I
Hazel
Durante el tercer ataque, Hazel estuvo a punto de comerse un canto rodado. Estaba mirando la niebla con los ojos entornados, preguntándose cómo era posible que costase tanto volar a través de una ridícula cordillera, cuando las alarmas del barco sonaron.
—¡Todo a babor! —gritó Nico desde el trinquete del barco volador.
De nuevo al timón, Leo tiró de la rueda. El Argo II viró a la izquierda, y sus remos aéreos hendieron las nubes como hileras de cuchillos.
Hazel había cometido el error de mirar por encima de la barandilla. Una oscura figura esférica se lanzó hacia ella. «¿Por qué la luna viene a por nosotros?», pensó. A continuación lanzó un grito y cayó sobre la cubierta. La enorme roca pasó tan cerca por encima de ella que le apartó el pelo de la cara.
¡CRAC!
El trinquete se desplomó; la vela, los palos y Nico cayeron en la cubierta. El canto rodado, aproximadamente del tamaño de una ranchera, se alejó en la niebla como si tuviera asuntos importantes que atender en otra parte.
—¡Nico!
Hazel se acercó a él con dificultad mientras Leo estabilizaba el barco.
—Estoy bien —murmuró Nico, retirando los pliegues de lona de sus piernas.
Ella le ayudó a levantarse, y se dirigieron a popa tambaleándose. Esa vez Hazel se asomó con más cuidado. Las nubes se apartaron lo justo para dejar ver la cima de la montaña situada debajo de ellos: una punta de lanza de roca negra que sobresalía de unas verdes pendientes cubiertas de musgo. En la cima había un dios de la montaña: un numina montanum, como los había llamado Jason. O también conocido como ourae, en griego. Se llamaran como se llamasen, eran desagradables.
Como los otros con los que se habían encontrado, llevaba una sencilla túnica blanca sobre una piel áspera y oscura como el basalto. Medía unos seis metros de estatura y era muy musculoso, con la barba blanca suelta al viento, el cabello despeinado y una mirada de demente, como un ermitaño loco. Gritó algo que Hazel no entendió, pero estaba claro que no era un saludo. Levantó con las manos otro pedazo de roca de su montaña y empezó a darle forma de bola.
La escena desapareció entre la niebla, pero cuando el dios de la montaña volvió a gritar, otros numina le contestaron a lo lejos y sus voces resonaron a través de los valles.
—¡Estúpidos dioses de las rocas! —gritó Leo desde el timón—. ¡Es la tercera vez que tengo que reparar el mástil! ¿Os creéis que crecen en los árboles?
Nico frunció el entrecejo.
—Los mástiles vienen de los árboles.
—¡Esa no es la cuestión!
Leo levantó uno de los controles, confeccionado a partir de un mando de Nintendo Wii, y lo giró. Una trampilla se abrió en la cubierta a escasa distancia y de ella salió un cañón de bronce celestial. A Hazel le dio el tiempo justo a taparse los oídos antes de que disparara al cielo una docena de esferas metálicas seguidas de un reguero de fuego verde. A las esferas les salieron pinchos en el aire, como las hélices de un helicóptero, y se alejaron en la niebla dando vueltas.
Un momento más tarde, una serie de explosiones crepitaron a través de las montañas, seguidas del rugido de indignación de los dioses de las montañas.
—¡Ja! —gritó Leo.
Lamentablemente, dedujo Hazel a juzgar por sus dos últimos enfrentamientos, el arma más reciente de Leo no había hecho más que molestar a los numina.
Otro canto rodado pasó silbando por los aires por el costado de estribor.
—¡Sácanos de aquí! —gritó Nico.
Leo murmuró unos comentarios poco halagadores sobre los numina, pero giró el timón. Los motores zumbaron. Las jarcias mágicas se tensaron, chasqueando, y el barco viró a babor. El Argo II ganó velocidad y se retiró hacia el noroeste, como habían estado haciendo durante los últimos dos días.
Hazel no se tranquilizó hasta que se alejaron de las montañas. La niebla se despejó. Debajo de ellos, la luz del sol de la mañana iluminaba la campiña italiana: colinas verdes y onduladas y campos dorados que no se diferenciaban mucho de los del norte de California. Hazel casi podía imaginarse que estaba regresando a su hogar en el Campamento Júpiter.
La idea le produjo pesar. El Campamento Júpiter solo había sido su hogar durante nueve meses, desde que Nico la había sacado del inframundo. Y, sin embargo, añoraba el campamento más que Nueva Orleans, su lugar de nacimiento, y desde luego más que Alaska, donde había muerto en 1942.
Añoraba su litera en los barracones de la Quinta Cohorte. Añoraba las cenas en el comedor mientras los espíritus del viento se llevaban los platos con toda rapidez y los legionarios bromeaban sobre los juegos de guerra. Quería pasear por las calles de la Nueva Roma cogida de la mano de Frank Zhang. Quería experimentar por una vez lo que era ser una chica normal, con un novio dulce y cariñoso.
Pero sobre todo quería sentirse a salvo. Estaba cansada de tener miedo y estar inquieta a todas horas. Se quedó en el alcázar mientras Nico se sacaba las astillas del mástil de los brazos y Leo pulsaba botones en la consola del barco.
—Qué marrón —dijo Leo—. ¿Despierto a los demás?
Hazel estuvo tentada de contestarle que sí, pero los otros tripulantes habían cubierto el turno de noche y se habían ganado el descanso. Estaban agotados de defender el barco. Daba la impresión de que cada pocas horas un monstruo romano quisiera zamparse el Argo II.
Unas semanas antes, Hazel no habría creído que alguien pudiera dormir en pleno ataque de unos numina, pero en ese momento se imaginaba perfectamente a sus amigos roncando bajo la cubierta. Cada vez que ella tenía ocasión de echar un sueño, dormía como si estuviera en coma.
—Necesitan descansar —dijo—. Tendremos que encontrar otra solución nosotros solos.
—¿Eh?
Leo miraba ceñudo su monitor. Con su camisa de trabajo hecha jirones y sus vaqueros salpicados de grasa, parecía que hubiera perdido un combate de lucha contra una locomotora.
Desde que sus amigos Percy y Annabeth habían caído al Tártaro, Leo había estado trabajando prácticamente sin descanso. Y había estado más furioso y todavía más motivado que de costumbre.
A Hazel le preocupaba, pero una parte de ella se alegraba del cambio. Cada vez que Leo sonreía y bromeaba se parecía demasiado a Sammy, su bisabuelo: el primer novio de Hazel, en 1942.
Uf, ¿por qué su vida tenía que ser tan complicada?
—Otra solución —murmuró Leo—. ¿Ves alguna?
En su monitor brillaba un mapa de Italia. Los montes Apeninos recorrían el centro de ese país con forma de bota. Un punto verde que representaba el Argo II parpadeaba en el lado oeste de la cordillera, a varios cientos de kilómetros al norte de Roma. El viaje debería haber sido sencillo. Tenían que llegar a un lugar llamado Epiro, en Grecia, y encontrar un antiguo templo llamado la Casa de Hades (o Plutón, como lo llamaban los romanos; o, como a Hazel le gustaba pensar en él, el padre ausente más lamentable del mundo).
Para llegar a Epiro solo tenían que ir todo recto hacia el este, cruzar los Apeninos y atravesar el mar Adriático. Pero no había salido de esa forma. Cada vez que intentaban cruzar la columna vertebral de Italia, los dioses de las montañas les atacaban.
