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El bombardeo

Varios autores
Julián López

Fragmento

Prólogo

Prólogo

De pronto, el pasado; así empieza el texto de Carla Maliandi que abre este libro de relatos, porque en la idea de lo que irrumpe desde la historia como marca y como recuerdo está lo que nos trajo a estas páginas: la potencia oscura de un hecho que, a fuerza de negación, asalta la conciencia.

Los sucesos del 16 de junio de 1955 —que concluyeron tres meses más tarde en el golpe militar que derrocó al presidente democrático— resumen un acontecimiento bautismal en más de un sentido; un grupo de eventos que proyectan su patetismo en la vida social, política y cultural argentina sin solución de continuidad.

A pesar de haber sido visitado por la literatura y el cine, de haber sido abordado profusamente en los últimos años por las ciencias sociales, el bombardeo a la Plaza de Mayo, atentado perpetrado por aviones de la Armada y una fracción de la Aeronáutica con el objetivo de asesinar al presidente Juan Domingo Perón, es cautivo de una narrativa desorganizada por la perplejidad, por la incapacidad de una lectura sintética que admita las complejidades históricas y políticas del caso. Tiene cierta lógica que el desconcierto por la brutalidad del atentado se extienda en las décadas y haya magnetizado de silencio el mismo hecho y sus consecuencias. No hay más que confirmar el saldo de trescientas nueve víctimas fatales, entre las que se cuentan los niños y las niñas que llenaban un trolebús, y un sinnúmero de heridas. En los cuerpos que atravesaban casuales la plaza, en quienes habían concurrido por el anuncio que prometía que desde los aviones lloverían flores para los paseantes, pero también en sus familias, en sus congéneres y sus descendientes y en las mayorías a merced del disciplinamiento que supone un atentado semejante.

En esa perplejidad se explican los años que siguieron, las proscripciones, la violencia, las sucesivas interrupciones del orden democrático, el derrotero trágico de la vida común de las argentinas y los argentinos.

La literatura no da cuenta de lo real, ese no es su sentido; sin embargo, la escritura también puede suponerse como una acechanza, una especie de alquimia que organiza su fraseo en lo inconsciente. En las casas familiares, en los clubes de barrio, en los gremios, entre compañeras y compañeros de trabajo circulan desde entonces los cuentos, los relatos, los secretos, las crónicas silenciadas de quienes vivieron ese horror o de aquellos que lo escucharon, quienes lo percibieron en los gestos de preocupación de sus mayores en la casa de la infancia, los que esperaron, infructuosamente en la mayoría de los casos y durante mucho tiempo, que la historiografía y los medios de la época recogieran la magnitud de esa catástrofe provocada.

Esta antología reúne un grupo de escritoras y escritores bajo la consigna de abordar el trauma colectivo de esos días. Así, con plumas de estilo y género diversos, los textos de Mercedes Araujo, Humberto Bas, Juan José Becerra, Juan Carrá, Albertina Carri, Alejandro Covello, Esther Cross, Mariano Dubin, María Pia López, Carla Maliandi, Sebastián Martínez Daniell, Ricardo Romero y Luis Sagasti son un intento de mirar de nuevo, proponer algún ordenamiento de esa gramática enloquecida que mantiene, tan lejos en el tiempo, tan cerca en la conciencia, la certeza y la performatividad de la herida y del silencio.

A setenta años del atentado que resultó un verdadero parteaguas para la Argentina, y a la luz de la dramática persistencia del encono que después de tanto todavía se manifiesta irreflexivamente, esta antología pretende, con ambición, pero también con modestia, nada más que lo posible: lectura.

JULIÁN LÓPEZ

Junio de 2025

Guárdame, duro armazón
Carla Maliandi

Guárdame, duro armazón tallado
[por la muerte en el polvo de Adán.
Pliégame a la obediencia,
incrústame otra vez en lo visible

[con esas nervaduras de terror
que delatan mi número incompleto,
[mi especie miserable.

OLGA OROZCO

De pronto, el pasado. Cae una bomba sobre la Plaza de Mayo. Acaba de desprenderse de un avión de las Fuerzas Armadas que lleva la inscripción Cristo Vence. Hasta hace un momento el cielo estuvo tan nublado que no llegaban a verse las copas de las palmeras ni de los jacarandás.

