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El club de los psicópatas

John Katzenbach

Fragmento

Un lunes, 12:47 p.m., hora central europea…

El joven oficial a cargo de reconstruir los accidentes de tránsito en la pequeña ciudad francesa de Cressy-sur-Marne sentía un intenso odio hacia su trabajo, pero lo disimulaba con su acostumbrado comportamiento apacible. Era la primera misión que le asignaban desde que se unió a la fuerza, diecisiete meses atrás, y pensó que sería una manera rápida de impulsarse y dar el salto a otra división más interesante y agitada. Armas. Persecuciones automovilísticas. Esposas y enérgicos interrogatorios a criminales. Pero no. Ese era un empleo sin futuro, carente de todo, excepto: «Este vehículo viajaba en los carriles que van hacia el norte e ignoró un letrero de alto total. Chocó con el camión que pasaba hacia el este en la carretera 9. La medición de las marcas de derrape y la evaluación de las declaraciones de los testigos indican que el vehículo culpable se desplazaba a una velocidad mayor que la marcada en los postes…», etcétera, etcétera, etcétera ad nauseam.

Un accidente igual al siguiente.

Y cuando una colisión tenía como consecuencia heridas serias o fatalidades, lo cual habría sido más interesante, la investigación de seguimiento siempre se la asignaban a un oficial veterano.

Esta práctica lo frustraba en extremo.

Había pasado toda la mañana en el sitio de la colisión más reciente, equipado con una cinta métrica, tomando fotografías y tratando de no oír la indignación y las acusaciones que acompañaban a casi todos los siniestros viales: «¡Fue tu culpa!», «¡No, no lo fue! Si hubieras prestado atención…». Se preguntaba todo el tiempo cuándo podría hacer su transferencia de la división de tránsito a algo más emocionante, como narcóticos u homicidio, incluso robo u ofensas sexuales: cualquier sitio donde ya no tuviera que escuchar a gente mentir sobre luces rojas, luces verdes, señales de alto, rotondas y quién tenía la preferencia de paso. Para cuando recolectó todas las declaraciones y mediciones, y regresó a su escritorio, se le había ido medio día. Los otros miembros de la unidad salieron a almorzar, por lo que se encontraba solo en el pequeño laberinto de escritorios.

Encendió su computadora. Inició sesión.

Tenía la intención de subir sus fotografías y empezar a hacer los diagramas: la parte preliminar del reporte que se enviaría a las compañías de seguros.

Sin embargo, la bienvenida se la dio una fotografía del tamaño de la pantalla.

Estuvo a punto de caerse de la silla.

Un cadáver.

A todo color.

Sujetó con fuerza los bordes de su escritorio y se inclinó hacia el frente.

Una mujer joven. Más o menos de su edad.

Vio que le habían cortado la garganta.

Tenía los ojos abiertos. Mirando hacia el cielo. En blanco. Fríos. Una violenta muerte había remplazado el miedo en su rostro.

Joven.

Cabello oscuro. Ojos negros. Profundas manchas de sangre café rodeaban su cabeza hundida en la tierra arenosa.

Desnuda.

Le habían arrancado del cuerpo la ropa en tiras que luego dejaron en un montón junto a su torso.

Parecía estar en un campo terregoso. No podía ubicar el lugar. No se parecía a ningún sitio conocido.

En la parte inferior de la fotografía había algo escrito.

Se quedó mirando.

Árabe. Cirílico. Sánscrito. Y varios caracteres japoneses o chinos. Todos unidos formando una combinación de palabras indescifrables. Nada de francés. Ni siquiera algo de alemán o español que hubiera podido traducir con lo que recordaba de sus días en la escuela y de las clases de idiomas.

El joven oficial de tránsito observó la fotografía con detenimiento.

«Debe ser falsa —pensó—. Alguien me está jugando una broma, pero no es primero de abril.»

Parecía real.

Su primer reflejo fue tirarla al cesto de la basura. Eliminarla de su computadora. Retomar su trabajo.

No lo hizo. Con los ojos aún fijos en la imagen, abrió una ventana nueva en la pantalla e inició un programa de traducción. Modificó el teclado para pasarlo al árabe y tecleó los símbolos con dificultad. El resultado fue:

¿No desearías…

Pasó a cirílico; fue difícil en ese teclado, no estaba seguro de haber hecho el cambio de la manera correcta. La traducción apareció:

saber quién…

De inmediato cambió a sánscrito.

mató a la chica…

Le tomó algunos minutos descifrar que las palabras finales estaban en caracteres de chino mandarín. La traducción era:

y dónde murió?

El joven oficial tenía la boca seca. Sintió que su respiración se volvía más superficial. Nunca había sentido miedo en su trabajo y, en realidad, no creía estar espantado sino genuinamente perturbado.

Volvió a observar la fotografía. Era hábil en la informática, no un experto, pero sabía lo suficiente para no tardar en encontrar la dirección IP donde se había originado la imagen. Cuando vio que se había generado a través de la sección de comentarios de una influyente agencia italiana de relaciones públicas dedicada a varias causas e individuos, que incluían desde políticos africanos destituidos hasta obstinadas empresas petroleras que trataban de evitar su responsabilidad financiera por derrames marítimos; por segunda vez pensó que estaba siendo objeto de una elaborada broma.

No le parecía lógico.

Volvió a ver la imagen.

Estaba a punto de moverla a la papelera de la computadora. Movió el cursor sobre ella, pero se detuvo. Bajó las manos poco a poco. «No seas estúpido. Alguien necesita enterarse de esto», pensó. Así que, en lugar de tirarla, levantó el auricular del teléfono sobre su escritorio y llamó a un detective de Crímenes Graves por la línea interna de las oficinas. Era un detective al que solamente había visto una o dos veces, pero esperaba que lo recordara.

—Sargento —le dijo al hombre que contestó su llamada, tratando de ocultar las dudas y el nerviosismo que contendían en su voz—, tengo algo que creo que usted debería ver.

1

Ese mismo lunes. Unas horas más tarde en una sala privada de chat electrónico…

Delta escribió:

Misión cumplida, como lo prometí. Y aquí hay un encabezado para nosotros: «Flics franceses fabulosamente fastidiados por fantástica fotografía».

Bravo y Easy teclearon de inmediato emojis de pulgares arriba. Sabían que flics era el término coloquial en Francia para referirse a los policías.

Delta continuó:

Tengo una pregunta para todos.

¿Alguien ha experimentado con las técnicas más recientes de impresión de huellas, en especial, con el levantamiento de muestras útiles de la piel muerta? ¿La Gestapo en verdad puede hacer eso?

Charlie respondió unos segundos después:

Posible, pero no probable. Todavía es muy ambiguo para los expertos en tecnología. Incluso para los del FBI, Interpol y Scotland Yard. A veces lo intentan, cuando se constata que a la víctima la sujetaron en un punto fácil de identificar. Ha habido muy pocos positivos a lo largo de los años… pero todavía perseveran de vez en cuando. Revisen el arresto y acusación de Juan Carlos Ramírez en Madrid hace seis años. El idiota mató a su esposa, de quien estaba distanciado, y afirmó que el culpable había sido el amante, lo cual no explicaba por qué la huella de su dedo índice estaba en la garganta de ella. Es decir, ¿no era una maldita obviedad?

Los otros sabían que Charlie conocía la historia de los temas que les interesaban.

