PRÓLOGO
QUINCE AÑOS ANTES…
El primer encuentro
Para el doctor Frederick Starks todo comenzó el día de su cumpleaños cincuenta y tres, cuando recibió la carta que decía:
Bienvenido al primer día de su muerte.
Con esas palabras, Ricky, el psicoanalista, se enredó en un elaborado y perverso plan de venganza creado por cuatro personas.
Su otrora mentor, un psicoanalista sumamente respetado de la ciudad de Nueva York, quien logró ocultar, a lo largo de casi toda su vida adulta, la atracción que sentía por el mal: el doctor Lewis.
Y…
Los tres hijos de una mujer pobre y golpeada a la que varios años antes no pudo ayudar cuando llegó a él presa de la aflicción. En aquel tiempo, Ricky era un terapeuta joven y sin experiencia; fue negligente al no identificar el peligro en el que la mujer se encontraba, ni cuán desesperada era su existencia. Debió de haberla ayudado. Debió de haberla guiado al remanso de la seguridad emocional y corpórea. Tenía a su disposición varios programas sociales y sistemas asistenciales ya establecidos que habrían podido servirle, pero no actuó con la celeridad, atención y urgencia que la mujer necesitaba. Aquello, que debido a su ingenuidad le pareció un caso rutinario, resultó ser algo más complejo. Sus errores devinieron en tragedia: su fracaso costó la vida de una madre y convirtió en huérfanos a tres niños. Tres infantes que crecieron y, tras haber sido adoptados y preparados durante años por el hombre a quien Ricky había considerado su amigo y mentor, se convirtieron en:
El señor R: un psicópata profundamente culto. Un asesino profesional.
Merlin: un adinerado abogado de Wall Street, un mago versado en el arte de arruinar la vida de otros.
Virgil: una asombrosa actriz quien prometió a Ricky ser su guía personal en su descenso al infierno.
Estos tres individuos crecieron aferrados a un solo objetivo en la vida:
La venganza.
Junto con el anciano doctor que los crio, constituyeron la familia que deseaba que Ricky muriera como castigo por los errores cometidos. El desafío que le propusieron al principio fue:
Suicídese, doctor Starks.
Si no, alguien más morirá en su lugar…
Ricky tuvo mucha suerte, sobrevivió al primer encuentro fingiendo su suicidio y desapareciendo. Adoptó nuevas identidades y sondeó la burocracia para averiguar el pasado de sus verdugos y lo que los condujo a ese presente. En esa ocasión, hizo uso de todas sus habilidades e intuición para aventajarlos. Aunque a un costo terrible, al final creyó haberlos derrotado. No pudo volver a ejercer su profesión en la ciudad de Nueva York. Su antigua carrera y estatus de respetable y exitoso psicoanalista quedaron destruidos. La vida que alguna vez conoció y apreció, así como su adorada casa vacacional en Cape Cod, ardieron y se convirtieron en cenizas. Le tomó años recuperarse. Al principio anduvo de un lugar a otro hasta que se instaló en una ciudad distinta, logró hacerse de nuevos pacientes y de una segunda existencia. Cinco años de ardua labor para restaurarse y ser de nuevo él mismo. Y todo, para encontrarse con que…
DIEZ AÑOS MÁS TARDE
Habría un segundo encuentro
Todo comenzó cuando los tres miembros de la familia se acercaron a él para solicitarle algo.
Necesitamos su ayuda. Usted es la única persona a la que podemos recurrir. Alguien quiere asesinarnos y no podemos ir a la policía. Si nos ayuda a descubrir quién es esa persona, no volveremos a importunarlo jamás.
La súplica se sustentaba en que ellos sabían, hasta cierto punto, que siendo él médico y psicoanalista no se negaría a atender una petición de auxilio. Una petición realizada con aparente sinceridad pero… detrás de una amenazante arma de fuego.
Todo era mentira.
Era el mismo deseo de venganza que logró eludir la primera vez.
La «petición» formaba parte de una compleja broma que incluía juegos psicológicos, una sofisticada manipulación diseñada para encerrarlo en una habitación con un hombre postrado en cama debido a una enfermedad terminal, al cual habían sobornado para que intentara matarlo. Así, ellos se deslindarían por completo del asesinato. Podrían deleitarse con su muerte desde alturas olímpicas, inalcanzables, inexpugnables. El crimen perfecto. Fue una mortífera misión imposible que lo hizo abandonar su nuevo hogar y su recién restaurada vida en Miami para volver a Nueva York, al Connecticut suburbano y, por último, a la Alabama rural.
El soborno: Asesine al doctor Starks para nosotros y nos encargaremos de que su única hija se vuelva rica y exitosa. Así, usted podrá morir en paz.
Otra mentira. Un engaño que sacó provecho con facilidad de la angustiosa desesperación y la incurable enfermedad.
Y el plan habría funcionado, de no ser por…
… manos temblorosas y un disparo fallido.
… una niña de trece años que se negó a participar en un plan de asesinato, y quien necesitaba ser rescatada.
… un paciente de veintidós años que solo lo consultó en una ocasión porque tenía alucinaciones bipolares, y que impidió que Ricky cayera de nuevo en una trampa igual de letal.
… una decidida viuda de ochenta y siete años con una poderosa pistola en el bolso, quien reconoció el peligro en que el psicoanalista se encontraba, identificó con precisión la amenaza y, sin dudarlo ni por un instante, disparó la solitaria bala que mató al asesino.
Ricky creyó que con ese disparo se había liberado para siempre de los planes de la familia que lo quería muerto.
En los días, meses y años que de nuevo avanzaron para hacer de la vida una rutina ordinaria, a Ricky jamás se le ocurrió que quizá se había equivocado al suponer, desde el primer instante, que al fin sería libre.
PRIMERA PARTE
LA TRECEAVA LABOR
PRÓLOGO
QUINCE AÑOS ANTES…
El primer encuentro
Para el doctor Frederick Starks todo comenzó el día de su cumpleaños cincuenta y tres, cuando recibió la carta que decía:
Bienvenido al primer día de su muerte.
Con esas palabras, Ricky, el psicoanalista, se enredó en un elaborado y perverso plan de venganza creado por cuatro personas.
Su otrora mentor, un psicoanalista sumamente respetado de la ciudad de Nueva York, quien logró ocultar, a lo largo de casi toda su vida adulta, la atracción que sentía por el mal: el doctor Lewis.
Y…
Los tres hijos de una mujer pobre y golpeada a la que varios años antes no pudo ayudar cuando llegó a él presa de la aflicción. En aquel tiempo, Ricky era un terapeuta joven y sin experiencia; fue negligente al no identificar el peligro en el que la mujer se encontraba, ni cuán desesperada era su existencia. Debió de haberla ayudado. Debió de haberla guiado al remanso de la seguridad emocional y corpórea. Tenía a su disposición varios programas sociales y sistemas asistenciales ya establecidos que habrían podido servirle, pero no actuó con la celeridad, atención y urgencia que la mujer necesitaba. Aquello, que debido a su ingenuidad le pareció un caso rutinario, resultó ser algo más complejo. Sus errores devinieron en tragedia: su fracaso costó la vida de una madre y convirtió en huérfanos a tres niños. Tres infantes que crecieron y, tras haber sido adoptados y preparados durante años por el hombre a quien Ricky había considerado su amigo y mentor, se convirtieron en:
El señor R: un psicópata profundamente culto. Un asesino profesional.
Merlin: un adinerado abogado de Wall Street, un mago versado en el arte de arruinar la vida de otros.
Virgil: una asombrosa actriz quien prometió a Ricky ser su guía personal en su descenso al infierno.
Estos tres individuos crecieron aferrados a un solo objetivo en la vida:
La venganza.
Junto con el anciano doctor que los crio, constituyeron la familia que deseaba que Ricky muriera como castigo por los errores cometidos. El desafío que le propusieron al principio fue:
Suicídese, doctor Starks.
Si no, alguien más morirá en su lugar…
Ricky tuvo mucha suerte, sobrevivió al primer encuentro fingiendo su suicidio y desapareciendo. Adoptó nuevas identidades y sondeó la burocracia para averiguar el pasado de sus verdugos y lo que los condujo a ese presente. En esa ocasión, hizo uso de todas sus habilidades e intuición para aventajarlos. Aunque a un costo terrible, al final creyó haberlos derrotado. No pudo volver a ejercer su profesión en la ciudad de Nueva York. Su antigua carrera y estatus de respetable y exitoso psicoanalista quedaron destruidos. La vida que alguna vez conoció y apreció, así como su adorada casa vacacional en Cape Cod, ardieron y se convirtieron en cenizas. Le tomó años recuperarse. Al principio anduvo de un lugar a otro hasta que se instaló en una ciudad distinta, logró hacerse de nuevos pacientes y de una segunda existencia. Cinco años de ardua labor para restaurarse y ser de nuevo él mismo. Y todo, para encontrarse con que…
DIEZ AÑOS MÁS TARDE
Habría un segundo encuentro
Todo comenzó cuando los tres miembros de la familia se acercaron a él para solicitarle algo.
Necesitamos su ayuda. Usted es la única persona a la que podemos recurrir. Alguien quiere asesinarnos y no podemos ir a la policía. Si nos ayuda a descubrir quién es esa persona, no volveremos a importunarlo jamás.
La súplica se sustentaba en que ellos sabían, hasta cierto punto, que siendo él médico y psicoanalista no se negaría a atender una petición de auxilio. Una petición realizada con aparente sinceridad pero… detrás de una amenazante arma de fuego.
Todo era mentira.
Era el mismo deseo de venganza que logró eludir la primera vez.
La «petición» formaba parte de una compleja broma que incluía juegos psicológicos, una sofisticada manipulación diseñada para encerrarlo en una habitación con un hombre postrado en cama debido a una enfermedad terminal, al cual habían sobornado para que intentara matarlo. Así, ellos se deslindarían por completo del asesinato. Podrían deleitarse con su muerte desde alturas olímpicas, inalcanzables, inexpugnables. El crimen perfecto. Fue una mortífera misión imposible que lo hizo abandonar su nuevo hogar y su recién restaurada vida en Miami para volver a Nueva York, al Connecticut suburbano y, por último, a la Alabama rural.
El soborno: Asesine al doctor Starks para nosotros y nos encargaremos de que su única hija se vuelva rica y exitosa. Así, usted podrá morir en paz.
Otra mentira. Un engaño que sacó provecho con facilidad de la angustiosa desesperación y la incurable enfermedad.
Y el plan habría funcionado, de no ser por…
… manos temblorosas y un disparo fallido.
… una niña de trece años que se negó a participar en un plan de asesinato, y quien necesitaba ser rescatada.
… un paciente de veintidós años que solo lo consultó en una ocasión porque tenía alucinaciones bipolares, y que impidió que Ricky cayera de nuevo en una trampa igual de letal.
… una decidida viuda de ochenta y siete años con una poderosa pistola en el bolso, quien reconoció el peligro en que el psicoanalista se encontraba, identificó con precisión la amenaza y, sin dudarlo ni por un instante, disparó la solitaria bala que mató al asesino.
Ricky creyó que con ese disparo se había liberado para siempre de los planes de la familia que lo quería muerto.
En los días, meses y años que de nuevo avanzaron para hacer de la vida una rutina ordinaria, a Ricky jamás se le ocurrió que quizá se había equivocado al suponer, desde el primer instante, que al fin sería libre.
1
TRES INCIDENTES
Dos que el doctor Starks no notó de inmediato y un tercero del que sí se percató
En una reunión por la tarde, en una gran sala de conferencias de la escuela de medicina de la universidad.
—Ricky:
El doctor Frederick Starks guardó silencio antes de finalizar la jornada de conferencias «Por qué el psicoanálisis continúa siendo valioso en el mundo moderno». Los reflectores frente a él lo deslumbraban y le dificultaban distinguir los rostros de los asistentes, pero sabía que Roxy estaba cerca de ahí, en algún lugar, tal vez en la primera o la segunda fila, rodeada de sus colegas psiquiatras y de los otros estudiantes de la escuela de medicina. Sabía también que, quizá, Charlie habría salido del trabajo un poco más temprano ese día, pero estaría atrapado en un asiento lejos del escenario, al fondo del auditorio repleto. Ricky quería impresionar a los asistentes con reflexiones profundas; sentía que iba un poco a la deriva y se acercaba con rapidez a lo que temía que todos reconocerían como un cliché. Pero, más que nada, deseaba hablar con las dos personas que ahora formaban parte de su vida. Diez años antes, cuando tuvo que librar una segunda batalla con la familia que lo quería muerto, Charlie, un paciente poco regular que lidiaba con el trastorno bipolar, le salvó la vida. En tanto que Roxy, una huérfana aterrorizada de trece años, se convirtió en una menor bajo su custodia. Los dos jóvenes se habían vuelto muy importantes para Ricky desde entonces.
No se preguntó quién más podría haber asistido a la conferencia.
—Permítanme dar fin a estas palabras —dijo y, antes de continuar, dejó que el silencio se instalara en el auditorio—. Tal vez se trata de una visión antigua en este mundo moderno, plagado de estímulos en el que no podemos seguir esperando, un mundo pletórico de gratificación instantánea y tecnología de punta… pero hay algo, una verdad fundamental que continúa siendo importante y que impregna todas nuestras interacciones: La esencia absoluta del psicoanálisis radica en una sola noción…
Volvió a quedarse en silencio con la intención de conmover al auditorio.
—… que el pasado, tanto el malo como el bueno, nunca muere. Influye de manera permanente en la trayectoria de nuestro futuro. Si logramos escuchar el resonar de los pasos en los lugares donde hemos estado y la manera en que cada uno de esos movimientos repercute en nuestra vida a lo largo de los años, entonces cada zancada hacia delante será más sencilla y considerablemente más segura. Sin embargo, también puede suceder lo contrario: cuando no alcanzamos a comprender nuestra historia íntima, corremos un mayor riesgo de tropezar y caer. Ahí es donde radica el verdadero peligro emocional.
Ricky sonrió desde el podio a la gente que no podía ver y cerró el bloc de notas donde había escrito el texto de su intervención. El aplauso del público no fue ensordecedor, pero sí entusiasta y sincero. Excepto por dos personas a las que no habría reconocido de inmediato y dos a las que sí, de no ser porque toda la gente se escabulló con rapidez antes de que el resto de las luces se encendieran y él pudiera distinguir los rostros.
EL PRIMER INCIDENTE, UNA SEMANA MÁS TARDE
Charlie:
Sintió que lo invadían las sensaciones gemelas que ya conocía: temor abrumador y energía irrefrenable. La primera acechaba en algún lugar en el fondo de sus recuerdos. La segunda lo instaba a entrar como un guardia de seguridad demasiado entusiasta en la puerta de un local de mala reputación invitando a los paseantes a un atrevido espectáculo sexual. La obsesión comienza como un tibio impulso de emoción: «No necesito dormir, puedo lograr todo lo que deseo en menos tiempo que los demás. Soy imparable. Nadie puede lograr lo que yo y, mucho menos, con esta facilidad». Charlie se había enseñado a reconocer e identificar todos estos pensamientos como lo que eran en realidad: impostores. Antiguas sirenas mitológicas que lo incitaban a tomar el camino más rápido a la locura. Las horas que pasó en el consultorio del doctor Starks hablando de estas señales, discutiendo sobre la medicación adecuada, sobre qué dosis debería tomar de cada píldora para mantener al margen su trastorno bipolar, lo prepararon para el precipicio sobre el que siempre tenía que mantener el equilibrio.
Era como si tuviera dos ángeles guardianes en conflicto, uno bueno y otro malo. Dos ángeles guardianes riñendo en su cabeza. «Haz esto. Haz aquello. Deja de tomar estos medicamentos porque te adormecen, te vuelven estúpido y te hacen engordar. No los necesitas para ser grandioso».
O:
«No te rindas. No seas tonto. Continúa tomando tus medicamentos, te sanan, te mantienen feliz y te permiten participar en la sociedad. Gracias a los medicamentos tienes empleo. Amigos. Un futuro».
