Diseño de portada e interior: Donagh I Matulich
La maldición de Salsipuedes
Ricardo Ragendorfer
1.ª edición: junio, 2016
© 2016 by Ricardo Ragendorfer
© Ediciones B Argentina S.A., 2016
para el sello Javier Vergara Editor
Av. Paseo Colón 221, piso 6
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina
www.edicionesb.com.ar
ISBN DIGITAL: 978-987-627-994-9
Maquetación ebook: Caurina.com
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A mi mujer, Laura Lifschitz,
por el aguante y el amor.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Primera parte
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
Segunda parte
13
14
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Otros títulos
Prólogo
En una mesa del Aconcagua, un cafetín del barrio porteño de San Telmo, don Demetrio Rápanos —a quien allí todos llamaban el “Griego”—, hablaba a viva voz de su última incursión deportiva: el Torneo Abierto de Paddle en la ciudad uruguaya de Colonia. Acodado sobre la barra, Urtaín —cuyo nombre de pila o apodo eran allí desconocidos— aguzó el oído. Ocurre que aquella competencia había quedado salpicada por un asunto que a él le interesaba sobremanera.
El evento se desarrolló entre el 5 y el 8 de octubre de 2006. Desde entonces, habían transcurrido doce días.
Y en el anochecer de aquel viernes, el Griego evocaba los detalles ante tres contertulios, no sin subrayar sus palabras con ademanes ampulosos.
—Es el torneo más importante de Sudamérica en la especialidad —opinó en ese momento con jactancia.
Sus acompañantes se mostraron asombrados. Y él estiró los labios; era su manera de sonreír. Luego, acotó:
—Este año hubo ciento treinta jugadores de Argentina, Uruguay y Paraguay.
La mayoría —imaginaba Urtaín desde la barra—, señores de mediana edad y abultada billetera, deseosos de huir un fin de semana de sus familias por solo quinientos dólares. El Griego había alzado la voz al pronunciar la cifra. Una “ganga” —según su parecer—, ya que aquella tarifa incluía pasajes aéreos o de Buquebus, y alojamiento en el exclusivo hotel Colony Park Plaza.
—Nada caro —evaluó el parroquiano que bebía vino a su derecha.
El Griego sonrió otra vez, en señal de suficiencia. Pero, de golpe, su rostro adquirió una expresión afligida, al murmurar:
—Después, en fin… pasó lo que pasó.
La frase quedó resonando en el aire, mientras él se ponía de pie para ir al baño. Urtaín siguió con la mirada su trayecto.
A él le caía en gracia ese hombre robusto, con mandíbula cuadrada, dientes firmes y tez sanguínea, a pesar de conocer en carne propia su debilidad por los juegos con raqueta.
Meses antes, en aquel mismo lugar y con sendos whiskies de por medio, el Griego le preguntó:
—¿Jugás al paddle?
Tal inquietud fue formulada a boca de jarro, mientras ambos observaban por televisión el resumen de un partido de tenis entre Nikolay Davydenko y David Nalbandian por la Copa Davis. Corría la medianoche de un lunes, y ellos eran los únicos clientes que todavía no se habían largado. A esa hora, el Aconcagua entraba en un sopor inmóvil, que suspendía el tiempo y ralentizaba los gestos. El Griego aguardó en vano la respuesta: Urtaín estaba absorto en la pantalla. Entonces, repitió:
—¿Jugás al paddle?
Quizás por su sangre vasca, Urtaín aborrecía ese juego, pero solo dijo:
—Como la mona. Prefiero pelota paleta.
—Ni una palabra más. Te reto a duelo ¿Te parece mañana? —guapeó el Griego.
Tras girar los ojos hacia él, Urtaín dio su conformidad con un leve cabeceo. Y el Griego, ya exultante, arregló el lugar y la hora del encuentro.