Bravo interrumpió poco después:

Buenas noches, Delta y los demás. Charlie está en lo correcto, sin lugar a dudas. Otro ejemplo de gente que piensa que la magia que hacen en programas de televisión como CSI es producto de la vida real y no de la imaginación de algún escritorzuelo tratando de hacer parecer a los miembros de la Gestapo como los expertos que no son. Sin embargo, si se usan guantes apropiados, se pueden eliminar hasta las posibilidades más remotas. Una advertencia: a veces, incluso los guantes quirúrgicos de la mejor calidad dejan huellas parciales porque son demasiado finos y los aceites corporales o el sudor pueden penetrar el látex. Lo recomendable es usar dos pares. O usar un segundo par de guantes de cuero sobre los de látex. Desháganse de ellos de la manera correcta después de usarlos. Lean el artículo publicado en Journal of Forensic Research, volumen 23, edición 8, de marzo del año pasado.

Bravo era el mejor de todos para leer y explicar reportes científicos. Los otros notaron que inició su comentario con «Buenas noches», pero estaban conscientes de que podría no ser de noche donde él se encontraba.

Easy dijo de inmediato:

No hay problema. Solo. No. Suden.

Era el más bromista del club. Delta respondió al instante:

LOL. Cierto. Gracias a todos. Súper. Me perdí ese artículo. Por supuesto, me pierdo casi todos. Es mi culpa. ¿Qué haríamos sin Bravo y su voracidad como lector? En fin, como se mencionó, es un consejo genial.

Tal vez Delta era más joven que el resto, pero en lo personal varios tenían sus dudas. Y quizá había mentido cuando escribió: «Me perdí ese artículo», ya que con frecuencia sonaba más bien como un tipo estudioso. Le gustaba usar un lenguaje hasta cierto punto a la moda, sobre todo un habla coloquial estereotipada. Más de un miembro del club pensaba que había adoptado esta forma de hablar de Internet o de estudiar diálogos de novelas juveniles. Nadie nunca lo mencionó, pero uno o dos especulaban que podría ser maestro de preparatoria. En cualquier caso, reconocían que empleaba un lenguaje adolescente de forma aleatoria para ocultar su verdadera edad y por eso daban por hecho que su tono, y todas sus construcciones y matices, eran falsos. Nunca lo increparon por ello.

No había ninguna razón importante para hacerlo. Cada uno, a su estilo, tomaba medidas similares para ocultar quién era en realidad. Sabían que los otros habían hecho lo mismo, así que la situación estaba equilibrada. Además, disfrutaban de las cosas que hacía Delta cuando no estaba escribiendo omg o wtf. Había establecido un elevado nivel de logros en el campo de interés común y a todos les deleitaba la idea de ponerse a su altura.

Easy escribió:

Me gusta esa palabra: voracidad. Nos va bien, ¿no creen?

Delta envió el emoji de las manos aplaudiendo. Entonces empezaron a despedirse:

Hasta pronto, muchachos. Debo irme. Necesito preparar el siguiente proyecto. Tal vez deba partir dentro de poco.

Bravo le advirtió:

Delta, recuerda que lo que a menudo hace tropezar a tipos como nosotros no es el planeamiento y la ejecución, sino la limpieza posterior.

Easy añadió:

Cierto.

Alpha, encargado de moderar el chat, habló por todos al escribir:

Ansioso de ver los resultados.

Era una tautología. No era necesario aclararlo. Como tampoco era necesario aclarar que cada uno estaba involucrado en su proyecto personal e igual de impaciente por presumirlo a los demás.

Delta respondió:

Pronto. Pronto, muchachos. Ustedes siempre me dicen que no debo precipitarme. Estoy tratando de hacer las cosas con calma.

Todos sabían que era cierto. No lo expresaban de forma abierta, pero opinaban que Delta solía abordar los proyectos con prisa y que era un poco impulsivo al tratar de satisfacer sus deseos.

Alpha continuó:

Bien. Excelente. Reunámonos todos en línea en dos días. Misma hora. Y, Delta, tal vez puedas compartir algunos detalles entonces.

Hubo una ráfaga de okeys.

Pero de pronto, antes de que pudieran salir y cerrar la sesión del chat electrónico, vieron un nuevo e inesperado mensaje en sus pantallas:

Socgoal02 se ha unido a la conversación.

Este nombre de usuario les era desconocido a todos. Hasta ese momento nadie había invadido su privacidad. Demasiadas capas de codificación. Sus conversaciones habían sido inmaculadas desde que crearon la sala de chat. Los detalles se compartían y se ocultaban. Esta nueva presencia los perturbó a todos. Repentinos brotes de ansiedad ante la idea de verse expuestos. Ninguno era propenso al pánico, pero en ese instante los cinco empezaron a dar el clic electrónico para salir. Aunque no antes de ver:

Socgoal02 escribió:

¿Quiénes son, muchachos? ¿Son reales? Me parecen un montón de chiflados. Perturbados. Enfermos, enfermos, enfermos…

Dos años antes, Alpha se sintió sorprendido y complacido en igual medida cuando Bravo —el primero de lo que luego sería un grupo de cinco— respondió a su publicación inicial. No esperaba que le contestaran tan rápido, en especial, tomando en cuenta los firewalls que había instalado para garantizar un anonimato absoluto mientras conversaban en el sitio. Al principio, Alpha solo deseaba añadir algo a un blog personal, pero la necesariamente discreta naturaleza de su primera conversación en línea lo hizo cambiar de opinión muy pronto. Por eso creó por medios electrónicos la sala privada de chat e invitó a Bravo a que se uniera. En los meses siguientes se sumaron Charlie, Delta y Easy, quienes también respondieron de manera intrigante a aquella primera publicación de Alpha. No eran mafiosos ni novatos, pero eran inteligentes, sofisticados, elocuentes y jóvenes para ser asesinos. Alpha sería la éminence grise del grupo.

El límite fue cinco. Alpha creía que manejar a más sería difícil y los haría vulnerables. Después de sus primeras conversaciones tentativas por este medio electrónico, y de que los otros desplegaran sus acreditaciones para que él estuviera seguro de que ninguno era un ansioso y astuto detective en un país lejano o a la vuelta de la esquina en su propio vecindario, Alpha insistió en cerrar la participación con esas cinco identidades. Los hombres no tuvieron inconveniente en respetar ese límite. El cinco, número non, les pareció peculiar y apropiado. Un equipo de baloncesto. Cercano, a pesar de que nunca se habían encontrado cara a cara, debido a la naturaleza de lo que compartían. Como sucedía en los grupos de apoyo para adictos o alcohólicos en recuperación, o para víctimas de crímenes, todos parecían poseer cualidades y experiencias que podían ayudar a los otros. Cada uno era capaz de responder a las distintas preguntas de carácter específico que surgían de vez en cuando. No tardaron mucho en creer que eran amigos o, al menos, una especie de amigos, ya que en su vida personal cada uno había usado los contactos sociales de manera diferente, con necesidades diversas y enfocándose en finalidades distintas. No estaban seguros del nombre de los otros ni de su edad ni ubicación. Solo de vez en cuando llegaban a relacionar algún impactante encabezado de los diarios o un desgarrador reporte noticioso en televisión con preguntas que se habían hecho en el club y eso les daba cierta idea. Hasta ese momento, nadie había tenido el mal gusto de preguntar respecto a estas conexiones. También preferían usar el inglés para comunicarse, nunca nadie preguntó si sería más fácil hacerlo en sueco, finlandés o japonés. En privado, sabían que todos eran estadounidenses porque las actividades cotidianas que decían realizar eran tan típicas como la tarta de manzana, el Cuatro de Julio y el Super Bowl. Incluso asesinar.

Esta secrecía absoluta era algo en lo que insistía Alpha, el más reflexivo e intelectual de los cinco, y era producto de su obsesiva necesidad personal de privacidad. En efecto, concebir el Lugar especial de Jack resultó para Alpha casi una indulgencia: era un diseño para poner a prueba sus propias habilidades en electrónica, su noción personal de la aventura y su abrumadora necesidad de sentir que todo el tiempo se estaba burlando de las autoridades. Estaba obsesionado con probar que, sin importar cuán inteligentes se creyeran los policías, nunca podrían rastrearlo a través de nada que hubiera escrito, dicho o mostrado. Demasiadas capas de identidades falsas. Demasiadas posibilidades matemáticas.

