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El secreto de Azucena

Gabriela Exilart

Fragmento

El secreto de Azucena

INTRODUCCIÓN

Estancia La Señalada, 1 de enero de 1872

—¡Vamos, que este también es vasco!

Azucena despertó a causa de los alaridos, no sabía dónde estaba. Le bastaron apenas unos segundos para recordar la noche de fin de año. Se levantó de un salto y se asomó a una de las ventanas. Lo que tenía ante ella era un espectáculo dantesco que no lograba encajar. Se dijo que era una pesadilla y se obligó a despertar, pero por más que se esforzaba, todo estaba allí: una jauría humana descargaba cuchilladas contra cualquier cuerpo que se movía. Vio caer al petisero, a uno de los peones, a un faenador, y así sucesivamente.

Ramona apareció en el comedor, alertada por el infierno de afuera.

—¡Hay que trabar las puertas! —dijo Azucena, y empezó a mover los muebles—. ¡Llamá a Julián! —ordenó—. ¡Ani!

Pensó en la niña, indefensa en su cuarto, no quería que sus ojos inocentes presenciaran tal carnicería. Corrió por el pasillo en busca de su puerta y la abrió de repente. La pequeña estaba asomada a la ventana, parecía una piedra, incapaz de moverse ni reaccionar.

—¡Vamos, Ani! —Azucena la tomó de la mano y la arrastró hacia afuera. La niña parecía pesar cien kilos, su cuerpo no respondía. Entonces la cargó en sus brazos, desconocía que tenía tanta fuerza.

En el corredor se cruzó con Julián, que empuñaba una escopeta.

— ¡Cuidala! —le pidió, con el rostro desorbitado. Ella asintió.

Azucena corrió sin saber a dónde ir, mientras afuera alguien gritaba “¡maten, maten!”, hasta que recordó que en la biblioteca había una especie de banco de madera cuyo interior era hueco.

Entró en esa habitación con olor a libro viejo y levantó la tapa. Bajó a la niña, que continuaba como en trance, y le ordenó que se metiera.

—¡Vamos, Ani, por favor, metete ahí! —La pequeña obedeció, pero sus ojos estaban en otra parte—. No salgas hasta que yo venga a buscarte. Por favor, Ani, haceme caso por una vez en la vida. —Le dio una palmada en el hombro y colocó la tapa.

Pensó en su padre, a quien no había visto, y supo que algo extraño pasaba con él. Recorrió el pasillo, ¿se habría ido la noche anterior? Lamentó haberse dormido en el sillón. Fue abriendo las puertas de los cuartos hasta que lo encontró. Armando Caballero estaba en el suelo, inerte al lado de la cama. No se había vestido aún, señal de que no había llegado a levantarse.

Azucena se arrodilló a su lado y le tomó el pulso, estaba vivo.

— ¡Papá! ¡Papá! —Por más que lo zarandeó, Armando no reaccionaba. Azucena dio paso a su llanto, era incontenible la angustia que se había apoderado de ella.

Afuera, el caos seguía. Golpes en las puertas, vidrios rotos, y un disparo.

1
DETRÁS DE LAS PUERTAS

Estancia La Señalada, alrededores de Tandil,
septiembre de 1871

La tía Azul no me quiere. Viene poco a vernos, y cuando lo hace siempre parece apurada. Apenas me mira, con esos ojos iguales a los de un gato. Son raros sus ojos, nada parecidos a los de mamá, que son como un cielo. La tía los revolea de acá para allá, nunca se concentra en nada, no debe ver ni un detalle.

Mamá, en cambio, tiene esa mirada que nos calma a todos, en especial a papá, cuando viene enojado con algún peón, o por el precio de los cueros; aunque no sé bien de qué habla, me doy cuenta de que mamá lo hace cambiar enseguida. Se le suaviza la cara y las cejas se le bajan, y papá se pone más lindo. Son lindos mis padres, los dos, y yo espero que cuando crezca sea como ellos, bonita.

Estos días son extraños, desde que mamá se enfermó todos andan con las caras largas. Papá se va todo el día al campo, viene casi de noche, se asea y se asoma a la habitación donde duerme mamá. A mí no me dejan entrar; por lo que escuché, tienen miedo de unas fiebres de colores y vómitos. El único que entra es el doctor Giuseppe Fuschini, y se tapa la boca con un pañuelo. Ramona dice que por el nombre es italiano. Me da miedo que mamá se muera, como el ternero de una de las vacas, que nació atravesado y se murió.

Como soy chica no me cuentan muchas cosas, tengo que estar espiando detrás de las puertas para oír las conversaciones.

Extraño a mamá; ya pasaron dos lunas llenas desde que está en la cama. Los primeros días de su enfermedad me dejaban que la saludara desde la puerta, ella me veía y sonreía apenitas. Yo hacía fuerza para que no se me cayeran las lágrimas, no quiero que mamá esté triste nunca, pero me quemaban los ojos. A veces le cantaba alguna canción de cuna, como ella hacía conmigo cuando era chiquita, y mamá se dormía enseguida. Entonces Ramona me tocaba en el hombro y me llevaba a la cocina con ella. Me daba la leche y me hacía unas tostadas con manteca y miel, que me obligaba a comer. Ver a mamá así me saca el hambre.

No vas a crecer, y te vas a quedar como el petiso, me dice Ramona. No la entiendo, porque para mí el petiso es hermoso. Pero le hago caso y como un poco, para que no me sermonee ni le cuente a papá, que ya tiene demasiados problemas con esas cosas de la hacienda y la enfermedad de mamá.