Durante los últimos dos días habían viajado hacia el norte con la esperanza de encontrar un paso seguro, pero no habían tenido suerte. Los numina montanum eran hijos de Gaia, la diosa a la que Hazel tenía menos aprecio. Eso los convertía en enemigos acérrimos. El Argo II no podía volar a suficiente altura para evitar sus ataques; y a pesar de todas las defensas con las que contaba, el barco no podía atravesar la cordillera sin acabar hecho pedazos.
—Es culpa nuestra —dijo Hazel—. De Nico y de mí. Los numina nos perciben.
Miró a su hermanastro. Desde que lo habían rescatado de las garras de los gigantes, había empezado a recobrar las fuerzas, pero todavía estaba tan delgado que daba pena verlo. Su camiseta y sus vaqueros negros colgaban de su cuerpo esquelético. El largo cabello moreno enmarcaba sus ojos hundidos. Su tez color aceituna había adquirido un pálido tono blanco verdoso, como el color de la savia de los árboles.
En años humanos apenas tenía catorce, solo uno más que Hazel, pero la historia no acababa ahí. Al igual que Hazel, Nico di Angelo era un semidiós de otra época. Irradiaba una especie de antigua energía: una melancolía provocada por la conciencia de que su sitio no estaba en el mundo moderno.
Hazel no lo conocía desde hacía mucho, pero entendía y comprendía su tristeza. Los hijos de Hades (o Plutón, o como se llamase) casi nunca gozaban de vidas felices. Y a juzgar por lo que Nico le había contado la noche anterior, su mayor desafío les esperaba cuando llegaran a la Casa de Hades: un desafío que le había suplicado que ocultara a los demás.
Nico agarró la empuñadura de su espada de hierro estigio.
—A los espíritus de la tierra no les gustan los hijos del inframundo. Es cierto. Les irritamos. Pero creo que los numina han percibido el barco de todas formas. Transportamos la Atenea Partenos. Esa cosa es como un faro mágico.
Hazel se estremeció al pensar en la enorme estatua que ocupaba casi toda la bodega. Habían sacrificado mucho para salvarla de la cueva situada debajo de Roma, pero no tenían ni idea de qué hacer con ella. De momento, lo único para lo que parecía servir era para avisar a los monstruos de su presencia.
Leo recorrió el mapa de Italia con el dedo.
—Entonces, cruzar las montañas queda descartado. El problema es que se extienden muy lejos en las dos direcciones.
—Podríamos ir por mar —propuso Hazel—. Podríamos rodear el extremo sur de Italia.
—Es un trecho muy largo —dijo Nico—. Además, no tenemos… —se le quebró la voz—, ya sabéis…, a nuestro experto marino, Percy.
El nombre quedó flotando en el aire como una tormenta inminente.
Percy Jackson, hijo de Poseidón, probablemente el semidiós al que Hazel admiraba más. Percy le había salvado la vida muchas veces en el transcurso de su viaje a Alaska, pero cuando había necesitado la ayuda de Hazel en Roma, ella le había fallado. Hazel había observado impotente como él y Annabeth se desplomaban en el foso.
Hazel respiró hondo. Percy y Annabeth seguían vivos. Lo sabía en lo más profundo de su ser. Todavía podía ayudarlos si conseguía llegar a la Casa de Hades, si conseguía sobrevivir al desafío sobre el que Nico le había advertido…
—¿Y si seguimos hacia el norte? —preguntó—. Tiene que haber una abertura en las montañas o algo por el estilo.
Leo toqueteó la esfera de bronce de Arquímedes que había instalado en la consola: su más reciente y peligroso juguete. Cada vez que Hazel miraba esa cosa, se le secaba la boca. Temía que Leo se equivocara de combinación al girar la esfera y los tirara a todos por la borda, o que volara el barco, o que convirtiera el Argo II en una tostadora gigante.
Afortunadamente, tuvieron suerte. El objetivo de una cámara salió de la esfera y proyectó una imagen tridimensional de los montes Apeninos encima de la consola.
—No lo sé. —Leo examinó el holograma—. No veo ningún paso decente por el norte. Pero prefiero esa idea a dar marcha atrás hacia el sur. No quiero saber nada de Roma.
Nadie discutió ese punto. En Roma no habían tenido una buena experiencia.
—Hagamos lo que hagamos, tenemos que darnos prisa —les dijo Nico—. Cada día que Annabeth y Percy pasan en el Tártaro…
No hizo falta que terminara la frase. Tenían que confiar en que Percy y Annabeth sobrevivieran lo suficiente para encontrar el lado de las Puertas de la Muerte que daba al Tártaro. Y luego, suponiendo que el Argo II pudiera llegar a la Casa de Hades, podrían abrir las puertas por el lado mortal, salvar a sus amigos y sellar la entrada para impedir que las fuerzas de Gaia se reencarnaran en el mundo de los mortales una y otra vez.
Sí, nada podía fallar en el plan.
Nico contemplaba la campiña italiana debajo de ellos frunciendo la frente.
—Tal vez deberíamos despertar a los demás. Esta decisión nos afecta a todos.
—No —repuso Hazel—. Nosotros podemos encontrar una solución.
No estaba segura de por qué creía tan firmemente en ello, pero desde que habían partido de Roma, la tripulación había empezado a perder la cohesión. Habían aprendido a trabajar como un equipo. Y de repente, zas, sus dos miembros más importantes habían caído al Tártaro. Percy había sido el pilar del grupo. Les había infundido confianza cuando habían surcado el océano Atlántico y habían entrado en el mar Mediterráneo. En cuanto a Annabeth, ella había sido la líder de facto de la misión. Había rescatado la Atenea Partenos sin ayuda de nadie. Era la más lista de los siete, la que tenía respuestas a todo.
Si Hazel despertaba al resto de la tripulación cada vez que tenían un problema, empezarían a discutir de nuevo, y su desesperación aumentaría más y más.
Tenía que hacer que Percy y Annabeth se sintieran orgullosos de ella. Tenía que tomar la iniciativa. Le costaba creer que su único papel en la misión fuera el que Nico le había anunciado: despejar el obstáculo que les esperaba en la Casa del Hades. Apartó ese pensamiento de su cabeza.
—Necesitamos ideas creativas —dijo—. Otra forma de cruzar las montañas o una forma de escondernos de los numina.
Nico suspiró.
—Si estuviera solo, podría viajar por las sombras, pero no dará resultado con un barco entero. Y, sinceramente, ya no estoy seguro de tener fuerzas para transportarme.
—Yo podría fabricar algún tipo de camuflaje —dijo Leo—, como una cortina de humo para escondernos en las nubes.
No parecía muy entusiasmado.
Hazel se quedó mirando las onduladas tierras de labranza pensando en lo que habría debajo de ellas: el reino de su padre, el señor del inframundo. Había visto a Plutón en una ocasión pero entonces se había percatado de quién era. Desde luego nunca había esperado recibir ayuda de él, ni cuando estaba viva por primera vez, ni durante su estancia en el inframundo como espíritu, ni desde que finalmente Nico la había llevado de vuelta al mundo de los vivos.
Tánatos, sirviente de su padre y dios de la muerte, había insinuado que Plutón podía estar haciéndole un favor a Hazel al no prestarle atención. Después de todo, se suponía que ella no debía estar viva. Si Plutón reparaba en ella, podría ser que tuviera que volver a la tierra de los muertos.
Eso significaba que no era nada recomendable pedir ayuda a Plutón. Y sin embargo…
Por favor, papá, se sorprendió rezando. Tengo que encontrar una forma de llegar a tu templo en Grecia: la Casa de Hades. Si estás ahí abajo, muéstrame qué debo hacer.