Alpha adoraba las computadoras.

También adoraba a Jack.

Sí, Jack. Por Jack el Destripador.

De ahí venía el nombre del club.

Se llamaban a sí mismos Muchachos de Jack.

Alpha creía que Jack era un perdurable ejemplo de alguien que había eludido y burlado a la policía. Fue tan exitoso en estas actividades que, más de cien años después, la gente aún seguía tratando de determinar su identidad y en Londres era posible hacer un tour guiado del Destripador. Los científicos y los detectives aficionados se hacían llamar evisceratólogos y se regodeaban en la especulación y la teoría, además de hacer análisis gramaticales de todas las frases sin excepción contenidas en los extensos reportes de Scotland Yard sobre el Destripador. En una ocasión, una famosa autora estadounidense de historias de detectives escribió todo un libro en el que afirmaba haber resuelto el misterio de la identidad de Jack, pero tras analizar a profundidad a su principal sospechoso, los detectives aficionados la desmintieron rápida y concienzudamente.

Alpha sabía que los otros cuatro miembros sentían el mismo tipo de conexión espiritual con Jack que él.

Y estaba en lo cierto. Al igual que al famoso Destripador, a Bravo, Charlie, Delta y Easy les gustaba correr riesgos en un ámbito en el que otros hombres con sus mismas peculiares tendencias privilegiaban el anonimato y trataban de dejar muy poco, o nada, al azar o al descubierto.

Aunque era una contradicción, a los cinco les gustaba el azar.

Además de diferenciarlos de la mayoría de las descripciones encontradas en los estudios académicos realizados sobre gente como ellos, esta cualidad habría confundido a cualquier analista del FBI.

La primera publicación de Alpha, lo que provocó la necesidad de crear la sala de chat, fue un modesto manifiesto titulado:

Por qué hago lo que hago

Un documento breve. Construido de forma minuciosa. Tres borradores escritos a mano antes de publicarlo. No era un tratado disperso sobre Dios, la naturaleza y el colapso del mundo en general, como el escrito por Ted Kaczynski. Alpha recordaba que hasta cierto punto al Unabomber lo identificaron porque, como había estudiado en Harvard, utilizó de forma correcta el punto y coma en sus escritos, y estos resultaron demasiado distintivos, personales y, por supuesto, reconocibles.

Bravo encontró la sección de comentarios al final del manifiesto y respondió:

Siento lo mismo.

Esa simple frase los unió. Motivó un ágil intercambio entre sus teclados y después se transformó en la sala de chat.

En sus escritos, Alpha usó el eufemismo aquietar en lugar de matar.

Como en: «lo que por fin acepté que deseaba hacer… No, más bien, lo que necesitaba hacer al cien por ciento, lo que se me exigía de manera absoluta que hiciera con mi vida, era aquietar a Molly. O a Sally. O… Necesitaba hacerlas completa, integral y enteramente mías. Y cuando lo fueron, empecé a transformarme en quien siempre debí ser».

Bravo subrayó esto y respondió:

Lo sé. Sientes una grandeza absoluta en tu interior. Está esperando surgir. La clave es descubrir la manera precisa de liberarla.

Aquietar fue el primer eufemismo que se adoptó en la sala de chat. En las subsecuentes semanas, durante las cuales Charlie, Delta y Easy se unieron, se llegó a un meditado acuerdo respecto a otros términos. Adquirir en lugar de secuestrar. En lugar de tortura usaron importunar. Y se refirieron a toda la policía —de los distraídos escuadrones rurales de fuerza menor, a las sofisticadas y súper competentes unidades en Nueva York, Roma, Tokio o Los Ángeles— como la Gestapo. Aunque siempre hablaban de las técnicas de una manera oblicua, era un lenguaje que ellos podían entender al instante porque, a pesar de ser muy distintos, se reconocían como cortados con la misma tijera. Ninguno de los cinco era tan ingenuo como para creer que un experto en ciencias del comportamiento del FBI, una División Especial de Scotland Yard o sus contrapartes policiacas en París, Berlín, Madrid, Buenos Aires, Róterdam o Ciudad de México no reconocerían de inmediato la verdadera naturaleza de sus conversaciones. Sin embargo, su discurso era suficientemente inexacto para parecerle tedioso y aburrido a casi cualquier otra persona.

Lo que no resultaba aburrido eran las fotografías que publicaban de vez en cuando y que deleitaban a todos.

Una de las mayores alegrías que compartían era publicar sus propios ejercicios de fotografía especializada en los sitios de Internet de departamentos de policía elegidos al azar. Estaciones de polis, les llamaban. De la región del Ártico correspondiente a Alaska, a la salvaje pampa en la Patagonia. De Christchurch a Cantón. Al igual que el investigador de tránsito en Cressy-sur-Marne, una mañana del todo ordinaria un pobre policía en un departamento encendería la computadora de su oficina esperando encontrar otro día de aburridos reportes de incidentes triviales y vería un cuerpo empapado en sangre o un miembro cortado con un pie de foto que dijera:

¿Reconoces esto?

O:

Incluso mejor: ¿No te gustaría saber quién lo hizo?

Los textos estaban en varios idiomas. Japonés en una ocasión. Swahili. Árabe. Rara vez en inglés. Se tenía la precaución de que ciertas características no identificables aparecieran en todas las imágenes. A Alpha le agradaba que en lugar de solo hacerlo él, cinco pares de ojos examinaran las fotografías en busca de indicios delatores antes de enviarlas. Responsabilidad compartida. Precisión compartida. En más de una ocasión habían vetado una imagen debido a que uno de los Muchachos de Jack notó que algo podría ser reconocible. Una planta de cierta especie al fondo. Una prenda distintiva. La ubicación de una herida. También se turnaban para hacer la publicación final. Nunca la realizaba el perpetrador. Se la pasaba a alguno de los otros después del análisis, pero todos disfrutaban de igual manera del acto y se deleitaban con la destreza informática de quien enviaba las imágenes.

En una ocasión, como parte de una broma, además de la fotografía de uno de los cadáveres de Charlie, Easy incluyó unas coordenadas de GPS en un país, pero las envió a una estación de polis en un continente distinto, a miles de kilómetros de distancia: a un segundo país que era enemigo político del primero. Era como enviar a policías en Teherán información sobre un cadáver en los alrededores de Denver.

Cuando se reunieron en línea, rieron al imaginar el shock y la consternación en la estación de polis que habían elegido, y las dificultades de esta al tratar de comunicarse con la estación cercana al lugar donde fue localizada la víctima.

Luego, los Muchachos de Jack se desvanecían en Internet y regresaban a su oculta vida personal.

A pesar de que esas fotografías eran borradas del Lugar especial de Jack tras haber sido compartidas con los otros, y de que desaparecían pronto entre los vapores de Internet, los Muchachos de Jack ya las habían grabado con fuego en su imaginación. Pero ninguno era ingenuo: sabían que nada desaparecía del mundo electrónico para siempre o por completo. Y aunque esto les resultaba excitante —casi embriagante, ya que todos acogían el peligro—, saberlo se sumó a su repentina ansiedad cuando vieron el siguiente mensaje del intruso:

Socgoal02 escribió:

O sea, ¿ustedes qué son, muchachos? ¿Un montón de vejestorios desgastados que quieren verse súper inteligentes? ¿Que fingen ser verdaderos asesinos? ¿Una especie de club de tipos raros que se calientan con enfermas fantasías de asesinato? Montón de pervertidos.