Ahora hace como una semana que ya no me dejan ni asomarme a verla, como si tuviera una peste. La extraño. Ramona es cariñosa conmigo, me abraza y me besuquea por todos lados. Ramona tiene siempre olor a comida, antes me molestaba, ahora ya me acostumbré y disfruto de esos brazos rellenos y flojos. Cuando me acuna en su pecho es como estar entre almohadones, a veces me duermo.

Somos las únicas mujeres en la casa, además de mamá, pero ahora es como que ella no existe. Ramona cocina lo que a ella le parece y aunque trata de tentarnos con sus comidas sabrosas, ni papá ni yo tenemos demasiada hambre. Papá está cada día más flaco, pero a él Ramona no le dice nada, total, ya creció.

Hoy todo en la casa está distinto, todos hablan bajito y papá no se fue para el campo. Están esperando a alguien, pero no sé a quién. Ojalá que sea el abuelo, hace mucho que no viene, él sí que me hace reír. Siempre bromea que él es un auténtico Caballero, y aunque no sé qué significa auténtico, estoy de acuerdo en que el abuelo es un caballero, más allá del apellido. En mamá ser Caballero suena más raro, porque es mujer. A mí me hubiera gustado ser Caballero, pero me pusieron el apellido de papá, que no significa nada.

Por el camino de entrada viene un jinete, rápido, porque levanta mucho polvo. No creo que sea el abuelo, él suele venir en la carreta, y si viene a caballo, anda al paso. Papá está adentro, cuchicheando con Ramona y José en el comedor, me pregunto quién vendrá con tanta prisa.

Me acerco a la tranquera principal y me trepo hasta arriba del todo. Desde ahí puedo ver que es mi tía Azul. Cuando está por llegar, tira de las riendas y el caballo se detiene. Me hace señas para que le abra. Siempre me da órdenes, no me gusta, pero como es mayor sé que le debo respeto, entonces obedezco.

Entra al paso, montada a horcajadas, como hacen los varones, y me acuerdo de las veces que mamá le decía que eso no estaba bien, que tenía que hacerlo a la mujeriega. En ese punto le doy la razón a la tía Azul, yo no podría montar el petiso con las dos piernas para el mismo lado, siento que me caería, espero que cuando sea grande no me hagan montar así.

La tía Azul desmonta y por primera vez me mira con ojos cansados, me saluda y me da las riendas. Llevalo al corral, me dice, y se va hacia la casa.

Me gusta que la tía me confíe su caballo para que lo guarde, sé que es muy celosa con él, por ahí está empezando a quererme.

Juego un poco con los perros antes de entrar, tengo una sensación fea. Cuando al fin entro, veo que en el comedor solo está la tía Azul. La espío desde el pasillo; es como una marioneta a la que le cortaron las cuerdas, está desacomodada en el sillón, ella que siempre está tan derechita. Parece que tiene lágrimas en las mejillas y siento que la cosa es grave.

Ramona aparece en escena y le ofrece un té, que ella rechaza con un gesto. Me pregunto dónde estará papá, y me deslizo por los pasillos hasta que llego a la habitación de mis padres. Miro en todas direcciones antes de asomarme, la puerta está entornada.

Mamá está dormida, más blanca que nunca. Papá está sentado al borde de la cama, con un pañuelo atado que le cubre la boca y la nariz, se debe estar ahogando con este calor. Tiene el cuerpo inclinado hacia adelante, pero me parece que no se anima a tocarla. ¿Qué clase de peste tiene mamá? Tengo miedo y se me escapa un quejido. Papá escucha y mira en mi dirección. Me quedo dura, no quiero que se enoje. Pero papá tiene los ojos tristes, y con un gesto me hace señas para que me cubra la cara y me acerque. No tengo nada a mano, entonces me levanto la blusa, no me importa que papá me vea la panza. Él hace una mueca, sé que no debo mostrar partes del cuerpo. Se le pasa enseguida y finalmente me invita a acercarme. Me quedo quietita al lado de él, y siento que es la última vez que veré a mi mamá.

***

Al final vino el cura. Llegó en carreta, casi era de noche. Ramona le ofreció algo de tomar y él le pidió una bebida espirituosa, debe ser algo más cerca del Espíritu Santo. La tía Azul hizo un gesto de disgusto, a ella todo le disgusta siempre. Una vez escuché a mamá hablar con Ramona de eso, dijo que su hermana con ese carácter se iba a quedar solterona. Y Ramona, que siempre es buena con todos, le dijo: si todavía no llega a los veinticinco, señora. Yo no quiero ser solterona, como la tía Azul, yo quiero tener un marido que me quiera como papá la quiere a mamá.

Ahora papá está con el cura, se encerraron en el despacho, no sé de qué hablarán. A mí me mandaron a dormir, pero no tengo sueño, quiero saber qué pasa con mamá.

Es raro que la tía todavía no se haya ido, ya está oscuro, ella nunca se queda tanto, hoy no parece apurada, tal vez se quede a dormir. Le pregunté por el abuelo, me dijo que no pudo venir por unos trámites, que vendrá mañana, pero me sonó a mentira. Los adultos siempre mienten, no dan el ejemplo en nada. Tengo miedo de que el abuelo también esté enfermo. Como soy chica nadie me tiene en cuenta, las noticias me llegan a través de las puertas.

Aprovecho que todos están ocupados y me meto en la habitación de mamá. Huele feo, es lo primero que siento. ¿Dónde está el olor lindo de mamá?

