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Prende fuego a la noche

Myriam M. Lejardi

Fragmento

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Después de morir, Vail estaba convencida de que era imposible que su vida se torciera más. Al fin y al cabo, ¿qué hay peor que despertar en un lugar desconocido, cubierta de tu propia sangre y rodeada de monstruos? Han pasado dos años desde aquello, pero recuerda perfectamente el dolor y el miedo que sintió. Sobre todo, el miedo.

Ahora, mientras arrastra por el pie el cadáver de un chico, a Vail siguen dándole miedo los monstruos. No los que se esconden bajo la cama y retuercen los sueños de los críos, sino los que se ocultan en los callejones de la ciudad.

Los que son como ella.

Porque es más difícil matarla que la primera vez, pero no imposible. Porque le han explicado muchas cosas, pero no todas. Y porque a Cian, que camina justo por delante de ella, el peligro de la situación parece resbalarle, como todo lo demás.

Va silbando una cancioncilla alegre, que resuena contra el metal de la máscara que casi siempre lleva puesta. Está pintada de blanco, con parches de cuero dorado pegados en algunas zonas, además de una rejilla que no deja ver sus ojos. Tiene forma de una cara de gato que siempre sonríe. Tras ella, Vail sabe que hay más y más máscaras, de las que están por debajo de la piel y por encima de la verdad.

El chico muerto con el que carga, al que le calcula unos veinte años, debe pesar setenta u ochenta kilos. Da igual, apenas lo nota, ni siquiera cuando se le enreda la ropa en las raíces de los árboles o en las piedras del suelo. Es fuerte, mucho más de lo que lo fue el cadáver en vida. O cualquier otro humano.

Cian se detiene, al fin. Agarra con las dos manos la pala que hasta entonces llevaba sobre el hombro y empieza a cavar.

—¿Dónde se supone que estamos? —le pregunta Vail.

—En ningún sitio —contesta, extendiendo un brazo para señalar la zona—. O en el lugar perfecto para enterrar a este pobre chaval, depende de cómo quieras verlo.

Ella lo suelta y, tras bufar con hastío, se recuesta sobre el tronco de un árbol y empieza a sacarse la suciedad que tiene bajo las uñas pintadas de negro.

—Este pobre chaval con el que hace unos días te estabas liando —acusa. Se le da muy mal expresar sus sentimientos, o muy bien dejárselos olvidados, pero parece que Cian la conoce mejor que ella misma. Su risa tintinea contra la máscara. Como no confirma nada, añade—: Os he pillado juntos por lo menos dos veces, cuando me has dejado tirada en las misiones. ¿Por qué lo has matado?

—Me ofendes —se burla él, llevándose las manos a la boca de metal en un gesto exagerado—, ¿por qué iba a matarlo si no lo conozco?

No es capaz de verle la sonrisa, pero la imagina. Ella también lo conoce, aunque no tanto como le gustaría. Se pregunta si alguien es capaz de hacerlo y lo pone en duda. Con Cian funciona así: lo mejor es dar por hecho desde el principio que miente. Porque lo hace, lo está haciendo en este preciso instante.

Hace media hora, Vail recibió una llamada suya. Después de un par de bromas y otro par de insinuaciones, el de la máscara le pidió que se reuniera con él en la ubicación que le mandaba, que ha resultado ser un descampado al lado de la autopista, a medio camino entre el Reformatorio, en el que se supone que debían de estar ya, y Madrid. Que tenía que echarle una mano «con un asuntillo», le dijo, que sería «cosa de media hora, querida, escaquéate cuando acabes con tu misión». Así que fue y se encontró a Cian sentado con las piernas cruzadas en el suelo, toqueteando el móvil, con el cuerpo inerte de ese chico al que están a punto de enterrar asomando por el maletero del coche.

—Te he visto con él —repite.

—Bueno, sí, pero conocer a alguien es un poquito más complicado y requiere más que unos cuantos revolcones, ya me entiendes. Es un concepto muy filosófico, ¿hasta qué punto podemos decir que conocemos a una persona que…?

—Basta. —La voz de Vail suena como un latigazo—. Si no me cuentas ahora mismo lo que ha pasado, me voy.

Ambos son conscientes de que es una amenaza vacía: lo quiere demasiado como para abandonarlo cuando la necesita, por mucho que odie que bromee cuando no toca.

—Vale, vale. Bueno, tal y como has dicho: hemos tenido varios momentos intensos de pasión desenfrenada de lo más satisfactorios, pero no lo he matado yo. Hace un rato, cuando iba a verlo, se ha dejado atropellar. Por un coche, me refiero, no por mí, que era la idea.

—Ajá. ¿Y por qué no lo has dejado donde estaba para que lo llevaran al hospital?

—Ya estaba muerto. Lo he hecho de buena fe, para ahorrarles la frustración a un montón de médicos y el posterior papeleo que tendrían que haber rellenado las autoridades. No arquees así las cejas, ¿por qué no me crees? Ya sabes que soy un sentimental. Me lo he traído para darle un entierro digno. Estoy pensando en soltar un discurso y todo.

Mientras Cian sigue parloteando sobre que, si pudiera, incluso lloraría, el muerto emite un quejido. Vail se tensa y abre mucho los ojos.

—No es posible… —murmura.

—Por supuesto que no.

—¿Cómo…?

—Debe de ser algún reflejo post mortem de esos.

—¡Cian!

