Fraude al descubierto

Mary Higgins Clark

Fragmento

cap-1

Agradecimientos

Una vez más la historia ha terminado.

Como siempre, he disfrutado del viaje. Aunque me alegra escribir la palabra «Fin», también me causa cierta tristeza. Me he encariñado mucho con los personajes de este libro y dejo que descubráis vosotros a aquellos con los que no tanto.

Como de costumbre, hay quienes me han acompañado en el camino. Me descubro ante ellos y les expreso mi más profundo agradecimiento.

Primero, claro está, a Michael Korda, mi editor desde hace cincuenta años. Me siento muy afortunada por haber colaborado con él durante todo este tiempo.

A Marysue Rucci, vicepresidenta, directora editorial de Simon & Schuster, por sus sabios comentarios y consejos.

A Elizabeth Breeden, por su diligencia y paciencia durante todo el proceso de edición.

A Jackie Seow, directora artística, por los fascinantes diseños de cubierta que crea.

A Ed Boran, agente del FBI retirado y actual presidente de la Marine Corps Law Enforcement Foundation, quien me asesoró sobre cómo investigaría la agencia un delito como este.

A la interiorista Eve Ardia, quien me instruyó sobre cómo gastar cinco millones de dólares en decorar un piso de la novela.

A Nadine Petry, mi ayudante y mano derecha durante estos últimos diecisiete años.

A Rick Kimball, por su asesoramiento sobre cómo mover grandes sumas de dinero lejos de miradas curiosas.

Por último a mi familia, mi grupo de apoyo: a mi excepcional marido John Conheeney por su respaldo incondicional; a mis hijos, siempre dispuestos a ayudarme cuando les pido opinión sobre algún que otro capítulo. Son especialmente importantes cuando me señalan que una expresión que he utilizado es irreconocible para la generación actual.

¡Tempus fugit y eso!

Disfrutad de la lectura, todos y cada uno de vosotros.

MARY HIGGINS CLARK

cap-2

1

Elaine Marsha Harmon, de treinta años, salió de su piso de la calle Treinta y dos Este de Manhattan y se dirigió a buen paso hacia el estudio de interiorismo en el que trabajaba como ayudante, situado a quince manzanas, en el Flatiron Building, entre la calle Veintitrés y la Quinta Avenida. Llevaba un buen abrigo, pero iba sin guantes. Era una mañana fría de principios de noviembre.

Se había recogido la melena en un moño y solo unos pocos mechones cobrizos le ondeaban al viento. Alta, como su padre, y esbelta, como su madre, se había dado cuenta después de graduarse de que la enseñanza no era su verdadera vocación, así que se matriculó en el Instituto de Moda y Tecnología y, al terminar, Glady Harper, la reina del interiorismo entre la gente con dinero y aspiraciones sociales, la contrató como ayudante.

Elaine siempre explicaba, bromeando, que se llamaba así por su tía abuela paterna, una viuda rica y sin hijos. El problema era que la tía Elaine Marsha, gran amante de los animales, legó la mayor parte de su dinero a diversos refugios de animales y muy poco a sus parientes.

En palabras de Lane, «Elaine es un nombre muy bonito, y Marsha también, pero yo no me veía como Elaine Marsha». Resolvió aquel problema sin pretenderlo cuando, de pequeña, pronunciaba «Elaine» como «Lane», que terminó por convertirse en su nombre.

Por algún motivo, estaba pensando en eso mientras cruzaba de la Segunda Avenida a la Quinta y giraba por la calle Treinta y tres. Me siento bien, pensó. Me encanta estar aquí, ahora mismo, en este momento, en este sitio. Me encanta Nueva York. No creo que pudiera vivir en ninguna otra parte. Al menos, no querría hacerlo. Pero probablemente pronto tendría que mudarse a las afueras. Katie empezaría en septiembre en la guardería y los centros privados de Manhattan eran demasiado caros para ella.

Aquella reflexión le provocó una familiar punzada de dolor. Oh, Ken, pensó. Ojalá estuvieras vivo. Apartando el recuerdo, abrió la puerta del Flatiron Building y cogió el ascensor hasta la cuarta planta.