Me acerco a la cama despacito, no quiero despertarla. Me asusta un poco su cara, está hinchada y el color es raro. No se parece a mi mamá. No me animo a tocarla, no sé si respira, no veo su pecho subir y bajar. Esa que está ahí no es mamá, se me caen las lágrimas.

La puerta se abre de repente y entra la tía con ojos de furia. Qué hacés acá, me dice y me tira del brazo, ¿no ves que es peligroso? ¡Cubrite la boca! Ella no tiene nada en la boca, y me dice a mí lo que tengo que hacer. Por momentos la odio.

Me saca de la habitación a los tirones, no me deja despedirme de mamá, siento que no la voy a ver más. Te odio, le digo cuando estamos en el pasillo, pero a ella no parece importarle, los ojos de gato apenas me miran y se apoya contra la pared. Deja caer los brazos al costado del cuerpo y aprieta la boca. No podemos acercarnos sin cubrirnos la cara, Ani, me dice, y de pronto parece cariñosa. Suspira, cierra los ojos. Yo me quedo quieta, sin saber qué hacer. Toda la casa está en silencio, no sé dónde está el cura. La tía se agacha y me mira, tiene los ojos de gato brillantes. Cuando quieras ver a mamá, avisame, y yo te busco un pañuelo. Se me hace un nudo en la garganta, pero no quiero llorar delante de ella. Le digo que sí con la cabeza. Andá a dormir ahora. No me animo a preguntarle si ella se va a quedar, porque si se queda, es que la cosa es muy grave.

Doy vuelta para irme a mi habitación y a último momento le pregunto a qué vino el cura. Me dice que a darle la extremación a mamá, no sé qué es eso, pero suena a final. ¿Y ya se la dio?, ¿eso le va a hacer bien? Sí, Ani, sí, me dice, pero no parece muy convencida. Andá a dormir, mañana será otro día.

Eso ya lo sé, los adultos piensan que soy boba. A todos los días les siguen otros días.

Me cuesta dormir, tengo miedo de que cuando me despierte mamá esté muerta. A veces pienso que sería mejor que estuviera muerta, todos lloraríamos y ella dejaría de sufrir. Porque debe sufrir, todo el día metida en la cama, sin poder moverse, sin cuidar sus rosas y esas plantas que curan. A mamá le encantan las plantas, pasaba horas arrodillada en la huerta que se hizo al fondo, al costado del molino, dedicada a las hierbas medicinales, como me explicaba cuando yo me ponía insoportable con las preguntas. Pero mamá siempre me tiene paciencia, no como la tía Azul. Sé que mamá está triste por no poder ocuparse de esas cosas, debe ser como si yo no pudiera montar mi petiso para dar unas vueltas alrededor de la casa. Me gustaría que me dejaran ir campo afuera, ya aprendí a abrir las tranqueras sin desmontar. Me dan ganas de salir un día, total, siempre están todos ocupados, nadie se daría cuenta.

Parece que me dormí, no escuché al gallo y el sol está alto. Hoy tampoco nadie se acordó de venir a despertarme. En la cocina Ramona está preparando la comida, me sonríe al verme y saca el jarro con la leche. Hoy tuve que ordeñar sola, me dice, pero sé que no es reproche, Ramona nunca me reta por nada. No tengo mucha hambre, pero igual me como las dos tostadas con manteca y miel. Le pregunto por la tía, no sé si sigue en la casa o se fue temprano. Está en los corrales, me dice.

Afuera hace calor, el sol está casi en el medio. Los perros me rodean, me hacen cosquillas con los hocicos y me siguen hasta el galpón. La tía va y viene del establo al corral, está ensillando su caballo, parece que se va. La miro desde la entrada, es tan distinta a mamá, no parecen hermanas. Mamá tan blanca y la tía más morena. No te pongas al sol, Ani, solía decirme mamá, siempre con sombrero. Mamá tiene una capelina hermosa que usa cuando sale de la casa, dice que el sol quema y que a las mujeres nos queda mejor la piel sin quemar. La tía usa un sombrero, pero es como los que usa papá, o el abuelo, es sombrero de hombre. Ella sí que es un Caballero, solo le falta usar pantalones y cortarse el pelo. El pelo de la tía es bien largo, le llega casi hasta la cintura, y es negro como el pelo de su caballo. Mamá y yo somos rubias, papá siempre dijo que teníamos trigo en el pelo, y jugaba conmigo a sacarme espiguitas.

¿Te vas?, le pregunto, y ella asiente. Más tarde vuelvo con el abuelo. Y eso me saca una sonrisa.

2
NÚMEROS QUE NO CIERRAN

Estancia Dos Carretas

Apenas había asomado el día. Facundo Aguilar ya estaba en el corral. A su lado, el cuerpo delgado de Prudencio imitaba sus gestos.

—Nunca te acerques a un redomón si yo no estoy al lado tuyo —dijo el hombre, el chico asintió—. Hay que tener valor para domar un potro —continuó—, yo sé que vos sos valiente, pero también se requiere precaución, y paciencia —lo miró de reojo—, y de eso vos no tenés mucho. —El jovencito sonrió—. Primero hay que lograr que el caballo te siga, eso les gusta. No lo mires a los ojos de entrada, dejalo para después, cuando te tome confianza.

—Sí, patrón.

—Ya te dije que no me digas patrón. Vení, acaricialo.

Vistos de lejos parecían padre e hijo, aunque de cerca cualquiera se daba cuenta de que no lo eran; el muchacho era indio. Encarnación se acercó al corral con la pava y el mate.