El aludido da un respingo y se calla. Vail no grita casi nunca. Se enfada, suelta comentarios cortantes o resopla, pero no suele gritar. Si lo está haciendo ahora es porque está aterrada, porque que el novio (o lo que fuera) de Cian esté resucitando complica todavía más las cosas.

Sin perder el tiempo, la chica se lanza hacia lo que ahora es también un monstruo y le clava la mano en el pecho. Es mucho más fuerte y él todavía no ha terminado de convertirse, así que llega sin problemas al corazón y se lo arranca de cuajo. Le late en la mano ensangrentada, todavía vivo, hasta que lo aplasta y elimina uno de los mil problemas que sabe que van a tener a continuación.

El silencio baila en el viento y les revuelve el pelo. El de ella es blanco, liso y largo; el de él castaño, ondulado en las puntas y hasta la barbilla.

—¿Lo sabías?

Antes de contestar, Cian se encamina hacia el cuerpo. Se agacha para cogerlo de los tobillos y tira de él hasta dejarlo caer en el agujero que ha cavado.

—No.

—Mentiroso.

—Te lo juro, Vail, no tenía ni idea.

Su voz no suena a mofa, aunque tampoco a sinceridad. No es como cuando por las mañanas, en la cama, le promete que la quiere. Eso es cierto, como un axioma. No sabe si la quiere bien o simplemente como puede, pero, de momento, es suficiente.

Tampoco sabe cómo van a salir de esta.

—Ya nos han hecho el test genético y en una semana tenemos la Prueba. —La chica se deja caer en el suelo y se pinza el puente de la nariz—. ¿Qué coño hacemos?

No le dice que es imposible que sea una coincidencia que acabe de convertir a otra persona en vampiro ni que se supone que durante los dos primeros años nadie puede. Tampoco le vuelve a gritar, a preguntar que por qué miente o a exigir que confíe en ella. De algún modo enrevesado que solo Cian entiende, lo hace. Por eso la ha llamado.

Lo que sí que le dice es que están en peligro, que los rumores sobre las desapariciones ya claman en cada esquina del Reformatorio. Que van a ir a por él.

Y que no piensa permitirlo.

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Todas las noches sucede lo mismo.

El hambre que le palpita en la garganta y el despertador que suena a las diez menos cuarto. Ahora, a mediados de noviembre, eso significa que hace tiempo que el sol se ha ocultado. En verano, sin embargo, todavía es capaz de sentir su cosquilleo en la nuca. Como si estuviera esperándola fuera, amenazante, deseoso de que cometiera un error y se expusiera a él. No va a suceder. Para empezar, porque ni siquiera disfrutaba del día cuando todavía era humana; para seguir, porque la ventana de su habitación, idéntica a aquella en la que resucitó después de haber sido asesinada, está tapiada con tablones de madera. Más por decoración que por seguridad, Vail colgó delante unas telas andrajosas. Cuando las recogió de aquel contenedor de basura ya hacía tiempo que habían dejado de ser negras. Todavía no ha sido capaz de agenciarse un bote de pintura, así que las paredes, mohosas y descascarilladas, están cubiertas de pósteres de grupos de música y otras cosas que ha ido encontrando y le han llamado la atención: recortes de revistas, páginas sueltas de libros o un buen puñado de espejos, algunos de los cuales ni siquiera están rotos.

Tras gruñir, coge el móvil para apagar la alarma. Hoy no tiene un brazo rodeándole la cintura del que apartarse. Ayer volvieron a las tantas después de enterrar a aquel chico. Dejó que fuera Cian el encargado de mentir al guardia de la puerta (se le da mucho mejor que a ella) y, una vez entraron, se negó a dormir con él. Estaba demasiado enfadada y necesitaba pensar.

Así que dio vueltas y más vueltas en ese camastro incómodo, con los muelles resonando al ritmo de la rabia que sentía, mientras Lulu, su perra, la miraba con la cabeza inclinada. Ya que Cian no ocupa la otra mitad del colchón, el animal ha sido el que ha aprovechado para pasar el día a su lado. Está caliente y huele demasiado bien para el hambre que tiene. Por suerte para la rottweiler, la vampira no tiene intención de desayunársela. No la salvó de morir hace casi un mes para eso, cuando la encontró en un callejón con la garganta destrozada.

Le acaricia la cabeza antes de ponerse en pie y recorrer los escasos tres metros que separan su cama del otro extremo del cuarto, donde tiene una nevera diminuta. Dentro solo hay bolsas de sangre y comida para Lulu. Lo primero se lo proporciona el Reformatorio, lo segundo lo roba cuando sale.

La noche que llegó con la perra herida en brazos, tras una de sus misiones, todo el mundo dio por hecho que planeaba desangrarla. No hay ninguna norma que impida que se alimenten de animales, así que la dirección del centro se lo permitió. Una vez que descubrió que la había curado y que planeaba encargarse de ella, se limitó a advertirle que no la dejara corretear por las instalaciones si no quería que otra criatura la utilizara de aperitivo.

Mete una de las raciones de sangre en el microondas que tiene en un lateral del destartalado escritorio y la calienta.

—Eh, Lu. —Pese a que la perra no tiene voz, supone que por la lesión, oye perfectamente. Un poco peor que Vail, claro; más o menos al mismo nivel que un licántropo—. Venga, dormilona.