Aunque solo eran las nueve menos veinte, Glady Harper ya había llegado, como Lane esperaba. Los otros empleados, la recepcionista y el contable, solían llegar a las nueve menos dos minutos. Glady no perdonaba la impuntualidad.

Lane se detuvo en la puerta de su despacho.

—Hola, Glady.

Su jefa alzó la vista. Como de costumbre, parecía que no se hubiera molestado en cepillarse el cabello gris plateado. Delgada pero de complexión fuerte, llevaba jersey y pantalón negros. Lane sabía que Glady tenía un armario lleno de conjuntos idénticos a ese y que su pasión por el color, la textura y el diseño estaba exclusivamente reservada para los interiores de casas y oficinas. De sesenta años, divorciada desde hacía veinte, sus amigos y empleados la llamaban Glady, «alegre». Uno de sus proveedores de telas había dicho, bromeando, que «Gris» habría sido un sobrenombre más apropiado, comentario que le costó un lucrativo contrato.

Glady no perdió tiempo en saludarla.

—Pasa, Lane —dijo—. Quiero hablar contigo.

¿Qué he hecho mal?, se preguntó Lane cuando, obedeciendo la orden, entró en el despacho y se acomodó en una de las sillas Windsor delante de su mesa.

—Un cliente nuevo, o quizá debería decir un viejo conocido, me ha pedido algo que no estoy segura de querer hacer.

Lane enarcó las cejas.

—Glady, tú siempre dices que si tienes la sensación de que un cliente va a darte problemas, no merece la pena el esfuerzo. —No es que tú no los des, añadió para sus adentros.

Lo primero que hacía Glady cuando la contrataban era ir a casa del cliente con una carretilla y deshacerse sin piedad de todos los objetos que para ella eran cachivaches.

—Este es distinto —dijo Glady, preocupada—. Hace diez años me encargué de decorar la mansión que Parker Bennett acababa de comprar en Greenwich.

—¡Parker Bennett! —Lane pensó en los titulares sobre el gestor de fondos que había estafado miles de millones de dólares a sus clientes. Había desaparecido mientras navegaba en su velero, justo antes de que se descubriera el robo. Se creía que se había suicidado, aunque no hubieran encontrado el cuerpo.

—Bueno, no me refiero a él en persona —aclaró Glady—. El hijo de los Bennett, Eric, me ha llamado. El gobierno quiere recuperar fondos confiscando todo lo que Parker Bennett tenía, así que han puesto la casa en venta. Lo que queda no tiene mucho valor, de modo que dejarán que Anne, la mujer de Bennett, se lleve lo que necesite para amueblar su apartamento. Eric dice que su madre no está por la labor y que le gustaría que me encargara yo.

—¿Puede pagarte?

—Fue muy sincero. Me dijo que había leído que el mayor encargo de toda mi carrera me lo hizo su padre cuando me dio instrucciones de que no escatimara en gastos. Me pide que lo haga gratis.

—¿Y lo harás?

—¿Tú qué harías?

Lane vaciló un instante, pero finalmente respondió sin dudar:

—He visto fotografías de esa pobre mujer, Anne Bennett. Parece al menos veinte años mayor que cuando aparecía en las columnas de sociedad, antes de que se descubriera el fraude. Yo que tú, lo haría.

Harper apretó los labios y miró al techo. Era la reacción típica de cuando se concentraba, ya fuera en la tonalidad exacta del fleco de una cortina o en tomar una decisión como esa.

—Creo que tienes razón —convino—. Y, desde luego, no me llevará mucho tiempo reunir lo suficiente para amueblar un apartamento. Tengo entendido que está en una urbanización de Montclair, en New Jersey. Eso no queda lejos del puente de George Washington, quizá a unos cuarenta minutos. Al menos no perderemos mucho tiempo yendo y viniendo.

Arrancó una hoja del cuaderno y se la tendió por encima de la mesa.

—Aquí tienes el teléfono de Eric Bennett. Me he enterado de que trabaja sin contrato para un asesor financiero de segunda. Le iba muy bien en Morgan Stanley, pero dimitió después de que se descubriera lo que su queridísimo papaíto había hecho. Queda con él.