—Buen día —dijo, captando las miradas de quienes estaban en el corral—. Les traje el desayuno, porque si no… Ustedes se caen de la cama antes de que cante el primer gallo.

Hombre y joven la saludaron, pero siguieron en su faena. Facundo ahora tenía el lazo entre las manos y le enseñaba al muchacho cómo proceder.

—Parece que no tienen hambre —dijo Encarna impaciente—. Se los dejo acá. —Apoyó la pava y el mate sobre un tronco y se fue refunfuñando.

—No tenés que cansarlo tampoco —dijo Facundo— un poco cada día, con paciencia.

—Este es bastante manso —contestó Prudencio—, ¿cómo se hace con los porfiados?

—A esos mejor ponerles una guasca en el pescuezo. —Dio por finalizada la muestra de ese día y liberó al potro—. Vení, vamos a tomar unos mates y a comer algo antes de que Encarna nos dé con el palo de amasar.

Facundo se sentó sobre un tronco y el muchacho lo hizo en el suelo. El mayor cebó el primer mate y chupó.

—Como si no supiera que lo tomo amargo —se quejó—, esa costumbre que tiene de ponerle miel a todo.

—A mí me gusta más dulce —dijo Prudencio.

—Sí, y como a vos te malcría… yo tengo que aguantarme esto. —Sonrió—. Parece que hoy se olvidó de los bizcochos.

—¡Ya los traigo! —Prudencio se levantó con destreza y corrió hacia la casa.

Después de desayunar Facundo hizo llamar a Emetrio Saldívar, su mayordomo de estancia. Lo esperó en su despacho, donde el hombre se presentó minutos después.

—Buenos días, don Facundo. —Se quitó el sombrero y esperó que el otro lo invitara a sentarse.

—Buenas, Emetrio. Decime, ¿cómo van las cosas con ese peón nuevo? Rodríguez, si mal no recuerdo. —Había escuchado rumores que decían que el muchacho andaba siempre con la montura ladeada.

—Es algo retobado, pero fuerte para el trabajo.

—¿Y a las órdenes de quién está? —Facundo encendió la pipa y el humo aromatizó el aire.

—De Sermón —se refería a uno de los capataces—, se ocupa del ganado y del campo.

—Si sigue fulero que se venga para la casa, a Rivera no creo que se le haga el guapo. —Rivera era el otro capataz, ocupado de las cosas de la casa, monte y mojones.

—Ayer yo mismo lo levanté en peso, le dije que tiene que atender las órdenes de Sermón, sean tuertas o derechas, como si fueran de usted mismo.

—Bien hecho. —Facundo abrió un cartapacio de cuero y sacó unos papeles—. Vamos a los números, tengo que arreglar cuentas con mi vecino y socio Arza. —Hizo un gesto con la boca que Saldívar supo interpretar.

***

Al caer la noche sobre la estancia Dos Carretas, luego de cenar en compañía de su hermana, Facundo volvió a su despacho. Estaba cansado; después de revisar números, había montado su alazán para ir tierra adentro. Sermón le había avisado de un acampe y quiso ocuparse él mismo. Armó una partida conformada por el propio capataz y varios peones, el único que iba armado era él. Llevaba la escopeta bien visible, por si hacía falta.

Estaba molesto porque una de las órdenes precisas que había dado a su mayordomo para que transmitiera a los capataces era justamente esa: vigilar que no hubiera pobladores en sus campos. De la noche a la mañana tenía un campamento.

—Les dije que no quería a nadie en mis tierras, ni siquiera nutrieros. —Más de una vez se habían afincado cazadores que incluso habían instalado pulpería.

En cuestiones de seguridad Facundo era inflexible, exigía a sus peones una vigilancia extrema, por más que no había malones hacía rato.

En los límites de sus tierras, por donde corría el arroyo Langueyú y sobre el faldeo norte de las sierras se había instalado un pequeño campamento formado por dos carretas y dos familias con varios niños. Estaban haciendo un fuego cuando la partida llegó y los sorprendió. Las mujeres se escondieron en los carros, apretando a los niños contra sus faldas, y los dos hombres se plantaron delante del grupo.

Eran franceses, apenas hablaban el idioma, pero en pocas palabras le dijeron a Facundo que iban a instalarse en la zona, que habían comprado unas tierras cerca de Azul, y que estaban en viaje. Mencionaron General Belgrano y Facundo interpretó que venían de allí.

—Pueden quedarse dos noches —les dijo Facundo—, luego tendrán que seguir camino.

—Muchas gracias, señor —dijo uno de los franceses, y estrecharon manos.

Después dispersó la partida con la orden de revisar los mojones y el zanjeo. La falta de alambrado en esa zona posibilitaba el paso y los asentamientos no deseados. Ya había alambrado varias leguas, pero aún faltaba terminar el trabajo. Sus peones habían intentado colocarlo, pero no tenían experiencia, por eso contrató a un alambrador, que iba lento porque era requerido por varios estancieros de la zona.

El alambrado había llegado de la mano de un inglés que lo colocó en su estancia en la zona de Chascomús, y a partir de la novedad, varios terratenientes copiaron la iniciativa.

Esa noche, en su despacho, se dispuso a terminar las cuentas. Sabía que su vecino y socio no andaba muy bien económicamente. Malas transacciones, o mala administración, no era quién para preguntar demasiado, el problema era que le estaba afectando. Habían hecho algunos negocios juntos y Julián Arza le había pedido más dinero del que le tocaba en el reparto.

