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Sede vacante
El cardenal Lomeli salió del apartamento que ocupaba en el palacio del Santo Oficio poco antes de las dos de la madrugada y recorrió aprisa los soportales penumbrosos del Vaticano en dirección a los aposentos del Papa.
Por el camino rezaba: «Señor, aún tiene mucho por hacer, mientras que yo ya he terminado la labor con que debía servirte. A él lo quieren todos, mientras que de mí nadie se acuerda. Déjalo vivir, Señor. Déjalo vivir. Llévame a mí en su lugar».
Salvó a duras penas la pendiente adoquinada que conducía a la plaza de Santa Marta. El aire de Roma fluía apacible y neblinoso, aunque Lomeli percibía ya en él los primeros soplos fríos del otoño. Lloviznaba. Por teléfono el prefecto de la Casa Pontificia parecía tan aterrado que el cardenal esperaba encontrarse con un escenario de caos total. En realidad, en la plaza reinaba una inusitada atmósfera de calma, quebrada tan solo por una ambulancia solitaria que había aparcada a una distancia discreta, con su contorno recortado contra el iluminado flanco sur de San Pedro. La luz del habitáculo estaba encendida, los limpiaparabrisas se balanceaban de un lado a otro, y él se encontraba lo bastante cerca para distinguir las caras del conductor y su auxiliar. Al ver que el conductor estaba hablando por un teléfono móvil, Lomeli pensó conmocionado que no habían acudido a trasladar al hospital a un enfermo, sino a llevarse un cadáver.
Al llegar a la incongruente entrada de cristal cilindrado de la casa de Santa Marta, el guardia suizo lo saludó llevándose una mano protegida por un guante blanco al casco coronado por un penacho rojo.
—Eminencia.
Lomeli señaló el vehículo con la cabeza y le dijo:
—¿Te importaría cerciorarte de que ese hombre no esté llamando a la prensa?
La atmósfera austera y aséptica de la residencia semejaba la de una clínica privada. En el vestíbulo, donde dominaban los mármoles blancos, un grupo de sacerdotes, tres de ellos en bata, aguardaban consternados, como si hubiera saltado la alarma antiincendios y no supieran muy bien cómo proceder. Lomeli titubeó en el umbral y, al sentir algo en la mano izquierda, vio que estaba apretando su solideo rojo. No recordaba haberlo cogido. Lo desplegó y se cubrió la coronilla con él. Notó el cabello húmedo al tacto. Un obispo africano intentó detenerlo según avanzaba hacia el ascensor, pero Lomeli se limitó a saludarlo con la cabeza y siguió adelante.
El aparato tardaba demasiado en llegar. Debería haber subido por las escaleras. Pero estaba exhausto. Percibía las miradas de los demás clavadas en su espalda. Debería decirles algo. El ascensor llegó. Las puertas se abrieron. Dio media vuelta y levantó la mano para bendecirlos.
—Recen —dijo.
Pulsó el botón de la segunda planta, las puertas se cerraron y el compartimento emprendió el ascenso.
«Si es Tu voluntad llamarlo a Tu lado y dejarme atrás a mí, concédeme entonces la fortaleza para ser la roca en la que los demás se apoyen.»
En el espejo, bajo la luz ambarina, su rostro cadavérico aparecía lívido y moteado. Buscaba con desesperación una señal, los posos de sus fuerzas. Cuando el ascensor se detuvo de una sacudida, su estómago parecía querer seguir subiendo, obligándolo a asirse a la barandilla metálica para recuperar el equilibrio. Recordó la ocasión en que montó con el Santo Padre en ese mismo ascensor, en los comienzos de su papado, y dos ancianos monseñores entraron tras ellos. Sin pensárselo dos veces, se arrodillaron, asombrados por haberse encontrado cara a cara con el representante de Cristo en la Tierra, ante lo cual él se rio y les dijo: «No os preocupéis, levantaos, no soy más que un viejo pecador, igual que vosotros».