Este día, justo cuando la primera de estas señales empezaba a manifestarse de manera sonora y triunfante por encima de la razón, Charlie permaneció hasta tarde en su oficina. Solo había tres personas más trabajando en el departamento de diseño gráfico digital de la modesta agencia de publicidad de Miami que lo había contratado. A las tres las vio alejarse de sus escritorios y partir agitando la mano de forma amistosa y susurrando: «Nos vemos mañana, Charlie». Desde su lugar vio partir también a los otros empleados de la agencia: ejecutivos esbeltos en elegantes trajes de lino y empleados creativos en pantalones de mezclilla con el cabello largo y despeinado. Afuera de su ventana se empezó a desplegar la oscuridad, pero él se mantuvo inmóvil. Sintió las oleadas de locura en su mar interior, como un océano agitado por la tormenta. Sintió que la temperatura de su cuerpo aumentaba con mucha más rapidez que la de afuera de su cubículo con aire acondicionado. Buscó el teléfono celular en su bolsillo.
«Llama al doctor Starks.
»Ve a su consultorio y cuéntale lo que está sucediendo.
»Él te ayudará. Siempre lo hace.»
Dejó el teléfono sobre su escritorio y giró en su silla.
«Al diablo.
Estoy bien.
Puedo lidiar con esto solo».
Charlie sabía que en su interior había mentiras disfrazadas de verdades y verdades que parecían mentiras. Entendía que tal vez eso era lo que lo estaba confundiendo.
El problema era que no, no lo confundía.
Giró hacia su escritorio de nuevo, pivoteó en la silla giratoria, hacia atrás y hacia el frente, se inclinó, se reclinó, luego inició su computadora y se dedicó de lleno al proyecto en que él y otras personas de la agencia habían estado trabajando. Se movió hacia el frente, como si pudiera apoderarse de cada renglón en su pantalla. Ojeó la imagen. El ratón empezó a hacer clic con cada golpe de su dedo índice derecho a medida que dibujaba. Frente a él, los colores y las formas bailaron de manera seductora.
Para las nueve de la noche, Charlie sintió que había terminado todo lo que su equipo se propuso lograr para esa semana. Al llegar la medianoche supuso que, además de su propio trabajo, había completado una buena cantidad del de sus compañeros diseñadores. Desde su perspectiva, era una labor brillante, visionaria, especial. A la una de la mañana se quedó mirando la pantalla de la computadora casi sintiéndose triste de no tener nada más que hacer. Se levantó de la silla de mala gana.
La oficina estaba en tinieblas. El único escritorio donde había luz era el suyo, un pequeño cono de brillantez se enfrentaba a la insidiosa oscuridad. Supuso que debería volver a su departamento, pero luego pensó que tal vez sería buena idea ir a una pizzería que permanecía abierta hasta el amanecer en los márgenes de Coconut Grove. Aunque, en realidad, no tenía hambre, y eso le sorprendía. O quizá debería dirigirse a Bayside Park y simplemente caminar hasta que amaneciera. Antes de poder moverse siquiera, sin embargo, tuvo la sensación de que no se encontraba solo en la oficina. Giró sobre la silla.
Contempló las sombras.
Inclinó la cabeza hacia el frente. Le pareció escuchar una respiración trabajosa. Siseos.
«Hay alguien aquí.
»Alguien me observa.»
Se enderezó. Entonces se dio cuenta de que quien respiraba con dificultad era él mismo.
Levantó la mano derecha y la colocó frente a su rostro. Quería ver si temblaba, pero no alcanzaba a distinguir: sus dedos se veían estables y, un momento después, temblorosos. De pronto sintió el sudor perlarle la frente, caer en sus ojos.
—¿Quién anda ahí? —preguntó en un susurro.
«Esto no va a funcionar.»
—¿Quién anda ahí? —insistió, subiendo el tono de voz.
No hubo respuesta.
—¡Quién anda ahí! —gritó.
Le pareció que su voz retumbó en cada rincón de la oficina vacía.
Miró a la izquierda y a la derecha. Arriba y abajo. Todas las sombras tenían forma, cada una más amplia y amenazante que la anterior. Retrocedió.
«¡Tranquilízate!», se dijo. No sabía si lo hizo en voz alta o solo lo pensó. Volvió a buscar su teléfono celular. «Llama al doctor Starks».
En lugar de marcar, se quedó mirando el reloj en la pantalla. Sabía que pasaba de la una de la mañana, pero de pronto se preguntó si no sería la una de la tarde. Miró por la ventana y vio la amplitud y la negrura de la noche de Miami. Aun así, le tomó varios segundos convencerse de que era de noche, no de día.
«¡Sal de aquí!», se dijo. Esta vez, estaba seguro de que su voz fue la única que se escuchó en su interior. Tomó su mochila y se dirigió con premura al elevador. Presionó varias veces el botón.
—Vamos, vamos —murmuró—. Tengo que salir de aquí.
No estaba seguro de qué o de quién tenía que alejarse, pero sabía que, fuera lo que fuera, era real y se ocultaba entre las sombras, un poco más allá de donde él alcanzaba a ver.
Entró al elevador y oprimió con un golpe el botón de la planta baja. Sintió como si un viento frío, una presencia, se hubiera colado y ahora estuviera a su lado.
—Vamos, vamos —dijo en voz alta. El elevador respondió a su urgencia, sus puertas se cerraron con un silbido y descendió los tres pisos. Por un instante, Charlie sintió que el elevador se había atorado, como si alguien hubiera presionado el botón de emergencia para detenerlo. Le pareció que estaba tomando demasiado tiempo para llegar a su destino. Cuando las puertas se abrieron, salió apresurado y corrió por el pasillo hasta salir al estacionamiento como un hombre perseguido por lobos.
Su modesto vehículo compacto era el único en el lugar. En su piel se reflejó la tenue luz de los edificios cercanos, pero él percibió cada ligero resplandor como un relámpago cegador. Una hilera de palmeras delimitaba el fondo del estacionamiento. La ligera brisa hacía ondular los helechos. La húmeda y densa oscuridad de Miami encapsulaba toda el área, Charlie sintió que el espeso aire le dificultaba respirar. No estaba seguro de adónde dirigirse, solo sabía que debía llegar ahí rápido. En el trayecto a su automóvil, sus pies apenas tocaron el pavimento.
Cuando estuvo junto a la puerta buscó las llaves a tientas.
—Vamos, vamos… —se dijo.
Presionó en la llave el botón para liberar el seguro del auto y, en ese momento, escuchó una voz detrás de él.
—Charlie…
Se quedó paralizado, el terror lo invadió. Y en su interior retumbó el grito del último vestigio de pensamiento racional.
«Es una alucinación. Todo está bien. ¡Ignórala!»
—Charlie, me dejaste esperando hasta tarde.
Por un momento se preguntó: «¿Me sigue hablando?».
Se detuvo y volteó despacio hacia el lugar de donde provenía la voz.
Cerró los ojos, temeroso de lo que vería.
Escuchó ruidos extraños:
¡Pop! ¡Pop! ¡Pop!
Sintió como si lo hubieran golpeado tres veces en el pecho.
Se tambaleó hacia atrás.
«Estoy muerto. Me dispararon.»
Le pareció que todo giraba detrás de sus párpados apretados, como si la negrura que lo rodeaba fuera una especie de vórtice tirando hacia abajo. Sintió la puerta de su automóvil contra su espalda, luchó por mantener el equilibrio, pero sabía que deseaba algo imposible. Abrió los ojos poco a poco y miró abajo, hacia su pecho.
«Sangre.»
La vio desbordándose de su cuerpo, extendiéndose sobre su abdomen.
Sin embargo, la contradicción era absoluta:
«Debería doler.
»Pero no duele.
»No debería poder respirar.
»Pero puedo.
»Debería estar agonizando.
»No, no agonizo. No creo estar agonizando.
»O tal vez sí. Tal vez la muerte es justo esto. No puedes sentirla, ni olerla ni escucharla. Pero sabes que ha llegado.»
Tocó la mancha roja en su pecho con una mano. Densa, viscosa.
«Sangre.»
Se acercó los dedos mojados a la nariz.
«Pero no. No, no es.»
En su mente no logró formar la palabra «pintura».
Solo cayó al suelo y, perdiendo la compostura, empezó a llorar. Se enrolló, las rodillas le tocaron el pecho, las abrazó con fuerza. Gruesas e incontrolables lágrimas manaron de sus ojos acompañadas de sollozos desgarradores. Fue como si le hubieran cortado con una navaja todos los tendones y músculos del cuerpo. Su energía y el frenesí lo abandonaron por completo. Se quedó paralizado hasta poco después del amanecer, cuando por fin estuvo en condiciones de buscar fuerza en su interior. En algún momento reunió suficiente valor para sacar el teléfono celular de su bolsillo y hacer una llamada…
EL SEGUNDO INCIDENTE
Roxy:
La nota del decano de la escuela de medicina parecía codificada, estaba escrita en papel membretado de la universidad, llegó por correo postal a su casa. Una carta certificada. Qué perturbador. Todos los otros documentos que había recibido de gente de la administración o de los profesores habían llegado por vía electrónica. Esta nota tenía un aire antiguo, una autoridad atemorizante:
Estimada señorita Allison:
Ha sido acusada de forma convincente de haber
hecho trampa en su examen de medicina interna
más reciente. Esta acusación ha puesto en riesgo
su lugar en la escuela de medicina. Hemos
programado una audiencia preliminar para
hablar de esta situación en mi oficina mañana a las 9:00 a.m.
Hay una acusación adicional. Se sostiene que
tuvo usted acceso ilegal a los registros médicos
electrónicos (EMR) de pacientes en el pabellón
de psiquiatría del hospital de la universidad.
De comprobarse las acusaciones, el caso será
referido a la Oficina del Fiscal del Estado para que
se realicen las acciones legales correspondientes.
Roxy sintió que se asfixiaba, como si alguien la asiera del cuello. Tuvo que leer la carta dos veces. Se sintió mareada. Las palabras en el papel parecían confusas, parecían escritas en un idioma extraño. De pronto sintió seca la garganta. Le temblaron las manos.
Lo primero que pensó: «Se trata de un gran error».
Lo segundo: «Es imposible. No es cierto. Qué locura».
Trató de recordar el examen al que se refería la carta. Lo realizaron en línea, hubo estrictos protocolos para acceder a libros de texto y a las publicaciones médicas relevantes. No lo cronometraron. Las preguntas las enviaron de forma directa a su dirección de correo de la escuela de medicina, la cual se suponía que estaba protegida. Luego las respuestas fueron enviadas al profesor a través de la misma vía encriptada.
Roxy no recordaba más detalles, pero estaba segura de no haber violado ninguna regla al realizar el examen.
Ahora cursaba el primer año de la escuela de medicina y, antes de eso, estudió biología y literatura inglesa. Como lo predijo su difunto padre diez años antes, solo obtuvo las mejores calificaciones posibles. Summa Cum Laude.
Al igual que casi todos los estudiantes de primer año, Roxy casi no dormía. Entre las tareas de todas las asignaturas, las horas de estudio y sus labores cotidianas en la clínica de psiquiatría —un mundano trabajo de procesamiento administrativo, ya que solo le permitían observar cómo trataban los médicos a los enfermos mentales de mayor gravedad—, no tenía tiempo para dormir más de cinco horas diarias en promedio. Era evidente: todo el tiempo estaba exhausta.
Tenía ojeras y había perdido peso, lo cual no era favorable porque, de por sí, era tan delgada como una modelo. De vez en cuando, alguno de los médicos del pabellón psiquiátrico la veía y le hacía preguntas precisas sobre una posible anorexia o bulimia. A veces lloraba, cuando aún no había descansado las pocas horas que lo tenía permitido. Aunque nunca tenía tiempo para ir a la iglesia, en ocasiones rezaba para recuperar su agradable apariencia. «Alguna vez fui hermosa. Sé que puedo volver a serlo». En ocasiones incluso, el estrés de la escuela de medicina afectaba la regularidad de su periodo. Y, salvo por la ocasional hamburguesa y la cerveza que bebía con sus compañeros, casi no tenía vida social. Sabía que la soledad la estaba perjudicando demasiado, pero no veía la manera de cambiar su estilo de vida. Al menos, no mientras fuera estudiante de medicina. Mucho tiempo antes de su primer día en la escuela, el doctor Starks, su mentor y guardián legal, le advirtió que todo esto podría suceder.
También le prescribió un inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina, el famoso ISRS. El Xanax era una droga para personas con ansiedad extrema.
«Llámalo, él sabrá qué hacer», pensó.
Marcó la mitad del número completo y luego se detuvo.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, sintió que la recorría una ráfaga de vergüenza. La idea de ir llorando a ver al hombre que tanto le había ayudado para decirle «Me acusaron de hacer trampa» le parecía impensable.
«Pero no he hecho nada malo», insistió la voz en su interior. «Nunca he hecho trampa en nada».
Lo quejumbroso de su respuesta la hizo sentirse peor. Apenas iniciaba la veintena y, de un instante a otro, su vida entera estaba en la balanza. El problema era que no creía pesar lo suficiente. Era como si el pasado hubiera inundado de fantasmas su pequeño departamento. Su madre, fallecida en un accidente automovilístico. Su padre, quien murió de cáncer. Y la señora Heath, la mujer que, antes de morir de vejez, pagó sus estudios, le heredó un generoso estipendio y colaboró con el doctor Starks para encaminarla a la escuela de medicina. Se encontraba sola en su habitación, pero percibía la presencia de otra aparición, una más insistente y menos amigable: el asesino que, una década atrás, la acosó a ella y al doctor Starks por toda la Alabama rural y, finalmente, a su amiga y compañera de clase que había sido asesinada. «Hola, Joanie», le susurró al espectro de su compañera de la infancia antes de reiterar la promesa que le hizo: «No te decepcionaré. Te lo prometo».
«Una carta y estoy enloqueciendo.»
Roxy empezó a derrumbarse por dentro.
«Si me expulsan de la universidad, voy a…»
Evitó que este pensamiento se extendiera. Inhaló larga y profundamente.
«Contrólate».
Se repitió que la verdad la protegería, pero tenía la inteligencia suficiente para reconocer que las mentiras bien elaboradas tenían un poder viral y que, a menudo, para la gente resultaba mucho más sencillo y conveniente creer en la falsedad simple que en la elaborada verdad.
¿El decano sería una de esas personas?
Cómo saberlo.
Solo estaba segura de que las horas que había apartado para dormir esa noche la eludirían. No importaba cuán fatigada estuviera, al día siguiente se sentiría aún peor. Esperaba que la acusación la enfureciera lo suficiente para enfrentar la reunión con el decano.
Sabía que necesitaba adrenalina porque la adrenalina era un estimulante natural, pero se preguntó si una pastilla de Ritalín, la anfetamina que los médicos solían prescribir para el TDAH, podría ayudarle. Su vecino tendría una. Ya estaba a medio camino entre su puerta y la de él para despertarlo, pero se detuvo.
Tal vez podría sobrevivir a una noche repleta de miedo y dudas. Era claro que la misiva la había perturbado de gran manera y que necesitaba un chaleco salvavidas de tipo emocional. Pero no tenía uno disponible. O tal vez la respuesta estaba ahí, a una llamada de distancia, y ella no se atrevía a buscarla: el doctor Starks, la línea escolar para estudiantes en crisis, cualquiera de los médicos que con frecuencia la felicitaban por su trabajo. Tenía mucho temor y estaba demasiado avergonzada para marcar alguno de esos números telefónicos.
Ni siquiera podría llamar a Charlie. Sabía que hablaría con ella y le daría sus típicos consejos en ese tono medio en broma y medio en serio con que solía ayudarla a superar la ansiedad. Sin embargo, no podía o, quizá, no quería contactarlo. No sabía por qué, así que solo se quedó sentada toda la noche con la cabeza apoyada sobre el escritorio, sin saber cómo sobreviviría el día que estaba por venir.
A la mañana siguiente, dos minutos antes de las nueve, entró a la oficina del decano de la escuela de medicina. Solo llevaba consigo su computadora y la poca indignación con que trataba de ocultar el abrumador miedo de lo que intuía: que su futuro estaba a punto de desvanecerse.
—Hola, Roxanne —la recibió la secretaria del decano con un tono apacible—. ¿Puedo ayudarte en algo?