Lane cogió el papel y se fue a su despacho, se sentó a la mesa y marcó el número de teléfono que Glady había anotado. Una voz firme y modulada respondió al primer pitido.

—Eric Bennett —dijo.

cap-3

2

Una semana después, Lane y Glady circulaban por la autopista Merritt camino de la salida de Round Hill Road, una de las zonas más exclusivas de Greenwich, Connecticut. La Interestatal 95 habría sido más rápida, pero a Glady le gustaba observar las mansiones. Lane conducía el Mercedes de su jefa después de que esta decidiera que su Mini Cooper era demasiado modesto para aparcarlo frente a la mansión de los Bennett.

Glady había guardado silencio durante la mayor parte del trayecto, un mutismo que Lane había aprendido a respetar. Cuando su jefa estuviera lista para entablar conversación, lo haría. En su fuero interno, Lane, que siempre había admirado a la reina Isabel, lo comparaba con algo que había oído decir de ella: nadie se dirigía a la reina hasta que ella iniciaba la conversación.

Glady no habló hasta que salieron de la autopista.

—Recuerdo la primera vez que vine aquí. Parker Bennett había comprado una casa enorme. El hombre que la construyó se arruinó antes de llegar a instalarse. Tal como estaba diseñada, era el colmo del mal gusto. Vine con un arquitecto y juntos remodelamos el interior. Dios mío, tenían una barra con forma de sarcófago en la cocina, y en el comedor habían pintado su propia versión de la capilla Sixtina. Era un insulto para Miguel Ángel.

—Si hubo que hacer cambios estructurales además de decorarla, debió de costar una fortuna —comentó Lane.

—Costó un ojo de la cara, pero a Parker Bennett le daba igual. ¿Por qué iba a importarle? Se estaba gastando un dinero que no era suyo.

La propiedad de los Bennett estaba en el canal de Long Island. La enorme casa de ladrillo rojo con puertas y ventanas blancas podía verse desde la carretera. Cuando entraron en el camino particular, Lane se fijó en que no habían podado los setos y que el césped estaba cubierto de hojas.

Por supuesto Glady también se dio cuenta.

—Imagino que el jardinero fue uno de los primeros en marcharse —comentó con ironía.

Aparcó en la curva del camino y subieron juntas unos pocos peldaños hasta la enorme puerta de roble, que se abrió en cuanto Lane tocó el timbre.

—Gracias por venir —dijo Eric Bennett.

Mientras Glady lo saludaba, Lane lo estudió detenidamente. El hombre cuya voz le había llamado la atención era de estatura y constitución media. Con los tacones de diez centímetros que ella llevaba, eran más o menos de la misma altura. Tenía el abundante cabello rubio salpicado de canas y los ojos color avellana. Lane había buscado información sobre el caso Bennett y descubrió que Eric era una versión más joven de su padre, un hombre elegante y bien parecido que había estafado a sus clientes apropiándose de los ahorros de toda una vida.

Glady hizo las presentaciones.

—Mi ayudante, Lane Harmon.

—Eric Bennett, aunque imagino que ya lo suponías. —Habló en tono irónico y apenas sonrió.

Como era habitual en ella, Glady fue directa al grano.

—¿Está tu madre en casa?

—Sí. Bajará enseguida. La están peinando.

Lane sabía que Anne Bennett ya no era bienvenida en la peluquería a la que solía ir. Muchas clientas estaban profundamente resentidas con ella porque sus familias habían sido víctimas de la avaricia de Parker Bennett.

El espacioso vestíbulo ofrecía un aspecto desolador. Las curvas escaleras simétricas conducían a una galería en la que podría acomodarse una orquesta. Distinguieron varios agujeros en las paredes del vestíbulo.

—Veo que los tapices ya no están —observó Glady.

—Oh, claro que no. Su valor se incrementó un veinte por ciento durante los años que fueron nuestros. El tasador también estuvo encantado con las pinturas que le aconsejaste comprar a mi padre. Tienes buen ojo, Glady.

—Lo sé. He hecho un recorrido virtual por la casa adosada que le has comprado a tu madre en New Jersey. No está nada mal. Lograremos que sea acogedora.