Al día siguiente, Urtaín se apostó con puntualidad en una esquina, frente al parque Lezama y a metros del Sport Club Defensa, cuya fachada gris ocupaba casi toda la cuadra. Poco después, vio llegar a su rival a bordo de un flamante Chevrolet Vectra. Como dueño de una ferretería mayorista sobre la Avenida de Mayo, el Griego podía costearse ese lujo. Urtaín —un ex subcomisario de la Policía Federal que en la actualidad puchereaba con pesquisas sobre siniestros para agencias de seguros— permanecía apoyado sobre un vehículo ajeno.
—Estoy ansioso por ganar —le lanzó el Griego.
Al dejar caer la frase, dibujó su clásica sonrisa.
Y Urtaín enarcó las cejas. Unas cejas negras, sin separación entre una y otra, sobre su mirada penetrante. El resto de su rostro mostraba facciones afiladas y armoniosas, aunque cruzadas por un leve pesimismo.
Al rato, ya en la cancha, iniciaron un peloteo liviano para entrar en calor. La diminuta esfera de caucho hacía un sonido con eco al chocar contra el frontón. Urtaín no parecía estar en forma; de hecho, erró algunos envíos. Y el ferretero los festejaba con sorna. Urtaín, exagerando su contrariedad, propuso un mano a mano con una apuesta de cincuenta pesos por punto. El ferretero aceptó, sin suponer que acababa de caer en una trampa.
Ya en el saque, para su sorpresa, Urtaín logró un tanto. Y le sacó otros tres con rebotes dirigidos hacia el extremo opuesto al que él estaba. A partir de ahí, el Griego puso toda su atención en el juego, pero tal esfuerzo no le bastó para emparejar el marcador. Al final, terminó vencido por veinticinco a dieciocho.
Sin embargo, asimiló la derrota con humor, dado que no dejaba de apreciar la simpática fineza con la que había sido embaucado. Tanto es así que ambos fueron hacia el vestuario entre risas y cargadas.
A los dos días volvieron a medirse en el trinquete. Esta vez, con un resultado salomónico: Urtaín ganó la ida y el Griego, el desquite.
A partir de entonces, repitieron tales duelos algunas tardes.
Ahora, durante la noche de ese viernes en el Aconcagua, Urtaín aún revivía sus alternativas, cuando el Griego retornó desde el baño a su mesa. Y pidió un café.
—Traé otro para mí —le sopló Urtaín al mozo.
Y se sentó junto al Griego. Más tarde, cuando quedaron a solas, le preguntó:
—¿Te suena el nombre de Florencio Materazzi?
La pregunta, por cierto, era casi retórica: desde el lunes 9 de octubre, a todo el país le sonaba ese nombre.
—¡Qué tragedia la de ese muchacho! —exclamó el Griego.
—¿Tuviste trato en Colonia con él? —quiso saber el ex subcomisario.
—Trato no tuve. Pero lo vi.
Y se explayó al respecto con un relato minucioso.
Primero, describió la excelente performance de Materazzi en la final de la categoría “veteranos”, disputada en el atardecer del 7 de octubre. Y dijo que ese hombre de porte atlético lo había impresionado por su estilo: se movía en la pista de césped sintético con gran agilidad y, finalmente, ganó el partido en virtud de un paletazo antológico. También le llamó la atención que, desde la tribuna, un individuo atildado, canoso y algo obeso, celebrara con aplausos y hurras cada uno de sus logros en el juego.
Después, situó sus dichos durante la medianoche de ese mismo sábado en el restaurante del hotel, cuando Materazzi y el canoso prolongaban la sobremesa con una botella de champán. Pero —según su modo de ver— el clima entre ellos no era festivo. En este punto, aseguró:
—Los vi nerviosos; ni se hablaban.
—¿Por qué los mirabas tanto? —inquirió Urtaín; con tono seco; tal vez esperara en la respuesta una clave de lo ocurrido.
—¡Qué pregunta! Porque comían a un metro de mis ojos.
Urtaín le sostuvo la mirada en silencio. Ese gesto prolongaba su pregunta.
Y el Griego bajó los ojos, al decir:
—Bueno… La verdad, sentí curiosidad por Materazzi porque siempre lo veía en la tele.