—El decano me dijo que viniera a las nueve —respondió la joven con voz temblorosa. Estaba preparada para pelear, para llorar o para suplicar, no sabía para qué, pero sentía tensos todos los músculos del cuerpo, como un boxeador justo antes del toque de la campana. El alegre recibimiento de la secretaria la desarmó.
—¿Sí? No he visto nada en su agenda, permíteme revisarla de nuevo…
La amable mujer dejó lo que estaba haciendo y levantó el auricular.
—¿Te encuentras bien, cariño? —dijo preocupada— Te ves… —agregó—. ¿Ha pasado algo?
La secretaria estaba acostumbrada a poner en contacto a los estudiantes de primer año estresados con ciertos terapeutas de la escuela que ofrecían su ayuda.
Roxy negó con la cabeza a pesar de lo obvio de la respuesta.
La secretaria marcó en un intercomunicador.
Mientras esperaba, la joven transfirió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra varias veces.
—El decano vendrá en un momento. Tiene un día muy pesado…
Roxy levantó la vista. De una de las oficinas interiores salió un hombre delgado con gafas con armazón de metal y en vías de quedarse calvo. El decano era el tipo de individuo del que seguro se burlaron en la preparatoria por las calificaciones perfectas que sacaba en los exámenes, pero que no permitió que los insultos y las provocaciones lo mortificaran en ninguna etapa de la obtención de los distintos grados académicos.
—Hola, Roxy —dijo el decano en tono familiar—. Hoy en verdad estoy muy presionado. ¿No se supone que deberías estar camino a la conferencia de patología? ¿Qué sucede?
Dejó de hablar en cuanto vio la expresión de absoluta sorpresa en el rostro de la estudiante.
No dijo nada al principio, solo le entregó la carta.
Y lo vio leerla.
—Pero… —dijo el decano— pero… —se detuvo y volvió a leerla—. Esta no es mi firma y yo no escribí esto.
Roxy casi se desmaya, como si alguien la hubiera golpeado en el rostro.
Ahora fue ella quien murmuró:
—Pero…
—Creo que se debe realizar una investigación —dijo el decano—. ¿Puedo conservar este documento? —preguntó señalando la carta.
Roxy asintió.
El decano titubeó de nuevo.
—Esto no es cosa de broma —exclamó—. Alguien quiere hacerte daño de verdad. No sé cómo obtuvieron acceso a nuestro sistema ni cómo consiguieron el papel membretado. Además, esta acusación sobre los registros médicos… me parece que es un delito y tendré que darle seguimiento. La ley lo exige. ¿Tienes idea de quién habrá podido hacer esto?
«¿Quién me odia?», pensó Roxy.
«¿Un exnovio resentido? ¿Algún chico que dejé plantado? ¿Un compañero celoso? ¿Un bromista?»
No tenía idea.
—No —contestó Roxy con voz temblorosa. Deseaba sentir alivio. «Todo es mentira», se dijo. Luego pensó: «Pero ¿por qué?». Y entonces, de forma abrupta, supo que le acababan de dar una disimulada lección personal que ningún programa en ninguna escuela de medicina ofrecía: era ella una joven vulnerable y muy frágil.
EL TERCER INCIDENTE
Ricky:
Algunos minutos antes de las siete de la mañana, justo antes de que llegara su primer paciente, Ricky recibió una llamada inesperada. En el identificador apareció: D. P. Homicidios. Miami.
Respondió de inmediato.
—Sí, habla el doctor Frederick Starks…
—Doctor, soy el detective Eduardo Gonzalez del Departamento de homicidios de la policía de Miami.
—Sí, ¿en qué puedo ayudarle?
—¿Es usted el médico tratante del señor Alan Simple?
—Así es.
—¿Le ha prescrito algún medicamento?
—Sí, detective, pero no puedo discutir los detalles en esta conversación. ¿Por qué me llama? Yo y el señor Simple…
Ricky estaba a punto de lanzarse en un vago sermón sobre la confidencialidad entre médico y paciente, pero el detective lo interrumpió.
—El señor Simple está muerto.
—¿Qué dice?
—Anoche manejó hasta el parque estatal Bill Baggs en Key Biscayne, caminó hasta el borde del agua y se dio un disparo.
—¿Cómo?
—Un suicidio al parecer.
—Pero…
Ricky sintió que le constreñían una arteria del corazón. Su pulso se aceleró, la cabeza empezó a darle vueltas, como si lo aquejara de golpe una virulenta enfermedad exótica. El detective continuó:
—¿Estaba de verdad deprimido? ¿Usted vio venir esto?
—No, no en realidad, pero…
—¿No tenía idea de que el señor Simple podría quitarse la vida?
—No. No. Por supuesto que no. En absoluto.
—Comprendo —dijo el detective en un tono que indicaba lo contrario—. Su paciente le dejó un mensaje escrito.
—¿Un mensaje? ¿A mí?
Ricky quedó mudo. Estaba asombrado, de pronto se sintió enfermo, empezó a sudar frío. Se aferró al borde del escritorio con la mano que tenía libre. Trató de imaginar a su paciente: cuarenta y tantos años, casado, dos niños pequeños. Exitoso hombre de negocios. Lo aquejaba una ansiedad recurrente debido a un padre abusivo que golpeaba a su madre en su presencia cuando era niño. Le preocupaba que las abruptas oleadas de ira que con dificultad controlaba lo transformaran en su padre. Su mejoría, sin embargo, era real. Un hombre en contacto con su mente y con sus sentimientos. No mostraba ninguna señal de pensamientos suicidas. Su desesperación tampoco parecía descontrolada, no se sentía atrapado entre cuatro muros que lo dejaban sin opciones. Nada de frases como: «El mundo estaría mejor sin mí en él» o «Ya no soporto este dolor». Ricky pensó: «No, no era un caso difícil en absoluto. Solo requería de la terapia de rutina. Interesante. Intenso. Pero manejable».
—Sí —continuó el detective—, lo dejó sobre el tablero de su automóvil. Un vehículo envidiable, por cierto. Mercedes recién adquirido. Si gusta, puede pasar a mi oficina en un par de días para recogerlo. El mensaje, no el Mercedes.
El detective pronunció la última frase con un cinismo apabullante.
Ricky sintió que lo acababan de atropellar. «¿Qué fue lo que no vi?». Sesiones, conversaciones. En su interior rebotaron las horas que pasó hablando con su paciente. De pronto sintió que se deslizaba sin control, que su mundo entero era una superficie resbalosa.
—¿Quiere saber lo que dice la nota, doctor? —añadió el detective.
—Sí —contestó Ricky, pero no estaba seguro de desearlo en verdad.
—Es solo un renglón: «Toda la culpa es suya, doctor Starks». Eso es todo.
Ricky respiró agitado.
—¿Es cierto esto, doctor? —preguntó el detective, pero era obvio que no esperaba una respuesta honesta. O que respondiera en absoluto.
PRIMERA PARTE
LA TRECEAVA LABOR
2
UNA TARDE DOMINICAL
Diez años después de la muerte del señor R
Aunque de una manera muy peculiar, pensó Ricky, era como asistir a su propio funeral. O a un funeral parcial. Como si una parte de él se hubiera ido en ese féretro.
Se sentó. Solo.
Sabía que no era bien recibido.
En más de una ocasión la viuda del paciente fallecido giró en su asiento, lo miró con ira y acercó a sus hijos más a ella como si Ricky fuera una especie de infección amenazante. Su mirada decía: «Leí el mensaje, usted es el culpable. No él. Tampoco yo. Ni nadie más. Usted». El psicoanalista no estaba seguro de que la mujer se equivocara por completo. El peor momento fue cuando la hija de doce años de su paciente se puso de pie, se dirigió a la multitud y, ahogándose en lágrimas, leyó una breve declaración intitulada «Mi papi», la cual provocó que los desconsolados abuelos comenzaran a sollozar en ese instante.
Ricky se sintió viejo por primera vez en su vida. Y cansado.
Con la mirada fija en el féretro de caoba cubierto de flores blancas debajo de un cáliz de plata y un crucifijo, comprendió: «Hoy me he acercado muchísimo más al final que al principio».
Casi no escuchó a los otros oradores. Sobraron las frases como: «En la plenitud de la vida», «Tenía tanto por vivir» y «Nunca sabremos cuán grande era el dolor de Alan».
Al escuchar esta última frase, se dio cuenta de que él, mucho más que cualquiera de los presentes en la iglesia, debió de saber el alcance de la pena de aquel hombre. Trató de conciliar esta idea con una débil excusa: «Los médicos pierden pacientes sin importar cuál sea su especialidad. Las cirugías se complican. La quimioterapia no garantiza matar todas las células cancerosas. El ventilador asistencial no puede evitar la desintegración de los pulmones». Su reflexión lo llevó de vuelta a sus días en la escuela de medicina, recordó los cientos de maneras en que un paciente podía morir. Diagnóstico erróneo. Prescripción equivocada. Negligencia. Estupidez. No haber detectado en un electrocardiograma, un ultrasonido o un hemograma lo que debió ser evidente.
Convertirse en psicoanalista significó eludir muchas de estas situaciones.
Él no tenía que lidiar con insuficiencias cardiacas ni cánceres de pulmón.
Sin embargo, había otros peligros.
Como el de lidiar con la mente y las emociones que acechan en su interior. Las amenazas podían ocultarse mejor en la memoria que en la sombra de una radiografía o en una colorida línea de una resonancia magnética. Entre los estudiantes de la escuela de medicina que se encaminan a psiquiatría hay una broma recurrente: «Solo hay dos tipos de psiquiatras: a los que se les suicidó un paciente y a los que no se les ha suicidado un paciente. Aún».
Su pensamiento volvió a la iglesia donde se celebraba el servicio religioso. Miró alrededor. La luz del sol se colaba a través de los modernos vitrales. Representaciones de escenas bíblicas tan abstractas que era difícil identificarlas: ¿San Cristóbal levantando al niño Jesús para atravesar un embravecido río? Quizás. Imágenes demasiado modernas, como Miami mismo. Una iglesia que no se dirigía a una tradición desgastada, sino que disfrutaba de la música rap y los bikinis de lazos. Como si, contradictoriamente, la transparencia de los rojos, azules, dorados y blancos de los vitrales ocultaran el constante calor acumulado en el exterior. Pensó que los funerales deberían ser oscuros y aciagos. Fríos, envueltos por el penetrante y helado viento de la puritana Nueva Inglaterra en noviembre. Pero en lugar de eso, el escenario del de su paciente incluía rayos de sol implacables, un cielo azul y las bamboleantes palmeras del sur de Florida.
El traje color carbón le apretaba. El sudor empezó a acumularse en sus axilas. El que le corría por la frente lo pudo enjugar de vez en cuando con un pañuelo que acumulaba la humedad con rapidez. Sintió que la corbata lo ahogaba, como si las manos de la muerte rodearan su cuello y lo asieran con fuerza. El último orador en el funeral se puso de pie para dirigirse al podio. Era el hermano menor de Alan Simple. Miró al psicoanalista fugazmente y con el entrecejo fruncido, luego inclinó la cabeza y se enfocó en su texto. Fue breve pero elegante. En cuanto el joven pronunció las primeras palabras y estas hicieron eco en la iglesia, Ricky lo reconoció: el famoso soneto de John Donne «Muerte, no seas orgullosa».
Luego se llevó a cabo una oración silenciosa y el servicio religioso terminó.
Ricky se puso de pie cuando los miembros de la familia caminaron por el pasillo del centro abrazados. A pesar de su paso constante, en sus rostros se adivinaba que, en realidad, avanzaban tambaleándose.
La última vez que estuvo en una iglesia fue diez años antes. Diez largos años. Diez felices años. En aquella ocasión, en el funeral del padre de Roxy en Alabama, se sentó en una banca del fondo, convencido de que por fin moriría a manos de la familia del difunto, la cual parecía poseída por una irrefrenable necesidad de venganza y lo culpaba de los errores que condujeron al fallecimiento de su madre muchas décadas atrás. El suicido de aquella mujer fue como una tintura que tiñó casi por completo la vida de Ricky, tanto en el aspecto profesional como en el personal. Justo detrás de él, estuvo el elusivo y letal señor R con una pistola semiautomática en la mano. Un asesino profesional, el hijo mayor de la mujer que murió por su negligencia. «Ricky, deberíamos salir del servicio religioso, para que puedas morir…» El señor R, devoto hermano de dos personas: Merlin, el adinerado abogado de Wall Street, y Virgil, la talentosa actriz. Ricky suponía que rara vez usaban sus nombres reales, que preferían usar los de las personalidades falsas que adoptaron para asesinarlo. Lo único que parecían desear esos tres individuos era verlo muerto. Habían invertido tiempo y energía, y desarrollado muchas habilidades para lograrlo. Al reconciliarse en su interior con su propio asesinato, Ricky recordó el canto coral: «Para cada momento hay una temporada…».
Sabía que, de no ser por la anciana señora Heath, una de sus pacientes favoritas, habría muerto en ese momento. La señora Heath era una adinerada viuda de Miami a quien recurrió porque sabía que sus recursos financieros podían brindarle el tipo de ayuda que necesitaba. Sin ningún indicio, la señora reconoció el peligro en que se encontraba su psicoanalista y, con la misma decisión que Gabriel empuñó la fiera espada, caminó por el pasillo central de la iglesia, tomó la Magnum .357 y le salvó la vida. Por un momento, Ricky se dijo que no había pensado en el incidente en muchos años, pero luego se dio cuenta de que, quizá, lo había recordado todos los días. Las veinticuatro horas de cada día. Mientras evocaba aquel otro funeral, en el que recuperó de forma abrupta su existencia y su futuro, pensó: «Debería llamar a Roxy. No hemos hablado en una semana. Mejor no. Debe de estar en la escuela de medicina. También debería marcarle a Charlie, necesita una llamada y una cita, solo para asegurarme de que se encuentra bien y que está tomándose sus medicamentos. Debería organizar una cena para reunirnos los tres. Así podríamos hablar, reír un poco y relajarnos».
Le habría agradado mucho que la señora Heath se uniera a ellos, sin embargo, sus cenizas llevaban cuatro años flotando en Biscayne Bay. Se encogió de hombros con discreción y pensó: «A veces, la muerte llega a tiempo y no hay nada que uno pueda hacer al respecto». Luego se unió a los otros y caminó con ellos hacia la salida, hacia la luz del día.
La familia se había reunido afuera, en la escalinata de la iglesia, para despedirse con tristeza e intercambiar sentidas condolencias.
Ricky se acercó a la viuda. Tenía la vaga intención de disculparse, aunque no estaba seguro de qué decir. Ni siquiera sabía si lo que pudiera expresar mitigaría su pena. Más bien le parecía improbable.
Cuando extendió la mano, ella le dio la espalda sin decir una palabra.
Los otros adultos de la familia de su finado paciente hicieron lo mismo. Los niños alrededor se veían confundidos.
Comprendió que las palabras serían inútiles. Cualquier cosa que dijera sonaría vana. Evasiva.
«Solo provocarías más ira. Más odio», pensó. «No reconfortarías a nadie. No habría un entendimiento. Tal vez las palabras ayuden más adelante, cuando hayan tenido tiempo para procesar la pérdida. Pero no ahora».
Se hizo a un lado y fue desapareciendo con cada escalón que bajaba. Le parecía un acto cobarde, pero luego comprendió que lo único que serviría en ese momento sería la flaqueza. Era probable que los miembros de la familia lo culparan de lo sucedido en lugar de asumir su responsabilidad. Era el blanco más conveniente. La rabia dirigida al exterior, a casi cualquier fuente arbitraria, siempre es más fácil de aceptar que la dirigida al interior, adonde tal vez pertenece de verdad. Todos los psicoanalistas lo saben.
El calor de los rayos de sol era abrasador. Sentía como si un enorme foco dirigido a él le quemara el cráneo. Como si hubiera entrado a un escenario oscuro y de repente lo bañara una luz capaz de hacerle olvidar el diálogo de su personaje. De camino a su automóvil, la luz casi lo cegó y, al pisar sobre la acera, sintió que caminaba sobre brasas ardientes. Estaba sumido en sus pensamientos, reproduciendo una vez más cada una de las conversaciones que sostuvo con el señor Simple, tratando de encontrar alguna señal de lo que estaba a punto de suceder. De pronto, escuchó que alguien gritaba su nombre detrás de él.
—Disculpe, ¿doctor Starks?
