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Dedicatoria
Prólogo
UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE
QUINCE
DIECISÉIS
DIECISIETE
DIECIOCHO
DIECINUEVE
VEINTE
VEINTIUNO
VEINTIDÓS
VEINTITRÉS
VEINTICUATRO
VEINTICINCO
VEINTISÉIS
VEINTISIETE
VEINTIOCHO
VEINTINUEVE
TREINTA
TREINTA Y UNO
TREINTA Y DOS
TREINTA Y TRES
TREINTA Y CUATRO
Agradecimientos
Créditos
Dedico esta novela a todos los que se arrodillan
y a los que se levantan
Prólogo
A inicios del siglo XIX, la Iglesia católica se dio cuenta de que tenía un problema. A decir verdad, tal vez fuese más de uno, pero el que le preocupaba en aquel momento estaba relacionado con el oficio divino: las ocho veces al día que se cantaba en el seno de la comunidad católica. El canto llano. El canto gregoriano. Canciones sencillas cantadas por monjes humildes.
Para ser exactos, la Iglesia católica había perdido el oficio divino.
La liturgia de las horas continuaba celebrándose. Lo que llamaban «canto gregoriano» todavía se daba en monasterios de aquí y de allá, pero incluso en Roma admitían que los cantos se habían alejado tanto de los originales que se los consideraba corruptos. Barbáricos. Al menos, en comparación con las canciones elegantes y hermosas de siglos anteriores.
No obstante, un hombre tenía la solución.
En 1833, un joven monje llamado dom Prosper reinstauró la vida monástica en la abadía francesa de San Pedro de Solesmes y se impuso la misión de devolver a la vida los cantos gregorianos originales.
Sin embargo, ese propósito generaba un problema nuevo. Tras una investigación exhaustiva, el abad dom Prosper descubrió que nadie sabía cómo sonaban los cantos originales. De los más antiguos no existía siquiera constancia escrita: se habían compuesto hacía tantos siglos —más de mil años— que precedían incluso a las primeras partituras. Los monjes los aprendían de memoria y, tras años de estudio, los transmitían de forma oral a otros monjes. Eran cantos sencillos, pero ésa era una cualidad muy potente. Los primeros eran magnéticos, animaban a la contemplación y reconfortaban.
El efecto en quienes los escuchaban y los cantaban era tan profundo que las piezas litúrgicas empezaron a conocerse como «el bello misterio», pues los monjes creían estar cantando la palabra de Dios con la voz tranquila, balsámica e hipnótica del Señor.
Dom Prosper sabía que en el siglo IX, mil años antes de que él naciese, otro hermano también había meditado sobre el misterio de los cantos. Según la tradición eclesiástica, aquel monje anónimo había recibido una inspiración: dejar constancia escrita de los cantos. Para preservarlos. Había muchos novicios que eran unos zoquetes e introducían multitud de errores cuando trataban de memorizar el canto llano y, si la música y las palabras eran de procedencia divina, algo que él creía de todo corazón, era necesario guardarlas a mejor recaudo que en las cabezas de esos hombres tan inclinados a equivocarse.
En la celda de piedra que tenía en su abadía, dom Prosper imaginaba al monje sentado en una estancia igual que la suya. Tal como él lo veía, el hermano se acercaba un pergamino, una vitela, antes de mojar en la tinta la punta afilada de la pluma. Entonces escribía las palabras, el texto de los cantos; y, como era natural, lo hacía en latín. Se trataba de los salmos. Una vez hecho eso, regresaba al inicio. A la primera palabra.
Sostenía la pluma justo encima.
Y ahora, ¿qué?
¿Cómo podía escribir la música? ¿Cómo se comunicaba algo tan sublime? Trataba de anotar instrucciones, pero le resultaba demasiado engorroso. Era imposible describir sólo con palabras la manera en que la música trascendía el estado humano y elevaba al hombre a lo divino.
El monje no sabía cómo proceder. Pasaban los días y las semanas, y él continuaba con su vida monacal: rezaba con sus compañeros, trabajaban juntos. Y rezaba. Cantaba en el oficio divino. Enseñaba a los jóvenes novicios, que se distraían con facilidad.
Entonces un día se percató de que éstos se fijaban en su mano derecha, con la que les guiaba la voz. Arriba, abajo. Más deprisa, más despacio. Bajito, bajito. Habían memorizado las palabras, pero la música dependía de los gestos que él hacía.
Esa noche, después de vísperas, iluminado a la preciada luz de las velas, nuestro monje anónimo contempló los salmos que había copiado con tanto esmero en la vitela. Mojó la pluma en la tinta y dibujó la primera nota musical.
Era una virgulilla sobre una palabra. Una tilde ondulada y corta. Después, otra. Y otra más. Dibujaba su mano. Estilizada. Guiaba a un monje invisible para que alzase la voz. Para que subiese el tono. Y aguantase. Y lo subiese de nuevo, lo mantuviera un instante, luego lo bajase y lo dejase caer en un descenso musical vertiginoso.
Mientras escribía, iba tarareando. Las marcas sencillas representaban una mano y revoloteaban por la página dando vida y alas a las palabras. Éstas se elevaban con alegría. Y él oía las voces de monjes que aún no habían nacido uniéndose a la suya. Cantando exactamente las mismas melodías y letras que lo liberaban y que impulsaban su corazón hacia el cielo.
En ese intento de plasmar el bello misterio, el monje había inventado la escritura musical. Sus acotaciones acabaron llamándose «neumas»; todavía no eran notas.
Con el paso de los siglos, el canto llano evolucionó hacia algo más complejo. Se añadieron instrumentos y armonías que condujeron a la aparición de acordes y de pentagramas y, por fin, de las notas musicales. Do, re, mi. El nacimiento de la música moderna. Los Beatles, Mozart, el rap. La música disco, La reina del Oeste, Lady Gaga. Todo eso brotó de la misma semilla ancestral: un monje que dibujó su mano. Un monje que tarareaba y guiaba para acercarse a lo divino.
El canto gregoriano fue el padre de la música occidental. Pero, con el tiempo, acabó muriendo a manos de sus hijos ingratos. Enterrado. Perdido y olvidado.
Hasta principios del siglo XIX, cuando dom Prosper, harto de presenciar la vulgaridad de la Iglesia y la pérdida de la sencillez y de la pureza, decidió que había llegado el momento de resucitar los cantos gregorianos originales. De encontrar la voz de Dios.
Sus monjes peinaron toda Europa. Buscaron en monasterios, bibliotecas y colecciones. Con un objetivo: hallar el antiguo manuscrito original.
Los monjes regresaron con muchos tesoros que se habían perdido en bibliotecas y colecciones lejanas, y, al final, dom Prosper decidió que el original era un libro de canto llano cuyas virgulillas de tinta ya estaban descoloridas. El primero y tal vez el único documento que registraba cómo debía sonar el canto gregoriano. Un pergamino de unos mil años de antigüedad.