Lane se dio cuenta de que Glady había forjado una relación de amistad con Eric Bennett en los doce o trece meses que dedicó a decorar la mansión. Glady empezó a pasearse por la planta baja con su energía habitual.

Era evidente que la habitación de techo alto situada a la izquierda era lo que todo el mundo conoce como el salón, pero Glady se refirió a ella como «la sala de estar». Las elegantes ventanas arqueadas se abrían a un amplio jardín trasero. A lo lejos, Lane distinguió la casa de la piscina, que era una réplica en miniatura de la mansión, junto a una piscina cubierta. Apuesto a que es olímpica, pensó. Y me juego lo que sea a que es de agua salada.

—Veo que se han llevado todos los muebles antiguos y los hechos por encargo —observó Glady en tono áspero.

—Otro homenaje a tu buen gusto. —Esa vez, Lane creyó detectar un deje de amargura en el tono de Eric.

—En cualquier caso —continuó Glady ignorando el cumplido implícito—, los muebles de la sala serán mucho más apropiados para la casa nueva. Bajemos a verlos.

Pasaron por delante del suntuoso comedor. Al igual que la sala de estar, estaba vacío. Cuando se dirigieron a la parte trasera de la casa, Lane vio la habitación que sin duda había sido la biblioteca. Lo único que quedaba dentro eran las estanterías de caoba.

—Recuerdo la colección de libros raros de tu padre —comentó Glady.

—Sí, empezó a coleccionarlos mucho antes de abrir su fondo de inversión, pero eso no le ha importado al gobierno. —Esta vez, el tono de Bennett volvió a ser contenido—. Aunque francamente, cuando leo un libro, me gusta cogerlo sin preocuparme de no dañar los cantos dorados de las páginas o las ilustraciones interiores.— Miró a Lane—. ¿No crees?

—Desde luego —respondió ella con rotundidad.

Glady le había enseñado fotografías de las habitaciones después de decorarlas. Todas habían sido exquisitamente amuebladas y tenían una combinación concreta de colores para lograr un ambiente cálido y acogedor.

Pero aquella casa ya no tenía nada de cálida o acogedora. En ella reinaba un aire de abandono, incluso de desolación. Una fina de capa de polvo cubría los estantes de las librerías.

Continuaron el paseo hacia la parte trasera de la casa. A la izquierda había una alegre sala que seguía amueblada con un cómodo sofá y varias sillas, una mesa camilla de cristal y dos mesitas plegables de caoba. Las cortinas floreadas combinaban con el tapizado de los muebles. Las reproducciones enmarcadas de Monet que adornaban las paredes y la alfombra, de una suave tonalidad verde, contribuían a darle un toque acogedor.

—Esta era la sala del personal de servicio, Lane —explicó Eric Bennett—. Comunica directamente con la cocina. Hasta el año pasado teníamos seis empleados.

—Estos son los muebles que nos vamos a llevar a la casa nueva —dijo Glady—. Son incluso más bonitos de lo que recordaba. Quedarán muy bien en la sala del piso de abajo. Y ya he decidido que los muebles del salón de arriba serán ideales para el del apartamento. Nos llevaremos la cama de matrimonio de uno de los cuartos de invitados. La del dormitorio de tu madre es demasiado grande para el adosado. Haremos lo mismo con los otros dos dormitorios. Según mis notas, la mesa, las sillas y el aparador servirán para el comedor. Dime, ¿va a bajar tu madre o subimos nosotros?

Si algo es Glady, es decidida, pensó Lane. Me alegro de que suba. Empezaba a pensar que iba a tener que trabajar guiándose por las fotografías. Me encantaría echar un vistazo al resto de las habitaciones.

—Creo que oigo a mi madre bajando la escalera —dijo Bennett.

Se dio la vuelta con brusquedad y las dos mujeres lo siguieron de regreso a la parte delantera de la casa.

Lane había visto fotografías de Anne Nelson Bennett en internet, pero la despampanante celebridad rubia cuyo diseñador favorito era Oscar de la Renta estaba casi irreconocible. Extremadamente delgada y con un ligero temblor en la mano, vaciló al dirigirse a Glady.