—Te lo voy a devolver en unos días —le dijo esa vez, pero de eso habían pasado ya varios meses.

Facundo sabía que no era momento para reclamarle nada, su esposa estaba enferma y seguramente Julián no tendría cabeza para nada más. Incluso se había corrido el rumor de que Arza iba a pedir los auxilios de un curandero.

—Parece que hay un santón por la zona de Azul —le dijo uno de los peones en la última señalada—, y anda queriendo venirse para acá.

Aguilar revisó su libro de administración y sacó las cuentas; era mucho lo que le debía Julián. Y no era su único acreedor. La semana anterior había estado en la pulpería de Chapar, había hecho un alto en el camino hacia el pueblo. Después de comprar algunos enseres en el almacén del vasco, se habían sentado a beber unas ginebras. Charla va, charla viene, Juan Chapar le contó que Julián Arza le debía mucho dinero, y que no sabía si iba a poder pagar su deuda.

—Se lo comento a usted, don Aguilar, porque sé que andan en negocios juntos, no vaya a caer también en la volteada.

En ese punto, Facundo era discreto, y no dijo palabra. Se limitó a asentir. Después de beber, se calzó el sombrero y partió al galope.

En la soledad de la noche, se dijo que tendría que enfrentar a Julián.

3
LA ENFERMEDAD

Estancia La Señalada

Hoy papá estuvo de mal humor, otra vez anduvo con las cejas alzadas y la mirada furiosa. Yo también a veces me enojo por la enfermedad de mamá, pero hoy estoy triste.

Por más que todos me dicen que va a mejorar, sé que me mienten. El abuelo vino ayer, con la tía Azul. Vinieron en la carreta. Él insistió en ver a mamá, no hubo manera de que le hiciera caso a la tía, y me puse contenta, porque ella siempre quiere tener las de ganar, pero el abuelo es su papá y le debe respeto.

En lo único que sí estuvieron de acuerdo era que tenía que entrar con el pañuelo en la boca. A mí hace días que no me dejan entrar, solo espiar desde la puerta. Mamá ya no abre los ojos, Ramona dice que tiene mucho sueño, que la enfermedad la debilitó.

Todos hablan de la enfermedad, pero nadie le pone un nombre. Yo a veces tengo gripe, con mocos y tos, o dolores de panza, entonces Ramona me cura el empacho con una cinta roja. Ella suele tener dolores de cabeza. Pero mamá tiene la “enfermedad”. ¿Qué enfermedad es esa que no tiene ni nombre?

Cuando el abuelo salió de la habitación tenía los ojos brillosos y parecía mucho más viejito. La espalda se le había encorvado, como si la enfermedad se le hubiera metido a él también en el cuerpo. La tía Azul lo tomó del brazo, incluso parecía cariñosa con él. Me di cuenta de que mamá está peor.

Ayer vino otro doctor, uno francés que se llama Dousquin. No sé por qué no viene un doctor argentino, como yo, o uno español, como el abuelo. De parte de papá no tengo abuelos, se murieron cuando yo no había nacido, a él lo pateó un caballo en la cabeza y se murió enseguida; tuvo suerte, no estuvo sufriendo, como mamá. Pero la abuela sí sufrió, porque estaba tan enamorada de él que a los pocos meses se fue a buscarlo al cementerio. Y se murió ahí nomás, arriba de la lápida. Si papá se entera de que Ramona me contó esas cosas la echa, pero es un secreto, aunque sé que no tengo que guardar secretos, porque pueden pasar cosas peligrosas para mí si no cuento todo. Eso me decía mamá siempre. A mamá no le gusta que ande sola por ahí, dice que la estancia está llena de hombres, y como yo soy una nena, mejor quedarme adentro, o siempre acompañada por alguien de la familia. Ramona es de la familia, aunque sea una empleada, porque yo la quiero, como al petiso.

Ahora sé que la gente cuando se muere no va al cielo, esas mentiras son para los nenes más chiquitos, ahora sé que van al cementerio.

Papá está en el comedor, él también parece más viejo. Está sentado a la mesa, tiene delante de él uno de esos cuadernos en los que escribe cuando está en el despacho, pero hoy no escribe. Lo mira, pero yo creo que no lo ve. Al lado tiene un vaso lleno de esa bebida de olor fuerte que cuando me acerco me hace picar los ojos. Llevo un rato espiándolo, a veces se duerme sobre la mesa, debe estar muy cansado.

La casa está en silencio, creo que todos se fueron a dormir. Me da pena papá y se me caen las lágrimas. Hoy nadie se acordó de mí, Ramona, que siempre me arropa antes de que me acueste, también debe estar muy cansada. No quiero dormirme así, quiero a mi mamá.

La habitación está oscura, pero no necesito ver nada para saber dónde está mamá. El olor feo ya no me molesta, me acostumbré, como cuando voy a los corrales y está lleno de bosta. A todo se acostumbra el hombre, me dice siempre Ramona, y yo creo que debe ser igual para las chicas.

Me acerco despacito, y empiezo a ver en la oscuridad. Veo el ropero, la mesa con el aguamanil y la cama. No me puse pañuelo, no creo que mamá me haga mal, las mamás no hacen mal nunca. La toco, está tibia, pero tiene la piel rara, tirante, como si estuviera hinchada. Será otra cosa de la enfermedad. Y ese olor feo. Ella debe sentir algo porque hace como un ronroneo. Vuelvo a tocarla y le digo que la quiero mucho, que no me deje sola, pero ahora parece que ya no me escucha, porque no hace nada.