En Roma no compartían su parecer. El papa había llevado a cabo su propia búsqueda y había dado con otro documento. Insistía en que la vitela hecha jirones que él había encontrado contenía indicaciones sobre cómo debía cantarse en el oficio divino.
Y así, tal como pasa a menudo cuando los hombres de Dios no se ponen de acuerdo, se declaró una guerra. El monasterio benedictino de Solesmes y el Vaticano se atacaron usando los cantos como arma. Y cada uno insistía en que los suyos eran más próximos a los originales y, por lo tanto, a Dios. Académicos, musicólogos, compositores famosos y monjes humildes dieron sus opiniones y escogieron bando en una batalla que iba encrudeciéndose y pronto se convirtió más en una cuestión de poder e influencias y menos en una sobre las voces sencillas que se alzaban por la gloria del Señor.
¿Quién había hallado el canto gregoriano original? ¿Cómo debía cantarse el oficio divino? ¿Quién estaba en posesión de la voz de Dios?
¿Quién tenía razón?
Finalmente, al cabo de varios años, los académicos alcanzaron un consenso sin levantar demasiada polvareda, pero la decisión se acalló si cabía con mayor discreción.
Ninguno de los dos bandos tenía razón. Aunque lo más probable era que los monjes de Solesmes estuviesen más cerca de la verdad que el Vaticano, al parecer no la habían alcanzado. Lo que ellos habían encontrado era un documento histórico de valor incalculable, pero era un documento incompleto.
Porque le faltaba algo.
Los cantos constaban de palabras y de neumas, indicaciones de cuándo los monjes debían elevar la voz y cuándo debían cantar más bajo. Qué notas eran más altas y cuáles más graves.
De lo que carecían era del punto de partida. Más agudo, pero ¿desde dónde? Más alto, pero ¿respecto a qué? Era como encontrar un mapa del tesoro en el que figuraba la equis que indicaba dónde acabar, pero no la que mostraba dónde empezar.
Al principio...
Los monjes benedictinos de Solesmes no tardaron en convertirse en el nuevo hogar de los antiguos cantos. El Vaticano acabó cediendo y, en cuestión de unas décadas, el oficio divino recuperó su vigencia. El canto gregoriano renovado se extendió por los monasterios de todo el mundo. Sus melodías sencillas ofrecían verdadero consuelo. Canto llano en un mundo cada vez más ruidoso.
Y así, el abad de Solesmes falleció tranquilo, sabiendo dos cosas: que había conseguido algo significativo, poderoso y de gran importancia. Había revivido una tradición simple y hermosa. Había devuelto los cantos corrompidos a su estado de pureza anterior y le había ganado la guerra a la Roma del mal gusto.
Pero había algo más, algo que sabía en el fondo de su corazón, y era que a pesar de haber vencido, no había logrado su objetivo. Lo que todo el mundo consideraba canto gregoriano genuino se acercaba al verdadero, sí. Era casi divino. Pero no del todo.
Porque no tenía punto de partida.
Dom Prosper, músico de gran talento, no podía creer que el monje que había codificado el canto llano no les hubiera dicho a las generaciones futuras dónde empezar. Podían imaginárselo. Y lo hacían, pero no era lo mismo que saberlo.
El abad había argumentado con auténtica pasión que el libro de cantos que sus monjes habían hallado era el original. Sin embargo, en su lecho de muerte, se atrevió a cuestionarlo. Imaginó al otro monje vestido igual que él en ese instante, encorvado a la luz de una vela.
Momentos antes, el monje habría terminado el primer canto, creado los primeros neumas. Y entonces, ¿qué? Mientras iba perdiendo y recuperando la consciencia, entre este mundo y el siguiente, dom Prosper sabía lo que ese monje había hecho. Era lo mismo que habría hecho él.
Con mayor claridad que a los hermanos que cantaban plegarias junto a su cama, dom Prosper vio al monje fallecido siglos atrás encorvado sobre la mesa. Lo vio regresar al inicio. A la primera palabra. Y añadir una marca.
Justo al final de su vida, dom Prosper supo que había un principio, pero la tarea de encontrarlo sería de otro. Otra persona resolvería el bello misterio.
UNO
La última nota del canto escapó de la iglesia abacial y se hizo un gran silencio que llevó consigo un desasosiego aún mayor.
El mutismo se prolongó. Sin fin.
Aquellos hombres estaban acostumbrados a no hablar, pero no hacerlo en aquella situación les resultaba extremo incluso a ellos.
Aun así, permanecieron inmóviles, de pie con la túnica negra y la esclavina blanca.
Expectantes.
Aquellos hombres también estaban acostumbrados a tener que esperar. Pero hacerlo en aquella situación también les parecía demasiado.
Los menos disciplinados lanzaron miradas furtivas al anciano alto y delgado que había sido el último de la larga fila en entrar y sería el primero en salir.
Dom Philippe mantuvo los ojos cerrados. Mientras que antes ése era un momento de paz profunda, un instante íntimo con su Dios particular después de vigilias y antes de dar la señal para que tocasen el ángelus, de pronto se había convertido en una excusa para la evasión.
Había cerrado los ojos porque no quería ver.
Además, sabía lo que tenía delante. Lo que siempre había allí. Lo que llevaba en aquel lugar cientos de años antes de su llegada y, Dios mediante, continuaría en el mismo sitio durante siglos después de que a él lo enterrasen en el cementerio. Dos hileras de hombres ataviados con túnica negra y capucha blanca, y una simple cuerda atada a la cintura.
A su derecha, dos hileras más.
Encaradas entre sí sobre el suelo de piedra del coro como un ejército de la antigüedad.
«No, no —le dijo a su mente cansada—. No debo pensar en batallas ni en guerras. Son sólo puntos de vista opuestos expresados en una comunidad saludable.»
Entonces, ¿por qué era tan reticente a abrir los ojos? ¿Por qué le costaba tanto dar comienzo al día?
Debía hacer sonar las campanas que llevarían el ángelus a los bosques y a los pájaros y a los lagos y a los peces. Y a los monjes. Y a los ángeles y a todos los santos. Y a Dios.
Alguien carraspeó.
En mitad del gran silencio, sonó como una bomba.
Y el abad lo interpretó como lo que era.
Un desafío.
No sin esfuerzo, continuó con los ojos cerrados. Siguió inmóvil y mudo. Pero la paz había desaparecido. Sólo había agitación, dentro y fuera. La sentía vibrar entre y desde las hileras de hombres expectantes.
La sentía vibrar dentro de sí.
Dom Philippe contó hasta cien. Sin prisa. Y entonces abrió sus ojos azules y miró hacia el otro extremo del presbiterio, al hombre bajo y rechoncho que lo observaba con las manos recogidas sobre la tripa y una leve sonrisa dibujada en ese rostro de paciencia infinita.
