CAPÍTULO I
No debí pensar jamás en lograr tu corazón,
y sin embargo te busqué hasta que un día te encontré
y con mis besos te aturdí.
Tango «Grisel»,
JOSÉ MARÍA CONTURSI
España, año 1898
Manuel Loyola inclinó el cuerpo hacia delante apoyando los brazos contra la baranda de la barcaza en la que viajaba y miró el mar; cruzaba de su tierra española a la exótica ciudad de Tánger. Lo hacía seguido pero el hecho de pasar a ese mundo tan diferente al suyo —tan occidental y cristiano— siempre le hacía sentir mariposas en el estómago.
—Êtes-vous nerveux? —le preguntó su amigo Florián en francés con su típica sonrisa.
—Sólo un poco… —respondió Loyola en alusión a sus nervios.
En más de una oportunidad había hecho ese viaje con Florián y ambos habían comentado la extraña sensación que les producía pasar de una tierra a otra. Al francés lo había conocido hacía un par de años en ese mismo barco donde descubrieron que compartían el mismo oficio: la sastrería. Los unía una cierta complicidad de colegas: Florián se dedicaba a la confección de prendas de hombre; y él, a la de mujer. El galo le contó que había llegado a España de visita y que terminó quedándose a vivir en la península. La profesión y el interés de sus respectivas naciones sobre Marruecos les permitían identificarse y platicar animadamente acerca de la situación política. Cuando coincidían a bordo, la actualidad les daba temas de conversación.
El español Manuel Loyola fijó la vista en el agua y pudo ver el reflejo del cielo azul; hacía calor, le caían gotitas de sudor por la frente. Buscó su pañuelo en el bolsillo del saco y se lo pasó por el rostro; luego, se peinó con los dedos el cabello castaño claro. Tenía importantes razones de peso para querer llegar lo más presentable posible; las mismas por las que ese día vestía traje y estrenaba camisa blanca. Miró las manecillas del reloj que colgaba de su pantalón negro. Era un viaje de unas pocas horas; calculaba que en breve vislumbrarían tierra y que, tras el arribo, ingresaría al mundo del islam. Tánger era moro por donde se lo viera. Lo mostraban los varios llamados a la oración que impregnaban el ambiente de sonidos religiosos, las mujeres con velo, los edificios curvilíneos con cúpulas y las voces de un idioma cargado de consonantes que, sin pausa, zumbaban en los oídos.
Manuel realizaba este viaje muy a menudo. Su trabajo de sastre de lujo se lo exigía. En cada visita, se dirigía a la parte antigua de la ciudad en busca de telas especiales; se adentraba por las calles estrechas de la medina fundada en 1400 y, entre los cientos de pequeños puestos coloridos que componían el laberinto donde los comerciantes exhibían sus mercancías, él elegía las telas para los vestidos que confeccionaría a su regreso. En el último tiempo sus viajes se habían intensificado por la necesidad creciente de materiales, había comenzado a vestir a dos importantes grupos teatrales. Sus inicios como sastre los había hecho siendo apenas un jovencito, un mero aprendiz, un ayudante en un gran taller. Ahora, sin embargo, con casi treinta años, ya poseía el suyo. Había empezado tímidamente, vistiendo a señoras elegantes y a alguna que otra actriz que lo requería para ocasiones especiales, pero la fama de su dedal lo había llevado a confeccionar el vestuario completo del plantel de actores que recorría Málaga, Sevilla y Cádiz. Semejante compromiso lo ponía contento, era una excelente oportunidad económica. Los trajes caros se pagaban bien, y disfrutaba mucho al crearlos.
En cada viaje a Tánger, Loyola conseguía géneros, festones y orlas de excelente calidad; pero de Marruecos no sólo le interesaban las telas. Desde hacía unos meses lo atraía una mujer, una que él no tenía derecho a mirar, ni siquiera a pensar, porque no era de su etnia ni de su religión. Ella usaba túnica sobre los vestidos y velos sobre su pelo. Jamás lo había visto —«ni un mechón», pensó—, aunque podía imaginarlo renegrido. Sus ojos oscuros y rasgados parecían hablar y decirle lo que él quería escuchar. Era Amina, la bella hija de Abdel Alberahim, uno de los comerciantes que Loyola visitaba desde hacía unos años en la medina. Un tendero agradable al que apreciaba y con quien había trabado amistad. En la tienda del moro, luego de un extenso regateo al que ya se había acostumbrado, transaba la compra de gran parte de los insumos necesarios para su taller. El comerciante tenía cinco hijas, situación especial que lo llevaba a trabajar más que cualquiera, ya que sobre él pesaba la preocupación de casarlas a todas.
Manuel Loyola adquiría materiales en varios puestos de la medina, pero el de Alberahim era su preferido por la calidad de sus paños y porque le gustaba charlar con el hombre. Cada vez que visitaba la tienda, pasaba horas eligiendo lo que las manos ágiles de Amina le mostraban con gracia y presteza; ella ayudaba en el negocio de su padre desenvolviendo las resmas y alcanzándole los materiales. Durante su labor, la muchacha solía acariciar los detalles de los festones o tocar con la punta de sus dedos los delicados dibujos de las telas, y, al hacerlo, las texturas se volvían deliciosas a los ojos de Manuel.Alberahim, a su lado, se dedicaba a hablar de las cualidades de sus productos para convencerlo de comprarlos y metido en su mundo de oferta no se percataba de las miradas españolas sobre la suave mano de su hija.
Durante las visitas de Manuel, la muchacha hablaba muy poco, pero él, que le prestaba extrema atención, conocía muy bien su timbre de voz. Amina le gustaba mucho y, aunque no conocía ni el largo ni el color de su pelo, sí sabía de memoria su perfil de largas y copiosas pestañas, su bonita boca roja y la forma grácil de sus movimientos que hacían que su cuerpo llegara antes que la tela liviana de su túnica cuando avanzaba con pasos rápidos. Una de las cosas que más le impactaba de la joven era la disposición con la que ayudaba a su padre; siempre lo hacía con cariño y parecía adivinar lo que él pediría. Por momentos, una sonrisa dulce se adueñaba del rostro de Amina y cuando esto sucedía, para Loyola el ambiente se transformaba en fiesta. Podía jurar sobre la Biblia que reconocería el aroma de la muchacha en cualquier lugar que ella hubiese estado; la mezcla de limón y jazmín que dejaba al pasar flotando en el ambiente lo tenía subyugado. De Amina no conocía mucho más que eso. Pero tal vez, por esas curiosidades del amor, que se instala sin pedir permiso donde menos debería y cautiva a quienes no tendría que hacerlo, él se había ido enamorando de ella con sólo apreciar esos detalles.
Tras bambalinas, luego de dar por concluida cada transacción, Alberahim y él compartían un brebaje caliente tomado en enormes vasos de vidrio transparente repletos de hierbabuena y té verde, que, servicial, alcanzaba Amina. Al principio, Manuel los había bebido por obligación pero con el tiempo descubrió que ese gusto dulzón y refrescante le agradaba, igual que el ritual de sentarse en los cómodos silloncitos de respaldo alto y almohadón de terciopelo amarillo para charlar de política con Alberahim. Claro está que ese disfrute por el té tenía un motivo adicional: las manos de Amina preparaban y servían la bebida.
Manuel aún estaba envuelto en sus pensamientos cuando la voz de su amigo lo volvió a la realidad.
—Ya casi llegamos a Tánger.
Loyola miró a su alrededor y notó que los demás viajeros se acomodaban para bajar. La embarcación arribaba al puerto.
—Sí, ya se ve tierra —respondió y tanteó sus bolsillos buscando cerciorarse de que los documentos y los billetes estuvieran donde debían.
Como siempre, cada uno iría por su lado; luego, se encontrarían al pie de la barcaza para emprender el regreso y, ya en la cubierta, al cruzar el estrecho de Gibraltar, comentarían las bondades de las telas adquiridas.
El día de trabajo comenzaba: Loyola iría primero al puesto de los botones; luego, al de los hilos y, finalmente, al de Alberahim. Sabía bien lo que quería comprar y cuánto deseaba ver a la muchacha mora.
* * *
Alberahim y Manuel Loyola llevaban varias horas juntos en lo que iba del día; las seis resmas de géneros brillantes y coloridos ya habían sido elegidas, envueltas y cargadas sobre el carro tirado por mula que un muchachito se encargaría de llevar hasta el puerto; la operación con regateos incluidos ya había sido cerrada. La visita llegaba a su fin, lo anunciaba el hecho de que los dos hombres se instalaban en los silloncitos altos de la parte trasera de la tienda para llevar adelante el ritual final de tomar el enorme vaso de té moruno bien hirviente. Como siempre, Amina fue quien lo preparó; y el español, nuevamente, observó las manos femeninas que lo servían, sumando de esta forma segundos a los minutos que ya había pasado haciendo lo mismo ese día. Los ojos de hombre sobre las manos de mujer, los ojos de hombre sobre la punta de los pies pequeños que asomaban bajo la larga túnica azul. Pero también algo más: los ojos de hombre sobre los de mujer porque en varias oportunidades las dos miradas se habían encontrado sonrojando a Amina, lo que sucedía cuando Alberahim se hallaba ocupado en otra cosa, ya sea cargar un género pesado, sacar de un cajón un cordel dorado o contar los billetes, porque para los dos jóvenes todo era una buena oportunidad para mirarse. Amina desaparecía tras la cortina y la tranquilidad regresaba a Loyola, su pulso se desaceleraba. La conversación se desenvolvía entre los hombres y sus voces sonaban claras entre tantos géneros.