El cardenal elevó la barbilla. La máscara que llevaba en público. Las puertas se abrieron. Una gruesa cortina de trajes oscuros se escindió para dejarlo pasar. Oyó a un agente susurrarle a su manga:
—El decano está aquí.
En el otro extremo del rellano, frente a la entrada de los aposentos papales, tres monjas, miembros de la compañía de Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, esperaban cogidas de las manos, incapaces de contener el llanto. El arzobispo Woźniak, prefecto de la Casa Pontificia, se acercó a recibirlo. Sus gafas con montura de acero ocultaban unos ojos grises llorosos e hinchados. Levantó las manos y le dijo impotente:
—Eminencia…
Lomeli tomó entre sus manos las mejillas del arzobispo y se las apretó con delicadeza. Percibió la aspereza de la barba que empezaba a asomar de la cara de aquel hombre más joven.
—Janusz, su presencia le hacía muy feliz.
A continuación, otro escolta (o tal vez un empleado de la funeraria —en ambas profesiones se utilizaban trajes muy parecidos—) o, en cualquier caso, otra persona vestida de negro abrió la puerta que daba a los aposentos.
El pequeño cuarto de estar y el dormitorio que quedaba al otro extremo, aún más reducido, estaban atestados. Lomeli elaboró una lista con los nombres de la decena larga de personas que había presentes, sin contar el personal de seguridad: dos médicos; dos secretarios privados; el maestro de celebraciones litúrgicas pontificias, el arzobispo Mandorff; al menos cuatro sacerdotes de la Cámara Apostólica; Woźniak; y, por supuesto, los cuatro cardenales veteranos de la Iglesia católica: el secretario de Estado, Aldo Bellini; el camarlengo o chambelán de la Santa Sede, Joseph Tremblay; el cardenal penitenciario mayor o «confesor principal», Joshua Adeyemi; y él mismo, el decano del Colegio Cardenalicio. En su vanidad, había dado por hecho que él era el primero a quien habían avisado; en realidad, como acababa de comprobar, era el último.
Accedió al dormitorio detrás de Woźniak. Era la primera vez que entraba. Hasta ahora las inmensas puertas de doble hoja siempre habían estado cerradas. El renacentista lecho papal, con un crucifijo sobre él, se encontraba orientado hacia el cuarto de estar. El pesado armazón cuadrado de roble pulido ocupaba casi toda la estancia, en medio de la cual parecía demasiado grande. Era el único toque de magnificencia que podía apreciarse en los aposentos. Bellini y Tremblay estaban arrodillados junto a la cama con la cabeza gacha. Lomeli tuvo que sortear las piernas de ambos para situarse al lado de los almohadones sobre los que el Papa se hallaba ligeramente recostado, oculto el cuerpo por el cubrecama blanco, las manos plegadas sobre el pecho, por encima de la plana cruz pectoral de hierro que llevaba colgada del cuello.
Lomeli no estaba acostumbrado a ver al santo Padre sin las gafas. Estas descansaban plegadas sobre la mesita de noche, junto a un maltrecho despertador de viaje. La montura le había dejado una marca rojiza a ambos lados del puente de la nariz. A menudo la expresión de los muertos, según la experiencia de Lomeli, se antojaba laxa y bobalicona. Pero la de este parecía atenta, casi jovial, como si lo hubieran interrumpido en mitad de una frase. Al inclinarse para besarle la frente, reparó en una leve mancha blanca de dentífrico junto a la comisura izquierda de la boca, y asimismo percibió el olor de la menta y de algún champú floral. ¿No estaría a punto de decir algo?
—¿Por qué le ha llamado, santidad —susurró—, cuando aún deseaba hacer tantas cosas?
—Subvenite, Sancti Dei…
Adeyemi inició la entonación de la liturgia. Lomeli comprendió que habían estado esperándolo. Se arrodilló despacio en el suelo de parquet pulido, juntó las manos para concentrarse en su oración y las apoyó sobre el costado del cubrecama. Hundió la cara entre las palmas.