—Señorita Harper, ha sido muy amable viniendo. Las cosas han cambiado un poco desde la última vez que estuvo aquí.

—Señora Bennett, sé lo difícil que ha sido todo para usted.

—Gracias. ¿Y quién es esta joven tan encantadora?

—Mi ayudante, Lane Harmon.

Lane estrechó la mano que Anne Bennett le tendía y percibió su debilidad al instante, como si no tuviera fuerza en los dedos.

—Señora Bennett, voy a hacer todo lo posible para que su nueva casa sea un lugar bello y acogedor. ¿Subimos para que le indique los muebles que quiero trasladar? —propuso Glady.

—Sí, claro. Me han dejado lo que consideraron que iba a darles poco beneficio en una subasta. Qué generosos, ¿no? Ese dinero lo robó otra persona. ¿Verdad, Eric?

—Demostraremos su inocencia, mamá —dijo él con vehemencia—. Venga, subamos.

Cuarenta minutos después, Glady y Lane conducían de regreso a Manhattan.

—Ya han pasado casi dos años desde que estalló el escándalo —comentó Glady—, y parece que esa pobre mujer todavía no se ha recuperado del golpe. ¿Qué me dices del retrato de ese canalla sonriendo al mundo con tanta benevolencia? Tengo entendido que la pintura apenas se había secado cuando él desapareció.

—Es un cuadro muy bueno.

—Con razón. Lo pintó Stuart Cameron y, créeme, no es barato. Pero en la subasta de obras de arte nadie pujó por él y permitieron que se lo quedara.

—¿Crees que a Parker Bennett le tendieron una trampa para incriminarlo?

—Tonterías.

—Pero ¿no siguen sin saber dónde están los cinco mil millones de dólares desaparecidos?

—Sí. Dios sabe dónde los escondió. No es que vaya a sacarles algún provecho. Sobre todo si está muerto.

—Pero si sigue vivo, ¿crees que su mujer o su hijo saben dónde está?

—No tengo ni idea. Pero te aseguro que, aunque tengan acceso al dinero, no podrán echarle mano. El gobierno vigilará como un halcón cada centavo que gasten en lo que les queda de vida.

Lane no respondió. El tráfico cada vez era más denso en la autopista Merritt y quería que Glady pensara que estaba concentrada en él.

Sabía que su jefa había estado demasiado ocupada despidiéndose de Anne Bennett como para darse cuenta de que Eric Bennett la había invitado a cenar.

cap-4

3

Un día después de su visita a la mansión de los Bennett, Glady anunció sus decisiones de la manera habitual. Tras dictaminar con aire regio cuáles eran los muebles que había que llevarse de la casa, dejó en manos de Lane la supervisión del resto de los detalles.

—Hemos hecho una visita virtual a la casa de New Jersey —dijo con sequedad—, pero quiero que vayas para familiarizarte con el lugar. Como te he explicado, cuando terminé de decorar la mansión hace diez años, Anne Bennett comentó que la sala del personal de servicio era la más acogedora de la casa, así que poner esos muebles en su nuevo salón la reconfortará. He elegido muestras de pintura para todas las habitaciones, pero dime si crees que los colores son adecuados. Es posible que tengamos que hacer mezclas para conseguir la tonalidad que quiero.

Divertida, Lane pensó que, aunque Glady había estado dispuesta a hacer un viaje a la mansión de los Bennett, no tenía ninguna intención de dedicar ni un minuto más de su valioso tiempo a aquel proyecto, sobre todo cuando lo hacía sin cobrar.

También sabía que supervisar los detalles de aquel proyecto iba a ser sumamente interesante. Como el resto del mundo, había leído todo lo que se había publicado sobre Parker Bennett, empezando por la noticia de la desaparición de cinco mil millones de dólares del admirado fondo de inversión que él mismo administraba. Además de sus clientes ricos, Bennett había captado inversores que eran, mayoritariamente, gente trabajadora de clase media con pequeños negocios. Eso hacía el delito más despreciable aún si cabe. Los clientes de edad avanzada se vieron obligados a vender sus casas o a abandonar la residencia de ancianos en la que vivían. Otros, cuyos únicos activos eran las rentas del fondo, no habían tenido más remedio que volver a vivir con sus hijos, una situación que había creado resentimientos y originado rupturas en familias muy unidas hasta entonces. Cuatro suicidios se habían relacionado con la catástrofe financiera.