El animal se despereza en la cama y, tras un descomunal bostezo, baja hasta el cuenco en el que la vampira le está sirviendo la carne.

Puede que Vail no eche de menos el sol, pero sí el café. Por mucho que sacie su hambre, beber sangre recalentada con una pajita no sienta igual de bien que un chute de cafeína. Según lo que ha oído, cuando le permitan morder a humanos la cosa cambiará. Se le olvidará el sabor de cualquier otra cosa además de ese y el estómago dejará de arrugársele por el asco.

Lo duda, pero se adapta. Siempre lo hace. Se adaptó cuando abandonó a su padre para irse con aquella gente, se adaptó cuando la transformaron en un monstruo y se adaptará cuando tenga que clavarle los colmillos a una persona.

A lo que no tiene ni idea de cómo va a adaptarse es a la tesitura en la que los ha metido Cian, y eso la trastoca. Chasquea la lengua, tira a la papelera la bolsa de sangre ya vacía, se viste y sale por la puerta tras hacerle una carantoña a Lulu.

La habitación de Cian está justo al lado, pared con pared. Solo tiene que dar un par de pasos para llegar a su puerta. Es igual que todas las demás: de metal grueso pintado mil veces de verde, con un ventanuco de apenas diez centímetros que se abre por fuera. Tiene cerrojos a ambos lados, aunque ahora solo se usan los de dentro. No sirven de gran cosa si alguno de los profesores o de los guardias quiere entrar, pero aportan una falsa sensación de intimidad.

Llama dando tres golpes. Cuando el chico abre, con la máscara ya puesta, dice:

—¿Te apetece pasar? Todavía tenemos diez minutos antes de que empiece la clase y te juro que solo necesito dos y medio para…

En lugar de esperar a que termine de hablar, la vampira chasquea la lengua con fastidio, da media vuelta y emprende la marcha hacia el Aula Azul.

El rostro de Cian (sin la máscara, el de verdad) no fue el primero que vio cuando revivió, pero sí el primero que no le dio miedo. Se aferró a él como a un clavo ardiendo. Lo usó para no volverse loca, pese a lo mucho que odia confiar en la gente o dejarla entrar en su vida. Así que ahora lo necesita, igual que a esas insípidas raciones de sangre que toma cada día. Y le guarda rencor por ello, da lo mismo que Cian no tenga la culpa.

Pese al vínculo o al millón de insinuaciones que él le hace, nunca ha pasado nada entre ambos más allá de haber dormido juntos cientos de veces. Un día se mordieron el uno al otro solo para comprobar a qué sabía la sangre viva, y resultó ser una idea horrible porque precisamente la sangre que recorría sus venas estaba igual de muerta que el resto de sus órganos. Recuerda que tras vomitar, se rieron y especularon sobre cómo sería la de una persona. Ella dijo que, si era tan buena como les habían prometido, seguro que se parecía a una hamburguesa tras una noche de fiesta. Él apostaba por el pollo porque, en su opinión, la mayoría de las cosas saben a pollo. Llevaban apenas unos meses en el Reformatorio y aún no les habían permitido salir, así que supone que todavía no le estaba mintiendo. ¿Qué le diría ahora?

Tampoco es que Vail esté convencida de que Cian no se le insinúa en serio, pero lo ha visto con las personas (y monstruos) suficientes como para saber que es una barrera que no piensa dejarle traspasar. La última que le queda con él.

Hace dos años, pocos días después de que entrara, Vail escuchó el rumor de que el Reformatorio había sido antes una cárcel de menores. Todavía no sabe si es verdad, aunque los barrotes en las ventanas, la valla acabada en alambre de espino del patio y las puertas blindadas encajan con la leyenda urbana.

Es gracioso que la Colmena decidiera usar un lugar como aquel para criaturas como ellos. Gracioso y poco más, ya que las medidas de seguridad que quizá contuvieran a los chavales en el pasado no sirven de nada contra los monstruos que ahora esconde el centro.

Por eso hay tres guardias, además del profesorado: un vampiro y dos licántropos. En vista de lo grande que es y de la cantidad de seres que alberga, podría pensarse que no son suficientes. Lo cierto es que es posible escapar, los hay que lo han conseguido.

A ninguno de ellos le ha durado la libertad más de un par de semanas.

Lo único positivo del Reformatorio es que sus reglas son sencillas:

1) Acude a clase cuando te toque.

2) Permanece en el recinto hasta que se te exija lo contrario.

3) Haz tus misiones de forma eficaz, en el menor tiempo posible.

4) No agredas, te comas o mates a ningún compañero, ni siquiera a los que ya están muertos.

A Cian, que está sentado a su lado en el Aula Azul, parloteando sobre lo trágico que le resulta que ella siempre vista de negro cuando el verde le quedaría de maravilla, se le da especialmente mal respetar las tres primeras. Por suerte para él, Vail siempre lo cubre.

Ahora, sin embargo, no solo ha roto las reglas del Reformatorio, sino también las de la propia Sociedad del Subsuelo. Y la policía de la Sociedad del Subsuelo no es como la del mundo de los humanos, igual que la Colmena no es como el gobierno. Los segundos hacen la Ley y ordenan a los primeros que destrocen al que la incumpla.

Dicen que hay juicios, también dicen que es imposible ganarlos.