Entornó los ojos y lo miró de reojo antes de recobrar la compostura, alzar su huesuda mano derecha y dar la señal. Las campanas empezaron a sonar.
El tañido intenso, redondo y perfecto salió del campanario y despegó hacia la oscuridad de la madrugada. Sobrevoló el lago claro, los bosques, las colinas ondulantes, para ser escuchado por toda clase de criaturas.
Y por veinticuatro hombres de un monasterio lejano de Quebec.
Era su toque de rebato. El día había empezado.
—No puedes estar hablando en serio —dijo Jean-Guy Beauvoir, riéndose.
—¡Que sí! —respondió Annie, y asintió—. Te juro por Dios que es verdad.
—¿Estás diciéndome —empezó a preguntar, y cogió de la fuente otra loncha de beicon curado con sirope de arce— que, cuando comenzaron a salir, tu padre le regaló a tu madre una alfombra de baño?
—No, no. Eso sería ridículo.
—Claro que sí —convino él, y se comió el pedazo de beicon en dos bocados.
Sonaba un disco viejo de Beau Dommage y en ese momento se oía La complainte du phoque en Alaska, una canción sobre una solitaria foca macho cuya amada ha desaparecido. Beauvoir tarareó la conocida melodía en voz baja.
—Se la regaló a mi abuela el día que mi madre lo presentó, para agradecerle que lo hubiera invitado a cenar a su casa.
Beauvoir rompió a reír.
—No me lo había contado —consiguió decir al final.
—Bueno, mi padre no suele mencionarlo así como así. Pobre mamá. Se sintió obligada a casarse. ¿Quién iba a quedarse con él si no?
Beauvoir se echó a reír de nuevo.
—Entonces, supongo que el nivel está muy bajo. No tengo mucho margen para hacerte un regalo peor.
Metió la mano debajo de la mesa; estaban en la cocina y por la ventana entraba el sol. Era sábado por la mañana y habían preparado el desayuno juntos. Sobre la pequeña mesa de madera de pino había una fuente con beicon, huevos revueltos y brie fundido. Como ya estaban a principios de otoño, Beauvoir se había puesto un jersey para salir del apartamento de Annie e ir a la panadería de la rue Saint-Denis a por cruasanes y pan de chocolate. Después se había dado una vuelta por las tiendas del barrio, donde había comprado un par de cafés, las ediciones de fin de semana de los diarios de Montreal y una cosa más.
—¿Qué tienes ahí? —quiso saber Annie Gamache.
Se inclinó sobre la mesa. El gato saltó al suelo y fue a buscar un lugar donde diese el sol.
—Nada —respondió él, con una sonrisa de oreja a oreja—. Un detallito de nada que he visto y me ha recordado a ti.
Beauvoir lo levantó para que lo viese.
—¡Qué gilipollas! —exclamó Annie entre risas—. ¡Un desatascador!
—Con un lacito —repuso Beauvoir—. Para ti, querida. Llevamos juntos tres meses: feliz aniversario.
—Es verdad, a los tres meses es costumbre regalar un desatascador de váter... Y yo no tengo nada para ti.
—Te perdono —contestó él.
Annie cogió el desatascador.
—Me acordaré de ti siempre que lo use. Aunque creo que tú lo utilizarás más que yo. Al fin y al cabo, de los dos, eres tú el que más mierda tiene dentro.
—Muy amable —repuso Beauvoir, con una leve inclinación de cabeza.
Annie blandió el mango y le dio un toque suave con la ventosa de goma roja, como si fuese un estoque y ella una espadachina.
Beauvoir sonrió y bebió un sorbo de aquel café aromático e intenso. Igual que Annie. Mientras que otras mujeres habrían fingido que aquel regalo tan ridículo era una varita mágica, ella la había usado como espada.
Claro que Jean-Guy era consciente de que jamás le habría regalado un desatascador a ninguna otra mujer. Sólo a Annie.
—Me has mentido —se quejó ella al recostarse en el respaldo—. Es evidente que mi padre te había contado lo de la alfombrilla.
—Tienes razón —admitió Beauvoir—. Estábamos en Gaspé, buscando pruebas en la cabaña de un furtivo, cuando de repente tu padre abrió un armario y encontró no una, sino dos alfombrillas sin estrenar. Todavía estaban en el envoltorio.
Hablaba mirando a Annie. Y ella tampoco apartaba la vista de él; apenas parpadeaba. Absorbía hasta la última palabra, el más mínimo gesto, todas las inflexiones. Enid, su exmujer, también lo escuchaba, pero lo hacía siempre con cierto aire de desesperación, de exigencia. Como si él le debiese algo. Como si estuviera muriéndose, y él fuese la medicina.
Enid lo dejaba exhausto y lo hacía sentir un incompetente.
Pero Annie era más moderada. Más generosa.
Igual que su padre, escuchaba con atención y en silencio.
Con Enid no hablaba de asuntos de trabajo, y ella tampoco le había preguntado jamás por ellos. En cambio, a Annie se lo contaba todo.
Mientras untaba mermelada de fresa en un cruasán caliente, le habló de la cabaña del furtivo; del caso, del salvaje asesinato de toda una familia. Le explicó lo que habían descubierto, cómo se habían sentido y a quién habían arrestado.
—Las alfombrillas resultaron ser pruebas clave —afirmó Beauvoir, y se llevó el cruasán a la boca—. Aunque tardamos bastante tiempo en darnos cuenta.
—¿Fue entonces cuando mi padre te contó su patética anécdota?
Beauvoir asintió con la cabeza y masticó recordando al inspector jefe en la penumbra de la cabaña, susurrándole la historia. No estaban seguros de si el furtivo regresaría o no, pero no querían que los sorprendiese allí. Y aunque tenían una orden de registro, era mejor que él no lo supiese. Así, mientras los dos inspectores de Homicidios registraban el lugar con diligencia, el inspector jefe Gamache le había relatado a Beauvoir la anécdota de la alfombrilla. De cómo se había presentado a una de las comidas más importantes de su vida, desesperado por causar buena impresión a los padres de la mujer de la que se había enamorado sin remedio. Y de cómo, por algún motivo, había decidido que una alfombrilla de baño era el regalo perfecto para la madre de ella.
—¿Cómo se le ocurrió semejante idea, señor? —había susurrado Beauvoir, mirando por el panel resquebrajado de una ventana cubierta de telas de araña con la esperanza
de no ver al furtivo desaliñado regresando con sus presas.
—Bueno —respondió Gamache, e hizo una pausa; trataba de recordar sus propios motivos—, madame Gamache me lo pregunta a menudo. Y su madre no se cansaba de interrogarme al respecto. En cambio, su padre llegó a la conclusión de que yo era imbécil y jamás lo mencionó; eso fue lo peor. Cuando fallecieron, encontramos el regalo en el envoltorio de plástico, con la tarjeta todavía pegada.