Un movimiento fugaz en el borde del horizonte le llamó la atención: algo pequeño y beis que corría a través de los campos a una velocidad increíble, dejando una estela de vapor como la de un avión.
Hazel no podía creerlo. No osaba albergar esperanzas, pero tenía que ser…
—Arión.
—¿Qué? —preguntó Nico.
Leo lanzó un grito de alegría mientras la nube de polvo se acercaba.
—¡Es su caballo, tío! Te has perdido esa parte. ¡No lo hemos vuelto a ver desde que estuvimos en Kansas!
Hazel se rió por primera vez desde hacía días. Se alegraba mucho de ver a su viejo amigo.
A un kilómetro y medio hacia el norte, el pequeño punto beis rodeó una colina y se detuvo en la cumbre. Costaba distinguirlo, pero cuando el caballo se empinó y relinchó, el sonido llegó hasta el Argo II. A Hazel no le cabía duda: era Arión.
—Tenemos que reunirnos con él —dijo—. Ha venido a ayudarnos.
—Vale. —Leo se rascó la cabeza—. Pero, ejem, dijimos que no volveríamos a posar el barco en tierra, ¿recuerdas? Ya sabes, como Gaia quiere destruirnos y todo eso…
—Tú acércame, y usaré la escalera. —A Hazel le latía el corazón con fuerza—. Creo que Arión quiere decirme algo.
II
Hazel
Hazel no se había sentido tan feliz en toda su vida. Bueno, salvo quizá la noche del banquete de la victoria en el Campamento Júpiter, cuando había besado a Frank por primera vez, pero estaba casi tan contenta como entonces.
En cuanto llegó al suelo, corrió junto a Arión y le abrazó el pescuezo.
—¡Te he echado de menos! —Pegó la cara al cálido flanco del caballo, que olía a sal marina y manzanas—. ¿Dónde has estado?
Arión relinchó. Hazel deseó poder hablar el idioma de los caballos como Percy, pero captó la idea general. Arión parecía impaciente, como si estuviera diciendo: «¡No hay tiempo para sentimentalismos, muchacha! ¡Vamos!».
—¿Quieres que vaya contigo? —aventuró.
Arión agachó la cabeza y se puso a trotar sin moverse del sitio. Sus ojos marrón oscuro brillaban de forma apremiante.
Hazel seguía sin poder creer que estuviera allí. El caballo podía correr a través de cualquier superficie, hasta del mar. Había temido que no los siguiera a las tierras antiguas. El Mediterráneo era demasiado peligroso para los semidioses y sus aliados.
Arión no habría acudido si Hazel no lo hubiera necesitado desesperadamente. Y parecía muy agitado. Cualquier cosa capaz de poner nervioso a un intrépido caballo debería haber aterrado automáticamente a Hazel.
Sin embargo, estaba eufórica. Se había hartado de marearse por mar y por aire. A bordo del Argo II se sentía tan útil como una caja de lastre. Se alegraba de volver a pisar tierra firme, aunque fuera el territorio de Gaia. Estaba lista para montar.
—¡Hazel! —gritó Nico desde el barco—. ¿Qué pasa?
—¡Todo va bien!
Hazel se agachó e hizo brotar una pepita de oro de la tierra. Cada vez controlaba mejor su poder. Casi nunca aparecían ya piedras preciosas a su alrededor sin que ella lo deseara, y sacar oro del suelo era fácil.
Le dio de comer a Arión la pepita, su comida favorita. A continuación sonrió a Leo y a Nico, que estaban mirándola desde lo alto de la escalera treinta metros por encima.
—Arión quiere llevarme a alguna parte.
Los chicos se cruzaron miradas nerviosas.
—Ah… —Leo señaló al norte—. Por favor, dime que no te va a llevar allí.
Hazel había estado tan centrada en Arión que no se había fijado en las perturbaciones. A un kilómetro y medio de distancia, en la cima de la siguiente colina, se había acumulado una tormenta sobre unas antiguas ruinas de piedra: tal vez los restos de un templo o una fortaleza romana. Una nube con forma de embudo descendía serpenteando hacia la colina como un dedo negro.
Hazel notó un sabor a sangre en la boca. Miró a Arión.
—¿Quieres ir allí?
Arión relinchó como diciendo: «Ajá».
Bueno… Hazel había pedido ayuda. ¿Era esa la respuesta de su padre?
Esperaba que la respuesta fuera afirmativa, pero percibía algo en esa tormenta que no se debía a la intervención de Plutón, algo siniestro, poderoso y no necesariamente amistoso.
Aun así, era su mejor oportunidad de ayudar a sus amigos, de dirigir en lugar de seguir.
Se ciñó las correas de su espada de caballería hecha de oro imperial y subió al lomo de Arión.
—¡No me pasará nada! —gritó a Nico y a Leo—. No os mováis y esperadme.
—¿Cuánto? —preguntó Nico—. ¿Y si no vuelves?
—No te preocupes, volveré —prometió ella, confiando en que así fuera.
Espoleó a Arión y atravesaron como un rayo los campos, dirigiéndose de cabeza al tornado.
III
Hazel
El huracán engulló la colina en el seno de un remolino cónico de vapor negro.
Arión embistió recto contra él.
Hazel se vio en la cima, pero parecía que estuviera en otra dimensión. El mundo perdió su color habitual. Las paredes del huracán rodeaban la colina, de un negro oscuro. El cielo se agitaba grisáceo. Las ruinas se habían blanqueado tanto que casi brillaban. Hasta Arión había pasado de su color marrón caramelo a un oscuro tono ceniciento.
En el ojo del huracán el aire estaba quieto. Hazel notaba un frío hormigueo en la piel, como si se hubiera frotado con alcohol. Delante de ella, una puerta con forma de arco llevaba a través del muro cubierto de musgo hasta una especie de recinto.
Hazel no podía ver gran cosa en la oscuridad, pero notaba una presencia en su interior, como si fuera un pedazo de hierro cerca de un gran imán. Su atracción era irresistible y la arrastraba hacia delante.
Sin embargo, vaciló. Refrenó a Arión, y el caballo empezó a hacer ruido con los cascos mientras el terreno se resquebrajaba bajo sus pezuñas. Cada vez que pisaba, la hierba, la tierra y las piedras se volvían blancas como la escarcha. Hazel se acordó del glaciar de Hubbard, en Alaska, cuya superficie se había agrietado bajo sus pies. Se acordó del suelo de la horrible caverna de Roma que se había desmoronado y había precipitado a Percy y a Annabeth al Tártaro.
Esperaba que esa cumbre blanca y negra no se deshiciera debajo de ella, pero decidió que era preferible no pararse.
—Vamos, chico.
Su voz sonaba amortiguada, como si estuviera hablando contra una almohada.
Arión cruzó el arco de piedra trotando. Unos muros en ruinas bordeaban un patio cuadrado del tamaño aproximado de una pista de tenis. Otras tres puertas, una en medio de cada muro, conducían al norte, al este y al oeste. En el centro del patio, dos caminos adoquinados se cruzaban formando una cruz. La niebla flotaba en el aire; brumosos jirones de color blanco que se enroscaban y ondulaban como si estuvieran vivos.
No era una niebla cualquiera, advirtió Hazel. Era la Niebla.
Durante toda su vida había oído hablar de la Niebla: el velo sobrenatural que oscurecía el mundo mítico de la vista de los mortales. La Niebla podía engañar a los humanos, incluso a los semidioses, y hacerles ver monstruos como animales indefensos o dioses como gente corriente.
