INTRODUCCIÓN
Sufro rachas de insomnio –cosa que no sorprenderá a quienes hayan leído la novela donde cuento las aventuras de Ralph Roberts–, de modo que siempre procuro tener una historia en mente para aquellas noches en que no consigo conciliar el sueño. Me cuento estas historias mientras estoy acostado en la oscuridad, las escribo mentalmente como haría en una máquina de escribir o en el ordenador, volviendo atrás con frecuencia para cambiar palabras, añadir ideas, eliminar frases, elaborar el diálogo. Cada noche comienzo desde el principio y avanzo un poco en la trama antes de quedarme dormido. Después de la quinta o sexta noche, me conozco de memoria párrafos enteros. Puede que esto parezca una locura, pero resulta relajante… y como forma de matar el tiempo, es infinitamente mejor que contar ovejas.
Con el tiempo, estas historias se desgastan, igual que un libro que se ha leído una y otra vez. («Tíralo y compra uno nuevo, Stephen», decía mi madre de tarde en tarde, mirando con exasperación uno de mis libros o tebeos favoritos. «Lo has leído tantas veces que está destrozado.») Es el momento de buscar otra historia, y durante mis temporadas de insomnio espero que aparezca alguna rápidamente, porque las horas en vela se hacen eternas.
En 1992 o 1993, estaba enfrascado en una de estas historias, llamada «Lo que el ojo no ve». Trataba de un hombre condenado a muerte, un gigantesco negro a quien se le despierta un creciente interés por la prestidigitación a medida que se acerca la fecha de su ejecución. La historia sería narrada en primera persona por un viejo preso de confianza que recorría los pasillos de la prisión con un carrito lleno de libros, y que también vendía cigarrillos, baratijas y artículos novedosos como tónicos para el pelo o avioncitos de papel encerado. Yo quería que al final de la historia, poco antes de su ejecución, el corpulento prisionero –Luke Coffey– consiguiera desaparecer.
Era un buena idea, pero la historia no terminaba de cuajar. Ensayé un centenar de versiones diferentes, pero aun así no funcionaba. Le di una mascota al narrador –un ratón para llevar en el carrito– con la esperanza de que eso ayudara, pero no fue así. Lo mejor era el párrafo inicial: «Todo ocurrió en 1932, cuando la penitenciaría del estado aún estaba en Evans Notch. La silla eléctrica –llamada la Freidora por los internos– también estaba allí, por supuesto.» Esa parte me gustaba, pero nada más. Con el tiempo cambié a Luke Coffey y sus trucos para hacer desaparecer monedas por una historia sobre un planeta donde, por alguna razón, los habitantes se volvían caníbales cada vez que llovía… Y la idea todavía me gusta, así que ojo con fusilármela, ¿entendido?
Luego, aproximadamente un año y medio después, la idea del pasillo de la muerte regresó, aunque ligeramente cambiada. Supongamos, me dije, que el grandullón es un sanador en lugar de un mago aficionado; un ignorante condenado por un crimen que no sólo no cometió, sino que intentó reparar.
Esta nueva versión era demasiado buena para limitarme a jugar con ella a la hora de dormir, aunque la empecé en la oscuridad, resucitando el viejo párrafo inicial casi al pie de la letra y elaborando el primer capítulo mentalmente antes de lanzarme a escribir. El narrador pasó a ser un guardia de prisiones, en lugar de un preso de confianza, Luke Coffey se convirtió en John Coffey (como un pequeño homenaje a William Faulkner, cuya figura de Cristo es Joe Christmas), y el ratón se transformó en… bueno, Cascabel.
Era una buena historia, lo supe desde el principio, pero me costó muchísimo escribirla. En ese momento de mi vida estaba trabajando en algo que se me antojaba más sencillo –la adaptación de El resplandor para la televisión– y El pasillo de la muerte se sostenía por los pelos. Tenía la sensación de estar creando un mundo de cero, pues no sabía prácticamente nada sobre la vida en los pabellones de los condenados a muerte en el Sur durante la Depresión. Esta clase de problema se soluciona investigando, naturalmente, pero yo creía que la investigación podía destruir el frágil clima mágico que había encontrado en mi historia; una parte de mí sabía desde el principio que no quería realidad, sino ficción. De modo que seguí adelante, acumulando palabras y esperando una iluminación, una epifanía, una suerte de milagro casero.