—Loyola, tengo que decirte que hoy te has llevado las mejores telas de mi tienda a un precio excelente… Mira que te he hecho un gran descuento.
—Estoy seguro de que son las mejores, aunque no sé si puedo decir lo mismo de los descuentos —dijo el español con una pícara sonrisa.
—¡Bah, bah, bah! —dijo el moro agitando la mano, y agregó—: No seas desagradecido, que para ser español bastante aprecio te tengo, porque con lo que vosotros nos hacéis a nosotros los moros, yo no debería haberte hecho ni una sola quita.
—Hombre, deja de quejarte, que tan mal no la pasas. Cada vez tienes más clientes españoles y esto tiene que ver con el protectorado que ha creado España del que tanto te lamentas. No creo que mis compatriotas se animaran a venir a comprar como lo hacen si no estuvieran las factorías en la zona costera.
—¡Jamás será algo bueno que se metan en lo que es nuestro!
La frase de Alberahim fue el puntapié inicial para adentrarse en el tema que siempre tocaban cuando se sentaban a tomar el té: la negativa del pueblo marroquí a aceptar la ocupación europea y a ser tratados como colonia. Los españoles disponían del territorio de Ceuta como una herencia de Portugal desde la Edad Media, y eso, los moros no se lo perdonaban. En 1860 una nueva disputa sobre el territorio africano había llevado a España a declarar la guerra, que, una vez ganada, les permitió obtener un nuevo enclave y una ampliación en Ceuta. La presencia española se había afianzado año a año hasta que en 1884 había creado un protectorado en las zonas costeras con el establecimiento de varias factorías. Esto reavivaba la eterna discusión gubernamental; sin embargo, y pese al encono, el comercio crecía.
Los hombres llevaban media hora de plática política y ya iban terminando los vasos de té, la conversación decaía y parecía que Loyola se marcharía cuando hizo un último comentario que dio un giro inesperado a la charla:
—Entiendo lo que dices, Alberahim, pero todo el mundo quiere estar mejor económicamente y tu país ahora lo está. He leído en los periódicos españoles que vuestra economía ha mejorado notablemente.
—¡Y qué quieres que te digan tus periódicos! Además, aunque fuera verdad, no creo que cambiara mucho mi realidad —dijo levantando la vista del vaso como si arribara a una conclusión a la cual no quería llegar.
—¡Alberahim, si tu negocio está floreciente!
—Sí… pero al fin de cuentas los negocios no lo son todo —dijo en tono resignado.
—No puedo creer que tú me digas eso… —Jamás le había escuchado decir algo semejante a Alberahim; ni a él ni a ningún moro.
—Es que llega un momento de tu vida en que descubres que hay cosas más importantes —concluyó el comerciante.
—¿Cosas…? —A Loyola la conversación comenzaba a sonarle extraña.
—Sí, como la libertad… o la salud —dijo tomando un último trago de té y perdiendo nuevamente la vista en el interior de su vaso.
Manuel pudo sentir con claridad la aflicción en la voz del tendero, lo miró con detenimiento por unos instantes, entonces el rostro del hombre se lo confirmó.
—¿Te encuentras bien, Alberahim? —se atrevió a preguntarle.
—Sí, hummm… bueno, no tanto.
—¿Sí o no?
—No, según el médico. Aunque a los que estudian mucho no les creo todo lo que dicen, tienden a creer más en los libros que en las realidades.
Loyola notó que Alberahim en los últimos meses había bajado bastante de peso.
—¿Estás enfermo?
—Así es.
—Enfermo de algo… ¿grave?
—Sí.
Se hizo silencio.
—Algo… ¿irreversible?
Alberahim movió la cabeza afirmativamente. Loyola se quedó mirándolo sin saber qué decir. No esperaba semejante confidencia. Al fin pudo articular:
—Lo siento. ¿Puedo ayudarte?
—No creo, pero no te aflijas. A la muerte no le tengo miedo; toda mi vida he cumplido con Alá y con mi religión y sé a dónde me iré. No tengo temor a lo que pueda sucederme, sino a lo que le pasará a los que queden en esta tierra cuando me vaya.
—¿Te preocupa tu familia?
—Así es, no te olvides de que tengo esposa y cinco hijas que quedarán solas. Por lo que estoy tratando de organizar los casamientos de varias de mis niñas.
—Ay, Alberahim, no quisiera estar en tu lugar.
—Sólo le pido a Alá que me dé tiempo antes de irme para examinar los candidatos y estudiar las mahr que me ofrecen por ellas —dijo refiriéndose a las dotes.
Loyola pensó: «Hijas… casamiento… marido. ¡Amina!». Junto al nombre querido muchas ideas vinieron a su mente, pero decidió ser precavido.
—Escucha, Alberahim, no deberías apurarte tanto, tal vez las cosas no sean tan graves como crees. ¿Por qué no pruebas atenderte con médicos españoles?
—Ya lo hice y no fueron optimistas, por lo que he decidido ocuparme de lo que tengo pendiente.
—¿Y qué decisión has tomado?
—He organizado el futuro de la tienda y también el de mi familia. En cuanto supe que lo mío era definitivo, concerté el matrimonio de dos hijas, así que en breve realizaré sus bodas, pero aún me falta casar a dos más. Lo cual es un engorro y un gran gasto. El tiempo corre en mi contra, debo apurarme.
—¿Tu negocio quedará para tu mujer y tus hijas?
Loyola no salía de su asombro, Alberahim estaba en verdad enfermo y planeaba fríamente el futuro de sus descendientes. «No le resultará fácil», entrevió. En medio de su interés por Amina, a Loyola se le colaba la preocupación por el hombre.
—¡Cómo se te ocurre, español! ¡Ellas son mujeres! El negocio quedará para el marido de mi hija más grande. Ya he cerrado trato. Con el dinero que me dé, haré parte de las fiestas. Además, se encargará de mantener a mi esposa cuando yo no esté.
—Ya veo que has hecho varias previsiones.
—Casaré a todas, menos a la más chica. Ella es sólo una niñita. Pero dejaré concertado su matrimonio para que se realice en unos años, cuando yo ya no esté… —repitió con la convicción de quien sabe que el final está próximo. Luego, miró al cielo y exclamó—: ¡Es que al darme cinco mujeres, Alá me ha bendecido y castigado al mismo tiempo!
«Es verdad», reconoció Loyola. Un moro con esa cantidad de hijas jamás tendría paz hasta casarlas a todas. Qué distinto era en España. Le llamaba la atención la parsimonia con que Alberahim enfrentaba la muerte, qué diferente la tomaba un árabe. Pero… ¿y Amina? ¿A ella también ya le había encontrado marido? Una sensación desagradable se le instaló en la boca del estómago. La voz del moro vino a responder su inquietud.
—Aún debo encontrar esposos para Hanna y Amina —dijo pensando en voz alta, como si hablara para sí mismo.
—¿Para Amina? —preguntó y miró en dirección al cortinado rayado en negro y azul que lo separaba de ella, tratando de asegurarse de que hablaban de la misma persona.
—Sí, la que me ayuda en la tienda. Estoy buscándole un marido tendero, ella sería muy útil a alguien con negocio.
Se hizo un silencio pesado, los dos hombres por instantes se sumergieron cada uno en sus propios pensamientos; los de Alberahim buscaban un marido entre los tenderos que conocía pero ninguno terminaba de convencerlo; los de Loyola iban a gran velocidad: si de veras le interesaba la chica, este era el momento de hablar, debía abrir su boca, era ahora o nunca. Se decidió por lo primero.
—¿Darías a tu hija Amina en casamiento a un infiel?
Alberahim lo miró estupefacto.
—¡Cállate, español, no seas ridículo!
—No sería cualquier infiel, sería un buen hombre… alguien que la cuidaría, que le daría un buen pasar. Alguien con quien podría compartir la pasión por los géneros.
Alberahim lo miró a los ojos durante unos instantes, buscaba cerciorarse que había entendido bien a dónde quería llegar el español; luego se puso de pie y lo observó de arriba abajo sin decir palabra. Manuel le sostuvo la mirada, hasta que al fin el moro habló:
—Oye, español, no es tan fácil, está de por medio la religión, el celebrar el casamiento según nuestras costumbres… y tantas otras cosas de las que tú no tienes idea.
—La boda podría llevarse a cabo bajo las costumbres moras, el infiel podría convertirse al islam. Y lo demás se puede arreglar.