Beauvoir dejó de hablar y miró a Annie. Ella aún tenía el pelo húmedo debido a la ducha que habían compartido. Olía a fresco y limpio, como un campo de limoneros a la luz cálida del sol. Iba sin maquillar. Llevaba unas zapatillas calentitas y ropa cómoda. Annie estaba al tanto de la moda y le gustaba ir a la última, pero aún más ir cómoda.
No era delgada. Ni de una belleza apabullante. Annie Gamache no tenía ninguno de los rasgos que siempre le habían atraído de las mujeres. Sin embargo, sabía algo que la mayoría de las personas no llegan a aprender. Sabía lo maravilloso que era estar vivo.
Había tardado casi cuarenta años, pero al final Jean-Guy Beauvoir también lo había comprendido. Y se daba cuenta de que no había mayor belleza que ésa.
Annie se acercaba a los treinta. Cuando se conocieron, ella era una adolescente desgarbada, y el inspector jefe había acogido a Beauvoir en el Departamento de Homicidios de la Sûreté du Québec. De los cientos de agentes e inspectores que estaban a su cargo, Gamache había escogido como su segundo al mando al joven impulsivo que nadie más quería.
Lo había convertido en parte del equipo y, al final, al cabo de unos años, en parte de la familia.
Sin embargo, Gamache no tenía ni idea de hasta qué punto se había integrado en esa familia.
—Bueno —declaró Annie con una sonrisa irónica—, ahora ya tenemos nuestra propia historia de cuarto de baño con la que desconcertar a nuestros hijos. Cuando muramos, encontrarán esto y se harán muchas preguntas.
Levantó el desatascador decorado con un lazo de color alegre.
Beauvoir no se atrevió a contestar. ¿Se daba cuenta Annie de lo que acababa de decir? Había dado por sentado, y con total naturalidad, que iban a tener hijos. Y nietos. Que morirían juntos. En un hogar que oliese a limón fresco y a café, y con un gato acurrucado al sol.
Llevaban juntos tres meses y no habían hablado del futuro. Sin embargo, lo que ella acababa de decir le había sonado muy natural. Como si el plan siempre hubiera sido ése. Tener hijos. Envejecer juntos.
Beauvoir echó cuentas: tenía diez años más que ella y era casi seguro que moriría antes. Eso lo aliviaba.
Pero había algo que lo preocupaba.
—Tenemos que contárselo a tus padres.
Annie se quedó en silencio y cogió un pedazo de cruasán.
—Ya lo sé. No es que yo no quiera, pero... —Vaciló un instante y echó un vistazo a su alrededor, a la cocina, al salón, cuyas paredes estaban llenas de libros—. Así también estamos muy bien. Los dos solos.
—¿Te preocupa?
—¿El qué? ¿Cómo se lo tomarán?
Annie hizo una pausa y, de pronto, a Jean-Guy empezó a latirle el corazón con fuerza. Pensaba que ella respondería que no, que le aseguraría que la aprobación de sus padres no la inquietaba en absoluto.
En cambio, había dudado.
—Un poco, tal vez —admitió ella—. Estoy segura de que les hará mucha ilusión, pero las cosas cambiarán. ¿No crees?
Estaba de acuerdo, pero no se había atrevido a admitirlo ni siquiera para sí mismo. ¿Y si su jefe se oponía a la relación? No podía impedirles estar juntos, pero sería un desastre.
«No —se recordó Jean-Guy por enésima vez—, todo saldrá bien. El inspector jefe y madame Gamache estarán encantados. Se alegrarán mucho.»
No obstante, quería estar seguro. Quería saberlo a ciencia cierta. Él era así: se dedicaba a recopilar hechos, y la incerteza comenzaba a pasarle factura. Era lo único que proyectaba alguna sombra sobre una vida que de forma inesperada se había vuelto luminosa.
No podía seguir mintiéndole a su jefe. Aunque se había convencido de que no era mentirle, sino mantener sus asuntos en privado, en el fondo sentía que estaba traicionándolo.
—¿De verdad crees que se alegrarán? —le preguntó a Annie.
Le desagradó el tono inseguro de su voz, aunque ella no se dio cuenta, o no le dio importancia.
Se inclinó hacia él, apoyó los codos y los antebrazos sobre las migas de cruasán de la mesa de pino y le cogió la mano. La sostuvo entre las suyas; las tenía calientes.
—¿De saber que estamos juntos? Mi padre se pondrá muy contento. Es mi madre la que te odia.
Al ver la expresión de Jean-Guy, se rió y le apretó la mano.
—Es broma: te adora. Desde siempre. Te consideran un miembro de la familia, ya lo sabes. Para ellos eres como un hijo.
Al oír esas palabras, a Beauvoir se le encendieron las mejillas y se sintió avergonzado. De nuevo, a Annie no le importó, o prefirió no hacer ningún comentario. Se limitó a sostenerle la mano y mirarlo a los ojos.
—Un poco incestuoso, pues —consiguió decir él al final.
—Sí —convino ella, y lo soltó para beber un sorbo de café con leche—. El sueño de mis padres hecho realidad.
Rompió a reír, bebió más café y posó la taza de nuevo sobre la mesa.
—Sabes que la noticia lo emocionará.
—Y lo sorprenderá también, ¿no?
Annie se paró a pensar.
—Creo que no dará crédito. Tiene gracia, ¿verdad? Mi padre se pasa la vida buscando pistas, encajando piezas, recabando pruebas, pero cuando tiene algo delante de las narices, se le escapa. Demasiado próximo, imagino.
—Mateo 10:36 —murmuró Beauvoir.
—¿Cómo?
—Es algo que nos dice tu padre a los de Homicidios. Una de las primeras lecciones que da a los nuevos reclutas.
—¿Una cita bíblica? —preguntó Annie—. Pero si mis padres nunca van a misa...
—Al parecer la aprendió de su mentor cuando entró en la Sûreté.
Sonó el teléfono. No era el timbre robusto del fijo, sino el trino alegre e invasivo del móvil. El de Beauvoir. El inspector corrió al dormitorio y lo cogió de la mesita de noche.
La pantalla no mostraba ningún número, sólo una palabra.
«Jefe.»
Cuando estaba a punto de pulsar el pequeño icono verde del teléfono, vaciló. Prefirió salir de la habitación e ir al salón de Annie, una estancia llena de luz y de libros. No podía hablar con su jefe estando delante de la cama donde esa misma mañana le había hecho el amor a su hija.
—Diga —contestó, intentando sonar tranquilo.
—Perdona que te moleste —respondió esa voz conocida.
Era a un tiempo relajada y autoritaria.
—No se preocupe, señor. ¿Qué pasa?
Beauvoir miró el reloj que había sobre la chimenea. Eran las 10.23 horas de un sábado por la mañana.
—Ha habido un asesinato.