Hazel nunca había pensado en ella como humo de verdad, pero al observar cómo se ensortijaba alrededor de las patas de Arión, cómo flotaba a través de los arcos rotos del patio en ruinas, se le erizó el vello de los brazos. De algún modo lo supo: esa sustancia blanca era magia pura.
Un perro aulló a lo lejos. Normalmente Arión no le tenía miedo a nada, pero se encabritó, resoplando nervioso.
—Tranquilo. —Hazel le acarició el cuello—. Estamos juntos en esto. Voy a bajarme, ¿vale?
Hazel desmontó de Arión. El animal se volvió enseguida y echó a correr.
—Arión, espe…
Pero ya había desaparecido por donde había venido.
Menos mal que estaban juntos.
Otro aullido hendió el aire, esa vez más cerca.
Hazel se dirigió al centro del patio. La Niebla se pegó a ella como la bruma de un congelador.
—¿Hola? —gritó.
—Hola —contestó una voz.
La figura pálida de una mujer apareció en la puerta del norte. No, un momento… estaba en la entrada del este. No, la del oeste. Tres imágenes envueltas en humo de la misma mujer se dirigieron a la vez al centro de las ruinas. Su figura era borrosa, hecha de Niebla, y dejaba a su paso dos volutas de humo más pequeñas que corrían tras sus tobillos como animales. ¿Una especie de mascotas?
Llegó al centro del patio, y las tres figuras se fundieron en una sola. Se volvió sólida y se convirtió en una joven con una túnica oscura sin mangas. Tenía el cabello dorado recogido en una cola de caballo alta, al estilo de la antigua Grecia. Su vestido era tan sedoso que parecía que ondease, como si la tela fuera tinta derramándose por sus hombros. No aparentaba más de veinte años, pero Hazel sabía que eso no significaba nada.
—Hazel Levesque —dijo la mujer.
Era preciosa, pero pálida como una muerta. En Nueva Orleans, Hazel se había visto obligada a asistir al velatorio de una compañera de clase fallecida. Recordaba el cuerpo sin vida de la niña en el ataúd abierto. Su rostro había sido maquillado con elegancia, como si estuviera descansando, un detalle que a Hazel le había parecido aterrador.
Esa mujer le recordaba a aquella chica, salvo que los ojos de la mujer estaban abiertos y eran totalmente negros. Cuando ladeaba la cabeza parecía desdoblarse otra vez en tres personas distintas; brumosas imágenes reflejadas que se confundían, como la fotografía de alguien que se mueve demasiado rápido para ser captado.
—¿Quién es usted? —Los dedos de Hazel se movieron nerviosamente sobre la empuñadura de su espada—. O sea…, ¿qué diosa?
Hazel estaba segura de esa parte. La mujer irradiaba poder. Todo lo que las rodeaba —la Niebla que se arremolinaba, el huracán monocromático, el inquietante fulgor de las ruinas— se debía a su presencia.
—Ah. —La mujer asintió con la cabeza—. Deja que te dé un poco de luz.
Levantó las manos. De repente sostenía dos anticuadas antorchas de juncos en las que el fuego parpadeaba. La Niebla se retiró a los bordes del patio. A los pies de la mujer, calzados en unas sandalias, los dos etéreos animales cobraron forma sólida. Uno era un perro labrador. El otro era un roedor largo, gris y peludo con una máscara blanca en la cara. ¿Una comadreja, quizá?
La mujer sonrió con serenidad.
—Soy Hécate —dijo—. Diosa de la magia. Tenemos mucho de qué hablar si quieres sobrevivir esta noche.
IV
Hazel
Hazel quería huir, pero sus pies parecían pegados al suelo de color blanco brillante.
A cada lado de la encrucijada, dos oscuros hacheros metálicos brotaron de la tierra como tallos de plantas. Hécate fijó las antorchas en ellos y a continuación dio lentamente la vuelta alrededor de Hazel, observándola como si fueran la pareja de un inquietante baile.
El perro negro y la comadreja la siguieron.
—Eres como tu madre —concluyó Hécate.
A Hazel se le hizo un nudo en la garganta.
—¿La conoció?
—Por supuesto. Marie era adivina. Comerciaba con hechizos, maldiciones y grisgrís. Yo soy la diosa de la magia.
Aquellos ojos de un negro puro atraían a Hazel, como si trataran de extraerle el alma. Durante su primera vida en Nueva Orleans, los niños de la Academia St. Agnes la atormentaban insultando a su madre. Llamaban bruja a Marie Levesque. Las monjas murmuraban que la madre de Hazel comerciaba con el diablo.
«Si a las monjas les daba miedo mi madre —se preguntó Hazel—, ¿qué pensarían de esta diosa?»
—Muchos me temen —dijo Hécate, como si le hubiera leído el pensamiento—. Pero la magia no es ni buena ni mala. Es una herramienta, como un cuchillo. ¿Es malo un cuchillo? Solo si quien lo empuña es malo.
—Mi… mi madre… —dijo Hazel tartamudeando— no creía en la magia. En realidad, no creía. Solo la simulaba por dinero.
La comadreja chilló y enseñó los dientes. A continuación emitió un sonido estridente por la parte trasera. En otras circunstancias, una comadreja expulsando gases habría resultado graciosa, pero Hazel no se rió. Los ojos rojos del roedor la miraban con hostilidad, como pequeñas ascuas.
—Tranquila, Galantis —dijo Hécate. Se encogió de hombros como pidiendo disculpas—. A Galantis no le gusta oír hablar de incrédulos y estafadores. En otra época fue una bruja, ¿sabes?
—¿Su comadreja fue una bruja?
—En realidad, es una mofeta —dijo Hécate—. Pero sí, fue una desagradable bruja humana. Tenía una higiene personal terrible, además de unos graves… ejem, problemas digestivos. —Hécate sacudió la mano delante de su nariz—. Dio mala reputación al resto de mis seguidores.
—De acuerdo.
Hazel trató de no mirar a la comadreja. Lo cierto era que no quería saber nada de los problemas intestinales del roedor.
—De todas formas, la convertí en una mofeta —dijo Hécate—. Es mucho mejor como mofeta.
Hazel tragó saliva. Miró al perro negro, que estaba acariciando afectuosamente la mano de la diosa con el hocico.
—¿Y su perro…?
—Oh, es Hécuba, la antigua reina de Troya —dijo Hécate, como si saltara a la vista.
La perra gruñó.
—Tienes razón, Hécuba —dijo la diosa—. No tenemos tiempo para presentaciones. El caso es que aunque tu madre dijera que no creía, tenía auténticos poderes mágicos. Con el tiempo se dio cuenta. Cuando buscó un hechizo para invocar al dios Plutón, yo la ayudé.
—¿Usted…?
—Sí. —Hécate siguió dando vueltas alrededor de Hazel—. Vi el potencial que tenía tu madre. Pero veo todavía más potencial en ti.
A Hazel le empezó a dar vueltas la cabeza. Recordó lo que su madre había confesado momentos antes de morir: que había invocado a Plutón, que el dios se había enamorado de ella y que, por culpa de su insaciable deseo, Hazel había nacido maldita. Hazel podía invocar las riquezas de la tierra, pero la persona que las utilizaba sufría y moría.
Ahora esa diosa le estaba diciendo que ella había sido la responsable de todo.
