A mis mejores amigos no los he visto nunca

Raymond Chandler

Fragmento

Introducción

En general, el negocio de la antología me produce un completo disgusto. Gente que no le ha dado nada al mundo en términos de escritura (y nunca lo hará) presume de utilizar el trabajo de otros a precios nominales, y por Dios me refiero a precios nominales, para su propio beneficio y provecho, y se justifican como compiladores o críticos o eruditos, en apoyo de lo cual escriben unas vomitivas pequeñas introducciones y se quedan sentados con una sonrisa indulgente y los bolsillos bien abiertos.

Carta a los editores de Sheridan House,
24 de noviembre de 1946

Hace seis años empecé a trabajar en una biografía de Raymond Chandler. No tardé en advertir que la mejor fuente sobre el tema había sido escrita por el mismo Chandler. Esto se debió en parte a la necesidad. Fue un hombre poco sociable, que no dejó esposa o hijos tras su muerte en 1959. Tampoco hubo hermanos o hermanas, ni siquiera primos segundos. Había sido hijo único y no tuvo hijos, y además fue un desarraigado, con más de cien domicilios distintos en el curso de su vida. El hombre que la revista Time definió una vez como «el poeta laureado de los lobos solitarios» era el artículo genuino al que se refería su obra. «Conocerme en persona —le advirtió a un corresponsal— es la muerte de la ilusión.»

Pero aunque quizá fue un recluso, Chandler fue un escritor compulsivo de cartas; y en ellas se esconden muchas de las claves del hombre que había detrás de Philip Marlowe. Las copias al carbón que han sobrevivido de sus cartas están divididas entre una gran colección en la Biblioteca Bodleiana en Oxford y otra en la Universidad de California en Los Ángeles. En esas cartas, de las que hay millares, Chandler habla abiertamente sobre la vida, la literatura y la sociedad californiana moderna. Muchas de las cartas incluidas aquí fueron escritas durante la noche, dictadas a una grabadora para que su secretaria mexicana, Juanita Messick, las dactilografiara por la mañana. A menudo bebía mientras las dictaba, y representan un viaje insólitamente libre y sincero por la mente de un hombre que había visto mucho, leído mucho, bebido mucho, pensado mucho, y en el proceso se había acercado peligrosamente a la locura. Era tan capaz de un feroz autoescrutinio como antisocial virtuoso; he llegado a convencerme de que nadie podía ser más perspicaz e informativo sobre Chandler que el mismo Raymond Chandler.

Las cartas ocupan un firme lugar en el corazón de su legado escrito, y ha habido dos selecciones de ellas desde su muerte en 1959: Raymond Chandler Speaking en 1962 y The Selected Letters of Raymond Chandler en 1981. Tengo una deuda con ambas, y particularmente con el trabajo del difunto profesor Frank MacShane. MacShane murió en 1998. Su trabajo sobre Chandler en las décadas de 1970 y 1980 ayudó a convencer al mundo intelectual de que Raymond Chandler fue más que un mero escritor de novelas policíacas: fue un moderno chamán californiano y un tesoro literario estadounidense —algo que sus admiradores ya sabían—. El generoso trabajo de MacShane está vivo en esta selección, que se basa en la suya de 1981. También querría expresar mi gratitud a los herederos de Chandler por haberme puesto a cargo de esta compilación.

Después de pasar mucho tiempo con los papeles de Chandler, creo que he encontrado material nuevo interesante. Para esto hay muchas razones. La mayoría de las cartas de Chandler estaban dirigidas a hombres y mujeres con los que tenía trato profesional: editores, agentes, abogados. La mayoría de las cartas empieza con la cuestión de negocios entre manos, y después se extienden en soliloquios sobre cualquier cosa en la que Chandler estuviera pensando en ese momento. Así, por ejemplo, una carta a su contable sobre un asunto de impuestos puede terminar hablando de cine y ajedrez (este último descrito por Chandler como «el más grande desperdicio de inteligencia humana después de la publicidad»). En medio de una discusión con su agente europeo sobre los derechos para la traducción al italiano, Chandler puede hacer una reflexión sobre la actuación del general MacArthur en la Segunda Guerra Mundial. Y así siempre. Al ver cuánto quedaba oculto en la avalancha de correspondencia profesional (que podría llenar fácilmente dos armarios grandes) decidí revisar su correspondencia de principio a fin. Mi recompensa, como había esperado, fueron algunos momentos clásicos de Chandler, perdidos hasta ahora. Los lectores de las dos selecciones anteriores encontrarán mucho material nuevo que disfrutar. Además de lo espigado en papeles existentes (incluyendo piezas periodísticas no recogidas antes), en los últimos diez años han salido a la luz algunas cartas nuevas, especialmente la correspondencia que Chandler mantuvo durante dos años con una admiradora convertida en amante, de nombre Louise Loughner.

Las cartas y los artículos de Chandler son una lectura válida aun para los que no conocen su ficción. Como escribió el crítico del Washington Post en la reseña a la selección de MacShane en 1981, estas cartas son «compulsivamente legibles». Por momentos alcanzan la altura de su ficción.

Un esbozo de la vida de Chandler será útil para los que desconocen su historia. En un siglo dominado por la fractura social y política, Raymond Chandler tuvo una existencia particularmente incierta. Nacido en Chicago en 1888, fue el único hijo de una madre irlandesa y un padre de Pennsylvania. Ambos eran cuáqueros no practicantes, y su padre era un alcohólico cuyo trabajo de ingeniero itinerante de ferrocarril significó que Chandler lo viera poco durante su infancia. El niño y la madre pasaron los primeros años en una casa de alquiler en Chicago, después en una serie de hoteles baratos, y cada vez más con parientes en las praderas de Nebraska.

En 1895, Chandler y su madre, ya divorciada, viajaron con sus pertenencias a Irlanda. Allí vivieron como descastados entre la comunidad protestante de Waterford en la que había crecido Florence Chandler. El niño fue enviado más tarde a Londres, a vivir con su abuela y, a expensas de un tío, asistió al Dulwich College, una elegante escuela privada victoriana donde debía llevar frac. El tío no estaba dispuesto a pagarle la universidad, así que sacó a Chandler de Dulwich un año antes de la graduación y lo envió a colegios tutoriales en Francia y Alemania, preparándolo para un examen de ingreso en la Administración Pública británica, recurso habitual para jóvenes de buenas familias sin dinero.

Tras un año en el continente, Chandler aprobó el examen (quedó tercero entre quinientos) y empezó a trabajar en el Almirantazgo británico, en la oficina de municiones. El puesto no le agradó, y renunció al cabo de unos meses. Durante los cinco años que siguieron vivió en una variedad de domicilios precarios en Londres, ganándose a duras penas la vida con publicaciones en revistas literarias. Su tío se negó a seguir manteniéndolo, y Chandler emigró solo a Estados Unidos en 1912, el mismo año en que se hundió el Titanic. No llevaba más dinero que el prestado (se había comprometido a devolverlo con intereses) por su tío. Después de trabajar como encordador de raquetas de tenis, recolector de fruta y vendedor en una t

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