Así pues, no era una llamada de cortesía. No quería invitarlo a cenar. Ni preguntarle por algún asunto relacionado con el personal de la comisaría o hablar sobre algún caso que estuviera a punto de ir a juicio. Se trataba de una llamada a las armas. Una llamada a la acción. Significaba que había ocurrido algo espantoso. Sin embargo, y desde hacía más de una década, siempre que Beauvoir oía esas palabras, sentía un cosquilleo. Se le aceleraba el pulso. Notaba mariposas en el estómago. No porque averiguar que alguien se había enfrentado a una muerte prematura y horrible lo alegrase, sino porque sabía que el jefe, sus compañeros y él saldrían de nuevo tras la pista de un asesino.
Jean-Guy Beauvoir amaba su trabajo, pero en ese momento, por primera vez, cuando miró hacia la cocina y vio a Annie de pie en la puerta, observándolo, se dio cuenta con auténtica sorpresa de que ahora había algo que amaba más.
Cogió la libreta, se sentó en el sofá de Annie y anotó los detalles. Al acabar, leyó lo que había escrito.
—La hostia... —murmuró.
—Sí, eso y más —convino el inspector jefe Gamache—. ¿Puedes organizarlo todo? De momento, sólo tú y yo. Una vez allí, pediremos un agente local de la Sûreté.
—¿Y la inspectora Lacoste? ¿No debería venir ella también aunque sea para organizar al equipo de la escena del crimen? Después puede marcharse.
—No —contestó el inspector jefe Gamache sin asomo de duda, y soltó una carcajada breve—. Me temo que esta vez nos ocuparemos nosotros de recoger las pruebas. Espero que te acuerdes de cómo se hace.
—Muy bien, llevo la aspiradora.
—Bueno. Yo ya he metido la lupa en la maleta.
Hubo una pausa y al final Beauvoir percibió en la voz un tono más sombrío:
—Tenemos que llegar allí cuanto antes, Jean-Guy.
—Vale. Hago unas llamadas y lo recojo dentro de quince minutos.
—¿Quince? ¿No estás en el centro?
Beauvoir sintió que el mundo se detenía durante unos segundos. Su apartamento estaba en el centro de Montreal, pero Annie vivía en el barrio de Plateau Mont-Royal, a tan sólo unas calles de la casa de sus padres, en el distrito de Outremont.
—Es sábado, no habrá tráfico.
Gamache se rió.
—¿Desde cuándo eres tan optimista? Llegues cuando llegues, estaré preparado.
—Voy a darme prisa.
Y eso hizo. Llamadas, órdenes, organización. Después metió algo de ropa en una bolsa de viaje pequeña.
—Qué montón de ropa interior —comentó Annie, sentada en la cama—. ¿Piensas estar fuera muchos días?
Hablaba como si nada, pero su actitud no se correspondía con el tono.
—Ya me conoces —contestó él, y se volvió para que ella no lo viese meter el arma en la pistolera.
Annie sabía que la tenía, pero no le gustaba verla. Incluso para una mujer que atesoraba la realidad, según qué imágenes eran demasiado reales.
—Sin la ayuda del desatascador, a lo mejor necesito más calzoncillos.
Ella se echó a reír, y él se alegró.
Fue hasta la puerta y dejó la maleta en el suelo.
—Te quiero —le susurró al oído mientras la abrazaba.
—Te quiero —le susurró ella a su vez—. Ve con cuidado —le pidió al despedirse.
Beauvoir ya había bajado la mitad de los escalones cuando Annie lo llamó:
—Cuida también de mi padre, por favor.
—Te lo prometo.
Una vez que él se hubo marchado y ya no veía el coche, Annie cerró la puerta y se agarró el pecho.
Se preguntó si era así como se sentía su madre desde hacía tantos años.
Como se sentiría en ese mismo instante. ¿También ella estaría apoyada en la puerta viendo cómo se alejaba la persona a la que amaba? ¿Dejándola marchar?
Annie se acercó a las estanterías que cubrían todas las paredes del salón y, después de unos minutos, encontró lo que buscaba. La biblia que le habían regalado sus padres cuando la bautizaron. A pesar de no ir a misa, respetaban los rituales.
Se dio cuenta de que cuando tuviese hijos, también querría bautizarlos. Jean-Guy y ella les entregarían sus propias biblias, blancas y con sus nombres inscritos junto a la fecha de bautismo.
Miró la primera página. El papel era grueso y, cómo no, allí estaba su nombre: Anne Daphné Gamache. Y una fecha escrita con la letra de su madre. Pero, en lugar de una cruz, debajo del nombre sus padres habían dibujado dos corazoncitos.
Se sentó en el sofá y tomó un sorbo de café, aunque ya se le había enfriado. Hojeó aquel libro para ella desconocido hasta que dio con el versículo.
Mateo 10:36.
—«Los enemigos del hombre —leyó en voz alta— serán los de su propia casa.»
DOS
El bote de aluminio surcaba las olas. De vez en cuando, rebotaba en la superficie y el agua fresca y gélida le salpicaba a Beauvoir a la cara. Podría haberse apartado, retroceder hacia la popa, pero al agente le gustaba sentarse en el pequeño asiento triangular que había en la proa. Se inclinó hacia delante con la sospecha de parecer un perro cobrador ansioso y excitado. En plena caza.
No le importaba. De lo que se alegraba era de no tener cola. Un apéndice que desmintiese su fachada algo taciturna. Pensó que supondría una gran desventaja para un inspector de Homicidios.
El rugido de la lancha, los saltos, las sacudidas que se producían de vez en cuando, todo eso era muy estimulante. Estaba disfrutando incluso del vigor que le proporcionaban las salpicaduras y de la fragancia a bosque y a agua fresca. Y del leve olor a pescado y a cebo.
Era evidente que, cuando no transportaba a detectives de Homicidios, la barca se utilizaba para pescar. Aunque no con objetivos comerciales, porque era muy pequeña para eso. Además, aquel lago remoto no estaba destinado a esa clase de pesca. Era para disfrutar. El barquero debía de lanzar la caña a las aguas cristalinas de la bahía rocosa. Debía de pasarse el día lanzando el sedal sin prisa. Y recogiéndolo.
Lanzándolo. Recogiéndolo. A solas con sus pensamientos.
Beauvoir miró hacia la popa. El barquero sujetaba el mango del motor fueraborda con una mano grande y de piel curtida. La otra descansaba sobre una de las rodillas. También se inclinaba hacia delante, una postura que debía de conocer desde que era niño. Sus ojos azules prestaban atención a la extensión de agua que tenían al frente. Bahías e islas y ensenadas que también conocía desde pequeño.
El inspector pensó en el placer que se debía de sentir al hacer las mismas cosas una y otra vez. Tiempo atrás, la mera idea lo habría asqueado. Rutina, repetición. Era la muerte, o, al menos, mortalmente aburrido. Una vida predecible.
