
Cuando desperté todavía continuábamos volando. Creí que había dormido más, aunque el vuelo no era tan largo. Me interrumpió el sueño la misma pesadilla de siempre, que me hace abrir los ojos empapado de sudor y con una taquicardia que dura varios minutos.
En mi sueño tengo seis años y me encuentro en el asiento trasero del coche. Algo acaba de suceder, algo que mantiene el tráfico parado a media carretera. Mamá está asustada. Papá baja del coche y ofrece su ayuda. Me deslumbra una luz roja y blanca que proviene de una ambulancia que alcanzo a distinguir a lo lejos. Mamá está tan preocupada que no se da cuenta de que me acabo de escapar, aun cuando me prohibieron que bajara del auto. Camino a escondidas entre el resto de los automóviles que conforman una fila interminable. Entonces llego hasta un espacio abierto donde se encuentra un vehículo totalmente destrozado. La gente se forma alrededor, como si aquello fuera una función de circo. Hay restos de cristal por todos lados y el olor a gasolina es insoportable. En mi sueño me escabullo hasta acercarme a los restos del coche y es entonces cuando lo veo: el cuerpo de una mujer sin vida, cubierta de sangre, que tiene los ojos fijos en mí. Aterrorizado, me quedo paralizado y no recupero la movilidad hasta después de unos segundos. Tan pronto como puedo, escapo de allí y voy en busca de mis padres. Pero, en lugar de llegar a nuestro coche, me topo con la ambulancia que minutos antes me cegaba la vista. Me siento perdido y, por un segundo, considero la posibilidad de no poder volver a casa. Entonces mis ojos descubren el rostro más tierno y dulce que jamás han visto, a pesar de que su mirada se esconde detrás de la tristeza. De pronto, todo alrededor desaparece: los coches, la ambulancia, el bosque alrededor, la carretera, todo. Me encuentro en un espacio oscuro e infinito. Se apodera de mí una ansiedad que me roba un grito de desesperación, ni siquiera mi voz existe. ¿O será que en mi sueño soy mudo? Entonces un latido en la ceja derecha, que luego se convierte en dolor, me saca inmediatamente del sueño; es tan real que al despertar parece que aún lo siento.
Siempre he tenido claro que las imágenes de mis sueños son más que eso. En realidad, son recuerdos de una tragedia que sucedió hace muchos años y que mi subconsciente jamás ha podido olvidar. Ni aunque intentara recordarlo podría hacerlo con tanto detalle como sucede en mis sueños.
Respiré profundamente tres veces y sequé mi frente con la servilleta de los cacahuates. La señora del asiento a un lado me miró como si yo fuera portador de algún virus contagioso y todo el avión estuviera condenado.
Faltaba muy poco para descender, pero el tiempo se me hacía eterno, y más porque sabía que Ana estaría esperándome en el aeropuerto. Sin duda alguna, fue lo que más me costó dejar atrás durante los dos años en Londres. Le había hecho tres promesas, y en mí estaba poder cumplirlas.
La vi desde que estaba recogiendo mis maletas en el carrusel. Bella como siempre, con su rostro tan dulce y tierno, una chica que sin duda llamaría la atención de quien la viera en cualquier lugar: delgada, alta, la piel blanca como de porcelana y las pecas que le daban un encanto especial, además de los ojos verdes y el cabello pelirrojo. Esta vez lo llevaba recogido con una coleta que la hacía ver más elegante. Conozco a Ana desde que éramos niños. A partir de entonces hemos estado juntos.
Tanto tiempo separados me hizo trastabillar a la hora de inclinarme para darle un beso. Apunté a sus labios, pero terminé en su mejilla. Y su perfume... puedo jurar que no era el mismo al que yo estaba acostumbrado. O quizá sí, y lo que pasaba es que ya me había olvidado de su esencia.
—¿Tienes una idea de cuánto te extrañé? —me dijo con una sonrisa.
Hoy en día no sé cuánto se pueda extrañar a alguien, con la tecnología de ahora eso se vuelve prácticamente imposible: estamos conectados casi el cien por ciento del tiempo. Papá alguna vez me contó que, cuando él se fue a estudiar al extranjero, se comunicaba con mamá a través de cartas que tardaban a veces más de un par de semanas en llegar. Mamá dice que las celebraba casi como un cumpleaños.
—No me lo puedo imaginar —le dije.
—Imagínate la distancia que había entre nosotros, y multiplícalo por infinito. —Me miró a los ojos.
Yo sentí que me ruborizaba.
—Pero si nos veíamos todos los días.