—Mi madre sufrió por culpa de esa magia. Mi vida entera…
—Tú no habrías vivido de no ser por mí —dijo Hécate rotundamente—. No tengo tiempo para tu ira. Ni tú tampoco. Sin mi ayuda, morirás.
La perra negra gruñó. La mofeta chasqueó los dientes y expulsó unos gases.
Hazel se sentía como si los pulmones se le estuvieran llenando de arena caliente.
—¿Qué clase de ayuda? —preguntó.
Hécate levantó los brazos. Las tres puertas por las que había venido —la del norte, la del este y la del oeste— se arremolinaron con la Niebla. Un torbellino de imágenes en blanco y negro empezó a brillar y parpadear como las viejas películas mudas que todavía proyectaban en los cines cuando Hazel era pequeña.
En la puerta del oeste, unos semidioses griegos y romanos pertrechados con armaduras completas luchaban entre sí en una ladera bajo un gran pino. La hierba estaba llena de heridos y moribundos. Hazel se vio a sí misma montada en Arión, cargando a través del tumulto y gritando, tratando de poner fin a la violencia.
En la puerta del oeste, Hazel vio el Argo II desplomándose desde el cielo sobre los Apeninos. Su aparejo estaba en llamas. Un canto rodado chocó contra el alcázar. Otro perforó el casco. El barco reventó como una calabaza podrida, y el motor explotó.
Las imágenes de la puerta del norte eran todavía peores. Hazel vio a Leo inconsciente —o muerto—, cayendo a través de las nubes. Vio a Frank solo tambaleándose por un túnel oscuro, agarrándose el brazo, con la camiseta empapada en sangre. Y se vio a sí misma en una inmensa cueva llena de hilos de luz, como una red luminosa. Luchaba por abrirse paso mientras, a lo lejos, Percy y Annabeth permanecían tumbados sin moverse al pie de dos puertas metálicas negras y plateadas.
—Opciones —dijo Hécate—. Estás en una encrucijada, Hazel Levesque. Y yo soy la diosa de las encrucijadas.
El suelo retumbó a los pies de Hazel. Miró abajo y vio el destello de unas monedas de plata: miles de antiguos denarios romanos aflorando a la superficie a su alrededor, como si toda la cumbre estuviera entrando en ebullición. Las visiones de las puertas la habían agitado tanto que debía de haber invocado hasta el último pedazo de plata de la zona.
—En este sitio el pasado está cerca de la superficie —dijo Hécate—. En la Antigüedad, dos grandes vías romanas coincidían aquí. Se intercambiaban noticias. Se organizaban mercados. Los amigos se reunían y los enemigos luchaban. Ejércitos enteros tenían que elegir una dirección. Las encrucijadas siempre son un lugar de decisiones.
—Como… como Jano.
Hazel se acordó del templo de Jano en la colina de los Templos del Campamento Júpiter. Los semidioses iban allí para tomar decisiones. Lanzaban una moneda a cara o cruz y confiaban en que el dios con dos caras les aconsejara bien. Hazel siempre había detestado ese sitio. Nunca había entendido por qué sus amigos estaban dispuestos a dejar en manos de un dios la responsabilidad de elegir. Después de todo lo que Hazel había pasado, confiaba tanto en la sabiduría de los dioses como en una tragaperras de Nueva Orleans.
La diosa de la magia siseó indignada.
—Jano y sus puertas. Él te hace creer que todas las decisiones se reducen a blanco o negro, sí o no, dentro o fuera. En realidad, no es tan sencillo. Cada vez que llegas a una encrucijada, siempre encuentras como mínimo tres caminos que seguir… cuatro, si cuentas volver atrás. Ahora estás en uno de esos cruces, Hazel.
Hazel volvió a mirar cada puerta: una guerra de semidioses, la destrucción del Argo II, un final desastroso para ella y sus amigos.
—Todas las opciones son malas.
—Todas las opciones conllevan riesgos —la corrigió la diosa—. Pero ¿cuál es tu objetivo?
—¿Mi objetivo? —Hazel señaló las puertas en un gesto de impotencia—. Ninguno de esos.
La perra Hécuba gruñó. Galantis, la mofeta, correteó alrededor de los pies de la diosa, tirándose pedos y rechinando los dientes.
—Podrías retroceder —propuso Hécate—, volver sobre tus pasos hasta Roma… pero las fuerzas de Gaia cuentan con eso. Ninguno de vosotros sobreviviría.
—Entonces… ¿qué me propone?
Hécate se acercó a la antorcha más próxima. Recogió un puñado de fuego y esculpió las llamas hasta dar forma a un diminuto mapa en relieve de Italia.
—Podríais ir al oeste. —Hécate desvió su dedo del mapa de fuego—. Podríais volver a Estados Unidos con vuestro premio, la Atenea Partenos. Vuestros compañeros griegos y romanos se encuentran al borde de la guerra en tu hogar. Si partís ahora, podríais salvar muchas vidas.
—Podríamos —repitió Hazel—. Pero se supone que Gaia va a despertar en Grecia. Allí es donde se están reuniendo los gigantes.
—Cierto. Gaia ha fijado como fecha el 1 de agosto, la fiesta de Spes, la diosa de la esperanza, para subir al poder. Al despertar el día de la Esperanza, pretende destruir toda esperanza para siempre. Aunque llegarais a Grecia para entonces, ¿podríais detenerla? No lo sé. —Hécate recorrió las cimas de los llameantes Apeninos con el dedo—. Podríais ir al este atravesando las montañas, pero Gaia hará cualquier cosa para impedir que crucéis Italia. Ha despertado a sus dioses de las montañas contra vosotros.
—Nos hemos dado cuenta —dijo Hazel.
—Cualquier intento de cruzar los Apeninos supondrá la destrucción de vuestro barco. Irónicamente, esa podría ser la opción menos peligrosa para tu tripulación. Preveo que todos sobreviviréis a la explosión. Es posible, aunque poco probable, que pudierais llegar a Epiro y cerrar las Puertas de la Muerte. Podríais encontrar a Gaia e impedir que despierte. Pero para entonces los dos campamentos de semidioses estarían destruidos. No tendríais hogar al que regresar. —Hécate hizo una pausa y sonrió—. Lo más probable es que con la destrucción de vuestro barco os quedarais tirados en las montañas. Eso supondría el fin de vuestra misión, pero os ahorraría a ti y a tus amigos mucho dolor y sufrimiento en los días venideros. La guerra contra los gigantes tendría que librarse sin vosotros.
«Tendría que librarse sin nosotros.»
Una parte de Hazel se sentía atraída por la idea. Hacía tiempo que deseaba tener la oportunidad de ser una chica normal. No quería más dolor y sufrimiento para ella ni para sus amigos. Ya habían pasado mucho.
Miró detrás de Hécate, hacia la puerta central. Vio a Percy y Annabeth tumbados sin poder hacer nada ante aquellas puertas negras y plateadas. Una enorme figura oscura vagamente humanoide se cernía entonces sobre ellos, con el pie levantado como si fuera a aplastar a Percy.
—¿Y ellos? —preguntó Hazel con voz desgarrada—. ¿Percy y Annabeth?
Hécate se encogió de hombros.
—Oeste, este o sur… morirán.
—No es una opción —dijo Hazel.
—Entonces solo te queda un camino, aunque es el más peligroso.
El dedo de Hécate cruzó los Apeninos en miniatura y dejó una reluciente línea blanca entre las llamas rojas.
—Hay un paso secreto aquí, en el norte, un lugar donde reino, un lugar por el que Aníbal cruzó en una ocasión marchando contra Roma.