Sin embargo, Beauvoir ya no estaba tan seguro de que eso fuese cierto. Se dirigía a toda velocidad hacia un caso nuevo, a bordo de una lancha motora. Con el viento y el agua en la cara. Y lo único que anhelaba era sentarse con Annie y compartir la prensa del sábado. Y así todos los fines de semana. Una y otra vez. Una y otra vez. Hasta el día de su muerte.
En cualquier caso, si no podía estar con ella, ésa era su segunda opción. Miró a su alrededor, a los bosques. A las rocas partidas. Al lago vacío.
Había oficinas peores que aquélla.
Sonrió al barquero. Aquél también era su despacho.
Y cuando los hubiese dejado en la orilla, quizá buscase una bahía tranquila, sacara la caña y lanzase el anzuelo.
Lanzar y recoger.
Pensándolo bien, no era muy distinto de lo que el inspector jefe y él iban a hacer allí. Lanzar la caña en busca de pistas, pruebas, testigos. Y después recoger el sedal.
Tarde o temprano, con el cebo suficiente, pescarían al asesino.
Aunque, a menos que las cosas se volviesen demasiado impredecibles, no se lo comerían.
Justo delante del barquero estaba el capitán Charbonneau, al mando de la comisaría de la Sûreté du Québec
de La Mauricie. Tenía poco más de cuarenta años, era algo mayor que Beauvoir. De complexión atlética, cargado de energía, y con la expresión inteligente de las personas que saben prestar atención.
Y estaba prestando atención.
Los había recibido al bajar de la avioneta y los había llevado en coche el medio kilómetro que los separaba del embarcadero y del barquero.
—Él es Étienne Legault.
Les había presentado al patrón de la lancha, que asintió con la cabeza y no parecía predispuesto a otra clase de saludo más elaborado. Legault, que olía a gasolina, se estaba fumando un cigarrillo y Beauvoir dio un paso atrás.
—Siento decirles que el viaje dura unos veinte minutos —explicó el capitán Charbonneau—. No hay otro modo de llegar hasta allí.
—¿Ha ido usted alguna vez? —le preguntó Beauvoir.
El capitán sonrió.
—Nunca. Me refiero a que no he estado en el interior. Pero a veces voy a pescar por los alrededores. Tengo curiosidad, como cualquiera. Además, allí se pesca de maravilla. Hay unas percas y unas truchas enormes. A ellos los he visto desde lejos, también pescando. Pero los dejo tranquilos. No me parece que quieran compañía.
Después habían subido al bote y ya llevaban recorrido la mitad del trayecto. El capitán miraba al frente, o al menos eso parecía. Sin embargo, Beauvoir se percató de que aquel mando de la Sûreté no estaba fijándose demasiado en el bosque ni en las calas y bahías.
Miraba con disimulo algo que le resultaba mucho más fascinante.
El hombre que tenía delante.
Beauvoir apartó la vista y la posó en el cuarto hombre de la embarcación.
El inspector jefe. Su superior y el padre de Annie.
Armand Gamache era un hombre de peso, aunque no pesado. Igual que el patrón, el inspector jefe miraba al frente con los ojos entornados, y se le formaban arrugas alrededor de los párpados y de la boca. Pero, a diferencia del barquero, su expresión no era apagada, sino que esos ojos de un color marrón intenso lo absorbían todo, atentos. Las colinas talladas por el glaciar, el bosque con los colores brillantes propios de principios de otoño. La costa rocosa, virgen de embarcaderos, casas y atracaderos.
Aquél era un paraje salvaje. Era posible que los pájaros que los sobrevolaban jamás hubieran visto un humano.
Si Beauvoir era cazador, Armand Gamache era un explorador. Cuando los demás se detenían, él daba un paso más. Buscaba entre las grietas, en las rendijas y en las cuevas. Donde vivían los seres oscuros.
El inspector jefe debía de tener alrededor de unos cincuenta y cinco años. El cabello de las sienes se le rizaba justo por encima de las orejas, donde empezaban a salirle canas. Una gorra le ocultaba casi toda la cicatriz del lado izquierdo. Llevaba un abrigo impermeable de color caqui y, debajo, camisa, chaqueta y una corbata de seda de color gris verdoso. La mano que se sujetaba a la borda estaba mojada del agua helada que salpicaba la lancha al surcar el lago; la otra descansaba distraídamente sobre un chaleco salvavidas de color naranja chillón que había a su lado, en la bancada de aluminio. Cuando aún estaban en el embarcadero, mirando la lancha, con la caña y la red, y los gusanos revolviéndose dentro del cubo y el motor fueraborda, que tenía forma de taza de váter, el jefe le había entregado el que parecía más nuevo. Y cuando Jean-Guy se había mofado, Gamache había insistido. No en que se lo pusiera, sólo en que se lo quedase.
Por si acaso.
Y por eso el inspector Beauvoir sujetaba el chaleco en el regazo. Y cada vez que la barca daba una sacudida, se alegraba de tenerlo ahí.
Había recogido en su casa al inspector jefe antes de las once. Éste se había detenido en la puerta a darle un beso a madame Gamache. Antes de romper el abrazo, había esperado un momento. Y después de eso, había dado media vuelta y había bajado los escalones con la bandolera al hombro.
Cuando entró en el coche, Jean-Guy olió la fragancia sutil a madera de sándalo y agua de rosas, y la idea de que aquel hombre pronto podría ser su suegro lo abrumó. Era posible que, en el futuro, esos brazos cogieran a los hijos pequeños de Beauvoir, que percibirían ese mismo aroma reconfortante.
Pronto Jean-Guy se convertiría en algo más que un miembro honorario de la familia.
Mientras pensaba en ello, oyó un susurro: «Supón que no les hace gracia. ¿Qué pasará entonces?»
Sin embargo, la mera idea era inconcebible, y Beauvoir se deshizo de ella por indigna.
También se dio cuenta, por primera vez en los más de diez años que llevaban trabajando juntos, de por qué el inspector jefe olía a madera de sándalo y a agua de rosas. El sándalo era su colonia. Las rosas provenían de madame Gamache, que le había transferido su fragancia en el abrazo. Él portaba el aroma de su esposa como un aura privada, mezclado con el suyo.
Beauvoir respiró hondo y despacio. Y sonrió. Notó una leve insinuación cítrica: Annie. Durante un instante tuvo miedo de que Gamache también la percibiese, pero se dio cuenta de que era una esencia privada. Se preguntó si Annie estaría oliendo a Old Spice.
Habían llegado al aeropuerto antes de mediodía y habían ido directamente al hangar de la Sûreté du Québec. Allí habían encontrado a la piloto trazando la ruta. Estaba acostumbrada a llevarlos a lugares apartados; a aterrizar en pistas de tierra, carreteras heladas y sitios donde ni siquiera había caminos.
—He visto que hoy tenemos pista de aterrizaje y todo —dijo ella, al ocupar el asiento del piloto.
—Lo siento por ti —respondió Gamache—. Si lo prefieres, por mí puedes amarar en el lago.
La piloto se echó a reír.
—No sería la primera vez.