Está prohibido para los vampiros que aún no han pasado la Prueba alimentarse de un humano. El motivo, que les repitieron hasta la saciedad durante su primer año en el centro, es muy sencillo: solo un 2 % de ellos son capaces de transformar a una persona y las conversiones están estrictamente reguladas por la Colmena para que el número de vampiros no aumente hasta dejar de ser un secreto a los ojos del mundo. Por eso les hacen una prueba genética antes de dejarlos libres, con la que les confirman si pertenecen o no a ese porcentaje. De ser así, tras graduarse se les asignaría un lugar en el que asentar su propio nido.

Aunque los rumores hablan de otra cosa.

Las paredes del Reformatorio están cubiertas de azulejos rajados, pintadas furiosas y secretos. De los que todos se enteran, aunque nadie sepa de dónde parten. De los que erizan el vello de la nuca y chillan que salgas de ahí lo más rápido posible.

Frente a Vail y Cian, anotando sin parar en la pizarra, un licántropo imparte Estructura Gubernamental. No está prestando atención. Lo único que necesita saber ahora de la Colmena es que es peligrosa.

—Cuando acabemos, iremos a hablar con ellos —murmura lo suficientemente bajo como para que solo su amigo la escuche.

Cian interrumpe su diatriba de inmediato. Al apoyar la máscara sobre la madera de la mesa, el metal resuena y el profesor, después de comprobar de reojo que se trata de él, sacude la cabeza y sigue con la explicación.

—Por favor, dime que no te refieres a Vel, Tret y Drit. Me dan escalofríos.

Vel, Tret y Drit son los únicos banshees que hay en el Reformatorio y nadie soporta estar más de unos minutos a solas con ellos. Pero son los que llevan allí el tiempo suficiente como para conocer qué secretos son ciertos y qué secretos, no. Y lo más importante: de dónde parten.

—Me da lo mismo que no te gusten, vamos a hacerlo.

—La última vez vaticinaron que me moriría —se queja el vampiro—. Los tres. ¿Cómo es posible? No puedo morirme y no morirme a la vez.

—Ya estás muerto.

—No del todo. Supongo que ese fue el que dijo la verdad a medias. Quizá me estuvieran vacilando, ¿son capaces de hacer eso?

—No tengo ni idea, pero lo dudo.

Hay muy pocas banshees en el mundo y nacen en grupos de tres. La gran mayoría son mujeres, aunque de vez en cuando surgen en forma de hombre (como Vel, Tret y Drit). Lo que no varía es que siempre hay una que no es capaz de mentir, otra que solo puede hacerlo y una última que baila entre ambos extremos. El problema es que nadie sabe quién es quién porque son exactamente iguales; ni siquiera existe la certeza de que no se intercambien los roles o los nombres. Y han vuelto locas a las criaturas suficientes como para que no apetezca esforzarse por tratar de averiguarlo.

—Podemos arreglárnoslas sin su ayuda —insiste Cian. Interpreta correctamente el silencio obstinado de Vail y emite un que­jido lastimero—. Ve tú, si quieres. Te prometo que haré algo de provecho mientras tanto. Voy a llamar a alguien que conozco. —­Ante la ceja arqueada de la otra, concreta, bajando todavía más la voz—: Creo que puede ayudarnos si decidimos salir de aquí.

La clase termina cuando el profesor les recuerda que en cinco días algunos de ellos tienen que presentarse a su Prueba:

—Procurad no llegar tarde —dice con esa jovialidad tan propia de los licántropos que saca a Vail de quicio—. Debéis esperar en la entrada de la capilla a las once menos cuarto. Quince minutos después, os irán llamando para que paséis de uno en uno. En el caso de los vampiros, los miembros del Tribunal tendrán los resultados de vuestras pruebas genéticas y se os informará de los mismos una vez que acabe la evaluación. —Se cruza de brazos cuando escucha un coro de risitas mal disimuladas al fondo de la clase—. ¿Pensáis aprobar esta vez o planeáis quedaros otro año aquí?

No necesita girarse para saber que está hablando con Vel, Tret y Drit. Llevan suspendiendo la Prueba desde que Vail entró en el Reformatorio y, por lo que parece, seguirán hasta mucho después de que se vaya. Si los rumores son ciertos, en una de sus últimas misiones decidieron desviarse para exhumar unos cuantos cadáveres de un cementerio y darse un atracón.

Se supone que los monstruos solo tienen que pasar dos años en el centro. Tras el primero, puramente teórico, les encargan tareas que hacer en el exterior con las que se evalúa, entre otras cosas, su capacidad para desenvolverse entre los humanos sin llamar la atención. Si en la Prueba el jurado, compuesto por representantes de varias especies y un miembro de la Colmena, decide que la criatura no está lista, tiene que permanecer en el Reformatorio y esperar al curso siguiente para ser examinada de nuevo.

Incluso si una vez fuera se considera que tu comportamiento pone en peligro a la Sociedad del Subsuelo, pueden volver a traerte. O borrarte del mapa, dependiendo de lo grave que sea tu error.

—Nos encanta este lugar —dice uno de los banshees.

—Me apuesto mi camisa de flores nueva a que ese es el que miente —bisbisea Cian.

En el Reformatorio hay un patio que antes se usaba para practicar deporte. Todavía quedan una portería y un par de canastas, aunque están corroídas por el tiempo y ya nadie las utiliza. En esa zona suelen estar los fantasmas, a los que de todos modos ningún humano que pasara por la calle sería capaz de ver. De hecho, solo los vampiros, la Colmena y las banshees pueden hacerlo. El resto de criaturas, como mucho, consiguen sentir una presencia extraña. Cierta sensación de incomodidad, parecida a cuando intuyes que alguien te está mirando.