Me acuesto al lado de ella, en el lugar que antes ocupaba papá, y me aprieto contra su costado. Le paso una mano por encima de la panza y cierro los ojos.

Siento que me zamarrean, me despierto y veo la cara oscura de Ramona. Me mira como cuando meto los dedos en el dulce de leche que está preparando. Los ojos se le abren como si se le fueran a salir y sé que tengo que levantarme. La habitación está en penumbras, las cortinas están corridas todavía. Mamá sigue igual que anoche, blanca, olorosa, y dormida.

Ya en el pasillo Ramona me echa todas las broncas encima. Que si se entera tu padre me mata, que te vas a contagiar, que cómo sos tan desobediente, niña mala, cómo vas a pasar la noche ahí, y no sé cuántas cosas más, hasta que me pongo a llorar. Eso la desarma. Se agacha y me abraza. Tiene olor a sudor, y a cocina, a ollas, a hierbas… tiene olor a madre, aunque ella no es madre, creo. ¿Será madre Ramona? Mientras lloramos juntas me pregunto si tendrá otra familia además de nosotros, porque para mí Ramona es mi familia, aunque tenga otro color de piel y no tenga mi sangre. Eso de la sangre es un cuento, ¿cómo papá va a tener mi misma sangre? Él tiene la de él, yo tengo la mía, y así los demás. Ramona es como una segunda mamá.

Vamos, Ani, no podés estar acá, ya te lo dijimos, me repite mientras vamos hacia la cocina. Por hoy no voy a decir nada, agrega mientras se limpia los ojos a los manotazos. Después de desayunar ayudame a pelar las papas, me dice, y sé que es el precio que tengo que pagar para que papá no se entere. ¿Se va a curar mi mamá?, le pregunto mientras vamos afuera a ordeñar la vaca. Me gusta ordeñar la vaca, sentir sus ubres llenas y esa piel entre lisa y rugosa, tibia, como la leche que le sale. Sí, Ani, tu mamá se va a curar, me dice no muy convencida, tu papá viajó para buscar a un santo que la va a curar. ¿Y el cura que le dio la extremación? Extremaunción, Ani, extremaunción. La tía Azul me dijo eso, le explico. No le digas así a tu tía, sabés que no le gusta.

Ramona ya puso el banquito de tres patas para que me siente. Dale, ordeñá, me dice, si no en vez de desayuno va a ser almuerzo. Y aunque me quieras engañar perdiendo el tiempo, de las papas no te salvás.

Después de almorzar Ramona me dejó ir al huerto de mamá. Sabés que tu mamá cuida mucho esas hierbas, me dijo, así que no hagas lío. Yo sé bien qué hay que hacer, mamá me explicó todo, sé distinguir yuyos de plantas que curan, o que sirven para las comidas. Soy buena alumna cuando quiero, y las plantas me gustan, porque le gustan a mamá.

Hay una invasión de caracoles, los saco uno por uno y los ahogo en un balde. No sé si mamá haría eso, pero sí sé que los caracoles se comen sus plantas. Está todo muy descuidado, algunas se murieron, mamá se va a poner triste.

Paso gran parte de la tarde en el huerto, Ramona viene a verme de vez en cuando, me trae cosas para comer, para que crezca.

Cuando el sol está por caer llega papá. Viene al paso por el camino principal, y cuando me ve en la tranquera me tira el brazo para que me suba con él. Antes me llevaba a pasear en su caballo, y me recuerda esos tiempos en que mamá estaba bien. Me aprieto contra su espalda y siento el calor de su cuerpo. Me pregunta qué hice durante el día y le cuento lo de la huerta. Mamá estará orgullosa de vos, me dice, y siento que la voz se le pone rara.

No volvemos a hablar. Llegamos al corral y me bajo de un saltito. Papá desmonta y ata el caballo al palenque mientras le saca la montura. ¿Es cierto que fuiste a buscar a un santo? La pregunta lo sorprende porque me mira intrigado. ¿De dónde sacaste eso? Enseguida se da cuenta de que fue Ramona y hace un gesto con la boca. Vamos a la casa, me dice, que ya es tarde.

Hoy papá cenó conmigo, pero no habló mucho, se nota que está preocupado. Después, Ramona se encargó de acompañarme a mi cuarto, ya no me asustan los murciélagos que están colgados de la cola en el techo de la galería. Por más que no puedo verlos, porque la lámpara no alumbra tanto, sé que están ahí, los escucho, tienen ese chillido finito. Ramona me arropó como siempre y me dio un beso en la frente.

Me cuesta dormir, pienso en todas las cosas que cambiaron desde que mamá se enfermó. Ya nadie se ocupa de mí, mamá me enseñaba a leer, por más que hay una escuela en el pueblo, ella prefería educarme en casa. Acá el único que sabe leer es papá, pero siempre está ocupado con las cosas de los animales y lo de las elecciones municipales, no sé bien de qué se trata, pero en boca de él todo parece importante. Le pedí a Ramona que me ayudara, pero me dijo una palabra que no conozco, algo del alfabeto.

Antes íbamos al pueblo de vez en cuando, aunque no me gustaba ir a misa veía a otra gente. Cuando venga la tía Azul le voy a pedir que me lleve, por más que a ella nunca la vi en la misa, por ahí me lleva.

La tía vive con el abuelo en una casona cerca del pueblo, una vez, cuando mamá estaba bien, la tía le contó que en cercanías de la plaza principal había alumbrado público. No sé bien qué es eso, pero sonaba como algo importante.