Alpha leyó la burla y en cuestión de segundos sus dedos empezaron a volar sobre el teclado. Estaba en lo que él llamaba oficina, un sitio que alguna vez fue un sórdido y mohoso sótano, pero que modificó de acuerdo con sus singulares necesidades. Ahí había colocado las cuatro distintas pantallas de computadora que ahora tenía enfrente. Nunca había ejecutado en el Lugar especial de Jack el algoritmo rastreador instalado varios años antes. No le parecía necesario. Una especie de honor de ladrón le había impedido usarlo con Bravo, Charlie, Delta o Easy. Imaginaba que, de todas maneras, ellos habían tomado las medidas informáticas necesarias para contrarrestarlo, que hacían rebotar sus mensajes a través de varios servidores en todo el mundo. En el caso de este intruso, supo que la situación sería distinta. Por un segundo se maldijo a sí mismo por no haber hecho más pruebas de actualización para el algoritmo.

Sabía que debía mantener a Socgoal02 en línea y conectado durante algunos minutos. Lo suficiente para que el rastreador, si acaso funcionaba, hiciera su trabajo.

Alpha tecleó:

Esta es una sala privada de chat. Al entrar en ella estás violando nuestra privacidad, varias leyes estadounidenses y tratados internacionales. Debes disculparte ahora mismo y salir de inmediato.

Alpha tenía claro que, si acaso había alguna, eran muy pocas las leyes que regían la presencia de Socgoal02 sin importar lo irritante que esta fuera en Estados Unidos, Gran Bretaña, Europa Occidental o Latinoamérica. También sabía que al exigir una disculpa podría instar al intruso a responder de otra manera.

Los otros, que también permanecieron en el sitio, notaron esto.

Y los cuatro supieron enseguida que Alpha necesitaba que el intruso continuara ahí suficiente tiempo para lo que fuera que planeara hacer.

Bravo escribió:

Mira, muchacho, estás cometiendo un tremendo error. ¡Lárgate ahora!

Sabía que la mejor manera de lograr que alguien continuara haciendo algo estúpido era diciéndole que dejara de hacerlo.

Delta lo comprendió también.

Escribió:

No sabes en qué tipo de problema te estás metiendo.

Socgoal02 contestó:

¡Ah! Veo que en realidad son un club de damitas. ¿Acaso las incomodé, señoras? ¿Saben? Tal vez crean que son muy buenos en lo que hacen, pero yo sería mejor asesino que todos ustedes cualquier día de la semana. Puñado de novatos.

Easy añadió al instante:

Muchacho, suenas como si tuvieras doce años y este es un sitio para adultos.

No hubo respuesta inmediata de parte de Socgoal02. Charlie lo intentó:

Mira, quienquiera que seas, no querrás meterte con nosotros.

Entonces, Socgoal02 contestó:

¿Ah, sí? Pues ya lo hice. Los veo luego, club de losers.

Y entonces vieron:

Socgoal02 ha dejado la conversación.

Todos dejaron de teclear. Los embargaba la rabia y toda una variedad de emociones y pensamientos.

Alpha tuvo que imponerse para organizarlos.

Cuando desarrolló el Lugar especial de Jack también implantó varios planes de contingencia en caso de que surgiera algún tipo de dificultad. Con el paso de los años, sin embargo, bajó la guardia porque sintió que todo lo que había hecho iba más allá de lo necesario para protegerse a sí mismo y a los demás.

Alpha escribió:

Gracias a todos. Se quedó el tiempo suficiente. Creo que lo tengo.

Dejó que esta afirmación ardiera en Internet. Delta formuló la pregunta que todos tenían en mente:

¿Policía?

Alpha respondió:

No. Justo lo que parecía ser. Un estúpido adolescente estadounidense con demasiado tiempo libre. De la Costa Este. Nueva Inglaterra. Noten esto: Socgoal02. Si estuviera en Europa su nombre de usuario habría sido Footgoal02, ¿no?

Easy respondió enseguida:

Estás en lo correcto. Buena observación.

Ponderaron sus sentimientos. Cada uno controló su ira. En unos cuantos segundos ya se habían tranquilizado. El ritmo cardiaco de todos volvió a la normalidad.

Bravo tecleó:

¿Pero cómo sucedió? No había pasado nunca.

Alpha reflexionó por un instante. Luego escribió:

No estoy seguro. Pero créeme que lo voy a averiguar.

Easy añadió:

Tal vez sea un estúpido adolescente, pero nos encontró.

Delta escribió:

Quizá por accidente.

Bravo respondió:

Nunca habíamos tenido este tipo de accidente.

Alpha consideró todo. Su imaginación estaba agitada. Respiró hondo y tecleó:

Necesitamos ser cautelosos. Y creativos. Creo que debemos implementar el Plan Manson de contingencia.

Los Muchachos de Jack hicieron una pausa. Luego actuaron con agilidad y resolución. Cerraron la sesión del Lugar especial de Jack sin hacer ningún otro comentario.

2

Un martes…

Como solía suceder en esa época del año, casi todos los pensamientos de PM1 se relacionaban con el suicidio. Suicidio al despertar tras una noche de sueño inquieto rebosante de pesadillas. Suicidio al tomar su descanso para almorzar. Suicidio en la noche frente al televisor viendo una serie de comedia. Estos pensamientos lo habían incomodado cada octubre desde 1968. En otros meses desaparecían pronto, pero en octubre daba por hecho que continuarían inundando su imaginación hasta que muriera de viejo en su cama en casa o conectado a máquinas en un hospital, aniquilado por una horrible enfermedad, o que por fin decidiría actuar respecto a la insistente exigencia de matarse a sí mismo. Cada octubre fantaseaba sobre cómo hacer que el suicidio pareciera accidente. A menudo, ya muy noche frente a su escritorio, limpiaba su pistola incluso si esta no lo necesitaba, e imaginaba una descarga involuntaria. O, si estaba pescando con moscas casi al final de la temporada, consideraba resbalarse y caer en una corriente rauda y dejarse arrastrar sumergido en las aguas heladas. Imaginaba que una noche húmeda y lluviosa fingía perder el control de su automóvil y se estrellaba contra un árbol.

Los inconvenientes de sus fantasías:

Un disparo: rápido, pero dejaría un desastre sangriento y con carga emocional que los otros, quienes le importaban, tendrían que limpiar.

Ahogamiento: aterrador, desagradable. No se creía capaz de no luchar contra la corriente. Y para la gente que formaba parte de su vida sería una gran dificultad buscar su cuerpo entre los incontables kilómetros de un río.

Un accidente automovilístico: salvaje e incierto. Difícil garantizar que no sobreviviría por capricho, que no quedaría paralizado o convertido en vegetal, en una carga para esos mismos seres amados en su vida.

Por eso no había hecho nada.

Aún no.

Quería. Pero siempre encontraba una razón para postergar esta elección un año más. A veces pensaba que sus excusas eran poco sólidas, pero de todas formas las usaba en la discusión que se desarrollaba en su mente.

«No puedo. No este año. Todavía me necesitan. Pero quizá no por mucho tiempo más. En ese caso no sería una tontería.»

Y cada vez que decidía no suicidarse ese octubre, se disculpaba en voz alta: frente a un espejo en un baño, mientras conducía solo en su automóvil o caminaba por una calle, incluso viendo la televisión por la noche, silenciando al comentarista que narraba jugada por jugada un juego de futbol que no le importaba un ápice, y diciendo como siempre:

—Lo siento, Freddy. No este año. Pero algún día. Lo prometo.