Un corpulento hombre latino con un traje que no le quedaba muy bien se acercaba a él caminando a paso veloz por la acera.
—¿Sí?
—Soy el detective Gonzalez. Hablamos el otro día…
Ricky estrechó la mano del detective.
—¿Estuvo presente en la ceremonia? —preguntó Ricky.
—Sí.
La presencia del detective le pareció un poco fuera de lugar.
—¿Por qué? No me parece que sea parte de las labores obligatorias de un detective de homicidios.
—No lo es, pero pensé que quizás usted vendría. No creí que tendría las agallas de mostrar la cara, pero quise corroborarlo de todas maneras.
El psicoanalista asintió. No respondió a la provocación de las agallas. «No tiene idea, detective», pensó.
—En fin, pensé que querría esto —continuó el detective—. Quise ahorrarle un viaje a mi oficina. O ahorrarme un viaje a la suya —explicó mientras le entregaba a Ricky una hoja de papel doblada. El psicoanalista se quedó mirándola.
«La nota del suicidio».
—Es la nota original, pero conservamos una copia para nuestro archivo.
—Gracias, detective —dijo Ricky sin sentir verdadero agradecimiento.
No estaba seguro de qué hacer con la nota. Tirarla a un cesto. Quemarla. Ocultarla en algún oscuro cajón de su escritorio. O tal vez enmarcarla y colgarla en la pared para recordar que debía levantar, voltear y examinar toda piedra emocional en el paisaje mental de sus pacientes.
Estaba a punto de girar hacia su automóvil cuando tuvo una ocurrencia. Era un pensamiento de años atrás, del tiempo de sus primeros encuentros con la familia que lo habría querido ver muerto.
—Detective, ¿está convencido de que fue suicidio? —preguntó.
—El detective titubeó por un instante.
—Así fue como lo registramos —contestó.
«Eso no es un “sí”», pensó Ricky. «Mi muerte también la registraron así hace quince años, cuando fingí mi suicidio para poder luchar contra la familia que deseaba mi muerte».
—¿Qué quiere decir? —continuó el psicoanalista.
—Pues, había solo una herida, provocada por un disparo. Un arma no registrada, comprada de forma ilegal tal vez, lo cual no es nada complicado en este pueblo. El cañón de la pistola fue apuntado directo al paladar. Encontramos el arma en la arena, junto al cuerpo. Sobre el panel de instrumentos del automóvil se encontró una nota impresa en computadora y firmada por el difunto. Todo eso se fue sumando —explicó el detective—. Coincide con las características de un suicidio. Caso cerrado. Lo único que queda es una viuda, dos niños pequeños y otros parientes discutiendo sobre quién se queda con qué porción del negocio del individuo, lo que significa bastante trabajo para algunos codiciosos abogados que terminarán llevándose la mayor parte…
Ricky percibió un pero implícito en las afirmaciones del detective. Por eso se atrevió a insinuar…
—Pero hay algo que…
—¡Ah! Sí, si gusta, puede llamarlo «el sexto sentido de un policía», doc. Pero me parece que todo resulta demasiado pulcro. Ya sabe, no me refiero forzosamente a un escenario preparado, sino a que cada pieza se encontraba en el sitio correcto, donde uno la esperaría: lugar aislado, ausencia de cámaras de seguridad, la pistola aquí, la nota allá y, en mi experiencia, las cosas no son nunca así de prolijas. Siempre hay cierto desorden, incluso en los suicidios. Siempre.
«Mi experiencia me dice lo mismo», pensó Ricky, pero no lo dijo.
El detective encogió los hombros despacio, de forma exagerada, pero continuó hablando rápido.
—Es por eso por lo que hoy vine a buscarlo. A menos de que salga algo más a la luz, será caso cerrado, pero quería volver a verificar algunas cosas con usted, cara a cara. Su paciente, ¿alguna vez mencionó algo sobre rivales en los negocios o socios a los que les estuviera robando? ¿Temía por su vida debido a algún negocio alternativo? Tal vez vendía cocaína para llegar al fin de mes, dado que tenía un estilo de vida bastante extravagante, pero no suficientes recursos para mantenerlo. O, ¿quizá tenía enemigos? Ya sabe, un verdadero adversario. ¿O tal vez engañaba a su esposa y ahora hay por ahí un esposo celoso riéndose y pensando: «Me salí con la mía»? No lo sé, doc, ¿habrá algo que pudiera indicarnos que se trató de un homicidio en lugar de lo que parece que fue?
El detective lanzó con celeridad todas estas posibilidades, desplegó frente a Ricky un abanico.
—Tendría que revisar las notas de mis sesiones…
El detective sonrió.
—¿Acaso no lo hizo justo después de que llamé para darle la noticia?
Fue lo que hizo.
—Porque, si su paciente le hubiera mencionado algo, usted lo recordaría, ¿no es cierto doctor?
Ricky asintió.
—Sí, lo recordaría.
—¿Nunca dijo algo como: «Alguien quiere matarme»?
—No que yo recuerde. Tampoco creo haber anotado algo así.
—Y si así fuera, ¿me lo diría?
—Por supuesto. La confidencialidad entre el médico y el paciente también tiene sus límites.
—Comprendo. Entonces, ¿recuerda algo? Por trivial que parezca. Algo que le resulte un poco fuera de lugar. No sé, un gesto que lo haya inquietado. A veces basta un detalle para continuar investigando —dijo el detective con peculiar persistencia.
—Para mi profesión, a veces también basta con un detalle, detective.
Gonzalez sonrió.
—Muy cierto. Y bien, ¿recuerda algo, doc?
Ricky titubeó mientras hurgaba a toda velocidad en sus recuerdos.
En blanco. Nada. Parecía que el calor que le martilleaba el cráneo le había borrado la memoria.
—No, lo lamento.
—¿Está seguro?
—Sí —contestó Ricky, aunque no era cierto.
—¿Su paciente no le llamó antes de suicidarse?
—No.
El detective sonrió. Ironía. Incredulidad.
—Encontramos el teléfono celular en la arena junto a la pistola. El último número que marcó fue el suyo.
—Nunca recibí esa llamada.
El detective asintió, pero su gesto no parecía indicar que le creyera.
—Tal vez colgó antes de que se estableciera la conexión —dijo—. ¿Estaba usted en casa esa noche? ¿Tenía su teléfono a la mano?
—Sí. Y sí.
—¿No dejó pasar alguna llamada sin contestar? ¿Cómo alrededor de las once de la noche?
—No. No que me haya dado cuenta.
—¿Lo ve? Ese es el tipo de suceso fuera de lugar que me pone a pensar. Uno de esos detalles.
—Comprendo —dijo Ricky—, pero nunca recibí dicha llamada.
—De acuerdo. Mire, doc, si llegara a recordar algo que pudiera cambiar la situación, llámeme —dijo, al tiempo que le entregaba su tarjeta de presentación—. Hay otro detalle que me inquieta —agregó.
—¿De qué se trata? —preguntó el psicoanalista
—Su paciente tenía una herida en el brazo, como si él mismo se hubiera cortado. Una herida bastante profunda. Pre mortem. Sin embargo, no encontramos ningún cuchillo cerca del cuerpo. Tal vez había planeado cortarse las venas, ya sabe, a la altura de las muñecas, y luego cambió de opinión. Arrojó el cuchillo al agua, se dijo: «Al carajo» y solo sacó su pistola. Un arma muy elegante, por cierto. Este individuo no reparaba en gastos. ¿Alguna vez había visto usted algo así? ¿Alguien que intentara un tipo de suicidio, pero cambiara de opinión y usara otro método la misma noche?
—No. De hecho, me parece inusual. Nunca había oído hablar de algo así. Ni siquiera en la literatura. Es decir, algunas personas intentan con un método, fracasan y, tiempo después, usan uno más eficaz…
Ricky se detuvo. Sonaba como si estuviera ofreciendo una soporífera conferencia.
El detective sonrió y señaló la nota de suicidio.
—Es interesante, ¿no le parece, doctor? Tanto usted como yo trabajamos en negocios que consisten en establecer la culpabilidad, ¿cierto? O, quizá deba usar una palabra más adecuada: establecer las causas. Usted busca una causa psicológica para apuntar hacia algún móvil, ¿verdad? ¿Y yo? Yo busco a alguien físicamente responsable: el causante de un crimen. Alguien a quien pueda imputarle una fechoría. Desde mi perspectiva, lo que usted busca es un crimen y un resultado, solo que de un tipo distinto.
Ricky no respondió a pesar de que le parecía que el detective podría tener razón. El hombre frente a sí parecía exudar el aroma de la sospecha cada vez que articulaba una idea.
El detective también sonrió, pero no como si estuviera a punto de reír.
—¿Tiene usted en casa otros souvenirs como el que le dejó el señor Simple, doc?
Ricky odió la palabra souvenirs, pero no externó su desprecio, solo miró al detective directo a los ojos.
—Si los tuviera, le aseguro que no se lo diría.
—Eso imaginé —dijo el detective—. No se aleje demasiado, doctor, es probable que tenga más preguntas para usted si las cosas llegaran a agitarse un poco.
El detective se quedó en silencio esperando que Ricky asimilara sus últimas palabras, luego giró y se alejó caminando por la calle. El psicoanalista se quedó inmóvil un rato. «Espero no volver a tener un día así de malo en mi vida», pensó.
Bajó la mirada y vio el mensaje. En ese momento recordó las palabras del centenario soneto que el hermano del difunto leyó un poco antes, en el servicio religioso: «Muerte no seas orgullosa, aunque algunos te hayan llamado Poderosa y terrible, no lo eres…».
Ricky pensó que había visto demasiada muerte, tuvo la sensación de que cada fallecimiento indicaba que aún habría más, que se estaban acercando y pronto tocarían a su puerta. Esta gélida sensación lo acompañó hasta su automóvil y se mantuvo a su lado en su recorrido a casa. Al insistente calor y los opresivos rayos del sol de Miami parecía haberlos remplazado el helado viento de la puritana Nueva Inglaterra en noviembre.
Para cuando se detuvo frente al acceso vehicular de su casa, la tarde había partido y la noche se aproximaba con celeridad. Oprimió el código numérico en la reja de la entrada sintiendo el abrazo del follaje que impedía que su casa fuera vista desde la calle. A esta privacidad la definía el carácter selvático de Miami, la posibilidad clara de que si todos los equipos de mantenimiento de jardines se pusieran en huelga de repente, y si todas las podadoras de césped y las tijeras para dar forma a los arbustos dejaran de funcionar al mismo tiempo, bastarían unos minutos para que, con un poco de lluvia y de sol, la naturaleza reclamara lo que alguna vez le perteneció de forma absoluta.
El psicoanalista llegó al frente de su casa y se detuvo. Tenía la cabeza repleta de preguntas sobre su paciente y todas comenzaban con ¿Y si…? Lo repentino de la muerte lo había distraído demasiado.
Su primer reflejo fue entrar a su consultorio y revisar de nuevo sus notas de las sesiones. No dejaba de pensar: «Debe de haber algo». Pero luego venía la contradicción: «No, sabes que no hay nada».
A estos pensamientos los seguía un tercero. «Y si lo hubiera, ¿de qué serviría?».
Ricky era en extremo cuidadoso con las notas de sus sesiones, lo había sido siempre, desde que se lanzó de lleno a la profesión de psicoterapeuta. Había afinado su memoria para retener las palabras y las inflexiones precisas de lo que le decían sus pacientes. Luego, al terminar las sesiones, escribía los testimonios. Los primeros años lo hizo en cuadernos, pero ahora usaba archivos en su computadora. Había tantos secretos en esas páginas, tantas observaciones y diagnósticos.
Imaginó a su paciente muerto. «¿Se habrá despedido de alguna u otra manera de su esposa y sus hijos? No lo creo. No tendría sentido, ni siquiera en el caso de un intento determinado de suicidio». Luego imaginó al hombre conduciendo su automóvil hasta aquel aislado punto en Key Biscayne.
«Debió llamarme. ¿Por qué no hubo conexión?
»Yo debería saber la respuesta a esta pregunta.
»Amaba a su esposa.
»Adoraba a sus hijos.
»Su empleo lo hacía sentir pleno.»
«Era próspero y respetado. Su futuro parecía a todas luces favorable.»
«Vino a verme porque no quería convertirse en otro, en alguien a quien odiaría. Fue una señal de fortaleza, un acto con el que mostró reflexión, inteligencia. Estaba tratando de lidiar con sus miedos. Estaba progresando.
Entonces, ¿de dónde surgió esta necesidad de suicidarse?
Vuelve a ver las notas», se dijo.
«Tal vez creía que ya no podría superar lo que vio en su pasado, que estaba condenado a convertirse en lo que no deseaba. Quizá creyó que, si se mataba, podría proteger a otros.»
Ricky se dio cuenta de que esta era una explicación conveniente, de esas que le permiten a uno desprenderse, pero que tal vez no se acercaba a la verdad lo suficiente.
Apagó el motor de su automóvil y levantó la vista.
Un relámpago helado de terror lo recorrió de pies a cabeza.
Por un instante sintió que no podía respirar.
La puerta del frente estaba abierta de par en par.
El sistema de alarma debió de haberse activado, pero no se escuchaba nada. La empresa de seguridad que lo monitoreaba habría tenido que llamarle o enviar un mensaje, pero no recibió nada. Se preguntó si, en su prisa por llegar al funeral, él mismo habría dejado la puerta abierta. Uno de esos olvidos y distracciones que se tienen cuando uno empieza a envejecer.
«De ninguna manera.
No en Miami.
Cerrar con llave y seguro.
Programar la alarma.»
Hacía todo esto al salir como si fuera parte de su memoria muscular.
El primer reflejo que tuvo fue volver a subir al automóvil, encenderlo e irse de ahí. Llamar a la policía desde un lugar seguro, esperar a que llegara una patrulla y luego caminar vacilante detrás de un par de corpulentos y bien armados policías para entrar a su casa, revisar cada habitación y asegurarse de que no hubiera intrusos.
A pesar de que no dejaba de decirse que esa opción sería la más prudente, no hizo nada de ello.
Se deslizó con cuidado, salió del auto y subió por las escaleras despacio hasta llegar a la puerta abierta.
Miró con curiosidad las tinieblas en el interior.
Estiró la mano hasta la pared que tenía al lado y encendió un interruptor.
La brillantez dispersó la angustia. Miró alrededor tratando de detectar lo que habían robado, pero no guardaba dinero en efectivo en casa y tampoco tenía un arma o algo igual de atractivo para un ladrón. Pensó que, quizás, algún adicto se enteró de que era médico y supuso que tendría muestras de medicamentos controlados en algún lugar de su casa. Pero no era así. Fuera de esas posibilidades, sabía que, quienquiera que haya entrado a su casa, seguro sufrió una decepción.
Aun así, aguzó el oído. «¿Pasos? No. ¿Una respiración delatora? No. El sonido del martillo de una pistola siendo jalado para cortar cartucho o una ronda de balas siendo colocadas en la recámara de un revólver? No». Quería cerciorarse de que estaba solo a pesar de que sentía que no era así.
Volvió a decirse que debería llamar a la policía.
Volvió a ignorarse.
Entró a cada habitación.
Cocina: vacía.
Sala: vacía.
Dormitorios: todos vacíos. Las puertas de los clósets, cerradas.
Comedor, la terraza. Justo como los dejó antes de salir: vacíos.
Lo último que revisó fue su oficina. El santuario donde daba consulta. Era la única habitación de su hogar cuyo diseño cumplía un doble propósito. Era minimalista de cara a sus pacientes, pero al mismo tiempo reflejaba su profesión. Tenía algunos títulos escolares y premios enmarcados, un librero con textos médicos y el famoso retrato de Freud fumando puro y mirando con aire severo al fotógrafo anónimo detrás de la cámara.
Supuso que habían registrado la oficina. Supuso que encontraría muebles de cabeza, cajones en el suelo, papeles por todos lados, cuadros pintarrajeados, libreros maltratados y volcados en el suelo. En fin, la labor de un ladrón frustrado en busca de algo de valor para vender y pagar sus drogas.
Pero no encontró nada de eso.
La habitación se veía intacta, al menos de forma superficial. Estaba justo como la dejó antes de salir al funeral.