—… occurrite, Angeli Domini…
—… Acudid en su ayuda, santos de Dios; corred a su encuentro, ángeles del Señor…
La voz de bajo profundo del cardenal nigeriano reverberaba por la apretada estancia.
—Suscipientes animam eius. Offerentes eam in conspectu Altissimi…
—… Acoged su alma y presentadla ante el Altísimo…
La plegaria resonaba en la cabeza de Lomeli carente de significado. Le ocurría cada vez con mayor frecuencia. «Yo Te imploro, Señor, pero Tú no me respondes.» Una especie de insomnio espiritual, de interferencia ruidosa, se había instalado en él a lo largo del último año, imposibilitando la comunión con el Espíritu Santo que antes alcanzaba con absoluta naturalidad. E, igual que ocurría con el sueño, mientras más se esforzaba por encontrarle un sentido a sus oraciones, más le costaba vérselo. Le confesó su crisis al Papa durante la última reunión que mantuvieron, en la que él solicitó permiso para abandonar Roma, renunciar a su deber de decano y retirarse a una orden religiosa. Tenía setenta y cinco años, edad suficiente para jubilarse. Sin embargo, el Santo Padre se mostró inusualmente rígido con él. «Unos son elegidos pastores y otros son necesarios para administrar la granja. La tuya no es una labor pastoral. Tú no eres pastor. Eres administrador. ¿Crees que para mí sí es fácil? Te necesito aquí. No te preocupes. Dios regresará a ti. Siempre lo hace.» A Lomeli le dolió —«Un administrador. ¿Eso es lo que me considera?»—, hasta el punto de que se despidieron de un modo un tanto frío. Aquella fue la última vez que lo vio.
—… Requiem aeternam dona ei, Domine; et lux perpetua luceat ei…
—… Concédele el descanso eterno, Señor; y que la luz perpetua brille sobre él…
Concluida la liturgia, los cuatro cardenales permanecieron en torno al lecho de muerte rezando en silencio. Transcurridos un par de minutos, Lomeli giró apenas la cabeza y entreabrió los ojos. Tras ellos, en el cuarto de estar, todos se encontraban de rodillas con la cabeza agachada. Volvió a recoger el rostro entre las manos.
Le entristecía que su larga colaboración hubiera terminado de este modo. Intentó recordar cuándo había sucedido. ¿Hacía dos semanas? No, hacía un mes, el 17 de septiembre, para ser exactos, después de la misa para conmemorar la estigmatización de san Francisco, el período más largo que había pasado sin que el Papa lo recibiera en audiencia privada desde que fue elegido. Quizá el Santo Padre presintiera que la muerte se acercaba y que no vería cumplida su misión; ¿explicaría eso su desacostumbrada irritabilidad?
Una quietud total reinaba en la estancia. Se preguntó quién sería el primero en romper la meditación. Supuso que se encargaría Tremblay. El francocanadiense siempre tenía prisa, como solía ocurrir entre los norteamericanos. Y, de hecho, transcurridos unos instantes más, Tremblay suspiró, realizando una espiración prolongada, teatral, casi extática.
—Está con Dios —certificó a la vez que estiraba los brazos. Lomeli supuso que seguidamente realizaría una bendición pero, en lugar de eso, les hizo señas a dos de los asistentes de la Cámara Apostólica, que entraron en el dormitorio y lo ayudaron a levantarse. Uno de ellos portaba una caja de plata.
—Arzobispo Woźniak —dijo Tremblay al tiempo que los demás comenzaban a incorporarse también—, ¿sería tan amable de acercarme el anillo del Santo Padre?