Los dos hombres volvieron a mirarse largo y profundo. Esta vez, midiéndose uno al otro.
—El tiempo corre… tú lo dijiste —apostó Manuel Loyola.
La última frase hizo el efecto esperado y Alberahim se puso de pie, caminó unos pasos y se acercó a la cortina a rayas azul y negra del fondo que comunicaba con el otro sector. Desde allí gritó:
—Amina, hija mía, prepara dos copitas de mahia.
Manuel lo escuchó sorprendido, sabía que los moros no bebían y Alberahim jamás lo había hecho delante de él. El mahia era un licor de higos.
El padre volvió y, frente a Loyola, que también se había puesto de pie, dijo:
—Oye, español, siéntate, que esto no se habla en una hora, ni siquiera en un día. Será en varias reuniones. Y no te prometo nada, sólo veremos.
Tras la cortina, Amina servía el licor. Sus manos se movían nerviosas, temblaban; había escuchado la conversación y entendía perfectamente lo que Loyola había propuesto. Y ella quería lo mismo que él. Porque Amina conocía la forma exacta de las manos de ese hombre español y su manera de acariciar un género cuando le gustaba, había descubierto cómo tamborileaba los dedos contra el mostrador cuando quería cerrar el precio de la compra con su padre y hasta distinguía muy bien sus pasos largos y aplomados cuando estaba satisfecho con la adquisición; se había acostumbrado a su amabilidad y caballerosidad, las disfrutaba, tenía maneras diferentes a los hombres de su pueblo. Ese hombre le gustaba, igual que sus ojos claros, calmos y buenos. Ella no dejaba de asombrarse, jamás hubiera pensado o atrevido a soñar que algo así fuese posible. Tanto lo que él se había animado a proponer como la respuesta que había dado su padre.
CAPÍTULO 2
Era más blanda que el agua,
que el agua blanda,
era más fresca que el río,
naranjo en flor.
Tango «Naranjo en flor»,
HOMERO EXPÓSITO
Tal como predijo Alberahim, las reuniones que necesitaron para armar el arriesgado casamiento fueron muchas; y las concesiones que debió hacer Manuel, también. Porque lijar las diferencias, equilibrar los contrastes y armonizar las disparidades no se logró de un día para otro, pero el deseo de la pareja prevaleció sobre cualquier obstáculo. El hecho de que el padre de la novia estuviera pronto a dejar este mundo fue determinante para conceder la autorización y concertar el contrato matrimonial con el español. Le pesaba la responsabilidad patriarcal de casar a sus cinco hijas; pero, sobre todo, parecía que haber comprendido cuán efímera era la vida lo había llenado de una sabiduría anexa que le permitió flexibilizar sus pensamientos, tolerar situaciones inusuales y trastocar tradiciones ancestrales que, en otro momento y bajo otras condiciones, jamás hubiera aceptado.
Aun así, fueron varios los meses y los rituales que necesitó la pareja para convertirse el uno en el dueño del otro.
El día que Manuel Loyola conoció y acarició el largo y sedoso cabello oscuro de Amina, ella ya era su esposa. Dos semanas atrás, él había pronunciado en Tánger la shahada, oración que lo convirtió al islam.
La tarde que llegaron a España era de sol, luminoso como pocos. La luz entraba por la ventana de la cocina de su casa, en Málaga, esa misma que había pertenecido a los Loyola por un par de generaciones, la misma que había cobijado a sus padres mientras vivieron y la misma que ahora servía de morada para convivir junto a su novel esposa. Tras contraer matrimonio, Loyola había decidido residir en la casona malagueña.
De pie, junto a la puerta de madera maciza de la cocina, la pareja se observó en detalle por primera vez. Y Loyola, feliz de regresar a su mundo occidental después de varias semanas, aunque también un poco preocupado por la locura que entrañaba su decisión de casarse con una desconocida, le quitó el velo a Amina. Lo hizo sin paciencia, casi intempestivamente. Al desprenderlo, el largo cabello de belleza exótica lo deslumbró. Y en ese momento, la dulce sonrisa de la joven le dio la cuota de paz que necesitaba. Luego, por decisión propia y sin dejar de sonreír, Amina se despojó de la túnica. Debajo apareció un bonito vestido azul bordado con vivos plateados. Sin saber muy bien qué hacer, Manuel preparó una taza de té para ella y una de café para él. Mientras servía las bebidas, se preguntó si había llegado el momento de llevar al dormitorio a su mujer.
Esa tarde Amina había tomado el té mirando con curiosidad el entorno que la rodeaba. Los ojos no le alcanzaban para comprender ese hogar español en donde todo era diferente a lo que ella había conocido en su vida, desde los utensilios de cocina hasta la forma en que acomodaban las sillas. Habían llegado a la casa de Málaga para radicarse allí, en la ciudad andaluza. Ese fue el trato que Manuel había trabado con Alberahim.
Durante la observación silenciosa, ella supo que tendría que revisar sus costumbres. Intentó enumerar las diferencias que veía, pero pronto perdió la cuenta y se dio por vencida. Para bien o para mal, su mundo y el de su marido se unirían a partir de ese momento, al igual que lo harían sus sangres, porque aunque todavía no lo sabían, un ser nuevo concebido por la pareja comenzaría a gestarse. Amina, cual único milagro, quedaría embarazada. Sólo una hija vendría al seno de la familia que habían conformado.
* * *
Manuel Loyola caminaba por las calles de Tánger con su mujer ataviada según las costumbres musulmanas, de túnica e hiyab. Cada uno avanzaba ensimismado en su propio mundo rumbo a la casa de Hanna, una de las hermanas de Amina. Loyola sólo tenía cabeza para la propuesta laboral que había recibido el día anterior. Desde que le habían ofrecido hacerse cargo del vestuario completo de las bailarinas del famoso cabaret Moulin Rouge, sus cavilaciones sobrevolaban París. Su amigo Florián había tenido que ver con esta excelente oportunidad que en otro momento no le hubiera interesado; simplemente, porque involucraba mudarse a la capital francesa. Pero ahora, tal como estaban las cosas, y con la influencia que ejercía la familia sobre Amina, sí le interesaba. Y mucho. Por momentos, las relaciones se complicaban y veía cómo sufría su esposa, quien vivía en un mundo diferente y al que trataba de adaptarse. Los pequeños cambios que Amina dejaba traslucir, sin dudas, molestaban a los de su clan.
Amén de que él pronto sería padre y sentía que debía trabajar más que nunca, ya que ahora tendría un hijo a quien legarle los bienes que lograra en esta vida. Mientras meditaba acerca de cómo contarle la propuesta laboral, Amina, a su lado, caminaba atenta a su vientre. Deseaba sentir a su hijo, esperaba ansiosa sus primeros movimientos, los cuales aún no se habían hecho notar. Alá la había bendecido con descendencia, y esa tarde no veía la hora de llegar a la casa de su hermana para contarle sus síntomas. Loyola la dejaría allí de visita por unas horas y él, con el pretexto de comprar encajes para sus vestidos, iría a la medina. No deseaba quedarse; no soportaba el rigor del silencio que le prodigaba su cuñado, Benyaakoub, el esposo de Hanna, quien lo ignoraba por considerarlo extranjero. Advertía que ni siquiera Amina era bien recibida por el hombre. Parecía, incluso, que no le gustaba que ella los visitara. No dirigirle la palabra era la viva demostración de que no estaba de acuerdo con el matrimonio celebrado con un converso. Aun así, las hermanas se las ingeniaban para verse, y Loyola siempre escoltaba a su esposa hasta la casa de Hanna. Abdel Alberahim ya no estaba en este mundo para poner armonía en las relaciones y la madre de Amina parecía no tener voz ni voto en estos asuntos.
A Manuel y Amina, el matrimonio les había traído infinitos descubrimientos. Algunos, muy gratos; otros, no tanto. Pero por sobre todo, les había hecho romper ciertos paradigmas que habían creído inamovibles.
Había situaciones cotidianas con las que él nunca había soñado y que ahora le resultaban maravillosas, como tener una esposa que lo esperara con una tina llena de agua tibia perfumada con menta y le pasara una manopla exfoliante por la espalda, o que una vez a la semana su cuarto matrimonial se transformara en un salón de baile árabe acicalado con velas y tulles para que Amina se le apareciera ejecutando la danza del vientre vestida solamente con un sujetador apretado, adornado con monedas, y con un cinturón a la cadera del que nacían gajos de telas transparentes. No sabía cuánto más duraría este pequeño deleite privado, ya que el embarazo pronto sería notorio. Él, sin embargo, la disfrutaría mientras pudiera, aunque sospechaba que, mientras fuera su esposa, la ceremonia tendría lugar cada semana.
Pese a las atenciones que recibía, la vida conyugal no era perfecta. Ciertos desencuentros lo desanimaban, como no lograr que su mujer lo acompañara a eventos sociales, ni a un restaurante. Ni siquiera logró persuadirla de que asistiera al teatro el día que se estrenó la primera obra que contaba con su vestuario desde que se habían casado. No hubo argumentos para que fuera a conocer sus creaciones. A ella no le gustaba salir a la calle; y, cuando lo hacía, lucía velo y túnica.