Tampoco es que en los alrededores del Reformatorio haya edificios o suela circular la gente. El pueblo más cercano está a unos diez kilómetros. De vez en cuando un grupo de chavales decide acercarse a la zona: para demostrar que son valientes, para hacerse un par de fotos. En la mayoría de las ocasiones el instinto los obliga a salir corriendo. Cuando no pasa, los guardias se encargan de que no puedan volver a correr jamás.

Los fantasmas son, de lejos, las criaturas más inofensivas que hay allí y las que más abundan en el mundo, por eso la Colmena suele dejarlos a su aire y solo los manda al Reformatorio cuando se juntan unos cuantos especialmente rencorosos y se dedican a atormentar a los humanos. Como solo son peligrosos en grupos grandes, se limitan a separarlos todo lo posible. Ni siquiera les importa que dos de los guardias y varios de los profesores no sean capaces de verlos: dan por hecho que el tedio que les supone pulular por ahí los hará escarmentar.

Y si no, tal y como sucedió al poco de que Vail llegara al Reformatorio, mandan a las banshees a eliminarlos.

La vampira cruza por el patio interior para ir al invernadero, donde Vel, Tret y Drit pasan su tiempo libre.

—¡Eh, nena! ¿Te apetece que vayamos a dar una vuelta? Tengo algo aquí dentro que podría interesarte…

Ignora el grito del chaval que se agarra la entrepierna y las risotadas de los que lo acompañan.

—Tío, no la llames así —dice otro—, ¿no te das cuenta de que podría ser tu madre?

«O abriros en canal y dejaros secar al sol», piensa Vail sin detenerse.

—¡Qué dices! ¡No aparenta más de dieciocho!

—¿Y? Es una vampira —interviene una chica que le da patadas a un balón—. Podría haber muerto hace tela de tiempo.

—Calmaos, ya sabéis lo que…

Lo saben, pero les da igual. Los dos primeros críos ignoran al adulto que los vigila y siguen gritándose. Cada vez más acelerados, cada vez menos humanos. De reojo, Vail ve cómo uno de ellos empieza a cambiar. El otro, ante la amenaza, ni siquiera tiene tiempo de quitarse la ropa, así que la destroza cuando los músculos se ensanchan y su cuerpo escuchimizado da paso al monstruo.

La mayoría de los licántropos que hay en el Reformatorio tienen entre trece y dieciséis años y las hormonas no ayudan al escaso control del cambio que poseen al principio.

Deja los ruidos de gruñidos y mordiscos atrás, a sabiendas de que el resto no tardará en unirse a la pelea. Por suerte para ellos y por desgracia para Vail, estos encontronazos acaban rápido y, gracias a su capacidad para regenerarse, con pocos heridos.

Suspira antes de abrir la puerta que da acceso al invernadero y se prepara para la peste a descomposición. No necesita respirar más que para coger aire antes de hablar, pero es un hábito que todavía no ha sido capaz de quitarse.

Aquel lugar está lo suficientemente lejos del resto de zonas comunes para que los demás puedan fingir con más comodidad que su existencia es un poco menos miserable de lo que en realidad es. Porque eso es lo que hacen las banshees: disfrutar de la desgracia ajena y, si pueden, provocarla. No se alimentan de ella, sino de cosas que hace mucho tiempo que dejaron de estar vivas. Los cadáveres humanos son sus favoritos, aunque allí contentan a Vel, Tret y Drit con animales descompuestos cubiertos de larvas.

Los cristales que cubren el invernadero están, o bien rotos, o bien opacos por la suciedad. El olor le golpea en las fosas nasales y los huesos crujen bajo sus botas de plataforma mientras avanza. Rata, gato, perro, ¿vaca? Ya no hay plantas allí, solo tierra seca mezclada con sangre sobre la que corretean los insectos. Y al fondo, sobre una estantería de metal oxidada, están Vel, Tret y Drit.

Parecen niños de unos cinco o seis años, aunque en realidad rondarán los dieciocho. Las banshees aparentan tener tres veces menos edad de la que en realidad tienen. Todo lo relacionado con estas criaturas gira en torno al número tres.

Uno de los críos, el que está sentado arriba del todo, balancea las piernas y sonríe. Tienen los dientes negros, al igual que la lengua, los labios y los ojos. Sobre su piel olivácea, Vail distingue perfectamente un río de venas tan oscuras como la brea, y se pregunta cómo sabrá su sangre. Seguro que fatal, que ni siquiera es sangre, sino una sustancia tóxica tan podrida como todo lo que ingieren.

—¿Has venido a que te digamos lo que te depara el futuro? —­pregunta el que está más abajo, al tiempo que aplasta una cucaracha con el dedo.

Vail contiene una mueca de asco cuando la criatura se la mete en la boca y mastica.

—No, he venido a por información.

—¿En serio? —El tercero juega a apilar huesos. No la mira, concentrado en su tarea, pero suelta una risita que se le clava de punta en la parte baja de la columna—. Pues es de los mejores de este lugar.

¿Será ese el que miente? ¿El que dice la verdad?

—Quiero saber de dónde sale el rumor de que están cargándose a los vampiros conversores.