Lomeli se irguió, provocando el crujido de unas rodillas que habían soportado siete décadas de reverencias continuas. Se apretó contra la pared para que el prefecto de la Casa Pontificia pasara como pudiera. El anillo no salió con facilidad. El pobre Woźniak, que sudaba con cierto embarazo, tenía que empujarlo hacia delante y hacia atrás en torno al nudillo. Pero al final el anillo se soltó y Woźniak procedió a llevárselo sobre la palma extendida a Tremblay, quien introdujo la mano en la caja de plata para sacar unas tijeras —del tipo que se empleaba para podar rosales, pensó Lomeli—, entre cuyas hojas encajó el sello del anillo. Apretó con decisión e hizo una mueca a causa del esfuerzo. Se oyó un chasquido seco, momento en que el disco metálico en el que aparecía san Pedro recogiendo una red de pescador se desprendió.
—Sede vacante —anunció Tremblay—. El trono de la Santa Sede está vacío.
Lomeli pasó unos minutos con la vista perdida en la cama, sumido en una despedida contemplativa, y a continuación ayudó a Tremblay a extender un fino velo blanco sobre el rostro del Papa. El velatorio se disolvió en varios grupos cuyos miembros comenzaron a conversar entre susurros.
Regresó al cuarto de estar. Se preguntó cómo había podido soportarlo el Papa, año tras año, no solo vivir rodeado de guardias armados, sino el mero lugar. Cincuenta anodinos metros cuadrados, que se dirían amueblados conforme a los ingresos y el gusto de un comercial cualquiera. No había nada de personal en aquel espacio. Paredes pintadas de limón deslavado y suelo de parquet para facilitar la limpieza. Una mesa y un escritorio corrientes, además de un sofá y dos sillones, festoneados y tapizados con algún tipo de tela lavable azul. Incluso el reclinatorio de madera bruna era idéntico al centenar de ellos que podían encontrarse en la residencia. El Santo Padre se instaló ahí en calidad de cardenal antes de que se celebrase el cónclave que lo eligió Papa y ya nunca se marchó; un simple vistazo al lujoso apartamento que se le asignó en el Palacio Apostólico, con su biblioteca y su capilla privada, bastaron para espantarlo. Su guerra con la vieja guardia del Vaticano empezó ahí mismo, por esta cuestión, el primer día. Cuando algunas cabezas de la curia opusieron reparo a su decisión por no considerarla apropiada para la dignidad de un papa, él les recordó, como si de escolares se tratara, las instrucciones que Jesucristo les dio a sus discípulos: «No toméis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni plata; ni tengáis dos túnicas cada uno». En adelante, humanos como eran, empezaron a notar su mirada reprobatoria clavada en ellos cada vez que se retiraban a descansar a sus suntuosos apartamentos oficiales; y, humanos como eran, se ofendían por ello.
El secretario de Estado, Bellini, estaba de pie junto al escritorio, de espaldas a la habitación. Su período en el cargo había finalizado con la ruptura del anillo del Pescador, y su enjuto y espigado cuerpo de asceta, que solía mantener tan derecho como un álamo de Lombardía, parecía haberse partido junto con aquel.
—Mi apreciado Aldo, lo siento muchísimo —le dijo Lomeli.
Vio que Bellini estaba examinando el ajedrez portátil que el Santo Padre acostumbraba a llevar en su maletín. Deslizaba su largo y pálido dedo índice adelante y atrás sobre las pequeñas fichas de plástico rojas y blancas. Estaban arracimadas de un modo enrevesado en el centro del tablero, enfrascadas en una suerte de batalla abstrusa que ya jamás se resolvería.
—¿Cree que a alguien le importaría que me lo llevase, como recuerdo? —preguntó Bellini distraído.
—Seguro que no.
—A menudo jugábamos al final de la jornada. Decía que lo ayudaba a relajarse.
—¿Quién ganaba?
—Él. Siempre.
—Lléveselo —lo instó Lomeli—. Lléveselo. A usted lo quería más que a nadie. Le habría gustado que se lo quedara.
Bellini miró en derredor.
—Supongo que lo apropiado sería esperar y pedir permiso. Pero parece que nuestro celoso camarlengo está a punto de sellar el apartamento.
Señaló hacia Tremblay y los sacerdotes que lo asistían, todos los cuales se hallaban dispuestos en torno a la mesita del café, sobre la que estaban colocando los materiales que aquel necesitaba para fijar las puertas: galones rojos, cera y cinta adhesiva.