Para Amina había sido una agradable sorpresa encontrar un hombre a quien parecía importarle su opinión tanto en las decisiones pequeñas, como elegir los botones de los trajes que fabricaba; y en las importantes, como comprar una casa, ahora que estaban ganando más dinero. La parte odiosa consistía en que su marido esperaba que ella tomara constantemente resoluciones, lo que le resultaba abrumador. No estaba acostumbrada a dar una opinión, ni a ser escuchada.
Aun así, pese a las divergencias que cada uno percibía, en la balanza siempre pesaba más lo bueno que lo malo; ellos parecían haber encontrado el amor, y este les había traído el equilibrio necesario para ser felices, haciéndolos congeniar en las pequeñas grandes cosas de la vida como una palabra de aliento dada en el momento justo, un abrazo restaurador, o el estar siempre atentos a las necesidades del otro, ya sean físicas, emocionales o espirituales.
Esa tarde, cuando Amina y Manuel llegaron a la casa de Hanna, él golpeó a la puerta. Antes de que les abrieran, corroboró que su esposa estuviera conforme.
—Amina, regreso en dos horas. ¿Está bien?
—Sí, aunque preferiría que te quedaras.
—Ya lo hablamos… Y sabes que no puedo.
Manuel adivinó en los ojos de su mujer que estaba de acuerdo.
La puerta se abrió y varias mujeres recibieron a Amina con grititos de alegría. La algarabía era total pero ella lloraba. ¡Allí también estaba su madre! No esperaba verla; tampoco que estuvieran sus cuatro hermanas; había venido hasta la más pequeña, a quien hacía mucho tiempo que no veía. Al enterarse del embarazo, habían querido festejar la noticia junto a ella.
Media hora después, Loyola se hallaba en la medina comprando encajes; y en el salón de la casa de Hanna, las mujeres tendidas entre las alfombras y los cojines desparramados en el piso, conversaban animadamente mientras tomaban té y comían chebakkia. Parecía que una apacible felicidad las envolvía y que no había límites en la conversación, pero la realidad era que sí los había, y que la armonía podía desbaratarse con facilidad. Porque, al fin de cuentas, Amina estaba casada con un español y vivía en Málaga. Ya nada era como antaño; ni siquiera ella misma.
—¿Y cómo son tus vecinos, Amina? —preguntó Hanna.
—No los conozco, casi no salgo —respondió encogiéndose de hombros.
—Haces bien, hija, no hay necesidad. No hay que olvidarse de que son infieles —afirmó su madre.
—¡Amina, vives en una ciudad española y no haces nada diferente! —exclamó una de sus hermanas.
—¡Cómo que no! Miren… me he cortado el pelo —dijo quitándose el velo y dejando al descubierto su melena al hombro, tal como dictaba la moda occidental.
—¡Ahhh! —La exclamación fue general mientras sus hermanas se acercaban para mirarla mejor.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó con severidad su madre. Permanecía incrédula ante lo que veía.
—Es lo que se usa en Málaga —dijo desafiante, y sintiéndose la mujer más moderna del mundo.
—Pero si nadie te lo verá.
—¡Cómo que no! Mi esposo me lo ve en casa, me gusta estar a la moda para él.
—¡Pero, Amina, con qué necesidad! ¡No hay nada más bello que el cabello largo de una mujer! ¿Qué dice tu marido al respecto?
—Cuando me vio, dijo que lo que me haga feliz a mí, lo hará feliz a él —explicó Amina recordando el día en que la peluquera había ido a su casa, puesto que no podía mostrar su pelo en ningún lugar, ni siquiera en una peluquería.
La hermana más pequeña, que escuchaba con atención el diálogo de las mujeres, tendida en los almohadones de la punta, exclamó:
—¡Madre, a mí también me gustaría cortármelo!
—¡Qué dices! ¡Que Alá nos proteja de hacer más locuras! ¡Bastante tenemos con las de Amina! — dijo su madre. Luego, tras apreciar el bello cabello corto, la miró a los ojos, y agregó—: Te pido que no traigas ideas extrañas delante de la niña. La contaminas.
—Madre…
—Parece que no comprendes que lo importante de una mujer es su interior.
—Pero, madre, sólo estamos hablando del cabello…
—No me contradigas.
—No la contradigo: yo opino igual. Es usted, que se pone necia —expresó Amina.
La mujer volvió a mirarla con acritud. Jamás su hija le había respondido así ante una orden. Comenzaba a pensar que su difunto esposo se había equivocado al casarla con Loyola. Por más que el español se hubiera convertido al islam, ella no lo veía muy apegado a la religión. Su hija, en cambio, no era la misma. Amina comenzaba a occidentalizarse; lo veía en las palabras que usaba, en lo que relataba, y hasta en la forma en que ahora tomaba decisiones. Pero no sólo su madre notaba el choque, también Amina lo hacía, porque así como había sucedido con el corte de pelo, una y otra vez en cada tema que abordaban, ella parecía no encajar. Tampoco podía contar lo que quería. Sentía que no era entendida o, simplemente, que no les interesaba a las demás mujeres de la familia lo que ella tenía para decir, como si hablara en otro idioma. Vivir en España era completamente diferente y ella trataba de transmitirles la experiencia. Pero era imposible; su madre y sus hermanas no entendían.
Dos horas después, Manuel buscó a su esposa y se marcharon. Por el camino, Amina le relató la experiencia sufrida en la casa de Hanna. Entonces, al escuchar los planteos formulados por su suegra y cómo habían mortificado a su mujer, pensó que era una buena oportunidad para contarle acerca de la propuesta laboral.
Tal vez —como le ocurría a él—, Amina sintiera que era tiempo de alejarse de España. «En otra tierra —conjeturó Manuel—, podríamos tener más libertad». Jamás objetaba las costumbres de su mujer, ni le pediría que las cambiara. Por el contrario, algunas, como sus rituales de belleza y bailes, lo fascinaban y lo enamoraban aún más, pero soñaba con disfrutar junto a ella —aunque sea un poco— de vida social, llevarla a comer a un restaurante ataviada con un bonito vestido que le permitiera mostrar ese hermoso cabello que sólo él admiraba. Era un sueño. Uno más de la vida normal que pretendía. Situaciones comunes que, para ella, no lo eran tanto. Una frontera invisible los separaba y Manuel estaba dispuesto a cruzarla.
—Amina, ¿no te gustaría que nos mudáramos a un lugar donde nadie nos conociera? ¿Un sitio donde tú podrías dejar de usar túnica y velo?
—No sé si quiero eso…
—Piénsatelo.
—¿Cuál sería ese lugar?
—Me han propuesto trabajo en París.
—¿París? Hablan francés…
—¿Qué problemas te haces? Si lo platicas mejor que yo —repuso él. En Marruecos lo hablaban fluidamente.
—¿Qué harías tú allí? —preguntó Amina.
—Los trajes para un espectáculo de un teatro local muy conocido. —No se atrevió a decirle el nombre. Moulin Rouge no gozaba de fama recatada. Pero él sabía que las bailarinas daban un gran espectáculo.
—Francia queda muy lejos. No creo que pueda separarme de mi familia.
—Ay, Amina, pero mira cómo sufres cuando ellos no pueden entenderte. Imagínate cuando quieras criar a nuestro hijo y se te ocurra hacer con él algo diferente… algo que ellas consideren inapropiado.
—No creo que yo quiera hacer algo distinto con mi hijo, ni nada que ellas consideren incorrecto.
—¿Ah, no? Y ese corte de cabello que te has hecho, ¿qué significa para ellas? Tú ya no eres la misma.
—¡Claro que soy la misma! ¡Sólo es un corte de cabello! —protestó tocando la tela que cubría su cabeza. Sentía que su esposo atacaba a su familia, sus costumbres, su religión.
—Yo no estaría tan seguro. Piensa en las conversaciones que mantuvieron hoy y recuerda cómo te hirieron.
Amina se encogió de hombros, como si no le importara el tema. Pensaba que su marido estaba equivocado y ya no quería ni hablar ni recordar la charla, pero un interrogante atacó su ingenua mente: «¿Y si concibo a una hija y un día deseo cortarle el pelo?». Se atrevió a más… a algo que jamás hubiera imaginado que llegaría a pensar: «¿Y si quiero que mi niña no use hiyab? ¡Oh! ¿Qué dirían mi madre, mis hermanas, mis cuñados?». Supo la respuesta. Pero era cierto que el día que había aceptado casarse con un hombre distinto a los de su pueblo, también se había convertido en una mujer diferente. Esta reflexión y las siguientes la asustaron. «¿Está mal? ¿Qué significa ser distinto? ¿Quiénes son los diferentes, yo o los occidentales? ¿Alguna de las dos partes está equivocada? ¿Cuál?».
Podría haber continuado con los interrogantes, pero un recuerdo la tranquilizó: su difunto padre había autorizado y organizado el matrimonio; él había creído que sería bueno para ella.