Los tres entrecierran los ojos y las sonrisas les trepan por las mejillas como si fueran serpientes. Contestan a la vez:

—De uno de los tuyos.

—De Luc.

—De los Gemelos.

Si no atentara contra las normas, si no supiera que se regenerarían al instante, Vail les arrancaría la cabeza del cuerpo de un puñetazo.

«Piensa», se exige.

Luc es uno de los licántropos más jóvenes, un niño que lleva poco más de cuatro meses en el Reformatorio. Es poco probable que se haya enterado de algo.

Los Gemelos, por otra parte, son los vampiros a cuyo nido pertenecerá Vail cuando acabe el curso. O pertenecería, porque cada vez tiene más claro que han de salir de ahí. Solo los vio una vez, cuando la mataron. Por lo que tiene entendido, desde hace poco son los encargados de que los nuevos vampiros conversores se habitúen al funcionamiento de sus nidos.

Cree que es una verdad a medias, pero con esos monstruos no puede estar segura. Si fuera el caso, supondría que alguno «de los suyos» (o sea, otro vampiro) ha sido el que ha extendido el rumor, ¿quizá en base a algo relacionado con los Gemelos?

Patea una piedra, molesta. Parece que va a tener que hablar con su ex.

Da media vuelta sin despedirse, rumbo a la cuarta planta, donde casi con total seguridad estará Claudia. Por desgracia, todavía es capaz de oírlos cuando uno dice:

—Te encantará su sangre, es una lástima que vaya a morir.

Cierra de un portazo. Quiere que le dé igual a quién se refiera la profecía que le acaban de hacer. Sin embargo, mientras sube por las escaleras a grandes zancadas, se pregunta cuál de los tres ha hablado.

Los vampiros se juntan en la cuarta planta del edificio porque prefieren los lugares altos y porque es el sitio más tranquilo. La habitación que se han agenciado está llena de sofás viejos, alfombras raídas y toda la tecnología que han ido recogiendo por ahí. Los más antiguos la disfrutan porque no la conocen, los más nuevos porque ya no saben vivir sin ella.

A tres de los doce vampiros que hay en el Reformatorio los conoció antes de morir. Vivían en la misma casa okupa que ella. Por lo que le han contado los demás, sus situaciones no eran muy diferentes. Al fin y al cabo, es más seguro convertir a gente a la que nadie echará de menos, especialmente si la cosa sale mal. Además, es sencillo ganarse la lealtad de aquellos que antes no tenían nada, aunque lo que les ofrezcas a cambio sea una mierda.

Encuentra a Claudia tumbada boca arriba sobre una de las alfombras de pelo y, sin permiso, se le cuela una imagen por detrás de los ojos. De las dos juntas en una posición similar, en su cama en lugar de en el suelo. Vail acariciándole la cabeza rapada, la otra besándole la piel con sus finos labios. Unas semanas después, la promesa que lo rompió todo en mil pedazos, ese «siempre estaremos juntas» que Vail convirtió en una mentira al terminar con la relación.

Sabe que los «siempre» caducan, así que ya no se permite siquiera contemplarlos como posibilidad. Cuando los ve, les prende fuego.

Ahora Claudia está con otra chica y parece feliz. Escuchan música juntas, compartiendo unos auriculares, mientras ríen y entrelazan las manos.

Se acerca a ambas y nota que el resto de vampiros finge seguir a lo suyo. No sabe si es la perspectiva de la inmortalidad la que los ha vuelto así o es una de esas cosas de tu humanidad que conservas agazapadas al fondo, pero la mayoría de los que ha conocido son unos cotillas. Cian el que más.

—Tenemos que hablar.

Se lo dice desde arriba, con la misma voz desapasionada que emplea siempre. La que a Claudia tanto le gustaba al principio y de la que tanto se quejó al final. Tuerce esos labios finos que ahora besan a otra y enseña los dientes. No le afecta que la odie, pero le da lástima. Es complicado arrancarse de raíz a alguien al que odias. Ella misma no ha podido hacerlo con su padre.

—No tengo nada que hablar contigo, Verónica.

Llega su turno de enseñar los dientes. Un chico cercano, que las observa sin disimulo por encima de su libro, emite un silbido. Es un golpe bajo. No son pocos los vampiros que deciden cambiar su nombre una vez los convierten. Un sustantivo para la vida y otro para lo que va después, para la criatura en la que te han convertido sin pedir permiso.

Verónica tenía gritos en la lengua y lágrimas que se le escapaban y desfilaban por sus mejillas. Tenía una familia, menos muros en torno al corazón y las manos limpias de sangre.

Vail no.

Está a punto de contestar que, como no se levante, la sacará de los pelos de la habitación. Se contiene porque la última vez que se peleó con un vampiro (un idiota que le ofreció dinero a cambio de morder a Lulu) le arrancó una pierna y la metieron siete días en aislamiento. Además de que es poco probable que colabore si la cabrea.

—Es sobre Mik.

Por muy enfadada que esté, Claudia no es tonta. Hay temas de los que no conviene hablar cuando hay cerca tantos oídos curiosos y tantas bocas a las que les encanta vomitar secretos. Le susurra algo a su chica y se incorpora. Es casi una cabeza más alta que Vail. No ahora, que lleva las botas puestas; lo sabe de cuando no tenía que usarlas. Ni las botas ni ninguna otra cosa.