Ross Mitchell siempre sentía una punzada cuando pronunciaba el nombre de su amigo. Frederick Douglass Larkin, nombrado así en homenaje al gran orador. Freddy era un desgarbado y demasiado amigable hombre negro que había cruzado la tácita división racial para convertirse en amigo de Ross durante aquella guerra en la que ninguno de los dos quería participar. En 1968 tenían más o menos la misma edad, alrededor de dieciocho años. Freddy era operador de radio y Ross soldado de infantería. Ambos fueron asignados al mismo pelotón el mismo día. Freddy le explicó a Ross que, según decían, la esperanza promedio de vida de un operador de radio en un tiroteo en esa época era de cinco segundos. El radio que Freddy cargaba pesaba más de veinticinco kilos y en la parte superior tenía una antena que le ofrecía al enemigo un buen blanco para apuntar. El operador de radio tenía que caminar junto al teniente, así que, ni al ejército norvietnamita ni al Vietcong les tomó mucho tiempo averiguar cómo decapitar a un pelotón con un solo disparo bien situado de mortero. Freddy sabía que iba a morir en la selva. En un entrenamiento, un capitán escribió el número cinco en la pizarra y les dijo: «La probabilidad de enfrentar una situación peligrosa es elevada». Todos en la clase sabían lo que significaba situación peligrosa. Al llegar al país, un sargento canoso y cansado de combatir le había dicho a Freddy: «Escuchen, estúpidos: si alguno de ustedes bebe y se embriaga, todos se joden». Esta descripción evocaba el mismo sentimiento, pero era mucho más realista.

Ross estaba decidido a mantener vivo a su amigo.

No sabía cómo hacerlo. Solo tenía claro que era una misión sobreentendida.

«En octubre. Un gran esfuerzo a través de la selva. Exhaustos, fumamos cigarrillos, recargados en un árbol.

»—¿Qué tan lejos? —preguntó Ross.

»—No mucho —contestó Freddy mientras levantaba el aparato de radio—. Estamos a unos cuantos taconeos de la base. Así que tu pobre y cansado trasero blanco tal vez pueda lograrlo, incluso si me viera obligado a cargarte los últimos cien metros.»

El comentario hizo reír a Ross.

Cuando el sargento gritó: «Prepárense. Vamos a avanzar», Ross se colocó en la parte de atrás junto a su superior y Freddy se ubicó al lado del teniente.

Menos de una hora después, un francotirador había atravesado con un solo disparo el estómago de Freddy. También logró dispararle en la cabeza al teniente y hacer estallar el pecho del hombre que los guiaba antes de acorralar al resto del pelotón con disparos de armas automáticas apuntadas con eficacia.

«Ross, Ross, me muero. Ayúdame, por favor…»

Era la misma súplica que escuchaba cada octubre.

Sabía que, en realidad, Freddy nunca pronunció esas palabras. Solo había llorado presa del dolor y el pánico a, quizás, unos veinte metros del resto del pelotón. Suficientemente cerca para que sus gritos se oyeran. Suficientemente lejos para que ayudarlo fuera casi imposible.

Ross se arrastró hacia adelante. Empujó a través de un enredo de maleza y lodo mojado al mismo tiempo que oía los disparos cruzar el aire por encima de su cuerpo. En dos ocasiones el sargento tiró de él y lo hizo regresar a su posición.

«—¡Permanezca agachado, Mitchell! ¡Maldita sea! ¡¡Agáchese!!»

Y Freddy volvía a gritar. Desde donde estaba escondido, Ross podía ver al teniente y al francotirador, ambos inmóviles. Pero era Freddy a quien escuchaba. Su amigo se había deslizado hasta la parte trasera de una pequeña berma y continuaba oprimiendo su herida con ambas manos.

«—Ross. Ross…»

No podía soportarlo.

«—Maldita sea, iré por él.»

El sargento lo sujetó por tercera vez, pero Ross se contoneó y logró liberarse. Se arrodilló con dificultad, levantó su M-16 y, soltando una descarga en modo automático, roció balas en todas direcciones con la esperanza de obligar al francotirador a agacharse y cubrirse. Entonces corrió. Se acuclilló como un animal presa del pánico perseguido por un depredador. Las balas salpicaron el follaje a su alrededor, rebotaron en tres troncos y cayeron en el lodo emitiendo un ruido sordo. Los otros integrantes del pelotón abrieron fuego también, dispararon con salvajismo, inundaron el aire con tiros sin dirección. Los hombres gritaban y disparaban mientras Ross seguía corriendo. Sentía como si todo sucediera en cámara lenta. Ahora, cincuenta años después, podía reproducir cada momento en su cabeza. En cámara lenta aún.

Era como si su amigo no pesara nada. Si acaso medio kilo. Ross lo cargó y regresó al lugar desde donde el pelotón lanzaba la ráfaga de disparos que los cubrían. Cada uno de sus tambaleantes pasos parecía durar una eternidad y, al mismo tiempo, le daba la impresión de que avanzaba como en una carrera.

«La muerte debe aligerarte», pensó.

Su amigo murió extendido sobre sus hombros.

En las semanas y meses que siguieron, hasta que su viaje llegó a su fin, Ross se arriesgó de forma continua.

Y también mató.

Con la mayor frecuencia y de la manera más viciosa posible.

Solicitó cargar la ametralladora M-60 y el teniente de reemplazo sabía muy bien por qué lo hacía. A Ross le gustaba esa arma pesada porque permitía matar más y con mayor facilidad. Los días de su viaje fueron pasando y él empezó a lanzar granadas. También sacaba su arma de mano. Si hubiera podido usar el cuchillo Ka-Bar o sus propias manos para matar, lo habría hecho. Nunca contabilizó a sus víctimas. Nunca dijo por qué era tan adicto a matar, pero todos los integrantes del pelotón lo sabían. No importaba cuántos enemigos eliminara, el hueco en su interior no se colmaba nunca. E incluso después de tantos años, en octubre, ya muy noche, a veces escuchaba a Freddy decir:

«Había muchas cosas que deseaba hacer. No quería morir».

En realidad, Freddy nunca dijo eso. No era su estilo. Sin embargo, Ross sabía que era cierto. Y continuaba escuchando cada palabra como si su amigo estuviera de pie a su lado.

Trató de contarle esto a su terapeuta en el hospital local de Asuntos de los Veteranos. Lo intentaba cada octubre. Hacía una cita, llegaba al consultorio, se sentaba, permanecía incómodo una hora y luego se iba. Regresaba la semana siguiente. Hacía lo mismo. Continuaba solicitando citas y callando respecto al porqué de su depresión hasta que octubre se desvanecía y se transformaba en la frescura de noviembre, y él ya tenía enfrente las fiestas navideñas.

Algunos años antes, como muchos hombres ahora canosos, Ross había viajado al Monumento a los Veteranos de Vietnam, en Washington, D.C. Sin embargo, se detuvo un panel antes de llegar al lugar donde sabía que estaba el nombre de Freddy grabado sobre mármol negro. Cayó de rodillas sollozando, con las manos temblorosas, incapaz de moverse. Su esposa tomó el ramo de flores y la medalla de la Cruz de la Armada de Ross y los colocó debajo del nombre de Freddy tal como él tenía la intención de hacerlo. Siempre odió el hecho de que le hubieran otorgado una medalla, de todas formas. A pesar de que no logró salvar a su amigo. «No tenía opción. Nunca la tuve. Tenía que ir por él. Era mi amigo. ¿Qué más podía hacer? ¿Qué más habría podido hacer cualquiera?» Era una medalla que premiaba su bravura y su estupidez, que lo premiaba por haberse arriesgado en un momento en que ninguna acción habría mantenido vivo a nadie. Ese día, su esposa lo dejó llorar todo el tiempo que necesitó hacerlo antes de ponerse de pie, avanzar tambaleante y quedarse mirando el nombre de Freddy. Ross levantó el dedo y trazó con él las letras grabadas.

