SÍGUENOS EN

@Ebooks
@megustaleerarg
@megustaleerarg

El caballo deja de pastar, levanta la cabeza y taconea con sus cascos en las piedras planas de la ladera.
Entonces aparece el meteorito. Su luz es tan intensa que transforma la noche en día. Cruza el cielo imprimiendo una estela de claridad a su paso e impacta, con una explosión, en la cima de una montaña, no muy lejos.
El caballo se queda mirando el lugar donde cayó, sin dejar de masticar. Tiene que comer: cuando nieve será imposible conseguir esa clase de pasto verde y fresco. Pero el resplandor del meteorito, allá en la montaña, lo atrae, y al rato se pone en movimiento. Toma un sendero natural, abierto entre piedras y arbustos bajos y espinosos, que desemboca en un valle, en la cresta de una de las montañas.
Ahí brilla el meteorito, en medio de un cráter, incrustado en la tierra. Una nube de polvo lo rodea, todavía, pero su resplandor es inconfundible.
El caballo se queda mirándolo. Lo ve prenderse y apagarse, como si respirara.
En los días posteriores experimenta un malestar creciente. No tiene hambre, no puede dormir, la garganta le duele como si se le hubiera clavado una espina. Quiere tomar agua para aplacar la hinchazón y va hasta el arroyo, pero al inclinarse se derrumba sobre las patas delanteras, cae de costado y ya no se levanta.
La nieve, ligera y constante, cubre su cuerpo.
Y cuando la nieve se retira, dos meses después, no quedan más que el pellejo reseco y los huesos.
En la montaña, el meteorito se ha apagado, como una brasa que se extingue, hasta parecer una piedra cualquiera.
Pero los animales del lugar saben que no lo es, y no se acercan a ella. Llueve, sale el sol, se hace de noche: sobre la piedra se junta tierra y de la tierra nace pasto.
Pero el pasto no tarda en secarse.
1
Ratas
El 26 de junio de 1987 la señora Rosales se levantó pensando en que tenía que hacer una torta. Imperiosamente. Así se lo dijo al señor Rosales, que trataba de seguir durmiendo en la cama. Era una mañana muy fría, de dos grados bajo cero, los vidrios estaban empañados. Había nevado la noche anterior, y cuando ella corrió las cortinas pudo ver el espectáculo de las montañas cubiertas de nieve. Era “sobrecogedor”. Fue una de las palabras que usó esa mañana.
Es un paisaje sobrecogedor, le dijo a su marido.
Su marido era un hombre pequeño y muy nervioso. Apretó los párpados y deseó que su mujer se disolviera en el aire, que un rayo la aniquilara, que el techo se desplomara sobre ella. No pasó nada. Su mujer se vistió, con mucho ruido y poca consideración, como siempre, y fue a la cocina a seguir con sus estúpidos planes de una torta y la contemplación del “sobrecogedor” paisaje, y él intentó seguir durmiendo pero ya era inútil.
En la cocina, la señora Rosales prendió fuego en la salamandra, puso la pava encima, se sentó a la mesa y en una libretita confeccionó una lista de los ingredientes que necesitaba para su torta. Podía hacer cualquier clase de torta, nunca había necesitado una lista, pero esa sería especial.
Media docena de huevos
Un litro de leche
Harina leudante
Dulce de leche
Crema
Naranja (para ralladura)
Azúcar (ya tenía)
Raticida
En ese momento se detuvo. Había escrito la palabra “raticida”. ¿Para qué necesitaba eso? Ah, se acordó: las ratas. No en la casa, sino en la pieza de atrás, la que usaban para guardar la podadora, la máquina de cortar el césped, las herramientas de jardinería. La pieza de chapas de zinc. El señor Rosales encontraba una cada tanto. A veces las aplastaba con la bota, a veces las cortaba en dos con el hacha, pero siempre estaban ahí. Eran un asco. Recordó que la noche anterior había soñado con ratas. Un centenar, miles, millones; andaban por la casa mientras ellos dormían, trepaban a la cama y se metían debajo de su camisón, recorrían su cuerpo como cientos de manitos de uñas largas.
Sacudió la cabeza. La imagen era tan poderosa y nítida que le pareció haberla vivido, más que soñado. Subrayó dos veces la palabra “raticida”, entonces, y se levantó para preparar el mate. Mientras tomaba el primero, parada frente a la mesada, miró el paisaje por el ventanal de la cocina. Las montañas, con sus inclinadas lajas de piedra, cubiertas de un blanco que a la distancia parecía inmaculado. Si había un Dios, su imagen era la de esas montañas. Algo blanco, gigante y reposado, lleno de energía contenida, como un gigante que duerme. Algo azul y blanco. Algo sobrecogedor.