Gamache y Beauvoir habían tenido que hablar del caso a gritos por culpa del ruido de los motores del pequeño Cessna, aunque al final el inspector jefe se quedó mirando por la ventanilla, callado. Beauvoir se había dado cuenta de que se había puesto unos auriculares de botón y escuchaba música. Supuso lo que era. Y lo vio esbozar una leve sonrisa.
Jean-Guy se volvió y miró por la ventanilla. Era un día radiante y despejado de mediados de septiembre, y desde allí arriba veía los pueblos y las aldeas que sobrevolaban. Las poblaciones fueron haciéndose cada vez más pequeñas y escasas. El Cessna viró a la izquierda, y reparó en que la piloto seguía un río serpenteante. Hacia el norte.
Volaron más y más hacia el norte, cada uno absorto en sus pensamientos. Mirando hacia la tierra, fijándose en cómo las señales de la civilización desaparecían para dar paso a los bosques. Y al agua. Con la luz brillante del sol, las aguas no se veían azules, sino que eran franjas y círculos de oro o de un blanco cegador. Siguieron una de las cintas doradas hacia lo más profundo del bosque. Volaban hacia lo más profundo de Quebec. Hacia un cadáver.
Durante el trayecto, las arboledas oscuras empezaron a mudar de color. Al principio sólo era un árbol aquí y allá, pero pronto fueron apareciendo más y más, hasta que al final el bosque entero se compuso de distintos tonos de amarillo, rojo y naranja, mezclados con el verde oscuro e intenso de las hojas perennes.
Allí el otoño llegaba antes. Cuanto más hacia el norte, más pronto. Y más largo e intenso.
La avioneta comenzó a descender. Cada vez más. Parecía que fuese a estrellarse en picado contra el lago, pero recuperó la horizontalidad y apenas rozó la superficie para aterrizar en la pista de tierra.
Y ahora el inspector jefe Gamache, el inspector Beauvoir, el capitán Charbonneau y el barquero daban botes en la lancha. Hicieron un leve viraje hacia la derecha, y Beauvoir vio que al inspector jefe le cambiaba la expresión. De la reflexión pasó al asombro.
Gamache se inclinó hacia delante con un destello en los ojos.
Beauvoir cambió de postura en el asiento y siguió su mirada.
Habían entrado en una gran bahía. Al fondo se veía su destino.
Incluso Beauvoir sintió un estremecimiento de emoción. Millones de personas habían viajado por todo el mundo en busca de aquel lugar, yendo tras la pista de unos hombres de vida recluida. Y cuando los hubieron hallado en lo más remoto de Quebec, fueron miles los que se desplazaron hasta allí, ansiosos por conocer a sus habitantes. Turistas que tal vez habían pagado a ese mismo barquero para atravesar ese mismo lago.
Si Beauvoir era cazador y Gamache explorador, los hombres y mujeres que iban hasta allí eran peregrinos, desesperados por recibir lo que creían que esos hombres podían ofrecer.
Pero acudían en vano.
Al llegar a la puerta, los obligaban a regresar.
Beauvoir cayó en la cuenta de que ya había visto aquel paraje. En fotos. Lo que tenían delante se había convertido en un póster muy solicitado, y la oficina de turismo de Quebec aprovechaba la imagen de manera algo fraudulenta para promocionar la provincia.
Un lugar que nadie ha podido visitar, como cebo para atraer turistas.
Beauvoir también se echó hacia delante. En un extremo de la bahía había un fortín como tallado en la roca. La torre se elevaba igual que si hubiese salido impulsada de la tierra de resultas de algún episodio sísmico. A ambos lados estaban las alas. O brazos. Abiertos a modo de bendición, o de recibimiento. Un puerto. Un abrazo seguro en mitad de la naturaleza virgen.
Un engaño.
Aquél era el casi legendario monasterio de Saint-Gilbert-Entre-les-Loups. El hogar de dos docenas de monjes de clausura de una orden contemplativa. Monjes que habían construido su abadía lo más lejos posible de la civilización.
El mundo había tardado cientos de años en dar con ellos, pero los monjes silentes tenían la última palabra en el asunto.
Veinticuatro hombres habían traspasado el umbral. La puerta se había cerrado. Y no se había admitido ni a un alma más.
Hasta aquel día.
El inspector jefe Gamache, Jean-Guy Beauvoir y el capitán Charbonneau estaban a punto de entrar. Su billete era un hombre muerto.
TRES
—¿Quieren que espere? —preguntó el barquero, y se frotó la barba incipiente con cara de sorna.
No le habían dicho por qué estaban allí. Que él supiese, no eran más que periodistas o turistas. Otros peregrinos que no sabían adónde iban.
—Sí, gracias —respondió Gamache.
Le entregó el pasaje e incluyó una propina generosa.
El hombre se guardó el dinero en el bolsillo, los observó descargar los bártulos y desembarcó.
—¿Cuánto tiempo puede esperar? —quiso saber el inspector jefe.
—Unos tres minutos. —El patrón se rió—. Calculo que son dos más de los que necesitan.
Gamache miró la hora. Acababa de dar la una.
—¿Podría quedarse hasta las cinco?
—¿Quiere que espere hasta esa hora? Mire, veo que vienen desde muy lejos, pero ya deben de saber que no van a tardar cuatro horas en ir hasta la puerta, llamar, dar media vuelta y regresar.
—Nos dejarán entrar —afirmó Gamache.
—¿Son monjes?
—No.
—¿Es usted el papa?
—No —contestó Beauvoir.
—Entonces les doy tres minutos. Aprovéchenlos.
Salieron del embarcadero, enfilaron el camino, y Beauvoir renegó entre dientes. Al llegar a la gran puerta de madera, el inspector jefe se volvió hacia él.
—Aprovecha para sacarlo todo, Jean-Guy. En cuanto cruces el umbral, se acabaron las palabrotas.
—Sí, patrón.
Gamache asintió con la cabeza, y Jean-Guy levantó una mano para golpear la madera. Apenas sonó, pero se hizo un daño del demonio.
—Maudit tabernac —musitó.
—Creo que esto es para llamar —dijo el capitán Charbonneau, y señaló una vara larga de hierro que había en una especie de bolsillo tallado en la roca.
Beauvoir la cogió y a continuación le atizó un buen porrazo a la puerta. Ése sí se oyó. Repitió la operación y se dio cuenta de que la madera estaba llena de marcas, de las veces que otros la habían golpeado. Una y otra vez. Una y otra vez.
Jean-Guy miró a su espalda. El barquero alzó la muñeca y se señaló el reloj. Cuando se volvió de nuevo hacia la puerta, Beauvoir se llevó un buen susto.
A la madera le habían salido ojos. La puerta estaba mirándolos. Entonces el inspector cayó en la cuenta: alguien había abierto un ventanuco y los observaba con los ojos inyectados en sangre.
Si a Beauvoir lo habían sorprendido, los ojos también parecían sorprendidos de verlo a él.
