La masacre de Kruguer

Luciano Lamberti

Fragmento

Corporativa

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El caballo deja de pastar, levanta la cabeza y taconea con sus cascos en las piedras planas de la ladera.

Entonces aparece el meteorito. Su luz es tan intensa que transforma la noche en día. Cruza el cielo imprimiendo una estela de claridad a su paso e impacta, con una explosión, en la cima de una montaña, no muy lejos.

El caballo se queda mirando el lugar donde cayó, sin dejar de masticar. Tiene que comer: cuando nieve será imposible conseguir esa clase de pasto verde y fresco. Pero el resplandor del meteorito, allá en la montaña, lo atrae, y al rato se pone en movimiento. Toma un sendero natural, abierto entre piedras y arbustos bajos y espinosos, que desemboca en un valle, en la cresta de una de las montañas.

Ahí brilla el meteorito, en medio de un cráter, incrustado en la tierra. Una nube de polvo lo rodea, todavía, pero su resplandor es inconfundible.

El caballo se queda mirándolo. Lo ve prenderse y apagarse, como si respirara.

En los días posteriores experimenta un malestar creciente. No tiene hambre, no puede dormir, la garganta le duele como si se le hubiera clavado una espina. Quiere tomar agua para aplacar la hinchazón y va hasta el arroyo, pero al inclinarse se derrumba sobre las patas delanteras, cae de costado y ya no se levanta.

La nieve, ligera y constante, cubre su cuerpo.

Y cuando la nieve se retira, dos meses después, no quedan más que el pellejo reseco y los huesos.

En la montaña, el meteorito se ha apagado, como una brasa que se extingue, hasta parecer una piedra cualquiera.

Pero los animales del lugar saben que no lo es, y no se acercan a ella. Llueve, sale el sol, se hace de noche: sobre la piedra se junta tierra y de la tierra nace pasto.

Pero el pasto no tarda en secarse.

1
Ratas

El 26 de junio de 1987 la señora Rosales se levantó pensando en que tenía que hacer una torta. Imperiosamente. Así se lo dijo al señor Rosales, que trataba de seguir durmiendo en la cama. Era una mañana muy fría, de dos grados bajo cero, los vidrios estaban empañados. Había nevado la noche anterior, y cuando ella corrió las cortinas pudo ver el espectáculo de las montañas cubiertas de nieve. Era “sobrecogedor”. Fue una de las palabras que usó esa mañana.

Es un paisaje sobrecogedor, le dijo a su marido.

Su marido era un hombre pequeño y muy nervioso. Apretó los párpados y deseó que su mujer se disolviera en el aire, que un rayo la aniquilara, que el techo se desplomara sobre ella. No pasó nada. Su mujer se vistió, con mucho ruido y poca consideración, como siempre, y fue a la cocina a seguir con sus estúpidos planes de una torta y la contemplación del “sobrecogedor” paisaje, y él intentó seguir durmiendo pero ya era inútil.

En la cocina, la señora Rosales prendió fuego en la salamandra, puso la pava encima, se sentó a la mesa y en una libretita confeccionó una lista de los ingredientes que necesitaba para su torta. Podía hacer cualquier clase de torta, nunca había necesitado una lista, pero esa sería especial.

Media docena de huevos

Un litro de leche

Harina leudante

Dulce de leche

Crema

Naranja (para ralladura)

Azúcar (ya tenía)

Raticida

En ese momento se detuvo. Había escrito la palabra “raticida”. ¿Para qué necesitaba eso? Ah, se acordó: las ratas. No en la casa, sino en la pieza de atrás, la que usaban para guardar la podadora, la máquina de cortar el césped, las herramientas de jardinería. La pieza de chapas de zinc. El señor Rosales encontraba una cada tanto. A veces las aplastaba con la bota, a veces las cortaba en dos con el hacha, pero siempre estaban ahí. Eran un asco. Recordó que la noche anterior había soñado con ratas. Un centenar, miles, millones; andaban por la casa mientras ellos dormían, trepaban a la cama y se metían debajo de su camisón, recorrían su cuerpo como cientos de manitos de uñas largas.

Sacudió la cabeza. La imagen era tan poderosa y nítida que le pareció haberla vivido, más que soñado. Subrayó dos veces la palabra “raticida”, entonces, y se levantó para preparar el mate. Mientras tomaba el primero, parada frente a la mesada, miró el paisaje por el ventanal de la cocina. Las montañas, con sus inclinadas lajas de piedra, cubiertas de un blanco que a la distancia parecía inmaculado. Si había un Dios, su imagen era la de esas montañas. Algo blanco, gigante y reposado, lleno de energía contenida, como un gigante que duerme. Algo azul y blanco. Algo sobrecogedor.

Después de tomar unos mates se abrigó para salir. Camperón, botas, guantes, gorra de lana y bufanda. Guardó la lista de las compras en el bolsillo y gritó hacia la pieza:

Alberto, voy a la proveeduría.

¿Qué?

Que voy a la proveeduría. Levantate de una vez.

¡Dejá de molestarme estúpida!, gritó su marido.

Ella sonrió para sí. Abrió la puerta y salió a la calle.

Mientras se ponía los guantes miró Kruguer, cubierta de nieve. Casi desierta. Silenciosa como una tumba.

La mañana de los días de fiesta, en las

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