Después de tomar unos mates se abrigó para salir. Camperón, botas, guantes, gorra de lana y bufanda. Guardó la lista de las compras en el bolsillo y gritó hacia la pieza:
Alberto, voy a la proveeduría.
¿Qué?
Que voy a la proveeduría. Levantate de una vez.
¡Dejá de molestarme estúpida!, gritó su marido.
Ella sonrió para sí. Abrió la puerta y salió a la calle.
Mientras se ponía los guantes miró Kruguer, cubierta de nieve. Casi desierta. Silenciosa como una tumba.
La mañana de los días de fiesta, en las calles se oía música. La gente caminaba entre los carros de comidas típicas, bajo los banderines de colores, sacando fotos, daba paseos a caballo, tomaba chocolate en lo de Frenkell, jugaba en la nieve.
Ahora la calle estaba desierta. Blanca y desierta, bañada en la espesa primera nieve del año.
Las nubes se habían abierto, lo suficiente para que entrara un rayo de sol. Pero en vez de calentar el aire, la luz parecía enfriarlo todavía más. La señora Rosales vivía en Kruguer desde hacía casi treinta años, pero nunca se acostumbraría a un frío semejante, que parecía cortar la piel en tajos. Ni a las ratas, esas ratas que…
Movió la cabeza. ¿Por qué estaba pensando en ratas?
Caminó por la vereda de tierra, entre los pinos, cubiertos de nieve. Podría haber salido en auto, pero no valía la pena. La proveeduría quedaba a dos cuadras, y sacar el Dodge, y calentarlo para que se encendiera, implicaba más esfuerzo que caminar hasta ahí. De paso podría ir mirando el paisaje. Con toda esa ropa se movía como un robot que está aprendiendo a caminar. El aire gélido y el hecho de tener un proyecto (esa maravillosa torta) la habían puesto de buen humor.
Antes de llegar se cruzó a la señora Fuentes, que venía de allá con una bolsa cargada en la mano. Se detuvieron una frente a la otra. La señora Fuentes tenía la cara rayada de rouge. Había intentado pintarse, evidentemente, pero el resultado era lamentable. Parecía un payaso con demencia senil.
Qué hacés, Marta.
Acá me tenés. Voy a la proveeduría.
Yo vengo de ahí. Frío hoy, eh. Para el fin de semana pronostican diez grados bajo cero, dijo la señora Fuentes.
No debería importarnos, pensó la señora Rosales, pero no dijo nada.
¿Viste La Indomable anoche?, dijo la señora Fuentes. Qué calores.
Ay, sí. Esa Verónica no tiene límites.
¡No! ¡Yo no lo pude creer! Ahí, entre los pajonales.
Y, es amor natural, querida.
Tuve que levantarme a buscar un vaso de soda.
Ay, sí.
Se quedaron calladas.
Tengo que matar a estas ratas, dijo la señora Rosales. Están por todos lados, es horrible.
Va a ser lo mejor, sí, dijo la señora Fuentes, sin escucharla, como perdida en sus propios y retorcidos vericuetos mentales.
Bueno, nos vemos.
Dale, Marta. Suerte.
Siguió caminando y antes de llegar a la proveeduría pensó dos veces más en ratas. En una, sintió que una rata había quedado “olvidada” dentro de su ropa interior y estaba moviéndose ahí, tibia y asquerosa. Fue una escena fugaz, gracias a Dios. En la otra, imaginó que las ratas se comerían la torta. Las vio peleándose por los pedazos, desesperadas, hasta reducirla a la nada, un puñado de migas.
Tocó el timbre de la ventana enrejada y el viejo Di Paolo fue al rato, arrastrando las ojotas. Esa mañana parecía ausente, también. Tenía una oreja cortada limpiamente, y de la herida salía sangre espesa y negra que le bañaba el cuello y le había empapado el pijama. La señora Rosales no lo notó. Compró los ingredientes de la torta y después pidió un raticida bien potente.
El único que tengo es este, dijo el viejo Di Paolo, alcanzándole un frasco negro, con tapa a rosca. Es un polvo, muy amargo. Con dos cucharadas vas a andar bien.
El viejo Di Paolo se lo dio envuelto en una bolsa de plástico.
Al llegar a su casa vio que Alberto se había levantado y estaba en el comedor, sosteniendo un par de zapatos y mirándolos. Los miraba como si fueran la única cosa que lo mantenía adherido al mundo. Frente al sofá había un televisor a colores, que agarraba en los buenos días el canal 8 y el 12. Estaban pasando el noticiero en ese momento.
Voy a hacer la torta más rica del mundo, anunció la señora Rosales.
Ag, dijo su marido.