Mientras lo hacía, susurró:

—Debí ser yo quien estuviera al frente de la columna. Era mi bala. Mi nombre es el que debería estar en este muro y tú deberías estar aquí de pie llorando. Lo lamento, Freddy. Pero voy a regresar por ti de nuevo. Pronto. Estoy envejeciendo. No me queda mucho tiempo. Estaremos juntos en breve.

Hizo una pausa como si esperara oír la afable voz de su amigo:

«No, no, no hay problema, Ross, mi compañero. Continúa con tu vida. Vive por ambos.»

Pero tampoco oyó eso.

Hizo su saludo y se alejó cojeando a pesar de que no estaba lastimado, de que ni siquiera tenía el tobillo un poco torcido. Las rodillas, sin embargo, las sentía débiles, como si fueran a dar de sí. Permitió que su esposa lo ayudara a salir de ahí. Kate temía que cayera al piso y no pudiera levantarse nunca más.

Esa fue su única visita al monumento.

A veces Ross pensaba que la vida que había esperado vivir cambió por completo cuando Freddy murió. No creía que la que había vivido hasta entonces fuera la vida que se suponía que debía tener, aunque resultaba difícil precisar en qué era distinta.

Solo sabía que lo era.

A lo largo de los años, después de la guerra, Ross conoció a personas a las que consideró sus amigos. Gente con la que trabajó en la oficina de ingreso a la universidad hasta la primavera pasada, cuando se retiró y le otorgaron aquella cena con pollo, un certificado de regalo y un reloj barato de oro falso. Hombres de su equipo de baloncesto al mediodía en el club deportivo, quienes tenían su misma edad y presumían gustosos de antiguas y, quizá ficticias, hazañas atléticas. Vecinos con los que había organizado parrilladas. Gente del coro de la iglesia con la que había cantado Nuestro Dios es una fortaleza poderosa. Sentimiento que no experimentaba ni por un instante porque, en realidad, la religión le daba lo mismo. Cantar, sin embargo, le gustaba, y por eso formaba parte del coro. Ninguna de esas personas le importaba en verdad, o al menos, no de la manera en que alguna vez le importó su compañero marine. A ninguno de ellos les había mencionado que sirvió durante la guerra. No quería oír esa repetitiva frase producto de la cursilería y de la compasión por los veteranos: «Gracias por tu servicio». En el antebrazo derecho tenía tatuado el famoso símbolo del Cuerpo de Marina: el mundo, el águila y el ancla. Siempre que usaba camisas de manga corta lo cubría con un trozo de cinta adhesiva. No porque le avergonzara el tiempo que pasó con los marines, ya que de hecho estaba orgulloso, sino porque no quería hablar de ello. Más de cincuenta años después, el tema de Vietnam aún supuraba en carne viva en su ámbito: un mundo de académicos que consumían granola crujiente. Por eso guardó para sí su pasado como asesino del Cuerpo de Marina, incluso cuando sucedió el 9 /11 y las aventuras militares en Irak y Afganistán se volvieron conversación constante en su pequeño pueblo en Nueva Inglaterra.

Sabía a lo que se enfrentarían esos soldados.

La muerte.

La gente a su alrededor, con todo y sus fervientes opiniones, con sus argumentos razonados y sus intensas pasiones a favor y en contra, no lo sabía.

Por eso, en esta tarde de octubre creía, como siempre, que había logrado ocultarles bien todos sus pensamientos suicidas y sus depresiones a las dos personas que más le importaban. Y que estaban esperándolo: PM2 y Connor.

PM2 era Kate, su esposa.

Connor era su nieto huérfano y vivía con ellos.

Connor les había puesto esos apodos, PM1 y PM2, algunos años antes, un día deprimente, poco después de llegar a su modesto hogar en los suburbios y de que le hubieran mostrado su nueva habitación. Mamá y papá no estaban ahí. Nada de abuelita o abuelo. Por eso él tuvo que inventar algo diferente. Pariente Materno Uno y Pariente Materno Dos. Y lo pronunciaba así: Peme uno y Peme dos.

Abreviaturas de niño. Los apodos se les quedaron para siempre.

Connor tuvo problemas a lo largo de los años. Lágrimas. Berrinches. Orina en la cama cuando era pequeño. Terrores nocturnos. A veces, días y días sin hablar. Después, a medida que pasaron lo años, se fue convirtiendo en un solitario. Pocos amigos. Vida social mínima. Silencio. Poca disposición a hablarles a sus abuelos sobre su vida. Un niño con ira.

Los psicólogos a los que Ross y Kate habían consultado con frecuencia les dijeron que Connor estaba actuando. Que era inevitable. Que era «la reacción esperada en casos de abandono abrupto en la niñez y los traumas asociados con este».

—Mejor sorpréndame, doctor —solía contestar Ross.

También les habían dicho: «Crecerá y superará muchas de estas dificultades».

Pero Ross no estaba seguro de ello.

«Habrá algunas que no superará jamás.»

De eso sí estaba convencido.

Desde el instante en que Connor llegó y se hicieron cargo de él, Kate y Ross ya se esperaban ese tipo de dilemas. Era un niño que quedó condenado a los conflictos emocionales desde los cinco años, desde el segundo en que perdió a sus padres. Aunque, bueno, perdió no era la palabra correcta: los asesinó un conductor ebrio que atravesó la línea central de la carretera a una velocidad ridícula. Fue por la tarde. Un día de primavera sin nada en particular, algunas flores floreciendo en el jardín, clima templado y deslumbrante luz solar, justo después de las 5 p.m., cuando su joven y muy embarazada madre, maestra de escuela primaria, acababa de recoger en su automóvil compacto a su padre, agente de seguros, porque a la camioneta le estaban poniendo frenos nuevos en el taller. Iban camino al jardín de niños para recoger a Connor.

Hija. Única. Producto del amor. Concebida en una apasionada noche universitaria poco después de que él regresó de Vietnam y cuando Kate era una estudiante de dieciocho años en su primer semestre y experimentaba su recién encontrada libertad, alejada de sus restrictivos, conservadores y católicos padres tipo «no sexo, no anticonceptivos, no bikini, mejor un traje de baño de una sola pieza y cúbrete esos brazos». Kate y Ross le dieron a su inesperada bebé el nombre de Hope porque fue precisamente esperanza lo que les hizo sentir cuando, sorprendidos, descubrieron que en realidad se amaban. Así, tiempo después los padres de Kate también llegarían a querer a su yerno porque su amor por su hija era genuino.

Ross y Kate no tuvieron tiempo para el luto. Hope estaba muerta en más de una manera. El hueco que ese conductor ebrio había cavado en sus vidas tendrían que relegarlo a un lugar sombrío dentro de ellos mismos porque en ese momento debían recoger a Connor, explicarle lo que había sucedido aunque en realidad ninguna explicación resultaba lógica, hacer los arreglos para el funeral y, días después, vestirlo con un ajustado saco color azul marino y una pequeña corbata de clip, y tomar su mano durante una ceremonia en la que se hablaría mucho de ser «arrancada demasiado joven, en la flor de la vida». La pareja ignoró su propio dolor porque era obvio que la vida de Connor era la única prioridad.

«¿Cómo hacemos que esto sea normal

«¿Quién lo sabe?»