La diosa trazó una amplia curva hasta la parte superior de Italia, luego hacia el este hasta el mar y, a continuación, hacia abajo a lo largo de la costa occidental de Grecia.
—Cuando crucéis el paso, viajaréis hacia el norte hasta Bolonia y luego hasta Venecia. A partir de allí, navegad por el Adriático hasta vuestro objetivo: Epiro, en Grecia.
Hazel no sabía mucho de geografía. No tenía ni idea de cómo era el mar Adriático. En su vida había oído hablar de Bolonia, y lo único que sabía de Venecia eran vagas historias sobre canales y góndolas. Pero una cosa estaba clara.
—Nos desviaríamos mucho del camino.
—Por ese motivo precisamente Gaia no esperará que sigáis esa ruta —explicó Hécate—. Puedo ocultar vuestros progresos hasta cierto punto, pero el éxito de vuestro viaje dependerá de ti, Hazel Levesque. Debes aprender a usar la Niebla.
—¿Yo? —A Hazel le dio un vuelco el corazón—. ¿Usar la Niebla? ¿Cómo?
Hécate apagó el mapa de Italia. Movió la mano rápidamente hacia la perra Hécuba. La Niebla se acumuló alrededor del animal hasta quedar completamente oculto en un capullo blanco. La bruma se despejó emitiendo un «¡Puf!» audible. Donde antes estaba la perra apareció una gatita negra de aspecto malhumorado con los ojos dorados.
—Miau —se quejó.
—Soy la diosa de la Niebla —explicó Hécate—. Soy la responsable de mantener el velo que separa el mundo de los dioses del mundo de los mortales. Mis hijos aprenden a usar la Niebla en su provecho, a crear ilusiones o influir en la mente de los mortales. Otros semidioses también pueden hacerlo. Y tú también deberás hacerlo, Hazel, si quieres ayudar a tus amigos.
—Pero… —Hazel miró a la gata. Sabía que en realidad era Hécuba, la perra negra, pero le costaba creerlo. La gata parecía muy real—. No puedo hacerlo.
—Tu madre tenía ese don —dijo Hécate—. Tú tienes todavía más. Como hija de Plutón que ha regresado de entre los muertos, conoces el velo que separa los dos mundos mejor que la mayoría. Puedes controlar la Niebla. Si no la controlas… Bueno, tu hermano Nico ya te ha avisado. Los espíritus le han susurrado y le han revelado tu futuro. Cuando llegues a la Casa de Hades, te enfrentarás a una formidable enemiga. Una enemiga a la que no se puede vencer con la fuerza ni con la espada. Solo tú puedes derrotarla, y necesitarás magia.
A Hazel le flaquearon las rodillas. Se acordó de la expresión seria de Nico y de sus dedos clavándose en su brazo. «No se lo puedes contar a los demás. Todavía no. Su valor ya no da más de sí.»
—¿Quién? —preguntó Hazel con voz ronca—. ¿Quién es esa enemiga?
—No puedo decirte su nombre —contestó Hécate—. Eso la alertaría de tu presencia antes de que estuvieras lista para enfrentarte a ella. Ve hacia el norte, Hazel. Por el camino practica invocando la Niebla. Cuando llegues a Bolonia, busca a los dos enanos. Ellos te llevarán hasta un tesoro que te ayudará a sobrevivir en la Casa de Hades.
—No lo entiendo.
—Miau —se quejó la gatita.
—Sí, sí, Hécuba.
La diosa volvió a mover la mano, y la gata desapareció. La perra negra estaba otra vez en su sitio.
—Ya lo entenderás, Hazel —le prometió la diosa—. De vez en cuando, enviaré a Galantis a comprobar tus progresos.
La mofeta siseó, sus ojos rojos pequeños y brillantes rebosantes de malicia.
—Genial —murmuró Hazel.
—Antes de que llegues a Epiro, debes estar preparada —dijo Hécate—. Si tienes éxito, tal vez volvamos a vernos… para la batalla final.
Una batalla final, pensó Hazel. Qué alegría.
Hazel se preguntaba si podría evitar las revelaciones que veía en la Niebla: Leo cayendo a través del cielo; Frank dando traspiés en la oscuridad, solo y gravemente herido; Percy y Annabeth a merced de un oscuro gigante.
Detestaba los acertijos de los dioses y sus ambiguos consejos. Estaba empezando a aborrecer las encrucijadas.
—¿Por qué me ayuda? —preguntó Hazel—. En el Campamento Júpiter se decía que se había puesto de parte de los titanes en la última guerra.
Los ojos oscuros de Hécate brillaron.
—Porque soy una titán: hija de Perses y Asteria. Mucho antes de que los dioses del Olimpo llegaran al poder, yo dominaba la Niebla. A pesar de ello, en la primera guerra de los titanes, hace milenios, me puse de parte de Zeus contra Cronos. Era consciente de la crueldad de Cronos. Esperaba que Zeus resultara mejor rey.
Soltó una risita amarga.
—Cuando Deméter perdió a su hija Perséfone, secuestrada por tu padre, guié a Deméter una noche muy oscura con mis antorchas y la ayudé en su búsqueda. Y cuando los gigantes se alzaron por primera vez, me puse otra vez de parte de los dioses. Luché contra mi archienemigo Clitio, creado por Gaia para absorber y vencer toda mi magia.
—Clitio. —Hazel no había oído nunca ese nombre, pero solo con pronunciarlo notó una gran pesadez en las extremidades. Echó un vistazo a las imágenes de la puerta del norte: la enorme figura oscura que se cernía sobre Percy y Annabeth—. ¿Es el peligro que acecha en la Casa de Hades?
—Oh, os espera allí —dijo Hécate—. Pero primero debes vencer a la bruja. Si no lo consigues…
Chasqueó los dedos, y todas las puertas se oscurecieron. La Niebla se disolvió, y las imágenes desaparecieron.
—A todos se nos plantean opciones —dijo la diosa—. Cuando Cronos se alzó por segunda vez, cometí un error. Le apoyé. Me había hartado de que los supuestos dioses «importantes» no me hicieran caso. A pesar de mis años de servicio leal, desconfiaban de mí, se negaban a ofrecerme un asiento en su sala…
La mofeta Galantis chilló airadamente.
—Ya no importa. —La diosa suspiró—. He hecho las paces con el Olimpo. Incluso ahora, que están incapacitados (debatiéndose entre sus personalidades griegas y romanas), estoy dispuesta a ayudarles. Griega o romana, siempre he sido solo Hécate. Te echaré una mano contra los gigantes si demuestras que eres digna. Así que ahora la decisión es tuya, Hazel Levesque. ¿Confiarás en mí… o me rechazarás, como los dioses del Olimpo han hecho tantas veces?
A Hazel le resonaba la sangre en los oídos. ¿Podía fiarse de esa siniestra diosa, que había ofrecido a su madre la magia que había acabado con su vida? Tampoco le gustaban mucho ni la perra de Hécate ni su flatulenta mofeta.
Pero también sabía que no podía dejar morir a Percy y a Annabeth.
—Iré hacia el norte —dijo—. Tomaremos el paso secreto a través de las montañas.
Hécate asintió con la cabeza; había en su rostro un levísimo asomo de satisfacción.
—Has elegido bien, pero el camino no será fácil. Muchos monstruos se alzarán contra vosotros. Incluso algunos de mis sirvientes se han puesto del lado de Gaia con la esperanza de destruir vuestro mundo mortal.
La diosa cogió las antorchas de sus hacheros.