Aborrece a la gente alta. Midiendo apenas un metro sesenta, «la gente alta» es casi todo el mundo, así que aborrece a casi todo el mundo.

Sale de la estancia seguida de la otra vampira y camina por un pasillo oscuro en el que ambas ven perfectamente. A izquierda y derecha hay habitaciones llenas de trastos que no se han podido aprovechar: sillas y mesas rotas, pizarras cubiertas de grafitis y cosas así. Entran a una de las del fondo.

Claudia se apoya contra la pared, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Hasta que no empieza a taconear con impaciencia en el suelo, Vail no se decide a hablar. No lo hace solo por molestarla, sino porque sabe que tiene que ir con cuidado.

Pese a que su relación no funcionara, confía en ella. O, al menos, confía más en ella que en el resto de monstruos que pueblan el Reformatorio. Con la excepción de Lulu, que es un perro, y Cian… En el que en realidad no confía porque está convencida de que miente más que habla, pero al menos cuenta con que no va a traicionarla.

Porque de eso va la cosa, de traiciones. Cuando te encierran en un lugar que se cae a pedazos tienes poco con lo que entretenerte y los secretos son un bien preciado con el que negociar. A muchos seres les encantaría saber que ella está haciendo indagaciones sobre los rumores que circulan y especular sobre los porqués.

—¿Sigues en contacto con Mik? —empieza. Claudia aprieta los labios—. Me enteré por Beni de que le habían puesto un nido en Madrid, bastante cerca del de Safire. ¿Has podido ir a verlo?

—¿Por qué te interesa?

No puede poner como excusa que el chico, al que la otra trataba como si fuera su hermano, le caía bien. Apenas intercambiaron un saludo en el año en el que coincidieron en el Reformatorio. Tampoco puede decir la verdad y exponer a Cian.

—Estoy nerviosa por los resultados del test genético.

—¿Sospechas que tú también puedes…? Ya sabes.

Vail encoge un hombro, evasiva.

—¿Cómo iba a hacerlo? Dudo que te sientas especial o algo por el estilo.

—Mik lo hacía. Eso decía, al menos. —Claudia hace rodar los ojos y relaja un poco la postura—. Quizá fueran tonterías de las suyas, pero coincidió con los resultados que le dieron, así que no sé.

—¿Y tú? ¿Sientes algo distinto?

—¿Aparte de tener ganas de beber sangre o asustarme cada vez que me late el corazón? —Tras la ironía, se sincera y baja la voz—: No. Y me alegro.

—Ya, no parece muy seguro.

Durante el medio minuto que la otra tarda en contestar, le preocupa haber sido demasiado obvia.

—Sabes que me hiciste mucho daño y que creo que estás muerta por dentro. —Vail levanta una ceja y Claudia parece a punto de sonreír—. Más que la mayoría, ya me entiendes. Pero… no te deseo dar positivo en el test. —Se concentra en sus cutículas, inquieta—. Al principio, Mik estaba pletórico. Ya sabes cómo es. Decía que se crearía un nido lleno de tías buenas y que se pasaría la eternidad montando fiestas. No paraba de mandarme mensajes repitiendo lo mismo.

—¿Y ahora?

—Ahora no me escribe. Hace un mes que no sé nada de él.

—Joder.

—Sí, exacto. Antes de perder el contacto, se puso muy raro. Estaba paranoico. Pensé que era por la Colmena porque, ¡mierda!, ya sabes el mal rollo que dan esos bichos, pero él insistía que no, aunque tampoco quería hablar del tema por teléfono. Decía que teníamos que quedar.

—¿Lo hicisteis?

—Lo intenté. —Se pasa las manos por la nuca, angustiada—. Fui a su nido después de acabar una misión, pero el puertas no me dejó pasar. Insistí en que era mi amigo y tenía que darle un recado de parte de Adrián —continúa, refiriéndose a uno de los guardias de seguridad del Reformatorio, al que es un vampiro—. No sirvió de nada, pero debió de llamarlo porque, a la noche siguiente, Kana me mandó a su despacho. El puto Adrián estaba con ella, con esa sonrisa de mierda que pone cuando alguien se mete en un lío.

Kana es una de las profesoras del Reformatorio, una vampira que, además de encargarse de darles Biología de las Especies, hace las veces de rectora. Aparte de los Gemelos, que tienen doscientos noventa y nueve años, y de Safire, es la mujer más vieja a la que Vail ha conocido hasta la fecha.

—¿Qué te dijo?

—Que no debía intentar ponerme en contacto con Mik porque aprender a gestionar un nido es complicado, que solo conseguiría estresarlo más.

—¿Crees que a él le sugirieron lo mismo y que por eso no ha vuelto a hablar contigo?

—¿Mik sin mandar mensajes o actualizar sus redes sociales? —­Claudia se aparta de la pared y se acerca a Vail. Su ceño deja de estar fruncido y se inclina hacia el lado contrario, suplicante—. No, lo que creo es que está muerto.

—¿De verdad…?

Ambas dan un respingo cuando escuchan un ruido fuera. En menos de un parpadeo, Vail llega hasta la puerta y ve el borrón de una figura alejándose.

—Mierda. Creo que era Beni.

—Joder, joder, joder —masculla Claudia, aterrorizada—. ¿Nos ha oído? ¡¿Beni?! ¡Joder! —repite—. Voy a intentar alcanzarlo antes de que haga una estupidez. —La mira por encima del hombro cuando sale y dice muy deprisa, como si temiera arrepentirse—: He escuchado varias historias parecidas a la de Mik. No deberías hablar de esto con nadie, pero… ten cuidado.

