La zona muerta

Stephen King

Fragmento

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Prólogo

 

 

1

 

Cuando terminó sus estudios universitarios, John Smith había olvidado por completo la fea caída que había sufrido en el hielo en aquel día de enero de 1953. En verdad, le habría resultado difícil recordarlo cuando terminó la escuela primaria. Y su madre y su padre nunca se enteraron de que se había producido.

Estaban patinando en un tramo despejado del estanque Runaround, en Durham. Los niños mayores jugaban al hockey con viejos palos remendados y utilizaban como metas un par de cestos de patatas. Los críos más pequeños se entretenían como han venido haciéndolo desde tiempos inmemoriales, arqueando cómicamente los tobillos hacia dentro y hacia fuera, resollando en la atmósfera helada a ocho grados bajo cero. En un ángulo del tramo despejado, dos neumáticos ardían despidiendo abundante hollín, y unos pocos padres permanecían sentados en las inmediaciones vigilando a sus chicos. La época de los quitanieves todavía estaba lejos, y la diversión invernal aún consistía en ejercitar el cuerpo y no un motor de gasolina.

Johnny había bajado de su casa, situada un poco más allá del límite de Pownal, con los patines colgados al hombro. A sus siete años era un patinador bastante diestro. Todavía no estaba en condiciones de participar en los partidos de hockey de los niños mayores, pero podía describir círculos alrededor de la mayoría de los otros críos de su edad, que hacían girar constantemente los brazos para conservar el equilibrio o caían despatarrados sobre sus asentaderas.

En ese momento patinaba lentamente por el perímetro exterior del tramo despejado, lamentando no poder deslizarse hacia atrás como Timmy Benedix, mientras escuchaba cómo el hielo retumbaba y crujía misteriosamente más adelante bajo la capa de nieve, y mientras escuchaba también los gritos de los jugadores de hockey, el traqueteo de un camión cargado de madera que cruzaba el puente rumbo a U. S. Gypsum en Lisbon Falls, el murmullo de la conversación de los adultos. Se sentía muy feliz de estar vivo en ese frío y hermoso día de invierno. No tenía ningún problema, nada lo inquietaba, no deseaba nada..., excepto poder patinar hacia atrás como Timmy Benedix. Pasó patinando junto al fuego y vio que dos o tres de los adultos hacían circular una botella de licor.

—¡Dame un trago! —le gritó a Chuck Spier, que estaba abrigado con una gruesa camisa de leñador y unos pantalones de franela verde para la nieve.

Chuck le sonrió.

—Lárgate de aquí, mocoso. Oigo que tu madre te está llamando.

Johnny Smith, el crío de seis años, también sonrió y se alejó patinando. Y vio que Timmy Benedix en persona se acercaba cuesta abajo, seguido por su padre, por el lado de la pista que correspondía a la carretera.

—¡Timmy! —exclamó—. ¡Mira esto!

Se volvió y empezó a patinar desmañadamente hacia atrás. Sin darse cuenta de ello, se estaba introduciendo en la pista de hockey.

—¡Eh, renacuajo! —gritó alguien—. ¡Quítate de en medio!

Johnny no lo oyó. ¡Lo estaba logrando! ¡Patinaba hacia atrás! Había encontrado el ritmo... repentinamente. Consistía en una especie de balanceo de las piernas...

Bajó la vista, fascinado, para observar lo que hacían sus piernas.

El disco de hockey de los niños mayores, viejo y maltrecho y lleno de muescas en los bordes, pasó zumbando junto a él, sin dejarse ver. Uno de los jugadores, que no era un gran patinador, lo estaba siguiendo con una arremetida ciega, frontal.

Chuck Spier previó lo que iba a ocurrir. Se puso en pie y vociferó:

—¡Johnny! ¡Cuidado!

John levantó la cabeza... y a continuación el mal patinador lo embistió a toda velocidad, con sus ochenta kilos.

Johnny salió despedido, con los brazos estirados. Una fracción de segundo después su cabeza golpeó contra el hielo y se sumergió en una bruma negra.

Bruma negra..., hielo negro..., bruma negra..., hielo negro..., negro. Negro.

Le dijeron que se había desvanecido. De lo único que estaba realmente seguro era de que se le había ocurrido esa extraña idea reiterativa y de que súbitamente había visto un círculo de caras inclinadas sobre él... Jugadores de hockey asustados, adultos preocupados, críos curiosos. Timmy Benedix sonreía con una mueca burlona.

Chuck Spier lo estaba sosteniendo.

—Hielo negro. Negro.

—¿Qué dices? —preguntó Chuck—. Johnny..., ¿te encuentras bien? Te diste un porrazo tremendo.

—Negro —respondió Johnny con voz gutural—. Hielo negro. No volveré a saltarlo, Chuck.

Chuck miró en torno, un poco asustado, y después nuevamente en dirección a Johnny. Palpó el bulto que se estaba formando sobre la frente del niño.

—Lo siento —dijo el jugador torpe—. Ni siquiera lo vi. Los críos tienen prohibida la entrada en la pista. Así lo estipulan las reglas. —Paseó su mirada insegura sobre quienes lo rodeaban, buscando apoyo.

—¿Johnny? —insistió Chuck. No le gustaba la expresión de los ojos de Johnny. Oscuros y lejanos, distantes y fríos—. ¿Te encuentras bien?

—No volveré a saltarlo —contestó Johnny, sin tener conciencia de lo que decía, pensando solo en el hielo..., el hielo negro—. La explosión. El ácido.

—¿Crees que debemos llevarlo al médico? —le preguntó Chuck a Bill Gendron—. No sabe lo que dice.

—Dale un minuto para que se reponga —aconsejó Bill.

Le dieron un minuto, y a Johnny se le despejaron las ideas.

—Estoy bien —murmuró—. Dejen que me levante.

Timmy Benedix seguía ostentando su mueca burlona, el muy maldito. Johnny resolvió darle una lección. Antes del fin de semana daría vueltas patinando alrededor de Timmy... hacia atrás y adelante.

—Ven a sentarte un rato junto al fuego —dijo Chuck—. Te diste un porrazo tremendo.

Johnny se dejó guiar hasta la fogata. El olor del caucho derretido era fuerte y penetrante, y le revolvió un poco el estómago. Le dolía la cabeza. Tanteó con curiosidad el chichón que tenía sobre el ojo izquierdo. Le pareció que la protuberancia medía un kilómetro de altura.

—¿Recuerdas quién eres y todo lo demás? —inquirió Bill.

—Sí. Claro que sí. Estoy bien.

—¿Cómo se llaman tu padre y tu madre?

—Herb y Vera. Herb y Vera Smith.

Bill y Chuck intercambiaron una mirada y se encogieron de hombros.

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