—Prepárate, hija de Plutón. Si triunfas contra la bruja, volveremos a vernos.
—Triunfaré —prometió Hazel—. ¿Y sabe qué, Hécate?, no voy a elegir uno de sus caminos. Voy a crear el mío propio.
La diosa arqueó las cejas. Su mofeta se retorció, y la perra gruñó.
—Vamos a encontrar una forma de detener a Gaia —dijo Hazel—. Vamos a rescatar a nuestros amigos del Tártaro. Vamos a mantener intacta la tripulación y el barco, y vamos a impedir que el Campamento Júpiter y el Campamento Mestizo vayan a la guerra. Vamos a hacer todo eso.
El huracán aulló, y las paredes negras de la nube con forma de embudo empezaron a arremolinarse más deprisa.
—Interesante —dijo Hécate, como si Hazel fuera el inesperado resultado de un experimento científico—. Sería una magia digna de ser vista.
Una oleada de oscuridad hizo desaparecer el mundo. Cuando Hazel recobró la vista, el huracán, la diosa y sus secuaces se habían esfumado. Hazel se encontraba en la ladera a la luz del sol matutino, sola en las ruinas sin más compañía que Arión, que se paseaba cerca de ella relinchando con impaciencia.
—Estoy de acuerdo —dijo Hazel al caballo—. Larguémonos de aquí.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Leo cuando Hazel subió a bordo del Argo II.
A Hazel todavía le temblaban las manos después de su conversación con la diosa. Miró por encima de la borda y vio como el polvo de la estela de Arión se extendía a través de las colinas de Italia. Había albergado la esperanza de que su amigo se quedara, pero no podía culparlo por querer escapar lo más rápido posible de ese sitio.
Los campos relucieron cuando el sol estival se reflejó en el rocío de la mañana. En la colina, las antiguas ruinas lucían un aspecto blanco y silencioso; ni rastro de antiguos senderos, ni diosas, ni comadrejas flatulentas.
—¿Hazel? —preguntó Nico.
Las rodillas le flaquearon. Nico y Leo la agarraron de los brazos y la ayudaron a sentarse en los escalones del alcázar. Se sentía avergonzada por desplomarse como la damisela de un cuento, pero se había quedado sin energía. El recuerdo de las brillantes imágenes de la encrucijada la embargaba de miedo.
—He visto a Hécate —logró decir.
No se lo contó todo. Recordó lo que Nico le había dicho: «Su valor ya no da más de sí». Pero les habló del paso secreto que cruzaba las montañas hacia el norte y del desvío que según Hécate podría llevarlos hasta Epiro.
Cuando hubo acabado, Nico le tomó la mano. Sus ojos estaban llenos de preocupación.
—Hazel, has visto a Hécate en una encrucijada. Es… es algo a lo que muchos semidioses no sobreviven. Y los que sobreviven no vuelven a ser los mismos. ¿Seguro que estás…?
—Estoy bien —insistió ella.
Pero sabía que no era así. Recordaba lo osada y furiosa que se había sentido, diciéndole a la diosa que encontraría su propio camino y triunfaría en todo. En ese momento su bravuconería le parecía ridícula. El valor la había abandonado.
—¿Y si Hécate nos está engañando? —preguntó Leo—. Esa ruta podría ser una trampa.
Hazel negó con la cabeza.
—Si fuera una trampa, creo que Hécate hubiera hecho que la ruta del norte pareciera más atrayente. Y, créeme, no lo hizo.
Leo sacó una calculadora de su cinturón portaherramientas y pulsó unas teclas.
—Esto está… a unos quinientos kilómetros del camino que tenemos que seguir para llegar a Venecia. Luego tendríamos que dar marcha atrás por el Adriático. ¿Y has dicho algo de unos enanos con colonia?
—Enanos de Bolonia —dijo Hazel—. Supongo que Bolonia es una ciudad. Pero no tengo ni idea de por qué tenemos que buscar a unos enanos allí. Tiene algo que ver con una especie de tesoro que nos ayudará en la misión.
—Ah —dijo Leo—. A ver, me encantan los tesoros, pero…
—Es nuestra mejor opción. —Nico ayudó a Hazel a levantarse—. Tenemos que compensar el tiempo perdido y viajar lo más rápido que podamos. Las vidas de Percy y Annabeth podrían depender de ello.
—¿Rápido? —Leo sonrió—. Puedo ir rápido.
Corrió a la consola y empezó a activar interruptores.
Nico agarró a Hazel del brazo y la llevó fuera del alcance del oído de Leo.
—¿Qué más te ha dicho Hécate? ¿Te ha dicho algo sobre…?
—No puedo —lo interrumpió Hazel.
Las imágenes que había visto la habían dejado anonadada: Percy y Annabeth desvalidos a los pies de aquellas puertas metálicas negras, el gigante oscuro que se cernía sobre ellos, Hazel atrapada en un brillante laberinto de luz, sin poder ayudarlos.
«Debes vencer a la bruja —había dicho Hécate—. Solo tú puedes derrotarla. Si no puedes conseguirlo…»
«El fin», pensó Hazel. Todas las puertas cerradas. Toda esperanza destruida.
Nico la había advertido. Él había estado en contacto con los muertos y les había oído murmurar sobre su futuro. Dos hijos del inframundo entrarían en la Casa de Hades. Se enfrentarían a un enemigo imposible. Solo uno de ellos llegaría a las Puertas de la Muerte.
Hazel no podía mirar a su hermano a los ojos.
—Te lo contaré más adelante —prometió, tratando de que no le temblara la voz—. Ahora deberíamos descansar mientras podamos. Esta noche cruzaremos los Apeninos.
V
Annabeth
Nueve días.
Mientras Annabeth caía pensó en Hesíodo, el antiguo poeta griego que había especulado que se tardarían nueve días en caer de la tierra al Tártaro.
Esperaba que Hesíodo estuviera equivocado. Había perdido la noción del tiempo que Percy y ella llevaban cayendo: ¿horas? ¿Un día? Parecía que hubiera pasado una eternidad. Habían estado cogidos de la mano desde que se habían caído en la sima. Percy la atraía hacia sí, abrazándola con fuerza mientras se precipitaban hacia una oscuridad absoluta.
El viento silbaba en los oídos de Annabeth. El aire se volvió más caliente y más húmedo, como si estuvieran cayendo en picado en la garganta de un enorme dragón. Notaba punzadas en el tobillo que se había roto hacía poco, pero no sabía si seguía envuelto en telarañas.
Aracne, ese monstruo maldito. A pesar de haber quedado atrapada en su propia tela, de haber sido aplastada por un coche y de haberse caído al Tártaro, la mujer araña se había vengado. Su seda se había enredado en la pierna de Annabeth y la había arrastrado por el borde del foso, seguida de Percy.
A Annabeth le costaba imaginar que Aracne siguiera viva debajo de ellos, en la oscuridad. No quería volver a ver a ese monstruo cuando llegaran al fondo. Por otro lado, suponiendo que hubiera un fondo, Annabeth y Percy probablemente quedarían aplastados con el impacto, de modo que las arañas gigantes eran la menor de sus preocupaciones.
Rodeó a Percy con los brazos y trató de no llorar. Nunca había esperado que su vida fuera sencilla. La mayoría de los semidioses morían jóvenes a manos de monstruos terribles. Así había sido desde la Antigüedad. Los griegos inventaron la tragedia. Sabían que los héroes más colosales no tenían finales felices.
Aun así, no era justo. Había pasado muchas penalidades para recuperar la estatua de Atenea. Y justo cuando lo había conseguido, cuando las cosas habían mejorado y se había reunido con Percy, habían sufrido la caída mortal.