Además, los asuntos del pelo, del velo, de su indumentaria, o bien suponer que alguna vez querría hacer algo distinto con una hija, eran verdaderas locuras. «Jamás las haría», reconoció para apaciguarse. Una lucha entre lo nuevo y lo viejo se cernía en lo profundo de su ser. No obstante, el germen de lo novedoso tomaba cada día más fuerza en su interior.
* * *
El día que Amina dio a luz a su hija fue muy feliz. Esa mañana, luego de una larga noche de trabajo de parto y sufrimiento, vio por primera vez la carita dulce de su niña. Entonces, desbordada de ternura, el dolor que había padecido no le pareció nada en comparación al sublime sentimiento que la inundaba. En ese momento se convenció de que ella se hallaba dispuesta a morir —y hasta a matar— por ese ser que tenía sus ojos negros y la boca del hombre que amaba. Estaba decidida a dar sus horas de vida, sus noches de sueño, sus victorias; a aceptar derrotas, con tal de que nunca, pero nunca, ese pedacito de carne rosada le faltara de su lado. Se sintió dispuesta a dar lo mejor de sí, a entregar su máximo caudal de amor y sacrificio, hasta a cambiar los más profundos paradigmas arraigados en ella. Se sintió invencible y dispuesta a todo. Esa madrugada de verano marcó un antes y un después en su vida, como también en sus decisiones. Sólo que ella recién lo notaría con el pasar de los meses; y más: con el transcurrir de los años.
Melisa había llegado a sus vidas. Ese había sido el nombre elegido para su hija. En su idioma significaba «dulce como miel». Porque su niña estaba hecha de azúcar y terciopelo, de canción y tibieza, de sándalo y de sol.
CAPÍTULO 3
¡Oh, París, la ciudad del placer,
cuánto dolor sabes esconder!
¡Oh, París, la ciudad del amor,
cuánta tristeza vive en tu interior!
Tango «París»,
MANUEL ROMERO
París,
año 1901
Familia Loyola
«Tener una historia de amor diferente nos hace sentir especiales. Pero en ciertas oportunidades lo bello y exclusivo puede transformarse en una carga demasiado pesada de llevar», reconoció Manuel Loyola al cruzar el umbral de la casa que acababa de alquilar en una de las zonas más bonitas de París. Había pensado que vivir en un barrio caro lo ayudaría a conseguir buenos clientes. Desistió de vender su casa en Málaga y comprar una vivienda en la Ville lumière. Antes quería probar cómo les sentaría vivir en esa ciudad. Su idea consistía en ver crecer allí a la pequeña Melisa y encontrar en Francia la libertad que les faltaba, esa que él le pedía a Amina que tomara, y que ella no se animaba a abrazar, como si no le correspondiera.
La elección de una esposa diferente le había hecho romper con muchas creencias que juzgaba inamovibles; aceptaba gustoso los cambios, pero, aun así, no hallaban la paz. El entorno de Málaga parecía pedirle continuamente explicaciones sobre su modo de vida, hecho que lo terminó empujando a abandonar la ciudad. Jamás había imaginado residir en otro país que no fuera su querida España. «Y ahora estoy aquí, en Francia, en París», pensaba mientras abría la puerta de su nueva casa. Aún conservaba el sabor agridulce que le provocaba haber dejado su tierra. Giró el picaporte y Amina, que estaba a su lado con su hija en brazos, ingresó; luego, él las siguió.
Los ambientes luminosos le dieron un buen presentimiento; el sol de Francia entraba por las ventanas; se sintió optimista. Una nueva etapa se cernía sobre ellos.
* * *
Un rato después Manuel caminaba por la calle Copérnico. Quería comprar algunas cosillas de uso diario que necesitaban y dar un vistazo al barrio de Chaillot, enclavado en el corazón del distrito XVI, sobre la margen derecha del Sena, y próximo al Bosque de Bolonia, una verdadera maravilla para descansar y recrear la vista. Además, a poco de andar, se desembocaba en el nacimiento de los Campos Elíseos, en los jardines del Trocadero o en el mismísimo Sena.
Avanzó tres cuadras y el lugar le pareció bellísimo. Las viviendas eran pintorescas y muy bonitas; las había grandes, lujosas y modernas. El conjunto derrochaba armonía y suntuosidad.
Próximos a su nueva vivienda, se encontró con tres palacetes, cada uno con detalles arquitectónicos desconocidos para él, acostumbrado a las casas bajas del Mediterráneo, de piedra y techos planos. Ni en Málaga, Sevilla o Cádiz había visto nada semejante. Se detuvo frente a ellos para admirar los jardines y las fachadas; eran imponentes. En el segundo notó que una familia se encontraba en plena mudanza. Prestó atención. Hablaban castellano, pero no eran de España. Por el acento —dedujo—, parecían argentinos, famosos por las fortunas amasadas que les permitían darse vida de ricos e instalarse en una señorial mansión parisina.
En el jardín, la madre retaba a un niñito rubio completamente mojado. El pequeño acababa de caer en la fuente de la estatua de Neptuno, repleta de agua. A su lado, un muchachito de cabello oscuro se reía, y la mujer comenzaba a regañarlo también a él. Loyola se enterneció al pensar que su hija alguna vez también haría esas travesuras, y se preguntó si aún vivirían en París cuando tuviera que regañarla por chiquilladas.
Un suspiro cargado de deseo se apoderó de él. Ojalá le fuera bien con su trabajo de modisto y, así, quedarse en esa ciudad; ojalá más adelante pudieran comprar una propiedad en la zona; ojalá Amina se acostumbrara a este lugar lleno de libertad. Su vida estaba llena de ojalás. Pensó en su esposa y comprendió cuánto había resignado ella por amor. Entonces, sintió que la amaba más que nunca.
Cerca de su casa, en la esquina de las calles Copérnico y Lauriston, Loyola vio un puesto de flores. Lo atendía una niñita de bucles rubios. Se acercó y compró un ramo de crisantemos blancos para Amina. Los estaba pagando cuando oyó:
—Monsieur, si usted compra fleurs todas las semanas, le haré un descuento especial —dijo la niña.
A Loyola la chiquilla le pareció simpática: «Tan pequeña y comerciante», pensó.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó en francés. Era tiempo de comenzar a practicarlo.
—Margot —le respondió.
—Bien, Margot, vendré a comprar un ramo todas las semanas con la condición de que me des siempre las más bonitas.
—Oui, monsieur, así será —dijo la niña con una gran sonrisa.
Loyola emprendió el regreso a su casa. Cuando llegó, abrió la puerta y encontró a Amina descansando en el sofá, con la beba sobre el pecho. Las dos dormían profundamente. Les besó la frente a ambas, y dijo para sí mismo, moviendo los labios casi imperceptiblemente:
—Ay, Amina mía, acostúmbrate a esta ciudad, que creo que aquí los tres podremos ser felices. Los tres y todos los que vengan —dijo sin imaginar que Melisa sería la única.
Familia Martínez Romanov
En el interior de la mansión de calle Copérnico, Irina Martínez retaba a sus hijos. A Erik, porque, a pesar de ser ya un muchacho, se comportaba como un chico. Enfurecido, pero divertido, había perseguido por la casa a su hermanito, quien le había quitado el libro en un momento crucial de la historia que leía con pasión. En la carrera por el jardín, había provocado que su hermano tropezara y se cayera en la fuente. Al pequeño y rubio Nikolai también lo regañó; por desobediente, siempre sufría accidentes insólitos.
Claro que los retos conllevaban una pizca de debilidad materna. A sus seis años, Nikolai era el mimado. Había llegado a la familia una década después del traumático parto de Erik. Según recomendación médica y pese a su juventud, Irina no podría tener más hijos. Pero la ciencia se había equivocado. Por eso, los consentía con toda clase de gustos, incluido este viaje a París.
Durante la mañana, y tras un largo periplo en alta mar, habían arribado desde Buenos Aires. El movimiento de la casa mostraba claramente el reciente desembarco. El incesante ajetreo de bártulos y muebles alteraba a sus hijos, como si todavía permanecieran bajo el influjo del oleaje. Pero ni la caída en la fuente, ni el consiguiente cambio de ropa, ni los reproches habían amedrentado a sus hijos, que seguían correteando y peleando.
Erik era el calco de su padre. Desde los colores —morocho y mirada oscura—, hasta los rasgos y gustos tranquilos, como la lectura. Nikolai, en cambio, se parecía a su madre: rubio, de ojos claros, carácter terrible y travieso.
La actividad de los sirvientes a su alrededor era frenética. Ricardo, su marido, daba órdenes. La voz de mando activaba las manos serviles y un ajetreo se adueñaba del ambiente. Debían desempacar los baúles que habían traído de América, tarea nada sencilla pero urgente. Si bien habían previsto amoblar y decorar la casa con objetos franceses, Irina no podía prescindir de ciertos recuerdos muy queridos. Entre ellos, el enorme cuadro con la fotografía en la que posaba vestida de novia junto a su marido el día de su casamiento. «¡Qué jóvenes!», suspiró al quitarle el embalaje que la protegía. «La colgaré en la pared principal de la sala», decidió.