El milagro llegó en un fax de Ralph Vicinanza, mi agente en el extranjero, que había estado hablando con un editor británico de la fórmula de novela por entregas que Charles Dickens había usado el siglo pasado. Ralph me preguntaba –de pasada, como quien no espera que una idea se concrete–, si me interesaría poner a prueba esa fórmula. Y atrapé la idea al vuelo. Comprendí que si me comprometía con ese proyecto, tendría que terminar El pasillo de la muerte. Así que, sintiéndome como un soldado romano que incendia el puente del Rubicón, llamé a Ralph y le pedí que cerrara el trato.
El pasillo de la muerte tuvo una aceptación casi mágica, que yo no había previsto. De hecho, pensaba que sería un fracaso comercial. La respuesta de los lectores fue maravillosa, y esta vez la mayoría de los críticos reaccionaron positivamente. Creo que debo gran parte de la aceptación popular a las agudas sugerencias de mi esposa y gran parte del éxito comercial a los esfuerzos del personal de Dutton Signel.
Sin embargo, la experiencia fue sólo mía. Escribía como un descosido, procurando cumplir con los demenciales plazos de entrega y al mismo tiempo tratando de que cada episodio tuviera su miniclímax, con la esperanza de que todo encajara y consciente de que, si no lo hacía, me lincharían. En más de una ocasión me pregunté si Charles Dickens habría sentido lo mismo, esperando que las preguntas que surgían en la trama se respondieran solas, y supongo que fue así. Afortunadamente para él, Dios le había dado más talento que a mí.
Recuerdo haber pensado un par de veces que quizá estuviera incurriendo en anacronismos atroces, pero finalmente hubo muy pocos. Hasta el pequeño «tebeo porno» de Popeye y Olivia resultó un acierto: después de la publicación de la sexta parte, alguien me envió un ejemplar de un tebeo semejante, publicado alrededor de 1927. En una viñeta memorable, Wimpy está tirándose a Olivia y comiendo una hamburguesa al mismo tiempo. Caray, no hay nada como la imaginación humana, ¿verdad?
Tras la calurosa acogida de El pasillo de la muerte siguieron múltiples discusiones sobre la conveniencia de lanzarlo al mercado como una novela completa. La publicación por episodios era un punto conflictivo para mí y para algunos lectores, porque el precio era demasiado alto para una edición en rústica: unos veinte dólares por las seis partes (bastante menos en las librerías de ocasión). Por eso, la venta de los seis números juntos en una caja nunca me pareció la solución ideal. Este volumen, una edición en rústica más asequible, parecía lo mejor. De modo que aquí está, prácticamente igual que la versión original (por supuesto, he cambiado la escena en que Percy Wetmore, enfundado en la camisa de fuerza, levanta una mano para restregarse los labios).
En algún momento me gustaría hacer una revisión completa, convertir la obra en la novela que no pudo llegar a ser debido a su formato y publicarla otra vez. Hasta entonces, tendréis que conformaros con esta versión. Me alegro de que tantos lectores hayan disfrutado con su lectura. Y, sabéis, resultó una buena historia para la hora de dormir.
STEPHEN KING
Bangor, Maine
6 de febrero de 1997
PREFACIO
UNA CARTA
27 de octubre de 1995
Estimados y fieles lectores:
La vida está llena de caprichos. La historia que aquí comienza se edita en forma de pequeño libro debido al comentario circunstancial de un corredor de fincas a quien nunca conocí. Todo comenzó en Long Island, hace un año. Ralph Vicinanza, un viejo amigo y colaborador (dedicado concretamente a vender derechos de novelas y cuentos en el extranjero) acababa de alquilar una casa allí. El corredor de fincas señaló que la casa parecía «escapada de una novela de Charles Dickens».