—¿A qué esperas? —le preguntó Glady—. Te necesito de vuelta antes de las doce. Anoche me llamó la condesa Sylvie de la Marco. Fue Sally Chico de Staten Island hasta que engatusó al viejo conde para que se casara con ella. El pobre murió hace unos tres años. Supongo que ya no tiene que seguir guardándole luto, si es que lo ha hecho en algún momento. Quiere redecorar totalmente el piso. Tenemos que estar allí a las doce y media. Será una larga reunión. Intentaré apartarla de lo que ella entiende por buen gusto. Me recordó que almorzaría temprano, lo que quiere decir que no tiene ninguna intención de invitarnos a comer. Así que, cuando vuelvas, cómprate una hamburguesa y cómetela en el coche.

Glady miró los papeles de su mesa. Lane sabía que esa era su manera de decirle que ya debería estar camino de New Jersey. Me manda derecha a la cárcel, sin pasar por la casilla de salida para que no pierda tiempo ni en cobrar los doscientos dólares, pensó cuando salió del despacho de Glady, recordando las reglas del Monopoly, su juego de infancia preferido. Cruzó la recepción aún a oscuras y salió al pasillo del edificio con paso rápido. Bajó sola en el ascensor, pero cuando llegó a la planta baja encontró el vestíbulo repleto de personas que iban a trabajar.

La recepcionista de la oficina, Vivian Hall, encabezaba la cola para coger al ascensor. Tenía sesenta y dos años y llevaba diez trabajando para Glady, un récord para cualquiera de los empleados. Siempre planeando ponerse a régimen, era una mujer bien proporcionada con una talla cuarenta y cuatro y el cabello de color castaño claro.

Se hizo a un lado para hablar con Lane.

—¿Cómo está la arpía? —preguntó.

—Como siempre —respondió Lane con una sonrisa—. Me voy a New Jersey para echar un vistazo a la casa nueva de la señora Bennett. Tengo que estar de vuelta a tiempo para acompañarla al dúplex de la condesa de la Marco.

—La vieja Glady de siempre. —Vivian negó con la cabeza—. Haciéndote rendir diez horas en una jornada de ocho. Pero parece que lo soportas bien. Me encanta el conjunto que llevas. Ese azul te sienta estupendamente.

A Ken siempre le gustaba verla de ese color. La invadió una súbita tristeza. Su cumpleaños habría sido al día siguiente. Treinta y seis. Un conductor ebrio les había embestido en la autopista Henry Hudson hacía cinco años. El coche se salió de la calzada y dio varias vueltas de campana antes de detenerse. Ken falleció en el acto. Se rompió el cuello. Solo llevaban casados un año y ella estaba embarazada de dos meses. Para colmo, el conductor no estaba asegurado.

Siempre que aquella tristeza se apoderaba de ella pensaba en Katie, su hija de cuatro años, a la que podría haber perdido con tanta facilidad aquel aciago día.

Eso era lo que le rondaba por la cabeza mientras se dirigía al garaje con paso rápido.

Diez minutos después entraba en el túnel Lincoln camino de New Jersey, y media hora más tarde llegaba a la urbanización de Montclair que sería el futuro hogar de Anne Bennett. Una zona bonita, pensó mientras conducía por las tortuosas calles y giraba por Cedar Drive. Siguió los números hasta encontrar el veintiuno y aparcó delante. Formaba parte de una serie de fachadas similares. El exterior era de piedra gris, y Lane miró con aprobación la gran ventana de la planta baja. Sacó del bolsillo la llave que Glady se había quedado el día anterior.

Un hombre salió de la casa de al lado antes de que pudiera abrir la puerta.

—Hola —saludó mientras cruzaba a toda prisa el camino particular que separaba las dos viviendas—. ¿Es usted la nueva propietaria? —preguntó—. Porque, en ese caso, vamos a ser vecinos. Yo también acabo de mudarme. —Alargó la mano—. Anthony Russo, pero todos me llaman Tony.