Cuando me despierto siento que hay visitas, miro por la ventana y veo la carreta del abuelo. Me visto a las apuradas y voy a verlo. ¡Ani!, me dice y me abraza. Me hace esos trucos de manos de siempre y no sé cómo aparece un dulce. Para después de comer, aclara. Pienso en mis otros abuelos, los que no conocí. Tal vez mi abuelo Caballero no quería tanto a mi abuela, que se murió cuando yo era chiquita, porque él no la fue a buscar al cementerio. Me da vergüenza preguntarle, por ahí se enoja.

Hay un movimiento raro en la casa, siento voces que vienen desde el despacho de papá. Ramona va y viene con la cara fruncida, lleva telas blancas a la habitación de mamá, de donde sale el doctor Fuschini. Hoy no tiene el maletín negro que siempre lo acompaña, y pienso que quizás mamá ya se curó y no le hace falta.

Vamos afuera, Ani, me dice el abuelo, y en sus ojos hay una mentira. ¿Qué pasa, abuelo? La tía Azul también sale del cuarto de mamá, tiene los ojos rojos y la nariz hinchada. Vamos afuera, repite el abuelo, y me agarra del brazo con fuerza. ¡No!, le grito y me suelto. No hacen tiempo a atajarme y corro hacia el cuarto de mamá. Cuando la veo, sé que está muerta.

4
EL ENTIERRO

Pueblo de Tandil

Tandil había dejado de ser un puesto militar y la amenaza de los malones era un recuerdo lejano que se remontaba a 1855. El pueblo estaba agrupado alrededor de lo que había sido el fuerte, demolido en 1865, y era un centro de intercambio mercantil para las poblaciones del sudoeste de la provincia. La llegada del Ferrocarril Sud a Ranchos ese mismo año había hecho que los viajes hacia Buenos Aires se redujeran considerablemente, y en tres días los viajeros podían completar la travesía.

La aldea estaba ubicada al pie de las sierras y cerca del arroyo que alimentaba varios molinos. En las chacras y quintas se cosechaba trigo, papas y verduras para el mercado local.

La sociedad tandilense era en su mayoría extranjera: españoles, franceses, vascos, italianos, daneses, que habían comenzado a llegar desde 1860.

El progreso estaba en marcha, además del alumbrado público en algunas calles, las viviendas también habían cambiado, muchas eran de material. Algunas tenían azoteas y otras, techos de zinc. Había tres hoteles, médico, boticario, carpinterías, fondas y varios comercios.

El cementerio estaba ubicado al pie del Cerro del Águila, y hacia allí se dirigía la pequeña procesión. El día acompañaba la tristeza de los deudos, el cielo estaba gris, a punto de llorar, como lo hacía Ani. La pequeña, a quien habían vestido también de negro, iba de la mano de Ramona; su padre y su abuelo llevaban el ataúd, ayudados por vecinos y conocidos, entre los que se contaban el juez Figueroa, Facundo Aguilar, Juan Chapar y Ramón Santamarina. A la marcha fúnebre se habían unido allegados de la familia, el médico, el dueño de uno de los hoteles, el boticario, todos acompañados por sus esposas.

Azucena Caballero cerraba la procesión, sola, con la mirada perdida en un punto inexpugnable en el más allá, erguida como un poste y sin una lágrima. Sus sentimientos iban por dentro, ocultos en la coraza de su pecho.

Cuando llegaron a destino, el presbítero José Rodríguez, acompañado por dos monaguillos, dio inicio a la ceremonia.

Ani se perdió en las palabras del cura, no le importaba a dónde iba el alma de su mamá, ella la quería en tierra, a su lado. Se concentró en los cipreses que bordeaban el cementerio y se mecían con el leve viento, observó los panteones y pensó en la inutilidad de tantos adornos; los muertos no podían verlos.

Su madre sería enterrada en el panteón perteneciente a la familia Caballero, así lo había ordenado el abuelo, y Julián Arza no había tenido corazón para oponerse. El monumento tenía aspecto cúbico, un pórtico con frontón y dos columnas con capiteles con motivos vegetales y fustes torneados. En el frontón, una guirnalda de hiedra rodeaba una cruz. Lo más llamativo era el ángel enorme que con sus alas desplegadas apuntaba hacia el cielo. Ani quedó fascinada con esa imagen y Ramona tuvo que apretarle la mano para avisarle que todo había terminado. Ya podemos volver a casa, le dijo, y la pequeña pensó que “casa” no existía sin mamá.

La procesión hizo el camino inverso, esta vez sin cajón. Algunas mujeres iban del brazo, cuchicheando, los hombres detrás. El único que quedó rezagado fue Julián, necesitaba despedirse de su esposa. Una vez a solas, lloró, arrodillado frente a la cruz que presidía el recinto. “¿Qué voy a hacer ahora?”, pensó, “no podré educar solo a Ani”. Con Margarita solo una vez habían hablado de la muerte, justo después del parto de la niña. Él había bromeado al respecto, como si la parca no fuera a tocarlos sino hasta que fueran viejos, en cambio, ella se había puesto seria y le había hecho prometer que si algo le sucedía, buscaría una nueva madre para su hija. “Jamás estaré con otra mujer que no seas vos”, juró entonces Julián. “No me importa que estés con otra, yo sé que me amás, pero no quiero que mi hija se críe sin madre”. “Hablemos de vida, Margarita mía, de esta nueva vida que tenemos entre nosotros, la muerte no nos tocará, no todavía”.