La señora Rosales batió los huevos. Les agregó la leche y la harina, lentamente. Hubiera querido, en esos días especiales, tener una batidora, pero para el señor Rosales era un gasto innecesario. Claro que él no hacía las tortas. Él las comía, con buen apetito. Mientras batía, sin pensar demasiado, o con un pensamiento frágil y tibio (ratas devorando su torta, ratas en el galponcito, ratas en toda la casa), abrió el frasco de veneno y echó dos buenas cucharadas del polvo sobre la mezcla. Si ponía menos, no surtiría efecto. Si ponía más, el gusto metálico, como de óxido, se notaría demasiado, arruinaría el sabor. Dos cucharadas eran lo óptimo, el viejo Di Paolo tenía razón. Integró todo, le ralló las cáscaras de naranja en lo alto, la mandó al horno.
Se sentó al lado de su marido y tomaron mates, juntos, esperando a que la torta estuviera preparada. Al rato llegó su hijo, un adolescente de diecisiete años, y se sentó junto a ellos a ver televisión.
Afuera, el día era espléndido.
2
El límite
Programa de la Fiesta de la Nieve, 26 de junio de 1987
9:00 hs. Discurso inaugural a cargo de Rodolfo Wairon. Bienvenida.
9:30 hs. Juegos en la plaza. Bingo matinal. Chocolate caliente.
11:00 hs. Carreras de embolsados. Kermés.
12:30 hs. Bendición y almuerzo.
14:00 hs. Proyección de la película Cocodrilo Dundee en el salón comunitario.
16:00 hs. Grupo de Danzas “Renacer”.
17:00 hs. Bingo de la tarde. Chocolate.
18:00 hs. Búsqueda del tesoro.
20:00 hs. Cena en el salón comunitario. Grupo musical “Trovando”.
21:00 hs. Proyección de la película Top Gun en el salón comunitario.
Domingo Silva
“Se escuchaban cosas. Es falso que todo haya estado normal en esos últimos días. Obvio: nadie se lo pudo haber imaginado. Eso seguro. Pero se escuchaban, como se dice, rumores de que algo estaba pasando en Kruguer”.
Martha Beliso
“Dos noches antes mi hijo pasó a visitarnos. Me extrañó porque últimamente no aparecía mucho. No es que estuviéramos peleados, nos limitábamos a hablar por teléfono, nada más. Por más que viviera a cuánto, dieciséis kilómetros. Yo sabía que él tenía sus cosas, sus chicas, sus salidas con amigos. Pero esa noche vino y se quedó a cenar. Tomamos unos mates mientras veíamos La Indomable, que era la telenovela furor en esa época. Cociné unos fideos con bolognesa, mi marido volvió del trabajo y nos sentamos a comer. Mi hijo estaba tranquilo, reposado. No había nada de anormal en él. Parecía el de siempre. Comió con buen apetito y me ayudó a levantar la mesa y a lavar los platos. Hablamos de su trabajo (había conseguido un puesto como ordenanza en la municipalidad de Los Primeros), de una chica que le gustaba y con la que había salido un par de veces, de una moto que se quería comprar con su sueldo. Y no hubo nada raro, te repito, excepto cuando se estaba por ir. Cuando se estaba yendo yo le dije: Cuidate, hijito. Esas cosas que dicen las madres, siempre, porque vivimos con temor por los chicos. Y él me agarró de las manos y vi que se le llenaban los ojos de lágrimas. Ahora que lo recuerdo se me pone la piel de gallina: lo que habrá tenido en la cabeza mi hijo en esos días. Después se limpió y me saludó con un beso y salió. Fue la última vez que lo vi con vida”.
Martín Lupinno
“Yo llegué a ver la última Fiesta de la Nieve, la del 86, y quedé enamorado. Espectacular. Los bailes típicos, la cerveza artesanal, los corderos asados al rescoldo, el chocolate. Era una maravilla. Los chicos armaban muñecos de nieve, los grandes se emborrachaban y cantaban canciones alemanas a los gritos. Fue uno de los destinos turísticos más lindos que conocí. Entonces llegué y le empecé a contar a todo el mundo. Ese fue el error, ¿no? Porque se lo conté a Dall, el tapicero, y él decidió ir en el 87, con su mujer y su hijo. Todavía me lo reprocho. Obvio, ¿quién iba a imaginarse que algo así podía pasar? Pero la culpa no se me va. Si no hubiera dicho nada, hoy estarían vivos”.
Julia Rauch
“En esos días mi hermana Elsa me comentó que quería mudarse a Los Primeros, porque ya estaba harta de Kruguer, que era lindo pero frío, inhóspito para alguien de su edad. Entonces me propuso darme una mano en la peluquería. Le dije que me p