Se refería al hecho de que Materazzi, un exitoso odontólogo afincado en la ciudad cordobesa de Salsipuedes, supo tener años antes una módica celebridad por conducir en un canal de cable su programa, La salud de nuestros dientes.
Por tal razón —admitió—, esa noche no le sacaba los ojos de encima.
Y desde su mesa, pese al incesante parloteo de los comensales, pudo percibir con suma claridad la tensión entre él y su acompañante. Los dos permanecían inmóviles y callados. Hasta que, de pronto, Materazzi miró su reloj. Corría ya el primer minuto del domingo. Recién entonces alzó su copa para brindar.
A Urtaín, tal detalle le resultó significativo. Pero no lo suficiente como para resolver un interrogante crucial: ¿sabía Materazzi que en ese instante acababa de enviudar?
PRIMERA PARTE
1
Durante la mañana del 9 de octubre hubo una gran conmoción en Salsipuedes, una localidad serrana a 35 kilómetros al norte de la ciudad de Córdoba, con una población —según el último Censo Nacional— de seis mil cuatrocientos dos habitantes. Desde ahora, por cierto, había uno menos. El epicentro del asunto era un lujoso chalet del barrio cerrado El Pueblito, al norte del casco urbano.
Junto al portón, en medio de patrulleros estacionados con desorden, había un tumulto de camarógrafos y cronistas. En el jardín de la propiedad, rodeado por una frondosa arboleda, algunos policías de uniforme permanecían bajo el alero de la vivienda, una construcción de estilo californiano con toques modernistas.
Adentro, en un espacioso dormitorio, policías de civil y peritos realizaban su trabajo en torno a un lecho nupcial; allí yacía desnuda una mujer de cincuenta años, Sara Palma de Materazzi, la dueña de casa.
La imagen de la mujer era singular: su rictus mortuorio, entre sorprendido y anhelante, sugería que había sido malograda con suma delicadeza en el transcurso de una relación sexual; el cinto de una bata enrollado en el cuello coincidía con esa impresión.
De hecho, el joven fiscal Gerardo Di Gregorio, vestido con un gastado traje marrón, miraba con atención el procedimiento de hisopado vaginal efectuado por un legista. Este sonrió, no sin una pizca de malicia, al exhibir la muestra capturada: una gotita blanquecina de naturaleza viril. El fiscal también sonrió.
Luego, alzó lo mirada hacia la pared, donde resaltaba un pesado crucifijo de madera y bronce. Su sonrisa se disipó.
A la derecha del cadáver, en la mesita de luz, había un libro. Era una novela de Paulo Coelho titulada A la orilla del río Piedra me senté y lloré. Su portada despertó el interés de un morocho con gafas espejadas, aire torvo e impecable traje gris. Se trataba del jefe de División Homicidios de la Policía de Córdoba, comisario Aníbal Soterrone. Con las manos no enguantadas, revisó el volumen como si sus páginas tuvieran alguna pista del crimen. Luego, dejó sus huellas en un cenicero y en un vaso de agua a medio tomar. Finalmente, atendió una llamada, mientras prendía un cigarrillo, cuya ceniza fue depositada en aquel cenicero. Su expresión ahora irradiaba cierta impaciencia.
Minutos más tarde, ya en la calle, enfrentó al periodismo con las siguientes palabras:
—El caso está en vías de esclarecerse —y después de calibrar con una pausa la reacción de los presentes, remató—. Los rastros genéticos que levantamos nos llevarán al asesino.
La imagen adusta del jefe policial era transmitida en cadena a todo el país.
—¿A qué hora se produjo el hecho? —preguntó un movilero.
—La señora fue asfixiada durante los primeros minutos del domingo —contestó Soterrone con una notable precisión.
Y se alejó de los cronistas con un paso casi marcial. Su aire, en ese instante, fue más torvo que nunca.