Antes de abrir la puerta de su dormitorio, sabe que Cian está dentro.

Lo escucha respirar a través del grueso metal. Lo hace como si fuera una obligación, empeñándose, por eso sabe que es él y no cualquier otro monstruo. Por eso y porque nadie se arriesgaría a colarse en su habitación sin permiso.

Entra con la intención de despacharlo con frialdad, pero se lo encuentra de esa guisa de la que está a veces. Encogido en la cama, sin la máscara, mirando al frente sin ver. O viendo cosas que nunca ha querido contarle.

Al menos en esta ocasión está calmado.

El enfado se evapora y solo queda ese amor feroz que le pro­fesa.

Cierra a su espalda, se apoya contra la puerta y respira hondo. Ambos, vampiro y perra, levantan la cabeza con muecas idénticas de pena.

—Tenemos que irnos.

—¿En serio? Con lo cómodos que estamos aquí rodeados de tanta… eh… mierda.

—He estado con Claudia —continúa, ignorando el intento de broma.

—¿Os habéis reconciliado?

—Me ha dicho que cree que se han cargado a Mik.

—Qué romántico. Ahora entiendo por qué nunca caes rendida a mis pies, la clave es sacar a colación a gente muerta. ¿Estoy a tiempo de hablarte de mi abuela?

Vail se suelta la coleta y se agacha para desatarse las botas.

—En menos de una semana, una vez pasemos la Prueba, me mandarán al nido de los Gemelos y a ti te asignarán uno propio… Lulu, chica, relájate.

La perra, que hasta ese momento había permanecido en la cama con Cian, se ha bajado de un salto y ha empezado a dar vueltas sobre sí misma, inquieta. La vampira se acerca para acariciarle detrás de las orejas y el animal apoya su enorme cabeza sobre el pecho, empujándola con insistencia.

—No nos vamos a ir sin ti, tonta —le promete.

Como eso parece tranquilizarla, se incorpora para seguir desvistiéndose.

—¿Intentas seducirme?

—No. Intento que seas consciente de que, cuando averigüen que eres capaz de convertir a otros, te alejarán de mí y probablemente te matarán.

Se pasa la camiseta raída que usa de pijama por la cabeza y se recuesta a su lado, de frente a él.

Le ha preguntado más de una decena de veces por qué usa esa máscara y ha recibido más de una decena de respuestas distintas. «Soy demasiado guapo para exponerme al resto del mundo», le dijo en una ocasión. Y es cierto que lo es, igual que es mentira que ese sea el motivo por el cual la usa.

Ahora, con el flequillo castaño cubriéndole a medias los ojos rojos, parece más que nunca un niño.

—¿Qué más has hecho hoy? —susurra entre la sonrisa—. Aparte de estar enfadada conmigo y hablar con tu ex sobre vampiros presuntamente muertos.

—He ido a ver a los banshees, como te dije. Son los que me han dado la pista para preguntarle a Claudia.

—¿También te han dado una profecía odiosa para que no pudieras dormir durante el resto de tu existencia?

—Que me encantaría la sangre de alguien y que es una lástima que fuera a morir o algo así.

—Últimamente todo gira en torno a la muerte, qué alegría. Aunque seguro que esa no se refiere a mí. Me dejaste bien claro que mi sangre sabía a mierda. Sigo ofendido, por cierto.

Por primera vez en dos días, Vail sonríe. No es un reflejo del gesto de Cian, que parece ocuparle toda la cara y brillarle hasta en los ojos, pero es algo y es muy grande a su manera porque rara vez lo muestra.

—También he ido a secretaría para recoger las misiones que nos toca hacer mañana. —Se gira para darle la espalda. Él se aproxima, hasta adecuar su pecho a la forma de su columna y pasarle un brazo por el costado—. Me he asegurado de que ambas sean en Madrid.

—Fantástico, tengo planes por el centro.

—Cian…

—Si me hubieras preguntado qué he estado haciendo yo, no usarías ese tono tan de progenitor hastiado conmigo. —Coloca el mentón sobre la cabeza de ella—. Para empezar: he paseado a tu perro. De nada y tal. También he estado hablando con un… amigo. Algo así. El que te dije que puede ayudarnos a salir si al final decidimos hacerlo.

—Cuando lo hagamos —corrige.

—Vale, vale. El caso es que he quedado con él en Malasaña para explicarle la situación.

—Bien. Yo me acercaré al nido de Mik y trataré de averiguar algo.

Duda que esté vivo, pero, antes de dar el paso y ponerse en el punto de mira de la Colmena, quiere tenerlo claro. Y, si es cierto que lo han matado, quizá logre averiguar quién ha sido.

Ese día no da vueltas en la cama, el brazo de Cian no se lo permite, así que se duerme escuchando el sonido de los pasos de Lulu por la habitación.

Todas las noches sucede lo mismo, hasta que deja de suceder.

El hambre vuelve a palpitarle en la garganta, la alarma sigue sonando a las diez menos cuarto y gruñe mientras se aparta del cuerpo que la abraza para apagarla.

Pero antes de pensar siquiera en abrir la nevera y calentarse el desayuno, chilla.

Cian se incorpora de golpe, con el pelo apuntando en to

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