De pronto los ojos de Bellini se encharcaron de lágrimas. Tenía fama de hombre frío, de ser el clásico intelectual distante y sin sangre. Lomeli nunca le había visto mostrar emoción alguna. Lo desconcertaba. Le puso una mano en el brazo.
—¿Qué ha ocurrido, lo sabe? —le preguntó en tono compasivo.
—Dicen que un ataque al corazón.
—Creía que tenía el corazón de un toro.
—No exactamente, a decir verdad. Había habido algunos avisos.
Lomeli pestañeó sorprendido.
—No estaba al tanto de eso.
—Bien, no quería que nadie lo supiera. Decía que en cuanto corriera la voz, ellos empezarían a difundir rumores sobre su futura renuncia.
«Ellos.» Bellini no necesitó especificar quiénes. Se refería a la curia. Por segunda vez en una misma noche, Lomeli se sentía desairado sin comprender muy bien por qué. ¿Sería esa la razón de que no supiese nada sobre este problema de salud que afectaba al Papa desde hacía tiempo? ¿Que el Santo Padre no solo lo consideraba un administrador, sino uno de ellos?
—Creo —dijo Lomeli— que deberemos tener mucho cuidado con lo que le decimos a la prensa acerca de su salud. Usted sabe mejor que yo cómo son los periodistas. Querrán conocer su historial de afecciones cardíacas y qué hicimos nosotros al respecto exactamente. Y si resulta que se tapó todo sin que hiciéramos nada, exigirán saber por qué. —Ahora que se iba recuperando de la impresión inicial, empezó a darle vueltas a una montaña de preguntas acuciantes para las que el mundo entero querría una respuesta… para las que, de hecho, él mismo querría una respuesta—. Dígame: ¿había alguien más con el Santo Padre cuando falleció? ¿Recibió la absolución?
Bellini negó con la cabeza.
—No, creo que ya había fallecido cuando lo encontraron.
—¿Quién lo encontró? ¿Cuándo? —Lomeli le hizo señas al arzobispo Woźniak para que se uniera a ellos—. Janusz, sé que es difícil para usted, pero necesitamos preparar una declaración detallada. ¿Quién descubrió el cadáver del Santo Padre?
—Yo, eminencia.
—Bien, gracias a Dios, algo es algo. —De todos los miembros de la Casa Pontificia, Woźniak era quien mantenía una relación más estrecha con el Papa. Era tranquilizador pensar que hubiera sido él el primero en llegar al escenario de la defunción. Y además, en lo que a las relaciones públicas respectaba, mejor él que un guardia de seguridad; y, desde luego, mucho mejor él que una monja—. ¿Qué hizo?
—Llamé al médico del Santo Padre.
—¿Y cuánto tardó en llegar?
—Se presentó de inmediato, eminencia. Siempre pasaba la noche en la habitación contigua.
—Pero ¿no había nada que se pudiera hacer?
—No. Disponíamos de todo el equipo necesario para la reanimación. Aunque era demasiado tarde.
Lomeli meditó.
—¿Lo encontró usted en la cama?
—Sí. Parecía hallarse en paz, tenía casi el mismo aspecto que ahora. Di por hecho que estaba dormido.
—¿A qué hora fue eso?
—En torno a las once y media, eminencia.
«¿Las once y media?» De eso hacía ya más de dos horas y media. La consternación de Lomeli debió de reflejarse en su expresión porque Woźniak se apresuró a añadir:
—Le habría avisado antes, pero el cardenal Tremblay se hizo cargo de la situación.