El conductor ebrio sobrevivió a la vertiginosa colisión frontal con solo una pierna fracturada. Perdió su licencia de conducir y un juez le ordenó pasar seis meses encerrado en la cárcel del condado, ir a rehabilitación y a reuniones de AA… por tercera vez. No fue un gran castigo por lo que había hecho. El día que se conmemoró el primer aniversario del accidente, Connor, de seis años, decidió asesinarlo. No le comunicó su decisión ni a PM1 ni a PM2 aunque estaba bastante seguro de que PM1 estaría dispuesto a ayudarlo. Sabía que primero tendría que crecer. Terminar sus estudios. A los seis años calculó que tendrían que pasar unos veinte antes de que pudiera matar. Estaba seguro de que a los veintiséis años sería increíble y ridículamente viejo, pero le parecía lo más sensato. Podía contar los años que faltaban con sus pequeños dedos: mano derecha, mano izquierda, mano derecha, mano izquierda y listo. Dejaría que pasara el tiempo, sería más alto, más fuerte y su voz cambiaría. Ahora, casi doce años después, un poco más allá de la mitad de su cuenta regresiva para asesinar, estaba terminando la preparatoria.

Ya no era un niño.

Pero la decisión infantil de matar no cambió nunca.

Y cuando sentía que lo embargaba una pérdida incontrolable y deforme, cuando percibía una lúgubre vacuidad en su interior, superaba el momento recordando que, sin duda, los días de aquel alcohólico estaban contados.

Connor espiaba en secreto al conductor ebrio a través de Facebook y otras plataformas de redes sociales. Era como una tarea escolar que nunca terminaba. Tomaba fotos del hombre a escondidas y se mantenía al día. Sabía su dirección. Conocía a los miembros de su familia con los que no tenía una buena relación. Sabía dónde trabajaban. En qué escuelas estudiaban. Dónde trabajaba él cuando no lo habían despedido de un empleo y estaba buscando otro. Sabía qué le gustaba beber y a dónde iba a mentirles a otros alcohólicos que también asistían a reuniones de AA. Si alguien le hubiera preguntado al azar: «¿Qué hace el ebrio a las 3:30 de la tarde de un jueves?», Connor habría podido responder con una precisión de cien por ciento. A veces seguía al individuo a su casa y se quedaba afuera en la oscuridad, mirando hacia dentro por las ventanas. Odiaba al hombre que planeaba matar pero, al mismo tiempo, quería conocerlo mejor que nadie en este planeta.

En su laptop guardaba notas sobre él. Tenía una carpeta exhaustiva.

En su tiempo libre, Connor estudiaba cómo asesinar.

Sabía que quería matar al conductor ebrio y salirse con la suya. En su mente, la ecuación era sencilla: «Me robó a mi mamá y a mi papá, así que tengo derecho a matarlo. Pero no tiene por qué costarme mi futuro. Es simple justicia. Cruda. Con esto quedaremos a mano». Por eso veía programas de televisión como Lecciones del crimen o Mindhunter o Broadchurch. Leía no ficción, libros sobre crímenes de la vida real. A sangre fría y Por mandato del cielo y Un extraño a mi lado. Tomaba notas. Imaginaba que sus planes exigían que cuando fuera a la universidad estudiara una licenciatura en justicia criminal. A eso le seguiría una temporada en la escuela de derecho para estudiar derecho penal, o una maestría en City University, en Nueva York. O en la escuela John Jay de Justicia Penal.

Obtendría un título de doctorado en asesinato.

Pasaba horas explorando la Dark Web en busca de inspiración. Decapitaciones de ISIS y fotografías de resultados del uso de gas nervioso. El mal en todo tipo de formas flagrantes pero mundanas. Cuando lo que veía se convertía en un peso demasiado grande o en algo demasiado nauseabundo, regresaba a sus tareas escolares de costumbre. Tarea de matemáticas. Estudios sociales y sus clases de historia.

Connor tenía aspiraciones respecto a su educación. También tenía aspiraciones respecto a matar.

Sabía que en la habitación que usaba como oficina, en una caja fuerte de acero para armas, PM1 guardaba un rifle .30-06 de caza y una pistola calibre .357. La combinación de la caja fuerte era la fecha del cumpleaños de PM2. Así que, en su mente, esas armas ya estaban disponibles para el día del asesinato cuando este por fin llegara.

Tenía la intención de estar perfectamente equipado.

Sin embargo, en ese instante, en esa hermosa tarde de principios del otoño en que los vibrantes colores se transformaban en los árboles y la ligera sensación de ardor invernal aún permanecía en su piel tras el recorrido matinal a la escuela, sus padres muertos, su futuro académico y la venganza planeada estaban lejos de la mente de Connor.

Ahora enfrentaba un penalti.

Era el arquero.

«Derecha. Izquierda. Centro. Arriba. Abajo.

»Toma una decisión.»

El árbitro lo estaba sermoneando: «Los talones en la línea de meta, no te muevas hasta que golpeen el balón…», todas las cosas que él ya sabía. Miraba directo a los ojos al jugador que haría el tiro, estaba calculando el ángulo desde el que se acercaría al balón. «En realidad nadie espera que detengas un penalti.» También sabía eso. Aun así, se concentró mucho y se puso en los zapatos del tirador. «No quieres lanzar demasiado alto y fallar, ¿verdad? No. Lanza el balón y hazlo volar por encima de la portería o bombéalo amplio y el recuerdo permanecerá contigo y arruinará tu forma de jugar durante el resto del juego. Se va a quedar con el balón, a tratar de dirigirlo por la zona baja y hacerlo entrar hacia la esquina. ¿Cuál esquina? Siempre es difícil hacer pasar el balón por encima de tu cuerpo, pie derecho hacia esquina izquierda. Pero si quiere hacer eso, va a dar un pequeño paso cuando se acerque. El tiro más seguro: solo golpea con fuerza el balón dirigido a la derecha. Muy bien. Entonces es la derecha. Tan buena conjetura como cualquier otra…»

El árbitro silbó y el pateador avanzó. Sin apresurarse. Bajo control. Con elegancia.

«Derecha», gritó Connor en su interior.

Se lanzó con fuerza en esa dirección, estiró su largo cuerpo en paralelo al piso, los brazos extendidos.

Oyó a la multitud vitorear.

«Maldita sea.»

Por un instante permitió que la fresca y húmeda tierra masajeara su rostro.

Cuando se puso de pie, vio al otro equipo abrazar al pateador.

«Izquierda.

»Mierda.»

Se sacudió un poco de lodo del jersey y luego sacó el balón del fondo de la red y lo lanzó hacia el centro del campo. Miró a las líneas laterales y vio a PM1 y a PM2 observándolo. Encogió los hombros y notó que PM1 había levantado el puño triunfante para alentarlo un poco. Ayudó. Luego miró a los otros grupos de espectadores en las líneas laterales y vio a Niki. Ella lo saludó agitando con suavidad la mano y Connor pensó: «No importa cuántos goles deje pasar, ella seguirá amándome. Creo que me amará incluso después de que haya asesinado al conductor ebrio. Hemos hablado de ello con suficiente frecuencia y estoy seguro de que no le causa conflicto. Y yo siempre la amaré a ella». Pensó que PM1 y PM2 también lo seguirían amando, pero la situación era distinta. Nunca les había contado sus planes. «Ellos siempre me querrán, no importa lo que haga.» Decidió que no permitiría que le volvieran a meter gol en ese partido, le daba igual cuán permeable fuera la defensa que tuviera frente a él. Si pudiera elegir, no permitiría que le metieran otro gol, ni ese día, ni el siguiente, ni ningún otro en el futuro. Sabía que era imposible en el aspecto físico, pero le agradaba poder prometérselo a sí mismo.

Cuando terminó el juego, Connor fue directo a donde se encontraba su maleta deportiva y guardó sus apestosos guantes acolchados de arquero en un estuche diseñado para ellos. Estaba dispuesto a dejar que Niki lo abrazara aun estando sucio y sudoroso porque a ella no parecía importarle y, además, con frecuencia lo había abrazado estando ambos envueltos en un tipo distinto de sudor. PM2 también lo abrazaría, PM1 solo le daría una palmada en la espalda.