Julián Arza se había equivocado, ahora debía ser fuerte y enderezar el rumbo de su familia. En los últimos tiempos, con la enfermedad de Margarita, comenzó a descuidar sus negocios, y aunque su vecino y socio en algunas empresas, Facundo Aguilar, le había tirado un lazo, su economía estaba desordenada y tenía muchas deudas, una de ellas, la más importante, con el vasco Chapar.

Los almacenes de ramos generales cubrían varias necesidades ante la falta de servicios e instituciones. A la venta de productos se sumaba la dirección postal de algunos vecinos, el acopio, pero también actividades financieras que suplantaban bancos. Además, brindaban el servicio de postas y fondas para los viajeros.

En el comercio de Juan Chapar, los terratenientes locales desligaban el pago de mensualidades de su gente, y Chapar se cobraba anualmente con el acopio de lanas y cueros, y así cubría pago de sueldos más el consumo de la peonada. Julián era uno de esos terratenientes, pero en los últimos tiempos no había producido los cueros suficientes para saldar sus deudas. Respecto del ganado ovino, desconocedor del negocio, había delegado la esquila en manos inexpertas y se había desperdiciado; la enfermedad de Margarita lo había distraído.

Julián presentía que en cuanto pasaran unos días de luto, el vasco intentaría cobrar su deuda. Si bien los negocios se sellaban con un apretón de manos sin firma alguna, todos sabían que Juan Chapar registraba todo en sus libros de contabilidad.

Cuando el viudo abandonó por fin el panteón, la multitud se dispersó. En las afueras del cementerio lo aguardaban su suegro, cuyo rostro había envejecido un siglo, su cuñada, y su hija, de la mano de Ramona. Observó a Ani, la pequeña tenía la nariz roja y los ojos brillantes, y se reprochó no haberle dado la atención necesaria en esos momentos. Se acercó al grupo y se agachó a la altura de su hija; esta le echó los brazos al cuello y él la alzó.

—Es hora de ir a casa —murmuró. El resto asintió, tocaba despedirse.

Armando Caballero y su hija se dirigieron a su carreta, y Julián Arza enfiló hacia la estancia.

Esa noche ninguno durmió. Los sueños estuvieron ahogados en llantos que contenían las paredes y escondían las almohadas.

***

Hacía una semana que había muerto Margarita y la casa no lograba recuperar el rumbo. Ani pasaba muchas horas sola, por más que Ramona intentara tenerla bajo su ala todo el tiempo, la mulata tenía muchas ocupaciones y la pequeña se le escapaba.

Con el último libro que le había enseñado su madre, que todavía no podía leer y entender, la niña se ocultaba detrás del molino, acompañada por uno de los perros de la estancia. Allí, recostada contra la base del estanque, miraba esas pequeñas letras que, como hormigas, formaban caminitos indescifrables. Repetía una y otra vez las frases que recordaba e inventaba el resto para crearse una vida feliz, donde había mamás y papás juntos.

Ramona, que conocía bien su escondite, la espiaba cada tanto, para asegurarse de que estuviera bien; luego volvía a sus quehaceres más pesados. No comprendía esa fascinación por los libros que tenían algunas personas. Cuando finalizaba sus tareas, llamaba a Ani con la excusa de necesitar su ayuda, y como la niña era generosa, acudía en su auxilio. Y así pasaban las horas y los días.

Julián creía haber encontrado una posible solución a sus problemas económicos: la política. A principios del año próximo se realizarían las elecciones para elegir a los cuatro nuevos integrantes de la Corporación Municipal, mediante el voto de los vecinos. Tandil era cabecera de partido; el juez de paz, Figueroa, había sido nombrado por el gobernador de Buenos Aires, y la creación de las municipalidades había ampliado la participación de los vecinos en los asuntos comunales.

Julián quería ingresar al estrecho círculo de notables responsables de la administración local, actualmente en manos de propietarios criollos como los hermanos Gómez, Rufo y Ciriaco, Moisés Jurado, el danés Juan Fugl y el gallego Ramón Santamarina. Todos ellos habían arrimado diversas iniciativas tendientes al adelanto del pueblo, como el arreglo de calles, la reglamentación del abastecimiento de carne, la construcción del templo o la distribución de solares. A Julián no le molestaba el avance de los extranjeros, él mismo era descendiente de vascos, pero a algunos criollos sí. Habían visto la evolución de muchos que empezaron como almaceneros para convertirse luego en terratenientes. Traían de sus tierras una gran dosis de afán aventurero, y el espíritu práctico de sus ascendientes, por ello su responsabilidad comunitaria los llevó a participar de la vida política local.

Si Julián lograba ser elegido en las próximas elecciones, sus problemas económicos se solucionarían. Para ello, tenía que dejarse ver más por el pueblo e integrarse a la vida social, que había relegado para dedicarse a su familia.

Tenía muchas decisiones por tomar, entre ellas, ocuparse de que Ani recibiera una educación formal. Recordó el pedido de su difunta esposa y por primera vez desobedecería sus ruegos; él no tenía ganas de casarse, ni siquiera para darle una madre a su pequeña. Por un momento, su cuñada se cruzó en su mente, y desechó la idea de un zarpazo, no sería capaz de soportar a una mujer que tenía más bríos que potro sin domar; además, estaba aquello. Recordó las veces que Margarita había mostrado preocupación por su hermana, “quedará solterona”, solía decir, “con esos aires de varón que a veces tiene”. Su cuñada hacía honor a su apellido, parecía un caballero, sus movimientos no eran refinados, como los de Margarita, ¿cómo podían ser hermanas?

De vivir, su suegra hubiera puesto t

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