Miró el diván de psicoanálisis que rara vez usaba y luego el par de sillas colocadas frente a frente donde conducía la mayor parte de sus terapias. Una, dos o tres veces por semana, dependiendo del nivel de la angustia del paciente. Los antiguos cinco días freudianos en el diván y la hora de cincuenta minutos se habían vuelto obsoletos y poco comunes. Demasiado costosos para algunas personas. En el caso de otras, dicho régimen quedaba fuera de la cobertura de su seguro médico y, para algunos impacientes, representaban un tratamiento demasiado prolongado. Diez años antes Ricky llegó a sentirse como un pesado dinosaurio avanzando con dificultad en un mundo donde lo común eran los aviones de propulsión a chorro y, ahora, se imaginaba como un psicoanalista que miraba al cielo y anhelaba ser incluso más viejo y sin estilo porque no estaba seguro de que le agradara en lo que se había convertido el estilo. Un dinosaurio nostálgico. Se quedó mirando el vacío. Se vio a sí mismo y a su paciente muerto sentados frente a frente, apenas una semana antes. Escuchó en su mente la rutinaria conversación que sostuvieron. Progreso constante, casi alentador. «¿Dónde estaba la muerte ese día?», se preguntó.
Se acercó al escritorio, aún seguía buscando con cautela alguna señal de violación del espacio. Miró por todo el lugar, pero incluso la lapicera en el rincón se veía intacta.
Empezó a relajarse sin saber por qué, tuvo una sensación de alivio, de que todo estaba como debería. Trató de formarse en la mente la imagen de un ladrón irritado y decepcionado que se tomó la molestia de desactivar el sistema de alarma, pero que al entrar no encontró nada de valor ni fácil de vender. Casi sentía ganas de reírse de aquel ficticio artista de la intrusión.
«Mala suerte. Elegiste al médico equivocado para robarle. Debiste buscar un cirujano ortopedista con una caja llena de muestras de opioides o un oncólogo con un cajón repleto de fentanilo.»
Pero justo cuando empezaba a invadirlo esa sensación de: «Me salvé de una experiencia horrible», vio algo que hizo que su corazón casi dejara de palpitar.
El teclado de su computadora brillaba.
Bermellón sobre el blanco de las teclas.
Sangre. Salpicada.
Le pareció que las gotas habían sido colocadas ahí con todo cuidado.
Extendió la mano y las tocó. Levantó los dedos y examinó el color rojo profundo que le cubría las yemas.
«Inconfundible.»
Se quedó un momento junto a la silla.
Trató de imaginar quién se habría sentado en ella. Solo podía visualizar una sombra. La sombra que dejó abierta la puerta del frente y que, tras no tocar nada en ninguna de las otras habitaciones, salpicó su teclado con aquel espeso líquido. La que le dejó una invitación a sentarse en el lugar que ocupó poco antes.
Sacó del bolsillo de su traje un pañuelo ligeramente húmedo y limpió la sangre.
No sabía de quién era. Tampoco sabía por qué estaba ahí.
Levantó la vista y miró la oscura pantalla de la computadora.
Luego, guiado por un exabrupto de ansiedad, estiró la mano despacio, tomó el ratón e hizo con él clic en dos ocasiones.
Esperaba ver el protector de pantalla de costumbre: una emotiva imagen de mucho tiempo atrás en la que aparecían su difunta esposa y él afuera de su casa de vacaciones en Cape Cod. Estaban tomados del brazo, el sol brillaba en sus rostros, el aire les agitaba el cabello, ambos eran jóvenes y el mundo estaba lleno de promesas por cumplir. Una fotografía que desencadenaba recuerdos de amor y tristeza, tomada antes de que el cáncer lo complicara todo. También antes de que el señor R y sus letales hermanos volvieran a entrar en su vida y la enredaran de una forma que jamás habría imaginado. Una imagen capturada antes de que esos mismos seres sanguinarios arruinaran la primera parte de su vida, instados por el médico al que durante tanto tiempo consideró su mentor, cuando se vio forzado a incendiar la casa en Cape Cod para fingir su propia muerte. Una imagen tomada también mucho antes de que la segunda parte de su vida se viera interrumpida, casi llegara a su fin y luego se restaurara en una iglesia en un instante. No a causa del poder redentor de la fe sino por el fuego de un disparo.
Se dejó caer en la silla.
Lo que apareció frente a él no era la fotografía que esperaba.
Vio un nuevo protector de pantalla:
Un cadáver.
Le tomó un instante comprender quién era. Se quedó helado al reconocerlo.
Su paciente. El señor Alan Simple.
Tendido sobre la arena.
Con las piernas hacia afuera y los brazos bien extendidos.
Era un híbrido entre una fotografía noir de arte abstracto de Helmut Newton y una típica imagen de escena de un crimen.
Estaba conmocionado, Ricky solo alcanzó a espetar:
—¡Lo asesinaron!
En su mente, la palabra asesinar solo se relacionaba con tres personas, y una de ellas estaba muerta. Desde hace diez años.
Sin embargo, antes de poder procesar algo más, de caminar mentalmente sobre la estrecha cornisa entre suicidio-oficial y homicidio-extraoficial, sintió que algo trataba de atraerlo al interior de la imagen. Como sucede con un curioso observador en la periferia de un accidente automovilístico o un desastre natural, seducido de forma inexorable por el retrato de la muerte.
La fotografía fue tomada desde el borde del agua en la oscuridad. Brillaba un poco debido a la luz de la cámara; quien la realizó se encontraba erguido a los pies del cadáver, por lo que su rostro apenas era visible. Tampoco era posible ver mucho del daño que le causó la bala al cráneo. Una gran mancha de sangre color rojo profundo se extendía sobre la arena clara. Las piernas del hombre estaban dobladas, casi retorcidas por la violencia de la muerte. El cuerpo se extendía como la maleza en un jardín abandonado y silvestre. El arma, como el detective le había dicho, se encontraba cerca de la mano de su paciente. En el fondo se veía el elegante Mercedes, y sus faros frontales iluminaban la escena de playa y palmeras.
Ricky miró la imagen como hipnotizado.
El cuándo era obvio. Algunos segundos después de la muerte. Le tomó un minuto empezar a imaginar por qué habría alguien allí para tomar aquella fotografía y cómo llegó a la pantalla de su computadora. Pero responder a estas preguntas parecía imposible. Se escuchó respirar de forma superficial.
En el centro de la pantalla, justo arriba de la cabeza del difunto, vio el campo que le solicitaba su contraseña para acceder a Internet y a la información almacenada en la computadora.
Escribió Miamishrink1 con manos temblorosas.
El campo y las letras se sacudieron: Contraseña incorrecta.
—Demonios —murmuró.
Se concentró, digitó cada letra y número con cuidado, verificando que las minúsculas y la mayúscula fueran tecleadas de la manera correcta.
El campo volvió a sacudirse.
Era ilógico. Llevaba años sin modificar la contraseña.
—¿Por qué no funcionas? —preguntó a la computadora, pero esta no contestó.
Lo intentó con una contraseña anterior: Freudfollower!
Tampoco. El campo volvió a sacudirse.
Trató de recordar. Intentó un par de combinaciones más. Probó con la fecha de su cumpleaños. Su aniversario de bodas. Lo intentó con el nombre de la primera mascota que tuvo cuando era niño. Lo intentó con el largo apellido de soltera de su difunta madre. De mala gana, probó variaciones del nombre de su esposa y, desesperado, lo intentó incluso con la fecha de su fallecimiento.
Nada funcionó.
Abrió uno de los cajones del escritorio y buscó su viejo cuaderno. Además de números telefónicos, direcciones y detalles variados sobre pacientes y colegas, en él había escrito las contraseñas de sus cuentas bancarias, tarjetas de crédito, suscripciones a periódicos, televisión por cable, servicios de streaming y cualquier otra cosa que necesitara un código o palabra secreta. En un mundo en el que se suponía que la seguridad era primordial, toda la existencia digital de Ricky estaba registrada en un cuaderno barato forrado de plástico imitación piel.
Había desaparecido.
Se reclinó en su asiento. En su interior, la frustración y el miedo se mezclaron y circularon sin obstáculos. Trató de analizar lo que había sucedido.
«Alguien tuvo acceso a mi computadora. Alguien modificó las claves de acceso. Alguien estableció este nuevo protector de pantallas. Y me robaron.»
La sensación de violación a su privacidad hizo que los dedos le hormiguearan. Murmuró varias obscenidades.
Sacudió la cabeza y escribió en el campo para la contraseña:
Zimmerman.
Era el nombre falso del impostor que se había hecho pasar por un paciente y quien con toda diligencia se había reclinado en su diván para contarle historias de su infancia, todas falsas, mientras, en realidad, se dedicaba a analizarlo para aprender su rutina. Eso fue quince largos años atrás. Zimmerman, el «paciente», era en realidad el señor R. Hermano. Psicópata. Asesino profesional. Líder de una familia sedienta de venganza.
La palabra no funcionó. Intentó otra cosa:
Señor R.
Tampoco. Entonces escribió:
Merlin.
No. Y por último:
Virgil.
Una vez más, acceso denegado. Se detuvo, respiró hondo y escribió el nombre del primer personaje creado por el asesino muerto, el nombre que llegó con la carta que recibió en su cumpleaños cincuenta y tres, que decía: Bienvenido al primer día de su muerte, y que traía consigo el desafío de quince días para adivinar su verdadero nombre y evitar así un asesinato anónimo que se realizaría en algún lugar. El asesinato de algún miembro de su lejana y desconectada familia. Era el nombre que más lo había atormentado en la vida, el que más deseaba olvidar aunque sabía que era imposible. El nombre de sus pesadillas.
Rumpelstiltskin.
La computadora se desbloqueó de inmediato.
1
TRES INCIDENTES
Dos que el doctor Starks no notó de inmediato y un tercero del que sí se percató
En una reunión por la tarde, en una gran sala de conferencias de la escuela de medicina de la universidad.
—Ricky:
El doctor Frederick Starks guardó silencio antes de finalizar la jornada de conferencias «Por qué el psicoanálisis continúa siendo valioso en el mundo moderno». Los reflectores frente a él lo deslumbraban y le dificultaban distinguir los rostros de los asistentes, pero sabía que Roxy estaba cerca de ahí, en algún lugar, tal vez en la primera o la segunda fila, rodeada de sus colegas psiquiatras y de los otros estudiantes de la escuela de medicina. Sabía también que, quizá, Charlie habría salido del trabajo un poco más temprano ese día, pero estaría atrapado en un asiento lejos del escenario, al fondo del auditorio repleto. Ricky quería impresionar a los asistentes con reflexiones profundas; sentía que iba un poco a la deriva y se acercaba con rapidez a lo que temía que todos reconocerían como un cliché. Pero, más que nada, deseaba hablar con las dos personas que ahora formaban parte de su vida. Diez años antes, cuando tuvo que librar una segunda batalla con la familia que lo quería muerto, Charlie, un paciente poco regular que lidiaba con el trastorno bipolar, le salvó la vida. En tanto que Roxy, una huérfana aterrorizada de trece años, se convirtió en una menor bajo su custodia. Los dos jóvenes se habían vuelto muy importantes para Ricky desde entonces.
No se preguntó quién más podría haber asistido a la conferencia.
—Permítanme dar fin a estas palabras —dijo y, antes de continuar, dejó que el silencio se instalara en el auditorio—. Tal vez se trata de una visión antigua en este mundo moderno, plagado de estímulos en el que no podemos seguir esperando, un mundo pletórico de gratificación instantánea y tecnología de punta… pero hay algo, una verdad fundamental que continúa siendo importante y que impregna todas nuestras interacciones: La esencia absoluta del psicoanálisis radica en una sola noción…
Volvió a quedarse en silencio con la intención de conmover al auditorio.
—… que el pasado, tanto el malo como el bueno, nunca muere. Influye de manera permanente en la trayectoria de nuestro futuro. Si logramos escuchar el resonar de los pasos en los lugares donde hemos estado y la manera en que cada uno de esos movimientos repercute en nuestra vida a lo largo de los años, entonces cada zancada hacia delante será más sencilla y considerablemente más segura. Sin embargo, también puede suceder lo contrario: cuando no alcanzamos a comprender nuestra historia íntima, corremos un mayor riesgo de tropezar y caer. Ahí es donde radica el verdadero peligro emocional.
Ricky sonrió desde el podio a la gente que no podía ver y cerró el bloc de notas donde había escrito el texto de su intervención. El aplauso del público no fue ensordecedor, pero sí entusiasta y sincero. Excepto por dos personas a las que no habría reconocido de inmediato y dos a las que sí, de no ser porque toda la gente se escabulló con rapidez antes de que el resto de las luces se encendieran y él pudiera distinguir los rostros.
EL PRIMER INCIDENTE, UNA SEMANA MÁS TARDE
Charlie:
Sintió que lo invadían las sensaciones gemelas que ya conocía: temor abrumador y energía irrefrenable. La primera acechaba en algún lugar en el fondo de sus recuerdos. La segunda lo instaba a entrar como un guardia de seguridad demasiado entusiasta en la puerta de un local de mala reputación invitando a los paseantes a un atrevido espectáculo sexual. La obsesión comienza como un tibio impulso de emoción: «No necesito dormir, puedo lograr todo lo que deseo en menos tiempo que los demás. Soy imparable. Nadie puede lograr lo que yo y, mucho menos, con esta facilidad». Charlie se había enseñado a reconocer e identificar todos estos pensamientos como lo que eran en realidad: impostores. Antiguas sirenas mitológicas que lo incitaban a tomar el camino más rápido a la locura. Las horas que pasó en el consultorio del doctor Starks hablando de estas señales, discutiendo sobre la medicación adecuada, sobre qué dosis debería tomar de cada píldora para mantener al margen su trastorno bipolar, lo prepararon para el precipicio sobre el que siempre tenía que mantener el equilibrio.
Era como si tuviera dos ángeles guardianes en conflicto, uno bueno y otro malo. Dos ángeles guardianes riñendo en su cabeza. «Haz esto. Haz aquello. Deja de tomar estos medicamentos porque te adormecen, te vuelven estúpido y te hacen engordar. No los necesitas para ser grandioso».
O:
«No te rindas. No seas tonto. Continúa tomando tus medicamentos, te sanan, te mantienen feliz y te permiten participar en la sociedad. Gracias a los medicamentos tienes empleo. Amigos. Un futuro».
Este día, justo cuando la primera de estas señales empezaba a manifestarse de manera sonora y triunfante por encima de la razón, Charlie permaneció hasta tarde en su oficina. Solo había tres personas más trabajando en el departamento de diseño gráfico digital de la modesta agencia de publicidad de Miami que lo había contratado. A las tres las vio alejarse de sus escritorios y partir agitando la mano de forma amistosa y susurrando: «Nos vemos mañana, Charlie». Desde su lugar vio partir también a los otros empleados de la agencia: ejecutivos esbeltos en elegantes trajes de lino y empleados creativos en pantalones de mezclilla con el cabello largo y despeinado. Afuera de su ventana se empezó a desplegar la oscuridad, pero él se mantuvo inmóvil. Sintió las oleadas de locura en su mar interior, como un océano agitado por la tormenta. Sintió que la temperatura de su cuerpo aumentaba con mucha más rapidez que la de afuera de su cubículo con aire acondicionado. Buscó el teléfono celular en su bolsillo.
«Llama al doctor Starks.
»Ve a su consultorio y cuéntale lo que está sucediendo.
»Él te ayudará. Siempre lo hace.»
Dejó el teléfono sobre su escritorio y giró en su silla.
«Al diablo.
Estoy bien.
Puedo lidiar con esto solo».
Charlie sabía que en su interior había mentiras disfrazadas de verdades y verdades que parecían mentiras. Entendía que tal vez eso era lo que lo estaba confundiendo.
El problema era que no, no lo confundía.
Giró hacia su escritorio de nuevo, pivoteó en la silla giratoria, hacia atrás y hacia el frente, se inclinó, se reclinó, luego inició su computadora y se dedicó de lleno al proyecto en que él y otras personas de la agencia habían estado trabajando. Se movió hacia el frente, como si pudiera apoderarse de cada renglón en su pantalla. Ojeó la imagen. El ratón empezó a hacer clic con cada golpe de su dedo índice derecho a medida que dibujaba. Frente a él, los colores y las formas bailaron de manera seductora.