Hasta hace un momento era un mediodía cualquiera de junio, hacía frío, hombres y mujeres atravesaban la plaza, bajaban al subte, cruzaban la avenida. Acaba de desprenderse una bomba. La primera de más de cien que caerán ese día en la ciudad. Al ir acercándose a la plaza alguien dentro del avión habrá dicho ahora, otro habrá empujado una palanca o abierto una compuerta.

Un transeúnte levanta la cabeza, otro se tapa los oídos con las manos. Nunca vieron un avión volar tan bajo, nunca imaginaron una escena así en pleno centro. Parece una película o un sueño. En un micro escolar estacionado junto a la catedral unos chicos festejan. Están esperando desde la mañana que lleguen los aviones. Anunciaron un desfile aéreo con piruetas voladoras y flores que caerán desde el cielo.

Pero no hay flores, solo ese ruido, un zumbido aturdidor que atraviesa el tiempo.

La primera vez que escuché hablar del bombardeo a la Plaza de Mayo fue en un colectivo. Tendría unos ocho años. Iba con mi abuelo. No sé si le señalé las marcas de bala en las paredes del Ministerio de Economía, o me las mostró él. Hasta ese momento para mí la Plaza de Mayo era el lugar de los granaderos, de las láminas de Billiken, de las excursiones con el colegio al Cabildo y del maíz que se vendía en tubos de nylon para darles de comer a las palomas. Faltaba una década para que me acercara con timidez a la rondas de los jueves, a las vigilias del 24 de marzo. Cuando conté la historia del bombardeo en el colegio nadie parecía saber nada. La maestra dijo algo así como que eso había pasado hacía mucho tiempo, que ni siquiera ella había nacido. Revisó los dibujos del Cabildo en nuestros cuadernos. Era importante que la cantidad de aperturas en forma de arco coincidiera con la de 1810, distinta a la actual. En algún momento también nos enseñó a pintarnos la cara con corcho quemado para el acto del 25 de Mayo.

Caen bombas en la Plaza de Mayo. Ráfagas de metralla se ensañan con los cuerpos que se arrastran entre escombros, que buscan refugio en el subterráneo. Unas horas más tarde caen también sobre el edificio de la CGT, el Ministerio de Obras Públicas, el Departamento Central de Policía, y la residencia presidencial. Ese mismo lugar en el que murió Evita hace no mucho, el mismo lugar en el que escribió: “Me rebelo indignada con todo el veneno de mi odio o el incendio de mi amor —no lo sé todavía— en contra de los altos círculos de las fuerzas armadas y clericales…”. Los aviones huyen hacia Uruguay, la espléndida mansión presidencial queda en ruinas.

Antes de las bombas, de los edificios, de los autos, de los libros, de las escarapelas, de las iglesias, de los adoquines, de las tolderías, de los barcos, de las flechas, de los hombres, la ciudad fue un lodazal. Un gliptodonte, algo así como una mulita gigante, baja la barranca para beber en la orilla del río perfumado y turbio. Ahora, un hombre gatea entre esquirlas. Manos y rodillas en la tierra. No imagina, por supuesto, que está en el mismo lugar que habitó el gliptodonte hace más de diez mil años. Pero está justo ahí, donde el animal tranquilo va lento, mascando hierba, camino al río. No se escuchan aviones sino el gruñido de los megaterios, el silbido de los pájaros.

¿Dónde está el río ahora? Varias décadas después del bombardeo puede verse un cráter en el terreno que ocupaba la residencia presidencial. Hoy, la Biblioteca Nacional. Un edificio que se levanta sobre cuatro patas enormes de hormigón. Cuando los obreros excavan para construirla encuentran el caparazón del gliptodonte. El mismo que vivió siempre cerca del río, defendiéndose de los depredadores con su duro caparazón, yendo y viniendo por este mismo barranco ribereño, hasta que un día, ya viejo y herido, se quedó muy quieto, y fue tapado por capas y capas de tierra durante miles de años. Los arquitectos, sorprendidos y maravillados, reconocen en los planos de la biblioteca su misma forma.

Caen bombas sobre Buenos Aires. Hombres y mujeres apuran el paso donde sea que estén para llegar a casa y ponerse a salvo. Una pareja de amantes ve pasar los aviones por la ventana de un hotel de mala muerte. Ella desnud

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