—¿Sí? —se oyó a través de la madera, con un sonido amortiguado.
—Buenos días, hermano. Soy Armand Gamache, el inspector jefe del Departamento de Homicidios de la Sûreté. Éstos son el inspector Beauvoir y el capitán Charbonneau. Creo que están ustedes esperándonos.
El ventanuco se cerró de golpe, y todos oyeron el clic inconfundible de la llave. Hubo una pausa y Beauvoir empezó a plantearse si de veras iban a entrar. Si no, ¿qué harían? ¿Derribar la puerta? Era evidente que el barquero no pensaba ayudarlos. Beauvoir oía su risita, que provenía del embarcadero y se mezclaba con el ruido de las olas que acariciaban la orilla.
Miró el bosque. Espeso y oscuro. Habían intentado mantenerlo a raya; vio restos de árboles talados: el suelo que rodeaba el muro exterior estaba salpicado de tocones, como testigos de una tregua precaria tras la batalla. A la sombra del monasterio, esos troncos cortados parecían lápidas.
El inspector respiró hondo y se dijo que ya bastaba; no era típico de él hacer gala de una imaginación tan fértil. Lo suyo eran los hechos. Los coleccionaba. Era el inspector jefe quien recopilaba emociones. Caso tras caso, Gamache seguía la pista de esos sentimientos: los más viejos, podridos y descompuestos. Y al final del rastro pegajoso, encontraba al asesino.
Mientras que el inspector jefe perseguía emociones, Beauvoir se dejaba guiar por los hechos. La verdad dura y fría. Y juntos, entre los dos, siempre conseguían resolver el caso.
Formaban un buen equipo. Un equipo excelente.
«Supongamos que no le hace gracia.» Aquel pensamiento se le apareció de repente, desde el bosque. «Supongamos que no quiere que Annie esté conmigo.»
Una vez más, eso era su imaginación. No eran hechos. No eran hechos. No.
Clavó la mirada en la puerta y vio las marcas de los golpes. Los que le había atizado alguien, o algo, desesperado por entrar.
A su lado, el inspector jefe Gamache aguardaba sin flaquear. Tranquilo. Mirando la puerta como si fuera lo más fascinante con lo que se había cruzado en la vida.
¿Y el capitán Charbonneau? Con el rabillo del ojo, Beauvoir vio que el comandante de la comisaría local tampoco apartaba la vista de la entrada. Parecía inquieto. Ansioso por entrar o marcharse, una de dos. Ir o venir. O hacer algo, cualquier cosa que no fuese esperar allí como un trío de conquistadores muy educados.
Entonces se oyó un ruido, y Beauvoir se fijó en que Charbonneau daba un respingo.
Escucharon el roce largo y prolongado del hierro fundido contra la madera. Y después silencio.
Gamache no se había movido ni sorprendido, o si aquello lo había cogido por sorpresa, no lo había demostrado. Continuaba mirando la puerta con las manos entrelazadas detrás de la espalda. Como si tuviese todo el tiempo del mundo.
Se abrió una rendija. Se ensanchó. Cada vez más.
Beauvoir esperaba oír un chirrido, el quejido de las viejas bisagras, oxidadas por la falta de uso. En cambio, no se oyó nada. Y eso era aún más desconcertante.
La puerta se abrió de par en par, y se encontraron ante una figura de hábito negro. Sólo que no era por entero de ese color: tenía una especie de charreteras grandes
y blancas en los hombros y algo que parecía un delantal blanco, que le llegaba hasta la mitad del pecho. Como si se hubiera colocado una servilleta de lino en el cuello y se le hubiese olvidado quitársela.
Atada a la cintura llevaba una cuerda y, a un extremo de ésta, una argolla con una sola llave gigante.
El monje asintió y se hizo a un lado.
—Gracias —dijo Gamache.
Beauvoir se volvió hacia el barquero y a duras penas resistió hacerle una peineta.
Si sus pasajeros hubiesen levitado, el hombre no habría parecido más asombrado.
El inspector jefe Gamache lo llamó desde el umbral.
—A las cinco, ¿de acuerdo?
El tipo asintió.
—Sí, patrón —consiguió pronunciar.
Gamache se volvió hacia la puerta abierta y vaciló. Durante un brevísimo instante. Un gesto que le habría pasado desapercibido a cualquiera que no lo conociese bien. Beauvoir miró a Gamache y supo el motivo.
Su jefe quería saborear aquel momento único, nada más. Con un solo paso se convertiría en el primer laico en pisar el monasterio de Saint-Gilbert-Entre-les-Loups.
Entonces dio ese paso, y los demás lo siguieron.
La puerta se cerró tras ellos con un sonido sordo y suave. Encajaba a la perfección. El monje levantó la enorme llave, la metió en una cerradura grande y la hizo girar.
Estaban encerrados.
Armand Gamache había pensado que necesitaría unos instantes para que se le acostumbrase la vista a la oscuridad. No creía que fuese a hacerle falta habituarse a la luz.
Lejos de estar en penumbra, el interior era luminoso.
Ante ellos se abría un pasillo ancho y largo de piedra gris que culminaba en una puerta cerrada. Lo que le llamaba la atención al inspector jefe, y debía de haber fascinado a todos los hombres, a todos los monjes que habían entrado por esa puerta a lo largo de los siglos, era la luz.
El corredor estaba lleno de arcoíris. Prismas alegres que rebotaban en los muros de piedra dura. Que se acumulaban en las losas de pizarra del suelo. Se movían, confluían y se separaban como si estuvieran vivos.
El inspector jefe era consciente de que se había quedado boquiabierto, pero no le importaba. A pesar de que llevaba toda la vida viendo cosas asombrosas, jamás había visto algo parecido: era como caminar en la encarnación de la alegría.
Se volvió y miró al monje a los ojos. Durante unos segundos ninguno de los dos apartó la vista.
En ellos no descubrió júbilo. Sólo dolor. La oscuridad que Gamache había esperado hallar en el monasterio no estaba en sus muros, sino en los hombres. O, al menos, en el que tenía delante.
Entonces, sin mediar palabra, el monje dio media vuelta y echó a caminar por el pasillo. Su paso era ligero y sus pisadas apenas hacían ruido. Lo único que se percibía era la fricción suave del hábito con la piedra del suelo a medida que iba rozando los arcoíris.
Los agentes de la Sûreté se colgaron el equipaje del hombro y se adentraron entre los cálidos prismas.
Mientras seguía al monje, Gamache miraba a su alrededor. La luz provenía de las ventanas que se abrían en lo alto de los muros, pero no vio ninguna a la altura habitual. Las primeras estaban a tres metros del suelo y por encima de éstas había otra hilera. A través de ellas, Gamache vio azul; cielo azul, algunas nubes y las copas de los árboles, como si se hubieran inclinado para mirar al interior, tal como él lo hacía para ver el exte