Para las nueve de la noche, Charlie sintió que había terminado todo lo que su equipo se propuso lograr para esa semana. Al llegar la medianoche supuso que, además de su propio trabajo, había completado una buena cantidad del de sus compañeros diseñadores. Desde su perspectiva, era una labor brillante, visionaria, especial. A la una de la mañana se quedó mirando la pantalla de la computadora casi sintiéndose triste de no tener nada más que hacer. Se levantó de la silla de mala gana.
La oficina estaba en tinieblas. El único escritorio donde había luz era el suyo, un pequeño cono de brillantez se enfrentaba a la insidiosa oscuridad. Supuso que debería volver a su departamento, pero luego pensó que tal vez sería buena idea ir a una pizzería que permanecía abierta hasta el amanecer en los márgenes de Coconut Grove. Aunque, en realidad, no tenía hambre, y eso le sorprendía. O quizá debería dirigirse a Bayside Park y simplemente caminar hasta que amaneciera. Antes de poder moverse siquiera, sin embargo, tuvo la sensación de que no se encontraba solo en la oficina. Giró sobre la silla.
Contempló las sombras.
Inclinó la cabeza hacia el frente. Le pareció escuchar una respiración trabajosa. Siseos.
«Hay alguien aquí.
»Alguien me observa.»
Se enderezó. Entonces se dio cuenta de que quien respiraba con dificultad era él mismo.
Levantó la mano derecha y la colocó frente a su rostro. Quería ver si temblaba, pero no alcanzaba a distinguir: sus dedos se veían estables y, un momento después, temblorosos. De pronto sintió el sudor perlarle la frente, caer en sus ojos.
—¿Quién anda ahí? —preguntó en un susurro.
«Esto no va a funcionar.»
—¿Quién anda ahí? —insistió, subiendo el tono de voz.
No hubo respuesta.
—¡Quién anda ahí! —gritó.
Le pareció que su voz retumbó en cada rincón de la oficina vacía.
Miró a la izquierda y a la derecha. Arriba y abajo. Todas las sombras tenían forma, cada una más amplia y amenazante que la anterior. Retrocedió.
«¡Tranquilízate!», se dijo. No sabía si lo hizo en voz alta o solo lo pensó. Volvió a buscar su teléfono celular. «Llama al doctor Starks».
En lugar de marcar, se quedó mirando el reloj en la pantalla. Sabía que pasaba de la una de la mañana, pero de pronto se preguntó si no sería la una de la tarde. Miró por la ventana y vio la amplitud y la negrura de la noche de Miami. Aun así, le tomó varios segundos convencerse de que era de noche, no de día.
«¡Sal de aquí!», se dijo. Esta vez, estaba seguro de que su voz fue la única que se escuchó en su interior. Tomó su mochila y se dirigió con premura al elevador. Presionó varias veces el botón.
—Vamos, vamos —murmuró—. Tengo que salir de aquí.
No estaba seguro de qué o de quién tenía que alejarse, pero sabía que, fuera lo que fuera, era real y se ocultaba entre las sombras, un poco más allá de donde él alcanzaba a ver.
Entró al elevador y oprimió con un golpe el botón de la planta baja. Sintió como si un viento frío, una presencia, se hubiera colado y ahora estuviera a su lado.
—Vamos, vamos —dijo en voz alta. El elevador respondió a su urgencia, sus puertas se cerraron con un silbido y descendió los tres pisos. Por un instante, Charlie sintió que el elevador se había atorado, como si alguien hubiera presionado el botón de emergencia para detenerlo. Le pareció que estaba tomando demasiado tiempo para llegar a su destino. Cuando las puertas se abrieron, salió apresurado y corrió por el pasillo hasta salir al estacionamiento como un hombre perseguido por lobos.
Su modesto vehículo compacto era el único en el lugar. En su piel se reflejó la tenue luz de los edificios cercanos, pero él percibió cada ligero resplandor como un relámpago cegador. Una hilera de palmeras delimitaba el fondo del estacionamiento. La ligera brisa hacía ondular los helechos. La húmeda y densa oscuridad de Miami encapsulaba toda el área, Charlie sintió que el espeso aire le dificultaba respirar. No estaba seguro de adónde dirigirse, solo sabía que debía llegar ahí rápido. En el trayecto a su automóvil, sus pies apenas tocaron el pavimento.
Cuando estuvo junto a la puerta buscó las llaves a tientas.
—Vamos, vamos… —se dijo.
Presionó en la llave el botón para liberar el seguro del auto y, en ese momento, escuchó una voz detrás de él.
—Charlie…
Se quedó paralizado, el terror lo invadió. Y en su interior retumbó el grito del último vestigio de pensamiento racional.
«Es una alucinación. Todo está bien. ¡Ignórala!»
—Charlie, me dejaste esperando hasta tarde.
Por un momento se preguntó: «¿Me sigue hablando?».
Se detuvo y volteó despacio hacia el lugar de donde provenía la voz.
Cerró los ojos, temeroso de lo que vería.
Escuchó ruidos extraños:
¡Pop! ¡Pop! ¡Pop!
Sintió como si lo hubieran golpeado tres veces en el pecho.
Se tambaleó hacia atrás.
«Estoy muerto. Me dispararon.»
Le pareció que todo giraba detrás de sus párpados apretados, como si la negrura que lo rodeaba fuera una especie de vórtice tirando hacia abajo. Sintió la puerta de su automóvil contra su espalda, luchó por mantener el equilibrio, pero sabía que deseaba algo imposible. Abrió los ojos poco a poco y miró abajo, hacia su pecho.
«Sangre.»
La vio desbordándose de su cuerpo, extendiéndose sobre su abdomen.
Sin embargo, la contradicción era absoluta:
«Debería doler.
»Pero no duele.
»No debería poder respirar.
»Pero puedo.
»Debería estar agonizando.
»No, no agonizo. No creo estar agonizando.
»O tal vez sí. Tal vez la muerte es justo esto. No puedes sentirla, ni olerla ni escucharla. Pero sabes que ha llegado.»
Tocó la mancha roja en su pecho con una mano. Densa, viscosa.
«Sangre.»
Se acercó los dedos mojados a la nariz.
«Pero no. No, no es.»
En su mente no logró formar la palabra «pintura».
Solo cayó al suelo y, perdiendo la compostura, empezó a llorar. Se enrolló, las rodillas le tocaron el pecho, las abrazó con fuerza. Gruesas e incontrolables lágrimas manaron de sus ojos acompañadas de sollozos desgarradores. Fue como si le hubieran cortado con una navaja todos los tendones y músculos del cuerpo. Su energía y el frenesí lo abandonaron por completo. Se quedó paralizado hasta poco después del amanecer, cuando por fin estuvo en condiciones de buscar fuerza en su interior. En algún momento reunió suficiente valor para sacar el teléfono celular de su bolsillo y hacer una llamada…
EL SEGUNDO INCIDENTE
Roxy:
La nota del decano de la escuela de medicina parecía codificada, estaba escrita en papel membretado de la universidad, llegó por correo postal a su casa. Una carta certificada. Qué perturbador. Todos los otros documentos que había recibido de gente de la administración o de los profesores habían llegado por vía electrónica. Esta nota tenía un aire antiguo, una autoridad atemorizante:
Estimada señorita Allison:
Ha sido acusada de forma convincente de haber
hecho trampa en su examen de medicina interna
más reciente. Esta acusación ha puesto en riesgo
su lugar en la escuela de medicina. Hemos
programado una audiencia preliminar para
hablar de esta situación en mi oficina mañana a las 9:00 a.m.
Hay una acusación adicional. Se sostiene que
tuvo usted acceso ilegal a los registros médicos
electrónicos (EMR) de pacientes en el pabellón
de psiquiatría del hospital de la universidad.
De comprobarse las acusaciones, el caso será
referido a la Oficina del Fiscal del Estado para que
se realicen las acciones legales correspondientes.
Roxy sintió que se asfixiaba, como si alguien la asiera del cuello. Tuvo que leer la carta dos veces. Se sintió mareada. Las palabras en el papel parecían confusas, parecían escritas en un idioma extraño. De pronto sintió seca la garganta. Le temblaron las manos.
Lo primero que pensó: «Se trata de un gran error».
Lo segundo: «Es imposible. No es cierto. Qué locura».
Trató de recordar el examen al que se refería la carta. Lo realizaron en línea, hubo estrictos protocolos para acceder a libros de texto y a las publicaciones médicas relevantes. No lo cronometraron. Las preguntas las enviaron de forma directa a su dirección de correo de la escuela de medicina, la cual se suponía que estaba protegida. Luego las respuestas fueron enviadas al profesor a través de la misma vía encriptada.
Roxy no recordaba más detalles, pero estaba segura de no haber violado ninguna regla al realizar el examen.
Ahora cursaba el primer año de la escuela de medicina y, antes de eso, estudió biología y literatura inglesa. Como lo predijo su difunto padre diez años antes, solo obtuvo las mejores calificaciones posibles. Summa Cum Laude.
Al igual que casi todos los estudiantes de primer año, Roxy casi no dormía. Entre las tareas de todas las asignaturas, las horas de estudio y sus labores cotidianas en la clínica de psiquiatría —un mundano trabajo de procesamiento administrativo, ya que solo le permitían observar cómo trataban los médicos a los enfermos mentales de mayor gravedad—, no tenía tiempo para dormir más de cinco horas diarias en promedio. Era evidente: todo el tiempo estaba exhausta.
Tenía ojeras y había perdido peso, lo cual no era favorable porque, de por sí, era tan delgada como una modelo. De vez en cuando, alguno de los médicos del pabellón psiquiátrico la veía y le hacía preguntas precisas sobre una posible anorexia o bulimia. A veces lloraba, cuando aún no había descansado las pocas horas que lo tenía permitido. Aunque nunca tenía tiempo para ir a la iglesia, en ocasiones rezaba para recuperar su agradable apariencia. «Alguna vez fui hermosa. Sé que puedo volver a serlo». En ocasiones incluso, el estrés de la escuela de medicina afectaba la regularidad de su periodo. Y, salvo por la ocasional hamburguesa y la cerveza que bebía con sus compañeros, casi no tenía vida social. Sabía que la soledad la estaba perjudicando demasiado, pero no veía la manera de cambiar su estilo de vida. Al menos, no mientras fuera estudiante de medicina. Mucho tiempo antes de su primer día en la escuela, el doctor Starks, su mentor y guardián legal, le advirtió que todo esto podría suceder.
También le prescribió un inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina, el famoso ISRS. El Xanax era una droga para personas con ansiedad extrema.
«Llámalo, él sabrá qué hacer», pensó.
Marcó la mitad del número completo y luego se detuvo.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, sintió que la recorría una ráfaga de vergüenza. La idea de ir llorando a ver al hombre que tanto le había ayudado para decirle «Me acusaron de hacer trampa» le parecía impensable.
«Pero no he hecho nada malo», insistió la voz en su interior. «Nunca he hecho trampa en nada».
Lo quejumbroso de su respuesta la hizo sentirse peor. Apenas iniciaba la veintena y, de un instante a otro, su vida entera estaba en la balanza. El problema era que no creía pesar lo suficiente. Era como si el pasado hubiera inundado de fantasmas su pequeño departamento. Su madre, fallecida en un accidente automovilístico. Su padre, quien murió de cáncer. Y la señora Heath, la mujer que, antes de morir de vejez, pagó sus estudios, le heredó un generoso estipendio y colaboró con el doctor Starks para encaminarla a la escuela de medicina. Se encontraba sola en su habitación, pero percibía la presencia de otra aparición, una más insistente y menos amigable: el asesino que, una década atrás, la acosó a ella y al doctor Starks por toda la Alabama rural y, finalmente, a su amiga y compañera de clase que había sido asesinada. «Hola, Joanie», le susurró al espectro de su compañera de la infancia antes de reiterar la promesa que le hizo: «No te decepcionaré. Te lo prometo».
«Una carta y estoy enloqueciendo.»
Roxy empezó a derrumbarse por dentro.
«Si me expulsan de la universidad, voy a…»
Evitó que este pensamiento se extendiera. Inhaló larga y profundamente.
«Contrólate».
Se repitió que la verdad la protegería, pero tenía la inteligencia suficiente para reconocer que las mentiras bien elaboradas tenían un poder viral y que, a menudo, para la gente resultaba mucho más sencillo y conveniente creer en la falsedad simple que en la elaborada verdad.
¿El decano sería una de esas personas?
Cómo saberlo.
Solo estaba segura de que las horas que había apartado para dormir esa noche la eludirían. No importaba cuán fatigada estuviera, al día siguiente se sentiría aún peor. Esperaba que la acusación la enfureciera lo suficiente para enfrentar la reunión con el decano.
Sabía que necesitaba adrenalina porque la adrenalina era un estimulante natural, pero se preguntó si una pastilla de Ritalín, la anfetamina que los médicos solían prescribir para el TDAH, podría ayudarle. Su vecino tendría una. Ya estaba a medio camino entre su puerta y la de él para despertarlo, pero se detuvo.
Tal vez podría sobrevivir a una noche repleta de miedo y dudas. Era claro que la misiva la había perturbado de gran manera y que necesitaba un chaleco salvavidas de tipo emocional. Pero no tenía uno disponible. O tal vez la respuesta estaba ahí, a una llamada de distancia, y ella no se atrevía a buscarla: el doctor Starks, la línea escolar para estudiantes en crisis, cualquiera de los médicos que con frecuencia la felicitaban por su trabajo. Tenía mucho temor y estaba demasiado avergonzada para marcar alguno de esos números telefónicos.
Ni siquiera podría llamar a Charlie. Sabía que hablaría con ella y le daría sus típicos consejos en ese tono medio en broma y medio en serio con que solía ayudarla a superar la ansiedad. Sin embargo, no podía o, quizá, no quería contactarlo. No sabía por qué, así que solo se quedó sentada toda la noche con la cabeza apoyada sobre el escritorio, sin saber cómo sobreviviría el día que estaba por venir.
A la mañana siguiente, dos minutos antes de las nueve, entró a la oficina del decano de la escuela de medicina. Solo llevaba consigo su computadora y la poca indignación con que trataba de ocultar el abrumador miedo de lo que intuía: que su futuro estaba a punto de desvanecerse.
—Hola, Roxanne —la recibió la secretaria del decano con un tono apacible—. ¿Puedo ayudarte en algo?
—El decano me dijo que viniera a las nueve —respondió la joven con voz temblorosa. Estaba preparada para pelear, para llorar o para suplicar, no sabía para qué, pero sentía tensos todos los músculos del cuerpo, como un boxeador justo antes del toque de la campana. El alegre recibimiento de la secretaria la desarmó.
—¿Sí? No he visto nada en su agenda, permíteme revisarla de nuevo…
La amable mujer dejó lo que estaba haciendo y levantó el auricular.
—¿Te encuentras bien, cariño? —dijo preocupada— Te ves… —agregó—. ¿Ha pasado algo?
La secretaria estaba acostumbrada a poner en contacto a los estudiantes de primer año estresados con ciertos terapeutas de la escuela que ofrecían su ayuda.
Roxy negó con la cabeza a pesar de lo obvio de la respuesta.
La secretaria marcó en un intercomunicador.
Mientras esperaba, la joven transfirió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra varias veces.
—El decano vendrá en un momento. Tiene un día muy pesado…
Roxy levantó la vista. De una de las oficinas interiores salió un hombre delgado con gafas con armazón de metal y en vías de quedarse calvo. El decano era el tipo de individuo del que seguro se burlaron en la preparatoria por las calificaciones perfectas que sacaba en los exámenes, pero que no permitió que los insultos y las provocaciones lo mortificaran en ninguna etapa de la obtención de los distintos grados académicos.
—Hola, Roxy —dijo el decano en tono familiar—. Hoy en verdad estoy muy presionado. ¿No se supone que deberías estar camino a la conferencia de patología? ¿Qué sucede?
Dejó de hablar en cuanto vio la expresión de absoluta sorpresa en el rostro de la estudiante.
No dijo nada al principio, solo le entregó la carta.
Y lo vio leerla.
—Pero… —dijo el decano— pero… —se detuvo y volvió a leerla—. Esta no es mi firma y yo no escribí esto.