Tremblay giró la cabeza al oír su nombre. Así de pequeña era la habitación. Se encontraba tan solo a un par de pasos de distancia. Se acercó a ellos al instante. A pesar de la hora, presentaba un aspecto despierto y pulcro, con su denso cabello argénteo peinado con esmero, y su porte elegante y natural. Parecía un atleta retirado al que ahora le fuese de maravilla como presentador de programas deportivos de televisión; Lomeli recordaba de manera imprecisa que de joven había jugado al hockey sobre hielo. El francocanadiense dijo, con su italiano cauteloso:
—Lo siento mucho, Jacopo, si se siente ofendido por la tardanza con que se le ha avisado. Sé que Su Santidad no contaba con colaboradores más allegados que usted y Aldo. Pero, como camarlengo, consideré que la prioridad era garantizar la integridad de la Iglesia. Le dije a Janusz que no le llamase para así disponer de unos momentos de calma que nos permitieran esclarecer los hechos. —Apretó las palmas de las manos en un gesto de devoción, como si se dispusiera a rezar.
Aquel hombre era insoportable. Lomeli le dijo:
—Mi apreciado Joe, lo único que me preocupa es el alma del Santo Padre y el orden de la Iglesia. Que se me avise de algo a las doce o a las dos es lo de menos por lo que a mí respecta. Estoy seguro de que actuó en beneficio de todos.
—Es solo que cuando un papa fallece de forma inesperada, cualquier error que se cometa a causa del desconcierto y la confusión iniciales puede provocar que después surjan todo tipo de rumores malintencionados. Solo hay que recordar la tragedia del papa Juan Pablo I. Llevamos cuarenta años intentando convencer al mundo de que no fue asesinado, y todo porque nadie quiso admitir que fue una monja quien encontró su cadáver. Esta vez no debe haber discrepancias en la declaración oficial.
De debajo de su sotana sacó un papel plegado que le tendió a Lomeli. Estaba caliente al tacto. Recién impreso, pensó Lomeli. Elaborado con minuciosidad mediante un procesador de textos, llevaba un titular en inglés: Timeline, «Cronología». Lomeli deslizó la yema del dedo por las columnas del texto. A las siete y media de la tarde el Santo Padre cenó con Woźniak en el espacio reservado para él en el comedor de la casa de Santa Marta. A las ocho y media se retiró a su apartamento, donde leyó y meditó sobre un pasaje de La imitación de Cristo (Capítulo 8, «De los peligros de la intimidad»). A las nueve y media se acostó. A las once y media el arzobispo Woźniak fue a comprobar que estuviera bien, pero se encontró con que las funciones vitales se habían detenido. A las 23.34 el doctor Giulio Baldinotti, enviado en calidad de residente por el hospital vaticano San Rafael, ubicado en Milán, inició el tratamiento de emergencia. Se intentó una combinación de masaje cardíaco y desfibrilación sin resultado satisfactorio. El Santo Padre fue declarado muerto a las 0.12.
El cardenal Adeyemi se situó detrás de Lomeli y empezó a leer por encima de su hombro. El nigeriano despedía siempre un fuerte olor a colonia. Lomeli podía sentir el calor de su aliento en el lado de su cuello. Su imponente presencia física le abrumaba. Le entregó el documento y se apartó, solo para que Tremblay le pusiera más papeles en la mano.
—¿Qué es todo esto?
—Los últimos registros médicos del Santo Padre. He pedido que los trajeran. Esto es una angiografía que se realizó el mes pasado. Aquí puede ver —indicó Tremblay, alzando una radiografía hacia la luz del centro— la prueba de una obstrucción.
La imagen monocromática presentaba una maraña de tentáculos fibrosos, siniestros. Lomeli se echó atrás. Por el amor de Dios, ¿a qué venía todo esto? El Papa tenía más de ochenta años. No había nada sospechoso en su fallecimiento. ¿Qué edad se esperaba que alcanzara? Era en su alma en lo que debían concentrarse en estos momentos, no en sus arterias. Con firmeza, dijo:
—Hago públicos estos datos si quiere, pero no la fotografía. Es demasiado intrusiva. Lo degrada.
—Estoy de acuerdo —convino Bellini.
—Supongo —añadió Lomeli— que ahora nos dirá que tendrá que practicársele una autopsia.
—Bien, correrán rumores si no se le realiza una.