Los Martínez pensaban instalarse allí durante un año para disfrutar de una especie de retiro cultural, una práctica común en la clase alta argentina, sobre todo, entre los estancieros, acostumbrados a residir en París por uno o dos años —y aún más—, para atiborrarse con el arte que ofrecía la Ciudad de la Luz. En otra oportunidad, la familia ya había estado hospedada en París durante seis meses en un hotel, pero ahora sería diferente porque don Ricardo había comprado una propiedad para que estuvieran más cómodos.
La voz del hombre sonó fuerte en la sala.
—¡Maldición, es el tercer baúl que abrimos y no aparecen mis camisas blancas! ¡Necesito una ahora mismo! Me espera el notario antes de la seis para firmar unos papeles.
—¿Qué papeles? —preguntó Irina a su marido.
—¡Los de esta casa!
Irina no escuchó la respuesta. No sólo no le interesaba, sino que no era propio de una señora hacerse problema por ese tipo de cosas, porque, de los trámites, se encargaba su marido.
—Ricardo, ve otro día al notario… ¡Y listo!
—Es que también debo firmar los papeles del banco para que podamos disponer de dinero en las sucursales de París.
La palabra «dinero» captó la atención de Irina. A estas alturas había aprendido cuán importante era. Ella necesitaba de los billetes que salían del banco para tener un guardarropa a la moda, para decorar la mansión parisina; los precisaba para pagar los sueldos de los quince empleados que estaban a su servicio, como el exclusivo cocinero francés que había contratado; lo necesitaba también para viajes… Y para… La lista era interminable; sin dinero no se podía hacer nada; era sumamente importante, imprescindible. La reflexión le trajo la lucidez para recordar.
—¿Camisas blancas…? Rosalía, que abran el baúl de los sellos amarillos —ordenó a la mucama que también habían traído de Buenos Aires—. Deben estar allí.
Así lo hizo un mayordomo vestido de librea negra, y don Ricardo, contento y apurado, frente a todos los empleados que lo circundaban, comenzó a cambiarse la camisa.
—¡Por Dios, Ricardo, conserva las formas! —exclamó ella al verlo en camiseta.
—Irina, hoy la formalidad puede esperar. Debo irme ya mismo —dijo prendiéndose los botones. Luego, tras cruzar los faldones de la levita, le dio un beso y se marchó rumbo a su cita.
La señora de la casa tomó aire, suspiró, y le confesó a Rosalía:
—El día que mi marido me contó que había comprado una casona en la rue Copérnico, pensé que no habría alegría más grande que la de saber que ya no nos alojaríamos en hoteles. Pero ahora, viendo el desorden que me rodea, no sé si la idea fue tan buena.
Irina, que pertenecía a una familia de ascendencia rusa de clase alta que se había instalado en Argentina por negocios, había sido criada entre lujos y refinamientos. Luego de su boda, don Ricardo había seguido consintiéndola como lo hacía su padre gracias al dinero que daban los campos y animales de los Martínez. Para ella eran necesidades insoslayables el buen vivir, la distinción, la exquisitez cultural, y eso mismo se lo transmitía a sus hijos. Los viajes largos y decorar las propiedades nuevas siempre le habían agradado, pero ahora comenzaba a entender que tener una casa aquí era una nueva carga que recaía sobre sus espaldas; era su exclusiva responsabilidad que funcionara bien. Todavía le faltaba encontrar una buena ama de llaves, que era lo más difícil de conseguir; además, debía poner a punto el palacete con todos los detalles, tal como lo merecía una de las familias estancieras más poderosas de la Argentina. Y eso llevaría mucho tiempo. Aunque a ella le hubiera gustado dedicarse sólo a ir a la ópera, comprar vestidos y decorar ambientes, también tenía responsabilidades.
—Señora, no se queje… Piense que, al fin, tiene casa como los Alvear. Acuérdese de cómo deseaba hacer esa vida —dijo Rosalía, que recordaba cómo su señora le contaba los detalles de la familia Alvear, instalada en su propio hôtel particulier desde hacía varios años.
—¡Ay, Rosalía, en eso tienes razón! ¡Al fin viviremos la vida de parisinos y no de turistas! —se contentó Irina mientras pensaba que su mucama siempre tenía una palabra sabia y certera. Rosalía estaba con ellos desde que se habían casado; antes había trabajado para los padres de Ricardo. Más tarde, cuando su hijo se casó, el matrimonio Martínez le pidió que fuera con la nueva pareja. A pesar de que la empleada iba poniéndose mayor, era la más lúcida de las mucamas, mucho más que las jóvenes, siempre distraídas tras muchachos o vestidos. Era verdad: ahora serían como los Alvear; no había nada más snob que decir en rueda social que los hijos tomaban clases en Europa y que, por este motivo y por los negocios, vivían allí por un tiempo. El ganado que los Martínez Romanov exportaban a Europa, el mismo que crecía en las miles de hectáreas que poseían en la pampa húmeda, era el que les permitía dejar de ser simples turistas, para transformarse en residentes parisinos. A pesar de la satisfacción que Irina sentía ante esta idea, miró a su alrededor y extrañó su casa en Argentina; el hogar era el hogar y necesitaba transformar ese caserón en el suyo. Se puso en marcha.
—Rosalía, acomodaremos los muebles de la sala de igual forma que los teníamos en Buenos Aires. Ese sillón grande, bajo la ventana; y los pequeños, en la punta. Instruye al mayordomo, que tú sabes bien cómo disponerlos.
—Sí, señora —respondió la mujer.
Mientras tanto, a Irina se le ocurrió otra idea que les ayudaría a sentirse como en casa. Mirando a su hijo mayor, dijo:
—Y tú, Erik, ve al puesto de flores que está sobre la rue Copérnico y compra dos o tres docenas de rosas blancas o las que consigas.
Su casa de Argentina siempre estaba repleta de adornos florales que adquirían en una gran florería. Aunque el puesto aquí era pequeño, algo conseguiría.
—¿Por qué yo? —preguntó el muchacho levantando los ojos del libro que leía sentado en las escaleras. Justo ahora que su hermano Nikolai se había aquietado y jugaba tranquilo a las canicas, lo mandaban a hacer un recado.
—Porque yo lo digo —recalcó Irina con autoridad. Los jovencitos podían ser muy molestos cuando querían, y ese día ella no estaba para soportar boberías.
El chico que, como buen hijo, conocía la voz de su madre y sabía cuándo no era momento de contrariarla, cogió los billetes que le extendió y salió silbando por la puerta.
Erik caminó dos cuadras y en la esquina escuchó que alguien cantaba en español. Le sorprendió, le agradó. El músico también tocaba el violín; la letra rezaba:
Señora casera,
¿qué es lo que se alquila?
Sala y antesala comedó y cocina.
Sí, sí, sí
que a ti te gustan los merengazos.
No, no, no
que a ti te gustan los medios vasos.
Sí, sí, sí
que a ti te gustan los pío nonos. No, no, no.
Identificó el ritmo de inmediato. Era tango, esa música prohibidísima.
Haciendo alarde de que ya no era un niño, se quedó parado frente al músico. Con las manos en los bolsillos, de forma desafiante, escuchó la canción entera.
Pasados dos minutos, sacó un billete de los que le había dado su madre para las flores y lo dejó en el sombrero que había junto al hombre. El acto lo hizo sentirse todavía más adulto. El artista, sin dejar de cantar, se lo agradeció con una inclinación de cabeza. Erik sonrió. No sabía que acababa de oír el primer tango de la historia, «La meco», esa melodía que este argentino desconocido había traído en barco desde América y que, ahora y para él, lo cantaba allí, en una esquina de París, muy cerca de su casa. Era evidente que no todos los argentinos llevaban la misma vida acomodada que ostentaba su familia.
Erik se apuró; quería llegar al puesto de flores, debía cumplir con el recado de su madre. No imaginaba que iba camino a su destino de adulto, porque la rue Copérnico teñiría los designios de su vida y la de su familia; marcaría el destino del puesto de flores, el de Loyola y el del tango.
La niña Margot Morandé vio acercarse a Erik y se puso contenta. Pensó: «Un cliente nuevo». Su mente de niña jamás podría imaginar todo lo que aquel muchacho significaría para ella en los años venideros.
CAPÍTULO 4
El día que me quieras
la rosa que engalana
se vestirá de fiesta
con su mejor color.