Roxy casi se desmaya, como si alguien la hubiera golpeado en el rostro.
Ahora fue ella quien murmuró:
—Pero…
—Creo que se debe realizar una investigación —dijo el decano—. ¿Puedo conservar este documento? —preguntó señalando la carta.
Roxy asintió.
El decano titubeó de nuevo.
—Esto no es cosa de broma —exclamó—. Alguien quiere hacerte daño de verdad. No sé cómo obtuvieron acceso a nuestro sistema ni cómo consiguieron el papel membretado. Además, esta acusación sobre los registros médicos… me parece que es un delito y tendré que darle seguimiento. La ley lo exige. ¿Tienes idea de quién habrá podido hacer esto?
«¿Quién me odia?», pensó Roxy.
«¿Un exnovio resentido? ¿Algún chico que dejé plantado? ¿Un compañero celoso? ¿Un bromista?»
No tenía idea.
—No —contestó Roxy con voz temblorosa. Deseaba sentir alivio. «Todo es mentira», se dijo. Luego pensó: «Pero ¿por qué?». Y entonces, de forma abrupta, supo que le acababan de dar una disimulada lección personal que ningún programa en ninguna escuela de medicina ofrecía: era ella una joven vulnerable y muy frágil.
EL TERCER INCIDENTE
Ricky:
Algunos minutos antes de las siete de la mañana, justo antes de que llegara su primer paciente, Ricky recibió una llamada inesperada. En el identificador apareció: D. P. Homicidios. Miami.
Respondió de inmediato.
—Sí, habla el doctor Frederick Starks…
—Doctor, soy el detective Eduardo Gonzalez del Departamento de homicidios de la policía de Miami.
—Sí, ¿en qué puedo ayudarle?
—¿Es usted el médico tratante del señor Alan Simple?
—Así es.
—¿Le ha prescrito algún medicamento?
—Sí, detective, pero no puedo discutir los detalles en esta conversación. ¿Por qué me llama? Yo y el señor Simple…
Ricky estaba a punto de lanzarse en un vago sermón sobre la confidencialidad entre médico y paciente, pero el detective lo interrumpió.
—El señor Simple está muerto.
—¿Qué dice?
—Anoche manejó hasta el parque estatal Bill Baggs en Key Biscayne, caminó hasta el borde del agua y se dio un disparo.
—¿Cómo?
—Un suicidio al parecer.
—Pero…
Ricky sintió que le constreñían una arteria del corazón. Su pulso se aceleró, la cabeza empezó a darle vueltas, como si lo aquejara de golpe una virulenta enfermedad exótica. El detective continuó:
—¿Estaba de verdad deprimido? ¿Usted vio venir esto?
—No, no en realidad, pero…
—¿No tenía idea de que el señor Simple podría quitarse la vida?
—No. No. Por supuesto que no. En absoluto.
—Comprendo —dijo el detective en un tono que indicaba lo contrario—. Su paciente le dejó un mensaje escrito.
—¿Un mensaje? ¿A mí?
Ricky quedó mudo. Estaba asombrado, de pronto se sintió enfermo, empezó a sudar frío. Se aferró al borde del escritorio con la mano que tenía libre. Trató de imaginar a su paciente: cuarenta y tantos años, casado, dos niños pequeños. Exitoso hombre de negocios. Lo aquejaba una ansiedad recurrente debido a un padre abusivo que golpeaba a su madre en su presencia cuando era niño. Le preocupaba que las abruptas oleadas de ira que con dificultad controlaba lo transformaran en su padre. Su mejoría, sin embargo, era real. Un hombre en contacto con su mente y con sus sentimientos. No mostraba ninguna señal de pensamientos suicidas. Su desesperación tampoco parecía descontrolada, no se sentía atrapado entre cuatro muros que lo dejaban sin opciones. Nada de frases como: «El mundo estaría mejor sin mí en él» o «Ya no soporto este dolor». Ricky pensó: «No, no era un caso difícil en absoluto. Solo requería de la terapia de rutina. Interesante. Intenso. Pero manejable».
—Sí —continuó el detective—, lo dejó sobre el tablero de su automóvil. Un vehículo envidiable, por cierto. Mercedes recién adquirido. Si gusta, puede pasar a mi oficina en un par de días para recogerlo. El mensaje, no el Mercedes.
El detective pronunció la última frase con un cinismo apabullante.
Ricky sintió que lo acababan de atropellar. «¿Qué fue lo que no vi?». Sesiones, conversaciones. En su interior rebotaron las horas que pasó hablando con su paciente. De pronto sintió que se deslizaba sin control, que su mundo entero era una superficie resbalosa.
—¿Quiere saber lo que dice la nota, doctor? —añadió el detective.
—Sí —contestó Ricky, pero no estaba seguro de desearlo en verdad.
—Es solo un renglón: «Toda la culpa es suya, doctor Starks». Eso es todo.
Ricky respiró agitado.
—¿Es cierto esto, doctor? —preguntó el detective, pero era obvio que no esperaba una respuesta honesta. O que respondiera en absoluto.
3
UN POEMA Y UN ACERTIJO
Se le revolvió el estómago.
Mareos. Náusea. Pulso acelerado. Respuestas físicas sumadas a un mismo sentimiento: desesperación.
«Todavía me quieren muerto.»
Sintió una doble oleada de ira.
«No tienen derecho. Los he superado en dos ocasiones.»
Ricky apretó los párpados, trató de convencerse: «Todo esto es una pesadilla. No puede estar sucediendo». No de nuevo. Pero sabía que se estaba mintiendo. Poco antes de abrir los ojos, su mente fantaseó, imaginó que vería el escritorio digital de costumbre, repleto de iconos y carpetas azules: todas las notas de sus pacientes, escritos diversos, cartas e incluso una queja a la empresa que le proveía el servicio de aire acondicionado. Algo que le permitiera saber que la normalidad de su vida no se desvaneció de repente.
Pero no vio nada de eso.
En su lugar solo había un archivo. De video.
Se dijo que no debería dar clic para reproducirlo.
Sabía que sería como descender a la madriguera del conejo.
«¿Pero qué opción tengo?», se preguntó.
Su dedo índice presionó el ratón de la computadora.
En un instante la superficie se llenó de un borde al otro con una falsa pantalla de antigua televisión en blanco y negro. Incluía las perillas, los controles y los sonidos metálicos tan comunes más de cincuenta años atrás, mucho antes de que existieran las pantallas planas de alta definición empotradas en los muros. Lo que tenía frente a sí era la televisión de la época en que uno podía ver Ozzie and Harriet, Leave it to Beaver o Gunsmoke. En el centro vio líneas negras oscilantes contra un aburrido fondo blanco. Era el frío inicio de un programa, un recuerdo vago de uno de sus cursos de licenciatura sobre el incipiente campo de la psicología y la influencia de la televisión, una serie de ciencia ficción intitulada The Outer Limits. Ricky recordó que era un programa de principios de los sesenta e imitaba a The Twilight Zone. Algo vibró en su interior en cuanto escuchó a un actor entonar de forma sonora…
No pasa nada malo con su televisor. No intente ajustar la imagen, nosotros controlamos la transmisión. Si quisiéramos más sonido, aumentaremos el volumen…
La voz del actor subió de volumen y retumbó en el consultorio.
… si quisiéramos menos volumen, lo ajustaremos para que solo sea un murmullo.
El sonido bajó, como si tratara de susurrarle algo al oído al psicoanalista.
Controlaremos el movimiento horizontal. Controlaremos el movimiento vertical. Podemos hacer girar la imagen, hacerla oscilar. Podemos cambiar el enfoque y convertir la imagen en una suave mancha o definirla hasta que sea tan clara como el cristal.
La imagen en la pantalla iba ilustrando lo que decía el locutor. Las líneas negras crecieron y se encogieron, ondearon y oscilaron. Ricky permaneció paralizado frente a la pantalla. Observando.
Durante la siguiente hora, siéntese tranquilo, nosotros controlaremos todo lo que verá y escuchará. Insistimos: el televisor no tiene nada de malo. Está usted a punto de participar en una gran aventura. Está a punto de experimentar el asombro y el misterio que se extiende de la mente interior, rumbo a lo desconocido…
Ricky sintió que el estómago se le revolvía aún más. Tuvo la sensación de que se deslizaba hacia un precipicio que ya conocía; como si, después de caminar en muchas ocasiones sobre el borde con aire despreocupado, esta vez algo desconocido e inesperado lo hiciera tropezar. Como si reuniera impulso para la caída, como si estuviera a punto de desplomarse desde algún acantilado a la negrura de un vacío colosal. Sus manos seguían sin poder mover el cursor.
«Ya he estado aquí», pensó.
«No creí volver a encontrarme en esta situación.»
Antes de que otro pensamiento lograra sumarse a su creciente inquietud, vio una serie de palabras aún más perturbadoras. Letras rojas en negritas e itálicas:
Hola, doctor Starks.
El hombre que me mató.
Saludos desde el inframundo…
En la pantalla se fijó una imagen de una pintura del siglo quince realizada por Hieronymus Bosch, el Bosco. En ella se veía la visión que el artista tenía del infierno. De pronto, una voz áspera, densa y metálica como el hierro se escuchó causando un estruendo desde las bocinas de la computadora.
¿Creyó que me quedaría tranquilo después de que me asesinó? ¿Que permanecería en silencio en una tumba anónima? ¿Que descansaría en paz? ¿Que dormiría el largo sueño? ¿Pensó que descendería con calma al Hades sin recordarle mi tormento segundo a segundo? ¿Creyó que bebería la esencia del olvido?
Entonces apareció otra imagen famosa: La diosa griega Lete flotando sobre una corriente de agua. Ofreciéndole una copa de olvido a una nueva alma muerta que acaba de cruzar el río Estigia. Bebe y olvida todo lo terrenal. La voz continuó:
No…
No lo creo.
Ha llegado el momento de jugar otro juego.
En esta ocasión, una imagen más moderna inundó la pantalla: Pat Sajak y Vanna White, anfitriones del popular programa de juegos internacional La rueda de la fortuna. Un concursante hizo girar la ruleta y, cuando esta se detuvo y el indicador marcó GIRO ESPECIAL, apareció una imagen del tablero donde el participante tendría que adivinar la frase. Ricky vio a Vanna White tocar los cuadros que giraron y se convirtieron en letras… hasta que se quedó paralizada y su mano permaneció a unos centímetros de un cuadro cuya letra se transformaría en una pista.
Luego se formó otra pantalla con una versión falsa del tablero.
Una a una, las letras fueron apareciendo en las cajas hasta que la frase se completó:
Búsqueda del tesoro
La voz volvió y rio con frialdad.
Una búsqueda en la memoria, doctor. Recolectará los recuerdos, los reunirá y así sabrá dónde buscar…
La voz calló.
—¿Buscar qué? Maldito seas… —espetó Ricky.
Pero, antes de que pudiera dar rienda suelta a aquella ira mezclada con frustración y ornamentada con amplias pinceladas de miedo, aparecieron dos palabras nuevas en el centro de la pantalla:
Las reglas:
La voz volvió hablando con rapidez. Sonaba incluso más fría y penetrante:
Solo usted.
Nada de policías, ni amigos ni colegas.
Tampoco desconocidos en la calle.
Las palabras hicieron eco mientras la imagen cambiaba en la pantalla. Un rostro familiar. La mujer que le salvó la vida diez años atrás:
La señora Heath.
Era una imagen de cuando era joven, hermosa, fulgurante. Esbozaba una interminable sonrisa desbordante de alegría. La fotografía fue tomada en la popa de un velero durante una competencia de nado en aguas abiertas. El viento agitaba su cabello, ella estaba al mando del timón, el velero se ladeaba en su encuentro con la brisa: la imagen que imprimieron en la portada del programa de su funeral.
Desapareció tan rápido como había aparecido y la remplazó la fotografía de un féretro. Se parecía al que Ricky vio en el funeral de Alan Simple, pero bien podría ser cualquier ataúd de cualquier funeral, de cualquier muerte.
La voz continuó:
Como ya ha jugado el juego,
solo habrá un árbitro, una sola juez.
La voz titubeó y luego estalló en una larga e iracunda carcajada:
La conoce bien.
Es nuestra vieja amiga…
La muerte.
Ricky se aferró a los bordes de su escritorio. Inconmensurables miedos y emociones lo inundaron, su corazón latía a toda velocidad. El vértigo le hizo sentir que se tambaleaba, que se deslizaba, que resbalaba. Le pareció que cada palabra lo conducía a un tipo especial de locura. Una locura que le resultaba familiar, que vivió en el pasado y que creyó haber dejado atrás. La voz del señor R era como una alucinación auditiva que resonaba en algún lugar en la profundidad de su corazón y de su mente. El asesino había muerto, y aun así… ahí estaba. La persona que se comunicaba con él por medio de palabras y sonidos a través de su computadora había fallecido. Ahora, sin embargo, parecía haberse transformado en la presencia fantasmal que fluía a través de la pantalla. Ricky sabía que quien se dirigía a él no era el hombre muerto, un actor había logrado imitar cada tono e inflexión de manera impecable. De pronto sintió la garganta seca, creyó que no podría pronunciar una palabra si quisiera. El sudor, como de maratonista en el kilómetro cuarenta, empezó a nublarle la vista. Se preguntó si eso sería lo que sentiría un paranoico esquizofrénico en el momento en que se rendía en la batalla, cuando abandonaba la razón, empezaba a escuchar las órdenes de las voces que solo él podía oír y sucumbía a las inexorables exigencias de su enfermedad. Cuando sentía que la alucinación, el delirio y el miedo lo controlaban.
Trató de analizar las sensaciones que lo invadían, pero en ese instante una nueva serie de imágenes apareció en la pantalla de su computadora:
Fisicoculturista. Músculos. Barba. Taparrabos
La fotografía de un fortachón posando, tomada en los años fundacionales de Hollywood. Lo recordaba vagamente, pero, antes de poder evocar el nombre, apareció otra imagen. Luego una más. Pasaron a toda velocidad una tras otra. Músculos aceitados, una muestra de la fuerza en todo su esplendor, cabellera larga y ondulante, sandalias de piel. Una caricatura estilo Disney. Los tres chiflados alrededor de otro fisicoculturista. Un antiguo gobernador de California posando en su juventud, cuando acababa de llegar a Los Ángeles.
Ricky comenzó a descifrar las imágenes.
Todas eran encarnaciones cinematográficas del héroe griego Heracles, mejor conocido como Hércules.
Casi se fue de espaldas cuando otra carcajada retumbó en la habitación. Violenta, desenfrenada. Se extendió por toda la oficina escuchándose con cada vez más fuerza e insistencia hasta que se detuvo de súbito, igual que como comenzó. La voz habló con frialdad y a un volumen estable.
Hércules realizó doce trabajos.
Venció a bestias aterradoras,
mató a enemigos salvajes.
Limpió establos y sostuvo al mundo
sobre sus hombros…
En la pantalla apareció un rápido montaje de imágenes: caricaturas, películas cursis y pinturas antiguas en las que Hércules realizaba una labor. La voz continuó:
Todas las labores estaban diseñadas para derrotarlo, y cualquiera de ellas debió poder matarlo.
Qué terrible.
Pero los chicos malos no corrieron con suerte.
Hércules triunfó siempre.
Doctor, ¿no cree que tal vez esa es la razón
por la que lo recordamos ahora?
Por desgracia, no muchos recuerdan.
Para colmo de la ironía…
a pesar de lo poderoso que era,
murió envenenado a manos de una esposa celosa.
Usted solo tendrá que realizar una tarea,
pero conformada por doce elementos.
A través de las bocinas se escuchó una fanfarria de trompetas.
¿Las reconoce?
Debería.
La tipografía cambió. Las letras seguían siendo rojas, pero la fuente era distinta. Ricky la reconoció de inmediato. En general, podía identificar Medieval, Helvética o cualquiera de las más comunes porque las usaba con frecuencia. Esta era un poco distinta. Se llamaba Quicksand. A pesar de notar el cambio, no pensó mucho en él, prefirió enfocarse en lo que vio de pronto:
Una lista con letras grandes al centro de la pantalla.
Doce nombres.
Los conocía todos.