Se colgó sobre los hombros la maleta deportiva y cruzó el campo de juego hacia donde lo esperaban los tres.

Niki todavía tenía puesto su traje deportivo color azul marino y verde. Corrió un poco, se reunió con él a unos tres metros de PM1 y PM2 y lo abrazó.

—Lo hiciste increíble —le susurró al oído. Él negó con la cabeza, pero adoraba escuchar su suave voz—. ¿Estudiamos juntos más tarde? —agregó Niki.

—Por supuesto. En cuanto me quite esta ropa, me dé una ducha y tal vez coma algo.

—Tengo que entregar un ensayo, pero después podría quedarnos tiempo para… —Niki titubeó, miró por encima de su hombro a PM1 y PM2, quienes ya se acercaban—, para seguir estudiando —añadió sonriente.

Ambos sabían a qué se refería.

PM2 se acercó y abrazó a Connor.

—Salvaste el juego para todos —exclamó. Como alguna vez fue capitana de su equipo colegial de volibol, entendía la dinámica del futbol.

—Fue empate —respondió Connor en tono sombrío.

PM1 estrechó con vigor la mano de Connor.

—1-1, no está mal. Los oponentes jugaron mucho mejor que nosotros —admitió PM1.

—Aun así… —musitó Connor.

—Un empate es como besar a tu hermana —dijo su abuelo.

—Eso es un cliché, PM1 —exclamó Connor sonriendo—. Y no tengo hermana, así que no sabría qué se siente besar a una.

Ross se rio.

—Bueno, es un poco como besar a tu abuela. Para ella, que la bese su nieto es algo especial, pero para ti tal vez no lo sea tanto.

Todos rieron al escucharlo.

—Debo regresar al gimnasio para asearme —explicó Connor.

—Ve —dijo PM1—. Te esperaremos en el estacionamiento.

—Niki y yo vamos a estudiar juntos más tarde. Quiere que le ayude con un ensayo.

Niki asintió.

—¿Sobre qué es tu ensayo? —preguntó Kate.

—Sobre el libro The Things They Carried de Tim O’Brien —contestó.

PM1 pensó: «Sé todo acerca de ese libro. Sé todo respecto a lo que escribió O’Brien. En especial en octubre».

—Iré a verte en cuanto termine de cenar —dijo Connor.

Niki vivía a dos casas.

—No te quedes hasta demasiado tarde —advirtió PM2—. Y, Niki, querida, por favor saluda con cariño a tus padres de nuestra parte.

—Por supuesto —contestó Niki, aunque dudaba poder hacerlo porque no estarían en casa.

Mientras esperaban en el estacionamiento, Kate volteó a mirar a Ross.

—Lo lamento, cariño, pero tengo que regresar al hospital un par de horas más. Los dejaré, a ti y a Connor, en la casa. ¿Puedes calentar la lasaña que quedó y cenar con él? No regresaré tarde, pero tengo que ir.

Ross asintió.

—No hay problema.

—¿Seguro estarás bien?

—Por supuesto.

Ross no pidió explicaciones adicionales. Sabía por qué Kate tenía que regresar a la Unidad de Cuidados Intensivos. No de manera específica, claro, pero había una sola razón por la que regresaría en la noche aunque su turno hubiera terminado. Él pensaba que debería retirarse porque había sido enfermera de cuidados intensivos por décadas y su pensión sería sustancial, pero también sabía que nunca accedería. O, por lo menos, que no lo haría sino hasta el día en que no pudiera recordar la dosis correcta de un medicamento para un paciente o cómo colocar los monitores cardiacos correctos, o un catéter. En ese instante saldría de ahí y no miraría atrás. Aunque el día no había llegado aún, Ross tenía la sospecha de que se acercaba.

A pesar de tener sesenta y tantos, Kate Mitchell no parecía abuela en absoluto. Su cabello aún era grueso, de un rubio arenoso, matizado con un gris elegante y suntuoso que ella nunca se molestaba en teñir. Era diligente con el ejercicio porque le gustaba mantenerse esbelta. Clases de yoga y pilates. Con mucha frecuencia se tomaba algo de tiempo para correr varios kilómetros antes de regresar al hospital. No le molestaba que la rodilla le doliera de vez en cuando ni que la espalda le diera problemas, ni siquiera le incomodaba notar una nueva arruga por la mañana al verse al espejo. Le encantaba desafiar a la vejez y luchar contra ella.

Ya había oscurecido cuando se estacionó, pero las luces de la entrada del hospital lanzaban un cono resplandeciente cerca de la bahía de ingreso de las ambulancias.

Se movió con paso rápido sobre el piso vinílico negro. Notó a la enfermera de triaje en la Sala de Urgencias y se dirigió sin desviarse a los elevadores para ir a la UCI, en el segundo piso.

Sin embargo, en lugar de entrar al ámbito antiséptico, brillante y mecánico de la Unidad de Cuidados Intensivos, Kate entró a una pequeña capilla multiconfesional ubicada al final del corredor.

En el interior reinaban una oscuridad y un silencio inquietantes. Doce reclinatorios vacíos de madera oscura miraban hacia un altar, y ahí, sobre una mesa, había una pequeña cruz cristiana, una estrella de David dorada y una luna creciente musulmana con su estrella plateada. Frente a los emblemas religiosos había otra mesa con veladoras encendidas. Los recipientes eran de un color rojo translúcido. Al lado había veladoras apagadas junto a cajas de fósforos disponibles para cualquiera que los necesitara.

Kate sabía:

«Un lugar al que la gente puede venir con la esperanza de que su Dios preferido escuche sus oraciones. La capilla les ofrece opciones: Jesús o Yahvé o Alá. O quizá los tres.»

La nueva paciente de la Unidad de Cuidados Intensivos, al fondo del corredor, era una niña de nueve años. Cáncer infantil. Tumor cerebral. Tres operaciones y quimioterapia, tratamientos que no habían funcionado de la manera que los oncólogos esperaban. La niña todavía tenía una oportunidad, pero solo la mitad. 50-50.

Kate no rezó.

Fue a la mesa de las veladoras y encendió una nueva al mismo tiempo que susurraba el nombre de la niña.

Luego dio un paso hacia atrás y, levantando la voz con furia, dijo:

—¿Esto es parte de tu gran plan? ¿Un hermoso y maravilloso designio para nosotros? ¿Repartes dolor y pena constantes a una niña que nunca le hizo daño a nada ni a nadie y que tiene todo el derecho, ¡todo el maldito derecho!, de crecer y llegar a ser algo? ¿Qué crees que podría llegar a ser? ¿Doctora? ¿Profesora? Apuesto que sería algo benéfico. ¿Y qué me dices de todo el miedo y la impotencia que les has hecho sentir a los pobres padres? ¿En verdad lo merecen? ¿Qué hicieron para enojarte tanto? ¿Qué endemoniada voluntad de Dios es esta? ¿Te parece lógica?

Cada palabra rebosaba ira.

—Si no puedes encontrar en tu celestial corazón una razón para salvar a esta niña, jódete, jódete y jódete. Parece que no puedes manejar esto, o sea, ¿qué tan difícil es? Eres Dios, después de todo y, bueno, no puedes hacer esto, así que entonces ve y jódete y que se jodan las oraciones, la esperanza y todo lo demás. Depende de ti. Muestra un poco de maldita clemencia, carajo. Y si no, pues jódete, jódete, jódete.

Retrocedió.

Se sintió mejor.

No sabía si la niña sobreviviría a esa noche, pero al menos en su pensamiento le había dejado clar

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