—Es cierto —dijo Bellini—. Antes Dios explicaba todos los misterios. Ahora las teorías de la conspiración han usurpado Su lugar. Son la herejía de nuestro tiempo.
Adeyemi había terminado de leer la cronología. Se quitó sus gafas de montura dorada y se llevó una patilla a los labios.
—¿Qué estaba haciendo el Santo Padre antes de las siete y media?
—Estaba celebrando las vísperas, eminencia —le respondió Woźniak—, aquí, en la casa de Santa Marta.
—Entonces eso es lo que deberíamos decir. Ese fue su último acto sacramental y, además, implica un estado de gracia, sobre todo puesto que no tuvo ocasión de recibir el viático.
—Bien visto —opinó Tremblay—. Lo añadiré.
—Y si retrocedemos un poco más, hasta antes de las vísperas —insistió Adeyemi—. ¿Qué estaba haciendo entonces?
—Estaba ocupado en reuniones rutinarias, según tengo entendido. —Tremblay parecía ofendido—. No conozco todos los hechos. Me he limitado a las horas más inmediatas a su muerte.
—¿Con quién mantuvo la última reunión programada?
—Creo que, en realidad, fue conmigo —estimó Tremblay—. Lo vi a las cuatro. ¿Estoy en lo cierto, Janusz? ¿Fui yo el último?
—Así es, eminencia.
—¿Y cómo estaba el Santo Padre cuando usted habló con él? ¿Mostró algún síntoma de malestar?
—No, no que yo recuerde.
—¿Y después, cuando cenó con usted, arzobispo?
Woźniak miró a Tremblay, como si necesitase su permiso para responder.
—Estaba cansado. Muy, muy cansado. No tenía apetito. Su voz sonaba áspera. Debería haberme dado cuenta… —Se interrumpió.
—No tiene nada que reprocharse. —Adeyemi le devolvió el documento a Tremblay y volvió a ponerse las gafas. Se apreciaba cierta teatralidad meticulosa en su ademán. A cada momento se le notaba preocupado por su dignidad. Un auténtico príncipe de la Iglesia—. Añadamos todas las reuniones que debía mantener. La cantidad da una idea de lo duro que trabajó, hasta el final. Demostrará que no había motivos para sospechar que estaba enfermo.
—Por otro lado —sopesó Tremblay—, si facilitamos su agenda completa, ¿no corremos el peligro de que parezca que estábamos obligando a portar una pesada carga a un enfermo?
—El papado es, de hecho, una pesada carga. La gente necesita que se lo recuerden.
Tremblay frunció el ceño y guardó silencio. Bellini miró hacia el suelo. Se había originado una tensión sutil pero indiscutible, la cual Lomeli tardó unos instantes en comprender. Recordarle a la gente que el papado supone un esfuerzo descomunal equivalía a decir que se trataba de una responsabilidad que convenía asignar a un hombre más joven, y Adeyemi, que contaba poco más de sesenta años, era casi una década más joven que los otros dos.
—¿Puedo sugerir —dijo Lomeli al fin— que modifiquemos el documento e incluyamos que el Santo Padre había celebrado las vísperas, y que dejemos el resto como está? ¿Y que, por precaución, preparemos también un segundo documento en el que figuren todas las citas que el Santo Padre tenía programadas para la jornada, y que lo reservemos por si necesitásemos utilizarlo?
Adeyemi y Tremblay intercambiaron una mirada breve y asintieron, tras lo cual Bellini dijo con laconismo:
—Gracias, Señor, por nuestro decano. Creo que sus dotes diplomáticas nos serán de gran ayuda en los días venideros.
Con el tiempo Lomeli recordaría este momento como aquel en el que dio comienzo la carrera de la sucesión.
Se sabía que los tres cardenales contaban con sus respectivos partidarios dentro del colegio electoral. Bellini, la gran esperanza intelectual de los liberales desde que Lomeli lo conocía, exrector de la Universidad Gregoriana y exarzobispo de Milán; Trembla