Apenas comenzaba a leer cuando volvió a escuchar la voz.
¿Se está poniendo nervioso, doctor?
Estos nombres deberían inquietarlo.
Son doce antiguos pacientes.
Seis hombres. Seis mujeres.
Algunos terminaron su terapia hace poco.
A otros los atendió hace veinte años.
Cuando volvió a su vida en Nueva York,
antes de que intentara darme terapia
sin saber quién era yo en realidad.
Ricky volvió a cerrar los ojos, ver aquellos nombres fue doloroso. Cada uno era como una puñalada que le penetraba el pecho. Parpadeó, abrió los ojos, la imagen había cambiado. Se encontró con una frase escrita en mayúsculas.
¡ESCRÍBALOS AHORA MISMO!
La lista volvió a aparecer. Ricky Tomó un trozo de papel de reúso y empezó a garabatear con frenesí a pesar de saber que, con haberlos visto una vez, bastaría para no olvidarlos. Los nombres fueron desapareciendo frente a sus ojos, como un truco de magia en un espectáculo de Las Vegas.
Una nueva imagen apareció frente a él:
Un árbitro en un partido de futbol de la Copa Mundial mira su reloj de pulsera, activa el temporizador, sopla con fuerza y emite un silbido que rechina al pasar por las bocinas, sacude el brazo, señala que el encuentro debe comenzar. La imagen se centró por un instante en el rostro del árbitro, pero luego se disolvió y se convirtió en algo más:
La cabeza de la muerte, un cráneo. Riéndose.
A continuación, una nueva frase se deslizó y atravesó la pantalla:
¡El juego ha comenzado!
La última palabra pareció estallar, se quebró en una multitud de esquirlas ensangrentadas que se extendieron hasta los bordes. Temblaron un poco antes de moverse y regresar al mismo lugar hasta reunirse y comenzar a crecer para formar la nueva frase que quedó en el centro:
El acertijo del doctor Starks
Ricky observó como hipnotizado, como un hombre incapaz de dejar de mirar algo terrible que sucede frente a él. Un accidente automovilístico en cámara lenta; un avión que se sacude de repente hasta perder el control; un francotirador mirando hacia abajo, apuntando, disparando.
Este es el juego, doctor Starks.
El juego del fracaso…
Uno de estos doce nombres que,
de cierta forma, son un jurado…
Una de doce personas que salieron de su consultorio
sintiéndose optimistas, creyendo estar curadas,
tomando el camino correcto,
rumbo a una nueva y mejor vida…
todo gracias al maravilloso doctor Starks…
o elija el cliché psicoanalítico que prefiera y,
luego, adivine qué…
Silencio.
—¿Qué? —casi gritó Ricky frente a la computadora.
La voz parecía haberlo anticipado. No demoró su respuesta:
No los ayudó. No lo suficiente.
Igual que le falló a nuestra madre hace tantos años…
También le falló a uno de los doce.
Y, ¿sabe lo que el fracaso significa?
Esta vez Ricky se mantuvo callado, sabía que la respuesta llegaría.
Bien, doctor… esa persona ha planeado suicidarse.
Muy pronto.
¿Cuándo?
¿En algunos minutos?
¿Horas?
¿Días?
Ricky estuvo a punto de soltar un grito ahogado.
¿Qué piensa, doctor Starks?
Su paciente… ¿se colgará de una viga?
¿Se dará un tiro en la sien?
¿Se cortará las venas con una navaja?
¿Se lanzará de un rascacielos?
O, quizás, igual que usted lo hizo hace algún tiempo,
caminará hacia el mar.
Solo que usted fingió, ¿cierto?
Aquí tiene su juego:
Solo deberá realizar un trabajo,
una labor sencilla, una tarea común que
Hércules habría podido hacer sin mayor problema…
Encuentre las piezas del enigma:
¿Quién?
¿Por qué?
¿Dónde?
Como dije, es una búsqueda del tesoro de la memoria.
Y entonces…
Evite esa muerte.
Impida el suicidio.
No permita que suceda.
Salve esa vida antes de que fenezca.
Evítele a alguna familia, a parientes, amigos, colegas,
lágrimas, angustia y preguntas sin respuesta.
Como las preguntas que surgieron
en el servicio religioso de hoy.
Dicho de otra forma:
así como debió ser suficientemente astuto
para salvar la vida del señor Alan Simple,
hombre de negocios de Miami, devoto padre de dos niños,
amoroso esposo, hombre angustiado por un pasado
que le fue impuesto, que no eligió…
evite que se cumpla un destino oscuro
que nunca tendría solución.
En la pantalla apareció una fotografía: Alan Simple muerto, rodeado de sus seres amados. Era el tipo de fotografía que podría uno ver en una tarjeta de Navidad: los miembros de la familia posando con rigidez, acomodados por un fotógrafo profesional en algún estudio.
Ricky sintió que todo se tensaba en su interior. Quería argumentar, decir: «Yo estaba tratando de salvar mi vida. La vida de la que ustedes me despojaron». Pero no había nadie con quién argumentar, solo la implacable voz proveniente de la computadora que no dejaba de exigirle, de emitir nuevas frases.
¡Catorce días!
Ese es el tiempo que le queda para impedir el suicidio.
En una ocasión le di quince para adivinar mi nombre.
Ahora será uno menos porque en catorce días
se cumple un aniversario importante.
De pronto, en las bocinas retumbó una música fúnebre: la típica música militar de corneta que se toca en ocasiones solemnes. Ricky se quedó pensando, «¿cuál aniversario?», y, mientras tanto, la voz se fundió con las últimas notas de la corneta. No tuvo tiempo para pensarlo demasiado porque de pronto apareció frente a él una nueva imagen: una fotografía en blanco y negro de un cementerio abandonado y desbordante de maleza. Tumbas cubiertas de escombros, lápidas deformes y tiradas de lado.
Me debe algo, doctor.
Es una deuda sustancial.
Me pagará en dos semanas
con la única divisa que sabe que aceptaré.
Ricky sabía de qué hablaba: «Quiere que me mate. Justo como antes, como hace quince años». Antes de tener tiempo de decirlo, la voz comenzó a hablar de nuevo:
Pero…
seguro se está preguntando…
¿Qué pasará si no lo hago?
¿O si no puedo?
¿O si no quiero?
¿O si lo intento, fracaso
y me vuelvo a esconder?
¿Qué sucederá?
En la pantalla aparecieron varias palabras: Puedo… Quiero… Fracaso… y luego dos imágenes:
La primera: una fotografía de una camisa blanca colgada en un muro, salpicada de pintura roja.
La segunda: la imagen de una frase escrita con una sola fuente tipográfica en la parte superior de un cuadernillo de exámenes, del tipo que se usan en la universidad y las escuelas de medicina: «Identifica las seis causas más comunes de insuficiencia hepática».
Se quedó mirando ambas imágenes, en su mente apareció la palabra «incomprensible», pero no le dio tiempo de analizar lo que veía porque, de repente, en la esquina de la pantalla apareció un contador de diez segundos. Una vez más, empezó a contar de diez a cero, las imágenes desaparecieron y las remplazaron más palabras garabateadas en rojo.
¿Quiere una pista, doctor?
¿Quiere saber cuál es mi precio?
—Sí, maldita sea, sí —espetó, sin estar seguro de que lo que se oyó con fuerza en su oficina fuera su propia voz. Las bocinas sonaron de nuevo, de ellas salió una voz distinta. Melódica, casi musical. Seductora, susurrante:
Hola, doctor, aquí está su acertijo…
Soy raro,
pero común.
Soy fácil de perder,
difícil de encontrar.
No cuesto nada,
pero soy invaluable.
Puedo durar para siempre,
o apenas nada.
Soy simple,
y a la vez complejo.
¿Quién soy?
Ricky se inclinó hacia delante, esa debía de ser la voz de actriz de Virgil. Se quedó pensando un instante.
—Conozco la respuesta —susurró—, no es tan difícil.
«El amor», pensó.
En ese instante supo quién estaba bajo amenaza. En el mundo solo había dos personas con las que podía relacionar ese concepto: Roxy y Charlie. Comprender esto lo hizo sentirse enfermo, le costó trabajo no caer desmayado como un hombre que de repente sufre un fulminante ataque al corazón.
En la pantalla apareció un reloj caricaturizado, las manecillas giraban enloquecidas sobre la carátula, a toda velocidad. Luego se derritió como los objetos en las pinturas de Salvador Dalí. Cuando se transformó en un charco, la voz continuó:
No pierda tiempo, doctor,
le queda poco.
Después, agregó riéndose:
Esperaré a que se reúna conmigo
en nuestra nueva casa.
En la pantalla apareció una trepidante serie de fotografías acompañadas de fragmentos musicales. Un indigente con «Aqualung» de Jethro Tull. Casas suburbanas que se desvanecieron al ritmo de «Pink Houses» de John Mellencamp hasta transformarse en casas en serie como las de Levittown. Por último, Ricky vio varias mansiones de Newport sacadas de El gran Gatsby. Un castillo escocés. Versalles acompañado de los «Conciertos de Brandenburgo» de Bach… hasta que todo se detuvo de súbito, casi a media nota.
La voz continuó:
Por desgracia, mi casa no es ninguna de estas.
Tal vez logre adivinar mi nueva dirección:
El infierno. Hades. Inferno. El inframundo. El averno.
El séptimo círculo.
El anillo exterior, donde llueven sangre y fuego de forma incesante,
el lugar reservado para nosotros, los asesinos.
Más imágenes. Fuego y almas torturadas. Agonías medievales.
Le he reservado un lugar aquí, doctor.
Porque usted, al igual que yo, es un asesino.
Salvo que…
Me pregunto… si a usted no lo enviarán
al anillo medio. El dedicado a los suicidas,
donde los perros salvajes desuellan a los condenados
sin cesar… por toda la eternidad.
Porque ahí es adonde debería terminar.
Es adonde deberían condenarlo.
Luego apareció la tristemente célebre fotografía del movimiento de derechos civiles, tomada en Birmingham, Alabama, en 1963. En la pantalla se vio uno de los perros policíacos de Bull Connor atacando a un manifestante negro, destrozándole el cuello a un caniche francés. Otra larga carcajada.
—No soy un asesino, ¡y no me pienso suicidar! —gritó Ricky frente a la pantalla, preguntándose a quién le estaría mintiendo, si a la voz o a sí mismo. Antes de tener la respuesta, la voz continuó.
Y, como sabe lo mucho que me agrada la poesía,
le regalaré un poema.
Un sonsonete agudo, voces familiares. Como un grupo de jardín de niños cantando «Witsi witsi araña»…
Catorce días para adivinar el nombre.
Catorce días para salvar a una mujer o un hombre.
Catorce días, una persona, tal vez dos.
Usted sabe qué hacer aunque sea atroz.
El señor R sabe quién desea morir…
Sabe por qué y sabe adónde ir…
¿Pero nos dirá quién?
No, no, él nunca hace el bien.
Usted debe cazar, todo debe intentar.
Vamos. Vuele, se tiene que elevar.
Porque, si llegara a fallar,
el señor R el corazón le va a quebrar.
Su vida en cenizas se convierte,
si no cumple y, sobre todo, si no vence.
No tema, ya lo veo en mi huerto.
Desde hace mucho, lo sabe de cierto:
… que está aquí, que está muerto.
Ricky vio en su pantalla materializarse una frase en una escritura elegante, como si la trazara una pluma invisible:
Cordialmente suyo,
su viejo amigo Rumpelstiltskin.
Y sus otros amigos con nuevos nombres:
Hansel
y Gretel.
Aunque desde ahora debería saber
que en realidad somos:
… Cerberus.
Luego todo desapareció y en la pantalla se vio el osciloscopio del programa de televisión de medio siglo atrás. Se volvió a escuchar la voz del locutor:
Ahora le devolvemos el control de su televisor.
Nos vemos la próxima semana a la misma hora.
La voz lo llevará a The Outer Limits.*
La pantalla se quedó en negro.
Ricky tomó el ratón e hizo clic.
Nada.
Intentó de nuevo.
Nada.
Tomó el modem que proveía Internet en su casa y apretó tres segundos el botón de reinicio.
Nada.
Estiró el brazo hasta la parte de atrás de la computadora y presionó el interruptor principal. Apagó la computadora por completo, pero contar hasta sesenta antes de volver a encenderla exigió un gran esfuerzo. Cuando se encendió, esperaba ver el logo de Apple seguido de las barras que indican que el sistema se está inicializando.
Nada.
Se reclinó en la silla. Comprendió que, igual que las palabras que leyó, la pantalla negra que tenía frente a él ahora formaba parte del mensaje.
Su computadora estaba muerta. Alguien la había asesinado.
Se preguntó si él también moriría pronto.
* Juego de palabras con el título de la película Rumbo a lo desconocido. (N. de T.)
2
UNA TARDE DOMINICAL
Diez años después de la muerte del señor R
Aunque de una manera muy peculiar, pensó Ricky, era como asistir a su propio funeral. O a un funeral parcial. Como si una parte de él se hubiera ido en ese féretro.
Se sentó. Solo.
Sabía que no era bien recibido.
En más de una ocasión la viuda del paciente fallecido giró en su asiento, lo miró con ira y acercó a sus hijos más a ella como si Ricky fuera una especie de infección amenazante. Su mirada decía: «Leí el mensaje, usted es el culpable. No él. Tampoco yo. Ni nadie más. Usted». El psicoanalista no estaba seguro de que la mujer se equivocara por completo. El peor momento fue cuando la hija de doce años de su paciente se puso de pie, se dirigió a la multitud y, ahogándose en lágrimas, leyó una breve declaración intitulada «Mi papi», la cual provocó que los desconsolados abuelos comenzaran a sollozar en ese instante.
Ricky se sintió viejo por primera vez en su vida. Y cansado.
Con la mirada fija en el féretro de caoba cubierto de flores blancas debajo de un cáliz de plata y un crucifijo, comprendió: «Hoy me he acercado muchísimo más al final que al principio».
Casi no escuchó a los otros oradores. Sobraron las frases como: «En la plenitud de la vida», «Tenía tanto por vivir» y «Nunca sabremos cuán grande era el dolor de Alan».
Al escuchar esta última frase, se dio cuenta de que él, mucho más que cualquiera de los presentes en la iglesia, debió de saber el alcance de la pena de aquel hombre. Trató de conciliar esta idea con una débil excusa: «Los médicos pierden pacientes sin importar cuál sea su especialidad. Las cirugías se complican. La quimioterapia no garantiza matar todas las células cancerosas. El ventilador asistencial no puede evitar la desintegración de los pulmones». Su reflexión lo llevó de vuelta a sus días en la escuela de medicina, recordó los cientos de maneras en que un paciente podía morir. Diagnóstico erróneo. Prescripción equivocada. Negligencia. Estupidez. No haber detectado en un electrocardiograma, un ultrasonido o un hemograma lo que debió ser evidente.
Convertirse en psicoanalista significó eludir muchas de estas situaciones.
Él no tenía que lidiar con insuficiencias cardiacas ni cánceres de pulmón.
Sin embargo, había otros peligros.
Como el de lidiar con la mente y las emociones que acechan en su interior. Las amenazas podían ocultarse mejor en la memoria que en la sombra de una radiografía o en una colorida línea de una resonancia magnética. Entre los estudiantes de la escuela de medicina que se encaminan a psiquiatría hay una broma recurrente: «Solo hay dos tipos de psiquiatras: a los que se les suicidó un paciente y a los que no se les ha suicidado un paciente. Aún».
Su pensamiento volvió a la iglesia donde se celebraba el servicio religioso. Miró alrededor. La luz del sol se colaba a través de los modernos vitrales. Representaciones de escenas bíblicas tan abstractas que era difícil identificarlas: ¿San Cristóbal levantando al niño Jesús para atravesar un embravecido río? Quizás. Imágenes demasiado modernas, como Miami mismo. Una iglesia que no se dirigía a una tradición desgastada, sino que disfrutaba de la música rap y los bikinis de lazos. Como si, contradictoriamente, la transparencia de los rojos, azules, dorados y blancos de los vitrales ocultaran el constante calor acumulado en el exterior. Pensó que los funerales deberían ser oscuros y aciagos. Fríos, envueltos por el penetrante y helado viento de la puritana Nueva Inglaterra e