Tango «El día que me quieras»,
ALFREDO LE PERA
Once años después
París, año 1912
Familia Loyola
De la cocina de la casa de la familia Loyola salían voces de niñas canturreando una canción en francés. Amina acababa de darse un baño de agua tibia y hojas de menta dentro de la enorme bañera que su marido le había regalado para su último cumpleaños. Se hallaba relajada cuando las oyó y sonrió; era su hija Melisa que jugaba con unas niñas vecinas. Se vistió y, frente al espejo de marco antiguo del amplio cuarto matrimonial, buscó recogerse el cabello. Había transcurrido una década desde que se instalaron en París y muchas cosas habían cambiado: por ejemplo, ya no usaba el velo. Aun así, nunca llevaba el cabello suelto; no podía quitarse la sensación de estar desnuda si lo hacía. También se habían mudado de casa: el trabajo que su marido realizaba en París les había permitido comprar una hermosa propiedad en la misma calle Copérnico donde años atrás habían alquilado. Manuel tenía ahora un gran taller con varios empleados que realizaban el vestuario de la mayoría de los teatros y cabarets de la ciudad. Junto a la casa, recientemente había puesto en funcionamiento un lujoso atelier para atender en forma exclusiva a la clase alta parisiense.
Melisa acababa de cumplir doce años y era la felicidad de ambos padres. El matrimonio hubiera deseado tener más niños, pero no habían venido. Amina pensaba que, tal vez, así lo había dispuesto Alá, enojado con ella por haber abandonado ciertas tradiciones musulmanas, como la del uso del hiyab. Pero esa idea culposa no se la decía a Manuel porque la única vez que se la había compartido, él se había enojado. Incluso, le recriminó que pensara así.
De cualquier manera, Melisa, que era una niña de mirada dulce, andar suave y muy risueña, para ellos valía por diez hijos. Sus ojos marrones de largas pestañas eran exóticos, al igual que sus largos cabellos oscuros. Amina y Manuel la educaban bajo los diferentes preceptos heredados. Él lo hacía con libertad y costumbres occidentales; y ella, con algunas de su pueblo. La mezcla de tradiciones requería, en todo momento, un acuerdo armonioso para mantener la paz. Melisa era el resultado de una mixtura de las culturas de sus padres y del país donde residía: hablaba árabe, castellano y francés porque, a la hora de la cena, en la casa se mezclaban los tres idiomas. Loyola se sentía orgulloso de verla crecer como una niña independiente. Él le había enseñado a andar sola en bicicleta, a leer toda clase de libros y a ayudarlo en el trabajo. Por su parte, Amina se sentía orgullosa de haberle enseñado a cantar y a bailar como lo hacían las mujeres moras, y de haberle inculcado el salat —oración que rezaban en árabe— así como el resto de los pilares del islam y otras creencias que consideraba importantes. Para Melisa había sido una gran felicidad haber recibido como regalo de cumpleaños un traje de bailarina marroquí comprado en Tánger por su madre tres inviernos atrás, cuando la llevó a conocer a su abuela y a sus tías. A Melisa le había gustado tanto la ciudad que repetían el viaje cada año, aunque evitaban visitar demasiado a la familia.
Amina, observándose en el espejo mientras terminaba de recogerse el cabello, meditó que Melisa era extremadamente parecida a ella. Apretó las horquetas y logró darle al rodete la forma que buscaba; entonces recién dio por finalizada la tarea. Luego, buscó los bocetos que debía llevar al atelier para su marido. Al pasar por la sala, rumbo a la puerta, escuchó que desde la cocina provenían risas y unas melodías cantadas en francés. La voz de su pequeña sobresalía entre las demás y reconoció que tenía un timbre algo afónico muy bonito. Antes de irse, planeó decirle que se portara bien, pero desistió: no lo creyó necesario. Era una niña obediente y estaba con sus amiguitas de siempre, las niñas vecinas que se reunían a diario y a cuyas madres veía cuando hacía las compras.
Amina salió a la calle y en instantes ingresó al atelier. Le entregó los bocetos a Manuel, quien se los recibió sin demora y le pidió ayuda. Necesitaba que por unos minutos hiciera de modelo para probarle el velo de un vestido de novia. Ella aceptó gustosa. Le atraían las telas, los vestidos y, sobre todo, le agradaba estar con su esposo.
* * *
Una hora más tarde, Amina regresaba alegre a la casa con los pensamientos puestos en los keftas de cordero que cocinaría esa noche para su familia. Necesitaba cerciorarse de que en su cocina hubiera cilantro y pimentón dulce. Se había demorado mucho en el atelier, y quería cocinar esa típica comida marroquí que a todos les gustaba. Ni bien ingresó a su hogar, escuchó el bullicio de las niñas que seguían en la cocina. Esta vez, sin embargo, notó mayor exaltación; batían palmas, daban grititos. Mientras se acercaba a la cocina en busca de los condimentos, la curiosidad la punzó. Realmente había demasiada algarabía allí. Puso la mano en el picaporte, preocupada por lo que podía estar sucediendo. Cuando abrió, la imagen que vio la golpeó, la enojó, la llenó de temor; y en su interior se le unieron viejos miedos con nuevos. Allí estaba Melisa, sobre la mesa. Danzaba semidesnuda, descalza, vestida con el traje típico oriental que ella le había regalado. Las niñas, espectadoras encantadas, aplaudían y cantaban. Amina explotó:
—¡¡Melisa!! —En medio de la exaltación, ninguna le prestó atención. Insistió con más fuerza—: ¡¡Melisa!! ¡¿Qué haces?!
Su hija finalmente la escuchó. Y le respondió:
—¡Bailando! —lo dijo riendo, sin parar de contonear el vientre. El movimiento que su madre le había enseñado le salía a la perfección: su ombligo subía y bajaba.
Amina, aún en estado de shock, alcanzó a articular:
—Pero no puedes bailar… aquí… delante de la gente.
—¿Por qué no? —preguntó Melisa deteniendo su baile. No entendía a su madre; ella misma le había enseñado a bailar.
—Danzar así, es algo privado… ¡Bájate ya mismo de la mesa!
La voz de Amina sonaba perturbada. Las niñas presentes dejaron de aplaudir cuando percibieron el enfado de la madre de su amiga.
—Mamá… —alcanzó a quejarse Melisa, que no terminaba de entender el porqué del enojo.
—¡Bájate ya mismo de la mesa! —insistió. Luego agregó—: Y ustedes, niñas, es mejor que se marchen a sus casas.
Las chiquillas comenzaron a desplazarse rumbo a la salida.
En instantes, madre e hija se quedaron a solas, sentadas en las sillas de la cocina.
—Melisa, no quiero que vuelvas a hacer eso.
—Pero si tú me enseñaste a bailar.
—Sí, pero sólo para que alguna vez dances para tu marido. No debes mostrarte así… desnuda.
—No estoy desnuda. Tengo puesto el traje que tú me regalaste.
—¡Melisa!
—Mamá, me gusta bailar, me gusta cantar…
Melisa estaba por continuar la frase cuando vio que su madre tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Mamá, ¿qué sucede?
—Ay, Meli, es que a veces no sé qué he hecho contigo… No te eduqué ni bajo la forma que fui enseñada yo, ni bajo la de tu padre. He mezclado la vida de París con mis costumbres y temo haberme equivocado.
—Mamá, bailar es algo lindo.
—No me entiendes, temo por tu futuro…
—No tengas miedo, mi futuro será bueno porque soy la mezcla de papá y de ti, que son buenas personas.
Amina abrazó a su hija.
—Bonita mía, no vuelvas hacer lo que has hecho hoy. No es bueno.
—Si eso te pone triste, no lo haré más, mamá.
—Prométemelo.
—Está bien, te lo prometo —dijo con pesadumbre. Para ella, bailar y cantar frente a sus amigas había sido una de las experiencias más exultantes de su corta vida; había descubierto cuánto placer le causaba actuar frente a un público.
Familia Martínez Romanov
En la casa de los Martínez, la familia se hallaba reunida en el comedor para tomar el té de la tarde; dos mucamas se acercaron con un servicio completo que incluía una torta de chocolate y otra de frutilla, sándwiches y pancitos recién horneados con manteca. Una de las domésticas llenó las tazas de todos.
—Por favor, no se olviden de traer café para el señor Ricardo. Y agréguele leche a las tazas de las niñas —ordenó Irina. Con los años, contrariamente a lo que habían pronosticado los médicos, la familia se había agrandado nuevamente. Irina y Ricardo ya no sólo tenían dos varones —Erik, que ya contaba con veintisiete años; y Nikolai, que había alcanzado los diecisiete—, sino también dos niñas: Luisa y María Gracia, las mellizas, acababan de cumplir los siete años. Ese día, las niñas vestían atuendos vaporosos de gasa de idéntico color celeste y llevaban los cabellos recogidos, como correspondía a la estricta educación que les impartía su madre.
Para felicidad de Irina, su esposo y sus cuatro hijos se hallaban en la casa de París compartiendo la hora del té. Pasar en familia los almuerzos, meriendas y cenas fue —esta vez— una de las condiciones que había impuesto para permanecer en París; hacía tres años que no venían.
Después de mucho insistir, la mujer había logrado que su hijo mayor los acompañara. Erik había aceptado porque sería la última temporada que los Martínez Romanov pasarían juntos, ya que a su regreso contraería matrimonio con Azucena González Aliaga. La señorita pertenecía a una familia de estancieros argentinos que, como ellos, también tenía casa en París. Pero desde hacía unos meses, los González Aliaga se hallaban paseando por los Países Bajos. Las dos familias habían convenido que, cuando regresaran a Francia, se reunirían para organizar la boda.
