para abalanzarse hacia la salida y por eso nadie miró. O alguien lo hizo fugazmente y retiró la mirada con pudor. Tampoco sé qué significó para papá hacer la llamada. Lo que fuera que dijo lo comunicó como un profesional. Hacía un par de años que mis padres ni se saludaban por la calle. Su voz era pausada y me protegía. Yo no podía comprender esa broma, la puntualidad de la escena. Estaba llegando, iba a estar con ella. Estaba a punto de llegar.
«Hacía días que mamá había empezado a morir y yo estaba haciendo el amor», pienso mientras mi tía me lleva desde el aeropuerto a casa de mi abuela, para que salgamos todos juntos al tanatorio. Mi abuela, los tres hermanos de mi madre y yo. En el camino intento no preguntar si la muerte de mamá se precipitó después del suministro de paliativos la mañana anterior. Intento no caer en el error de buscar una explicación o algún culpable. La culpable tampoco he de ser yo, por haber pasado la noche sosteniendo un cuerpo vivaz, recién despierto al mundo, y no el de mi madre.
«Ya había dejado de hablar», dice mi tía mirando la carretera con ojos rosados tras las gafas. Llegaron los de paliativos a casa a traerle una cama especial, ella colaboró en el traslado de una camita a la otra. Después la sedaron, dijeron que le administraban suficiente para que no tuviese dolor; venían varios días festivos y podría haber menos servicio si surgiese una emergencia. Siempre le encantó dormir y consideraba esa parte sin duda la mejor de la vida, así que la creo cuando mi tía cuenta que sedada estaba plácida, en su medio.