Cuando Ralph recibió a su primer invitado, el editor británico Malcom Edwards, aún tenía muy presente aquel comentario. Se lo repitió a Edwards y ambos se enfrascaron en una conversación sobre Dickens. Edwards mencionó que Dickens había publicado muchas de sus novelas por entregas, ya fuera incluidas en revistas o independientemente, como literatura de cordel (aunque desconozco el origen de esta palabra, que hace referencia a libros más breves de lo normal, siempre me ha inspirado especial simpatía). Edwards añadió que algunas de aquellas novelas fueron escritas y revisadas al filo de la publicación. Al parecer, Charles Dickens era un novelista que no temía los plazos de entrega.
Las novelas en episodios de Dickens eran enormemente populares; tal es así que una de ellas produjo una tragedia en Baltimore. Una multitud de aficionados se reunió en el muelle, esperando la llegada del barco inglés que debía traer a bordo la última entrega de Grandes esperanzas. Varios lectores cayeron al agua y murieron ahogados.
No creo que Malcom o Ralph quisieran que nadie se ahogase, pero sentían curiosidad por saber qué sucedería si se lanzaba una novela por entregas en la actualidad. En ese momento, ninguno de los dos sabía que la experiencia ya se había realizado al menos en dos ocasiones («nada nuevo bajo el sol»). Tom Wolfe publicó el primer borrador de La hoguera de las vanidades en la revista Rolling Stone y Michael McDowell (The Amulet, Gilded Needles, The Elementals y el guión cinematográfico Beetlegeuse) publicó una novela titulada Black Water en episodios, en una edición rústica. Aunque esa novela –una historia terrorífica sobre una familia sureña cuyos miembros sufrían la inquietante maldición hereditaria de convertirse en caimanes– no fue la mejor de McDowell, obtuvo un éxito rotundo en la edición de Avon Books.
Los dos amigos continuaron especulando sobre qué ocurriría si en la actualidad un escritor popular de ficción publicara una novela por entregas en forma de pequeños ejemplares de bolsillo que podrían venderse por una libra o dos en Gran Bretaña o por tres dólares en Estados Unidos (donde el precio de la mayor parte de estos libros es de $6,99 o $7,99). Malcom dijo que alguien como Stephen King podía interesarse en el experimento y a partir de ese momento la conversación tomó otros derroteros.
Ralph olvidó temporalmente la idea, pero la recordó en el otoño de 1995, tras regresar de la Feria del Libro de Francfort, una especie de exposición internacional donde los agentes extranjeros como él deben enfrentarse cada día a una decisión importante. Entonces me presentó la idea de los libros por entregas junto con otras propuestas que rechacé de inmediato.
Sin embargo, a diferencia de la idea de una entrevista en la edición japonesa de Playboy o un viaje con los gastos pagados a las repúblicas bálticas, la propuesta de escribir una novela por entregas despertó mi interés. No creo ser un Dickens moderno –si tal persona existe, podría ser John Irving, o tal vez Salman Rushdie–, pero siempre me han fascinado las novelas por entregas. Las leí por primera vez en The Saturday Evening Post y me gustaron porque el final de cada episodio concedía al lector casi el mismo nivel de participación que al escritor: uno tenía una semana entera para intentar imaginar los acontecimientos que seguirían. Además, me parecía que el lector leía y vivía estas historias con mayor intensidad, puesto que estaban «racionadas». Era imposible tragárselas enteras, por más que uno lo desease (y cuando el relato era bueno, sin duda lo deseaba).
Lo mejor de todo era que en casa solíamos leerlas en voz alta por turnos: mi hermano David una noche, yo la siguiente, mi madre la tercera y luego otra vez mi hermano. Era una oportunidad excepcional para disfrutar de una obra escrita como de las películas o las series de la tele (Cuero Crudo, Bonanza, Ruta 66) que veíamos juntos; constituían un acontecimiento familiar. Sólo años más tarde descubrí que