A Irina la apenaba saber que su hijo los abandonaría para formar su propia familia, pero entendía que era lo mejor: había un compromiso tomado entre los Martínez Romanov y los González Aliaga.
Como madre, de todos modos, ahora estaba más pendiente del menor de los varones. A diferencia de Erik —siempre muy serio y aplomado—, Nikolai, a sus diecisiete años, era un enfant terrible. En varias oportunidades había escuchado las respuestas desafiantes que le daba a su padre sobre asuntos de propiedades, hacienda y comercialización de animales. Le gustaban los negocios a tal punto que ya ganaba su propio dinero con el emprendimiento que había iniciado dedicado a la venta de caballos de raza.
La independencia alcanzada le permitía salir —«demasiado», pensaba Irina— y convertirse en un joven codiciado por chicas siempre mayores que él. Claro que Nikolai, tal como su hermano, iba convirtiéndose en un hombrecito: alto, apuesto y elegante. Cada uno con su estilo: Erik, más bien criollo, y Nikolai, una copia de su familia rusa, muy rubio, al igual que las niñas. Era una broma familiar decir que don Ricardo sólo se había esmerado en transmitir sus genes al primer hijo y que, para el resto, Irina había trabajado duro. Miraba a sus dos muchachos con devoción cuando la voz de su marido vino a sacarla del ensimismamiento:
—Querida, recuerda que esta noche viene a casa Ángel Gobbi.
—¿El que escribe tangos? —preguntó Irina con preocupación.
—Sí, lo he invitado a cenar.
—Ya sabes los comentarios que ha hecho el cura el domingo al terminar la misa en Montmartre. El tango es una música indigna que lleva a un baile igual de indigno. Por más que aquí, en París, lo miren como algo snob, lo cierto es que tiene un origen arrabalero.
—Quédate tranquila, querida. Gobbi viene porque quiere consultarme acerca de unas propiedades. Lleva varios años instalado en París y debe tomar decisiones. Me pareció una descortesía no asesorarlo.
—Lo entiendo, pero el tango es el tango —dijo Irina terminante.
—Mamá, el tango llegó para quedarse. Tarde o temprano, la gente tendrá que aceptarlo —intervino Nikolai, a quien le gustaba polemizar con su madre.
—No estés tan seguro —le respondió ella.
—No quiero contradecirte, madre, pero he visto bailarlo en los salones más distinguidos de la ciudad —señaló Erik, quien, absorto en sus pensamientos, por primera vez participaba en la conversación. Por ser mayor, Erik llevaba vida nocturna y podía emitir juicios de esta naturaleza.
—Ey, Erik, ¿tú sabes bailar el tango? —le preguntó Luisa a su hermano.
Pero él, aún abstraído en sus cavilaciones, no la oyó sino que siguió disolviendo el terrón de azúcar en la taza.
Luisa volvió a la carga. Esta vez, con su otro hermano:
—Y tú, Nikolai… ¿sabes bailarlo?
—Claro —respondió él sin dudar.
—¡Enséñanos a nosotras, por favor! —rogó María Gracia.
Nikolai se puso de pie. Pero cuando las niñas se disponían para ir tras él, su madre intervino:
—De ninguna manera se bailará esa música en mi casa.
—¡Mamá! —se quejaron las mellizas al unísono.
—Cariño, es sólo un juego, no seas tan estricta —intercedió don Ricardo.
Erik, que por un momento pareció volver a la realidad de su entorno, dijo:
—Madre, la torta está riquísima pero debo marcharme, he tomado compromisos. A mi regreso te traeré las flores, como siempre.
Hacía dos semanas que él se encargaba de manera personal de este servicio para su madre.
—Sí, por favor. Consigue nuevamente las dos docenas de rosas blancas —dijo agradecida.
Irina no imaginaba que la verdadera razón por la que su hijo le hacía ese recado eran las interminables charlas que mantenía con Margot, la joven que atendía el puesto. Erik, al principio, había visitado la florería para complacer a su madre, pero luego se sintió atraído por la muchacha porque le recordaba al personaje del libro de Gustave Flaubert que leía. Con el pasar de los días y sin darse cuenta, se había ido enredando con la chica francesa. Le resultaba agradable, simple, sencilla, libre de estiramientos propios de las mujeres del círculo donde él se movía. «Es tan diferente a Azucena», había razonado al compararla con su novia.
La francesita siempre tenía la sonrisa a flor de piel y el gesto amable; para ella, en la vida, las cosas eran blancas o negras. La sinceridad y la simpleza la pintaban de cuerpo entero.
Erik recordó sus ojos verdes y su cabello claro enrulado que llevaba al hombro sin ningún peinado sofisticado y el estómago le dio un vuelco. «Estoy enamorándome», pensó. No le cabían dudas. Hacía tres meses que no veía a Azucena y no la extrañaba en absoluto. Con sólo recordar sus melindres, se le quitaban los deseos de verla.
—Querida familia, vendré luego —dijo Erik poniéndose de pie.
Todos lo saludaron. Se inclinó y sus hermanas pequeñas le dieron sonoros besos en ambas mejillas. Luego, se marchó apurado; le había prometido a Margot que estaría allí a las cinco en punto y el reloj de la sala ya había dado las cinco y media.
Para Erik era una tarde importante porque pensaba invitarla a cenar a un lugar bonito. Durante los últimos días se habían besado y ella se lo había permitido sin ninguna exigencia de compromiso. Margot era una persona completamente libre de prejuicios, incluidos los amorosos.
Erik caminó apurado las pocas cuadras que lo separaban del puesto. Pero al llegar, la desilusión empañó su rostro: ¡estaba cerrado!
«¿Y si ella no viene a atenderlo? ¿Y si desaparece? ¡No sé siquiera dónde vive!» Las preguntas comenzaban a desmoralizarlo cuando vio aparecer a Margot y la límpida y dulce sonrisa de la joven lo serenó.
* * *
Tras cenar y compartir la sobremesa en casa de los Martínez, Ángel Gobbi se marchó agradecido por el asesoramiento brindado por su anfitrión. Don Ricardo lo despidió y le dio las gracias por las invitaciones para asistir a un espectáculo que, momentos antes, le había entregado.
La velada resultó agradable, y Gobbi, con su cortesía, encanto y buenos modales, disipó los miedos de Irina. El hombre le había caído muy bien; evidentemente, era un profesional. Además, había contado que su esposa, Flora, estaba embarazada, lo que lo convertía también en un serio padre de familia a quien respetar.
Irina jamás aceptaría el tango. Esa música no era chic ni refinada ni elegante, su alcurnia era dudosa. Pero Gobbi se había ganado su respeto. El cambio de perspectiva sobre el hombre le provocó un debate interior y ya no supo si debía ir o no a ver el espectáculo. Observó nuevamente las entradas que les había dejado como cortesía por la orientación brindada por don Ricardo, posó sus dedos sobre las letras y leyó: «TANGO ET PASSION». Se trataba de uno de los espectáculos más exitosos de París; sin embargo, ella y su esposo —que no se perdían obra de teatro o musical programado en la ciudad— lo habían descartado por estar relacionado —¡justamente!— con el tango. Gobbi no actuaba, pero conocía muy bien a los miembros de la orquesta, compuesta por parisinos y porteños. De ellos se comentaba que eran muy buenos artistas.
La tarjeta decía bien clarito: «GRAND SPECTACLE POUR LA FAMILLE». O sea, para toda la familia. «Tiene que ser inofensivo», pensó Irina con la invitación en la mano.
Al despedir a su compatriota, don Ricardo se sentó con ella en el sofá de la sala, justo ante la gran foto que colgaba en la pared. Eran ellos dos, el día de su casamiento. Miró la imagen por unos instantes y llegó a una conclusión reveladora: esa niñita rubia de rasgos rusos vestida de novia había resultado una gran compañera, buena conductora de su casa y rectora de su familia. Entonces le dijo:
—Si lo deseas, querida, veremos Tango et passion…
CAPÍTULO 5
La noche que me quieras
desde el azul del cielo
las estrellas celosas
nos mirarán pasar.
Tango «El día que me quieras»,
ALFREDO LE PERA
Familia Loyola
Manuel Loyola ingresó a su casa y el aroma a eucaliptos, sahumerio y aceite de rosas golpeó sus sentidos, entonces cayó en la cuenta de que no vería ni a su mujer ni a su hija hasta dentro de un par de horas. Lo recordó: era jueves y cada semana Amina transformaba el cuarto de baño en un hammam para ella y Melisa. Allí, encerradas por al menos tres horas, se dedicaban a los tratamientos de belleza que Amina había aprendido de su madre; esta, de la suya, y así por generaciones marroquíes. ¿Qué hacían allí? Loyola no lo sabía exactamente, pero su mujer salía del improvisado hammam renovada en todos