Ni siquiera los dioses podían concebir un destino tan retorcido.
Pero Gaia no era como los demás dioses. La Madre Tierra era más mayor, más cruel y más sangrienta. Annabeth se la imaginaba riéndose mientras ellos caían en las profundidades de la tierra.
Annabeth pegó los labios a la oreja de Percy.
—Te quiero.
No estaba segura de que él pudiera oírla, pero si morían, quería que esas fueran sus últimas palabras.
Trató desesperadamente de idear un plan para salvarlos. Era hija de Atenea. Había demostrado su valía en los túneles situados debajo de Roma, había superado toda una serie de desafíos sin otra ayuda que su ingenio. Pero no se le ocurría ninguna forma de invertir ni ralentizar su caída.
Ninguno de los dos tenía el poder de volar, a diferencia de Jason, que podía controlar el viento, o de Frank, que podía convertirse en un animal alado. Si llegaban al fondo a velocidad terminal… Poseía suficientes conocimientos científicos para saber que la caída sería, efectivamente, terminal.
Se estaba preguntando seriamente si podrían fabricar un paracaídas con sus camisetas —así de desesperada estaba— cuando se operó un cambio a su alrededor. La oscuridad adquirió un matiz rojo grisáceo. Annabeth se dio cuenta de que podía ver el pelo de Percy mientras lo abrazaba. El silbido de sus oídos se convirtió en algo más parecido a un rugido. Empezó a hacer un calor insoportable, y el aire se impregnó de un olor a huevos podridos.
De repente, el foso por el que habían estado cayendo dio a una inmensa cueva. A unos ochocientos metros por debajo de ellos, Annabeth vio el fondo. Por un momento se quedó tan anonadada que no pudo pensar con claridad. Toda la isla de Manhattan podría haber cabido dentro de esa cueva, y ni siquiera alcanzaba a ver toda su extensión. Nubes rojas flotaban en el aire como sangre vaporizada. El paisaje —al menos, lo que ella podía ver— constaba de llanuras negras y rocosas, salpicadas de montañas puntiagudas y simas en llamas. A la izquierda de Annabeth, el suelo descendía en una serie de acantilados, como colosales escalones que se internaban en el abismo.
El hedor a azufre dificultaba la concentración, pero se centró en el suelo situado justo debajo de ellos y vio una cinta de un reluciente líquido negro: un río.
—¡Percy! —le gritó al oído—. ¡Agua!
Señaló frenéticamente. El rostro de Percy resultaba difícil de descifrar a la tenue luz roja. Parecía atónito y horrorizado, pero asintió con la cabeza como si la entendiera.
Percy podía controlar el agua… suponiendo que lo que había debajo de ellos fuera agua. Podría amortiguar su caída de alguna forma. Por supuesto, Annabeth había oído historias terribles sobre los ríos del inframundo. Podían arrebatarte los recuerdos o reducir tu cuerpo y tu alma a cenizas. Pero decidió no pensar en ello. Era su única oportunidad.
El río se precipitaba hacia ellos. En el último segundo, Percy gritó en tono desafiante. El agua brotó en un enorme géiser y se los tragó enteros.
VI
Annabeth
El impacto no la mató, pero el frío sí estuvo a punto de acabar con su vida.
El agua helada la dejó sin aire en los pulmones. Sus extremidades se quedaron rígidas, y Percy se le escapó. Empezó a hundirse. Extraños gemidos resonaban en sus oídos: millones de voces desconsoladas, como si el río estuviera hecho de tristeza destilada. Las voces eran peores que el frío. La arrastraban hacia abajo y le adormecían.
¿De qué sirve luchar?, le decían. De todas formas, ya estás muerta. Nunca saldrás de este sitio.
Podía hundirse hasta el fondo y ahogarse, dejar que el río se llevara su cuerpo. Eso sería más fácil. Podría cerrar los ojos…
Percy le agarró la mano y la devolvió a la realidad. No podía verlo en el agua turbia, pero de repente ya no quería morir. Bucearon juntos hacia arriba y salieron a la superficie.
Annabeth boqueó, agradeciendo el aire que respiraba, por sulfuroso que fuera. El agua se arremolinó a su alrededor, y se dio cuenta de que Percy estaba formando un torbellino para mantenerlos a flote.
No podía distinguir su entorno, pero sabía que estaban en un río. Los ríos tenían orillas.
—Tierra —dijo con voz ronca—, ve hacia un lado.
Percy parecía casi muerto de agotamiento. Normalmente el agua le vigorizaba, pero no era el caso de la que les rodeaba. Controlarla debía de haber consumido todas sus fuerzas. El remolino empezó a disiparse. Annabeth le agarró la cintura con un brazo y luchó a través de la corriente. El río se movía contra ella: miles de voces quejumbrosas susurrándole al oído, metiéndose en su cerebro.
La vida es desolación, decían. Todo es inútil, y luego te mueres.
—Inútil —murmuró Percy.
Le castañeteaban los dientes debido al frío. Dejó de nadar y empezó a hundirse.
—¡Percy! —gritó ella—. El río te está confundiendo la mente. Es el Cocito: el río de las lamentaciones. ¡Está hecho de tristeza pura!
—Tristeza —convino él.
—¡Lucha contra ella!
Annabeth agitó los pies y se esforzó por mantenerlos a los dos a flote. Otra broma cósmica para disfrute de Gaia: «Annabeth muere tratando de impedir que su novio, hijo de Poseidón, se ahogue».
«No vas a tener esa suerte, bruja», pensó Annabeth.
Abrazó más fuerte a Percy y le besó.
—Háblame de la Nueva Roma —le pidió—. ¿Qué planes tenías para nosotros?
—La Nueva Roma… Para nosotros…
—Sí, Cerebro de Alga. ¡Dijiste que allí podríamos tener un futuro juntos! ¡Cuéntamelo!
Annabeth nunca había querido abandonar el Campamento Mestizo. Era el único hogar real que había conocido. Pero hacía días, en el Argo II, Percy le había confesado que había imaginado un futuro para los dos entre los semidioses romanos. En la ciudad de la Nueva Roma, los veteranos de la legión podían establecerse, ir a la universidad, casarse e incluso tener hijos.
—Arquitectura —murmuró Percy. La niebla empezó a despejarse de sus ojos—. Pensé que te gustarían las casas y los parques. Hay una calle con unas fuentes muy chulas.
Annabeth empezó a avanzar contra la corriente. Notaba las extremidades como sacos de arena mojada, pero Percy ya la estaba ayudando. Podía ver la línea oscura de la orilla a un tiro de piedra.
—La universidad —dijo ella con voz entrecortada—. ¿Podríamos ir juntos?
—S-sí —asintió él, con un poco más de confianza.
—¿Qué estudiarías tú, Percy?
—No lo sé —reconoció él.
—Ciencias del mar —propuso ella—. ¿Oceanografía?
—¿Surf? —preguntó él.
Ella se rió, y el sonido lanzó una onda de choque a través del agua. Los gemidos se desvanecieron hasta convertirse en ruido de fondo. Annabeth se preguntó si alguien se habría reído en el Tártaro antes; una risa de alegría pura y simple. Lo dudaba.
Empleó sus últimas fuerzas para llegar a la orilla del río. Sus pies se hundieron en el fondo arenoso. Ella y Percy subieron a tierra, temblando y jadeando, y se desplomaron en la arena oscura.
Annabeth tenía ganas de