2
Al mediodía de ese lunes, el dentista Florencio Materazzi y su amigo llegaron al aeropuerto internacional Pajas Blancas, de la ciudad de Córdoba.
Tras emerger del hall de Arribos, el viudo, quien cargaba un enorme bolso y el trofeo ganado en Colonia, se abrió paso a los codazos para eludir el asedio de las cámaras. Su actitud era notable: aquel tipo alto, de contextura atlética y rictus contrariado parecía una celebridad algo fóbica y no una persona sobre la cual acababa de desplomarse una tragedia.
El hombre canoso que lo acompañaba —identificado por los movileros como el doctor Rudy Lavilla Grau— habló por él. Sin embargo, en vez de referirse al crimen en sí, solo pidió recato hacia la víctima.
—Que no se la juzgue por sus actos sino como ama de casa ejemplar —dijo, con una dicción lenta, pretendidamente afable, pero con tonos muy agudos.
La actitud pringosa de ese sujeto no hacía juego con su mirada fría.
Al menos, eso pensó Urtaín, quien atendía las declaraciones televisivas del tal Rudy —ahora calificado por los cronistas como “el abogado más prestigioso de Salsipuedes”— desde la barra del Aconcagua, Allí almorzaba un sándwich de crudo y queso, acompañado con cerveza.
Lavilla Grau, desde la pantalla, dio por concluidas sus respuestas con un chasquido de lengua y, a continuación, para romper el cerco de micrófonos, agitó los brazos con irritación, como si los periodistas fueran en realidad una nube de insectos. Al retomar el tranco, su figura salió del cuadro, seguida por la de Materazzi, siempre con su trofeo a cuestas.
Urtaín creyó advertir en este último un leve parecido al actor Rock Hudson, ya maduro.
La cobertura del caso pasó al móvil de exteriores apostado en Salsipuedes, frente al hogar de los Materazzi. La acción allí ya se había disipado. Sobre la entrada solo quedaba un par de policías y un patrullero con otro uniformado, que dormitaba.
“Aquí, bajo este bello paisaje, nadie habla de otra cosa” —arrancó el cronista, empeñado en mantener el micrófono inmóvil a la altura del esternón.
Algo, tal vez un tenue titubeo, indicaba que su salida al aire lo había tomado por sorpresa. No obstante, prosiguió:
“A partir de ahora, ya nada será igual en Salsipuedes”.
Al escuchar la palabra “Salsipuedes”, el cerebro de Urtaín, como por reflejo, la enlazó a un recuerdo de su infancia.
Era una mañana otoñal 1971, y él asistía a una escuela pública del barrio de Barracas, cuando, en una clase de Geografía, oyó hablar por primera vez de un sitio con semejante nombre. La revelación corrió por cuenta de la maestra del tercer grado, una señora petisa y desangelada, quien, mientras recorría con un puntero la superficie de un mapa, no tomó a bien las risitas de los alumnos al mencionar la existencia de tal ciudad. Y, con los brazos en jarra, elevó la voz:
—¡No es para burlarse! Ese lugar fue bautizado así por una desgracia.
Entonces, atribuyó la cuestión a una historia presumiblemente ocurrida allí a principios del siglo XVII, en la que dos guerreros comechingones se trenzaron en una encarnizada lucha por una mujer. El duelo culminó cuando uno de ellos arrojó al rival, ya muy herido, a un desfiladero.
A esta altura del relato, la maestra paseó los ojos sobre su auditorio, antes de preguntar:
—¿Quién de ustedes sabe lo que el vencedor le gritó al otro?
Nadie contestó.
Un tenso silencio flotaba en el aula cuando ella puso en su boca el supuesto bocadillo de aquel hombre:
—¡Sal, si puedes! ¡Sal, si puedes!
En ese momento, los niños estallaron en una carcajada. Menos Urtaín; una helada gota de sudor le corría por la espalda.
Ahora, treinta y cinco años después, los crímenes ya no le causaban ningún escalofrío.
Tras liquidar la cerveza, dejó unos billetes sobre la barra, saludó al mozo
