The Prom

Saundra Mitchell / Matthew Sklar / Chad Beguelin /Bob Martin

Fragmento

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1

Edgewater, Indiana

EMMA

Nota para mí misma: no seas gay en Indiana.

En realidad, es una nota para los demás. Porque yo ya soy gay en Indiana y, alerta de spoiler, es una auténtica mierda.

Lo anuncié en internet antes de contárselo a mis padres en Emma Canta, mi canal de YouTube, donde salgo tocando la guitarra, principalmente versionando las canciones populares del momento. La gente te deja más comentarios si cantas canciones conocidas, y a mí me gusta que me dejen mensajes. No tengo muchos amigos, de modo que estos pequeños saludos digitales me hacen sentir menos sola en el mundo.

No estoy intentando que alguien me descubra ni nada parecido. En primer lugar, porque, literalmente, eso no funciona nunca y, en segundo lugar, porque la sola idea de la fama me produce pánico. Ya tengo la sensación de que todo el mundo está enterado de mis asuntos. Pero claro, esto se debe a que, en efecto, están enterados de mis asuntos. Un paso en falso y salió en todas partes.

Os cuento lo que sucedió.

Imaginaos el verano anterior al primer año de instituto. Y ahora imaginadme a mí: tímida y apocada, con unas gafas de montura gruesa que agrandan tanto mis ojos que parezco un búho. Participo en un picnic para jóvenes organizado por Vineyard, una de esas iglesias nuevas que se promocionan como si fueran una marca comercial y tienen sacerdotes jóvenes que tocan la batería.

Realmente dejan en evidencia a otras iglesias como la luterana y la bautista misionera y al resto de los lugares de culto convencionales que abundan en Edgewater, Indiana. Aquellos letreros tan cursis que solían poner cosas como ¿QUÉ LE FALTA A NUESTRA IGLESIA? ¡LE FALTÁS TÚ! empezaron a volverse más sarcásticos cuando se inauguró la Vineyard.

Como es natural, esto significa que todos los adolescentes quieren ir allí. Rebelión de alto nivel, ¿verdad? «¡No, mamá, quiero ir a la iglesia guay, donde puedo llevar vaqueros durante la misa!» Y, como es natural, también significa que aquellas invitaciones de las asociaciones juveniles que solían degenerar en fiestas de ponche y bizcocho en lóbregas salas escolares de pronto han dado lugar a grandes picnics al aire libre donde se sigue sirviendo una comida que deja bastante que desear, porque siguen estando organizados por una iglesia.

Y así es como terminé con un plato de albóndigas con salsa de barbacoa entre las manos. He oído demasiadas historias de terror sobre la ensalada de patata, la ensalada de huevo, la ensalada de macarrones y sobre cualquier ensalada que recurra a la mayonesa para pegar todos sus ingredientes, y también he leído que las minizanahorias son zanahorias que no pasan los controles de calidad que luego se tiñen y se reducen, así que tampoco las quiero ni ver.

Una olla de albóndigas humeantes no transmite preci­samente una sensación de diversión estival (¿tal vez en Suecia?), pero su contenido parece seguro. Las tengo ya en el plato, pero ahora estoy intentando descubrir cómo comerlas sin ponerme perdida. Estas cosas son inmunes a los tenedores y a los cuchillos, que es lo único que tengo a mano.

Hay una larga cola en las mesas de la comida y no me apetece esperar a que me toque el turno para conseguir una cuchara. Tampoco tengo ganas de llamar la atención colándome con una excusa del tipo «¡Es que solo necesito una cuchara!». Hasta las personas más encantadoras y atractivas son objeto de miradas reprobatorias cuando se saltan la cola de la comida en un almuerzo campestre, y yo, como mucho, puedo llegar a ser resultona.

Además, ¿quién se come las albóndigas con cuchara? «Cara albóndiga» no sería el peor insulto que me han dedicado, pero en este momento tengo la sensación de que sería el peor.

Alerta de spoiler: no es el peor. Pero ya llegaremos a eso.

De modo que aquí estoy, intentando llevarme a la boca este alimento para ninjas, cuando aparece ella. Pelo ondulado de color caoba, piel bronceada, ojos oscuros. Ella se detiene. Yo me detengo. El mundo se detiene. Probablemente, el universo se detiene; no soy capaz de explicar las leyes físicas que participan en esto.

Solo puedo decir que la magia interviene, porque en ese momento, Alyssa Greene me mira y se convierte en una diosa. Una diosa radiante, amable, inteligente y divertida con un brillo de labios reluciente que, de pronto, me entran ganas de saborear.

La verdad es que no me sorprende haberme quedado tan prendada de Alyssa Greene. Siempre me han gustado las chicas. De pequeña ya era una lesbiana en potencia. En sexto grado, estaba loca por Madison de Talk to the Hand, y no porque quisiera ser amiga suya. Y ahora soy una lesbiana normal y corriente, pero de tamaño adolescente. Le dedico pensamientos a Ariana Grande (pensamientos impuros) y me parece que, si llegara a conocer a Lara Jean de To All the Boys I’ve Loved Before, podría ayudarla a montar la secuela To All the Girls Who Eclipsed Them.

Lo que me sorprende es que Alyssa pase de largo de todos los comensales que se sientan a la mesa de los postres y me ofrezca un palillo gigante. Con una sonrisa deslumbrante, dice:

—Esto es lo único que funciona.

No me sorprende que sea simpática, sino que se haya fijado en mí. Que de algún modo yo sea visible para la chica más bonita que nunca haya respirado. Y las sorpresas no se terminan aquí, porque entonces me toca la mano. Y se queda a mi lado mientras ensarto una albóndiga tras otra. Incluso me deja compartir una con ella. ALLÍ MISMO, EN EL PICNIC DE LA IGLESIA.

Sobre el césped, la gente juega a Cornhole (un juego que consiste en lanzar bolsas y meterlas por un agujero) y una canción de rock cristiano retruena por el altavoz, cortesía de la playlist del iPhone del párroco Zak. El cielo es inabarcable y perfectamente azul, y Alyssa Greene anota su número en mi teléfono. Luego me obliga a enviarle un mensaje, para que así ella tenga también el mío.

Aquella misma noche grabé una versión de TSwift para Emma Canta. Estaba tan emocionada, me invadía una sensación tan fantástica y azucarada, que conté al mundo que me había enamorado de una chica, sin pensarlo dos veces. Sin el más mínimo titubeo. Subí la canción, le puse una carátula medio decente y me fui a dormir.

Me despertó mi madre.

Es probable que algún día esta sea una historia muy divertida de contar, pero mi madre me despertó a trompazos y me colocó una captura impresa de mi página de YouTube delante de la cara. Y cuando preguntó, «¿Qué significa esto?», lo único que pude decir fue: «¡No lo sé!», ¡porque no lo sabía!

—¡Nosotros no te hemos educado así! —chilló.

—¿Así?, ¿cómo? —pregunté yo, porque, como ya he dicho, me acababan de despertar de un sueño profundo con una hoja de papel aplastada frente a mi cara.

Mi madre se incorporó para alcanzar la poco impresionante altura de metro sesenta.

—Sabes perfectamente de qué te estoy hablando, Emma.

¡Pero no lo sabía! ¿No me habían educado para… cantar por internet? ¿Para colgar vídeos ataviada con el fabuloso pijama de color salmón que mi abuela me había regalado por Navidad?

La verdad es que, al cabo de un par de segundos, mi cerebro ató cabos. La noche anterior había colgado un vídeo lleno de emoticonos de corazón, en honor a la chica que me había regalado un palillo para nubes de azúcar. (Y una versión muy pas

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