—Lane Harmon. —Lane se fijó en su aspecto mientras le estrechaba la mano. Casi metro noventa, con los ojos de color verde azulado, el cabello rubio y una sonrisa afable. Aunque era noviembre, lucía el intenso bronceado de un amante de la naturaleza. Le calculó unos treinta y cinco años—. No soy la nueva propietaria —aclaró—. Trabajo para la interiorista que está decorando la casa.

Él sonrió.

—A mí no me vendría nada mal.

No con sus precios, a menos que estés forrado, pensó Lane.

—No le entretengo más —dijo él—. ¿Quién vivirá aquí?

—Nuestra clienta se apellida Bennett —respondió Lane. Ya había girado la llave en la cerradura—. Será mejor que me ponga a trabajar —añadió—. Encantada de conocerle. —Abrió la puerta sin esperar respuesta, la cerró con firmeza después de entrar y, sin saber muy bien por qué, echó la llave.

Había hecho una visita virtual a la casa, pero al estar físicamente allí le agradó descubrir que era muy luminosa. Al final del pasillo, una escalera subía a la primera planta. A su derecha estaba la entrada de la cocina, con un pequeño espacio para desayunar. Al entrar se dio cuenta de que, justo al otro lado del camino, estaba la cocina de Tony Russo. Lo vio dentro, vaciando las cajas que tenía apiladas en la mesa.

Apartó la mirada rápidamente, temiendo que pudiera volverse hacia ella. Lo primero que vamos a comprar es una persiana para esta ventana, pensó.

cap-5

4

Ranger Cole estaba sentado a la cabecera de la cama de su mujer, Judy, cogiéndole la mano mientras ella yacía inmóvil, con los ojos cerrados y tubos de oxígeno en la nariz. Sabía que aquel segundo derrame cerebral se la llevaría pronto. Demasiado pronto. Judy tenía sesenta y seis años. Solo se llevaban seis meses. Ella era mayor y siempre decía, bromeando, que él se había casado con una mujer mayor por su dinero.

Llevaban cuarenta y seis años casados. Dos chavales de veinte años tan enamorados que, cuando viajaron a Florida en autobús para pasar una semana de luna de miel, les pareció que iban en limusina. No se soltaron la mano en todo el trayecto. Ninguno de los dos había estudiado. Ella trabajaba de dependienta en Macy’s y él era obrero de la construcción.

La madre de Judy no quería que se casara conmigo, pensó Ranger. Solía meterme en problemas en la escuela por pelearme con mis compañeros. Siempre listo para liarme a puñetazos. Un genio endemoniado. Su madre tenía razón, pero Judy me tranquilizaba. Nunca me enfadé con ella, ni una sola vez. Si me ponía a gritar, como cuando un conductor se me cruzaba, ella me ordenaba que parara. Me decía que me estaba portando como un crío.

Para desgracia de ambos, Dios no les había dado hijos.

Ranger alargó la mano y, con una suave caricia, pasó las yemas de sus dedos encallecidos por la frente de su mujer. Siempre has sido más lista que yo, pensó. Tú fuiste la que me dijo que me convendría trabajar en la ciudad, que los trabajos en la construcción eran temporales. Por ti empecé a trabajar como técnico de mantenimiento en el ferrocarril de Long Island. Iba de una punta a otra de la isla. Decías que iba bien con mi apodo, Ranger. Mi padre empezó a llamarme así, «Explorador», cuando era pequeño porque era un culo inquieto y nunca me encontraba cuando me buscaba.

Judy siempre le decía lo guapo que era. Eso tiene gracia, pensó. Era un hombre bajo y corpulento, con las orejas grandes y las cejas muy pobladas, aunque intentara llevarlas bien cuidadas.

Judy. Judy. Judy.

La ira le quemó las entrañas cuando pensó que Judy había tenido su primer derrame cerebral hacía dos años, después de enterarse de que el dinero que habían invertido en el fondo de Bennett había desaparecido. Doscientos quince mil dólares con los que iban a comprarse un piso en Florida. Un dinero que habían ahorrado diligentemente a lo la

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