—¿Y tú crees que a mí me basta con verte detrás de una pantalla? No hay nada como en vivo y en directo, poder abrazarte y estar contigo en cualquier momento.
Nos dimos un abrazo que duró unos minutos.
No me costó mucho lograr que Ana me confesara que mis padres me tenían preparada una cena sorpresa al llegar a casa. Son tan predecibles que lo sospechaba desde antes de salir del aeropuerto de Londres. Claro que me hizo prometerle que actuaría sorprendido, así que hice un gesto de asombro cuando la tía Gema, hermana de mamá, salió por detrás de la puerta principal.
Tuve una sensación extraña al llegar a casa.
Por un momento me sentí rodeado de extraños, aun cuando todos los allí presentes eran familiares o pertenecían a mi grupo de amigos. Por eso le pedí a Ana que no se separara de mí. Ser el centro de atención no es tan divertido, sobre todo cuando quieren que les cuentes en una hora lo que viviste durante casi dos años fuera.
Evité quedarme hasta tarde con la excusa de que estaba cansado por el viaje. A las diez de la noche me despedí de todos y me fui a mi habitación. Eso no fue motivo para que los invitados se marcharan y no continuaran con la fiesta, lo sé porque me quedé mirando desde mi ventana hasta que se fue el último coche, cerca de la una y media de la madrugada.
Como me temía, papá me invitó al club a desayunar al día siguiente, con el pretexto de que teníamos muchos pendientes que retomar ahora que yo estaba de regreso. El restaurante del club era nuestro lugar especial, donde habíamos desayunado o tomado una malteada después de pasar horas ahí, cuando me enseñaba a jugar golf o me acompañaba a prácticas de futbol siendo pequeño. Yo sabía que tarde o temprano este encuentro con él tenía que suceder. Soy hijo único y heredero de una fortuna que, según varias revistas financieras, nos coloca como parte de los empresarios más acaudalados en Europa. La riqueza de la familia viene desde mi bisabuelo paterno y ha crecido exponencialmente en cada generación. Hasta ahora, papá ha sido el que más ha hecho aumentar el valor de las acciones del corporativo, y estoy seguro de que sus expectativas sobre mí consisten en que yo supere sus hazañas. El problema es que no sólo no me siento capaz de dar el ancho, sino que nunca ha estado en mis planes de vida. Con esto no quiero decir que no tenga interés por encontrar un trabajo y, algún día, convertirme en alguien productivo, es decir, vivir una vida normal de acuerdo con el destino dentro de la familia. Sin embargo, a mi parecer, la vida que llevan mis padres no tiene nada de normal. El ritmo de vida de la sociedad a la que pertenecemos no me llama para nada la atención. Jamás le he confesado eso a mis padres.
Mi relación con papá nunca ha sido muy cercana, sobre todo porque estuvo ausente la mayor parte de mi infancia y adolescencia. De una u otra manera siempre supe que eso cambiaría en el momento en que llegara a la edad de poder involucrarme en los negocios.
No me equivoqué.
Papá, al igual que con sus empleados, fue muy directo conmigo. Lo primero que hizo fue aclararme las responsabilidades que conlleva ser miembro de nuestra familia; aunque ya me las había explicado en repetidas ocasiones, actuó como si fuera la primera vez. Luego comenzó a explicar las ventajas. Nunca, en todo su discurso, mencionó nada del lado negativo. Quizá será porque para él ese lado no existe.
Me había preparado desde meses atrás para este encuentro. En mis ensayos había considerado la posibilidad de que papá fuera una persona razonable y entendiera mi rechazo a ocupar mi lugar en el corporativo familiar. Fui ingenuo al pensar que sería tan fácil.
—¿De qué estás hablando? —preguntó en un tono tajante, cuando le dije que ocuparme del negocio familiar tal vez no era lo mejor para mí.
Me temblaron ligeramente las piernas y comencé, como siempre que estoy nervioso, a rascarme una pequeña cicatriz que tengo justo en la muñeca derecha. Tomé la servilleta de mantel, la coloqué sobre mis rodillas y luego le di un trago a mi copa de vino blanco mientras esperaba el desayuno. En mis dieciocho años de vida nunca había tenido una conversación así de seria con él, así que en realidad no sabía cómo iba a reaccionar.
—Desde que naciste tienes un asiento reservado en el concejo de administración del corporativo. El día que yo me retire, tú pasarás a ocupar mi lugar como presidente. No es una oferta de trabajo, es una obligación que tienes con la familia.
—¿Qué pasa si no quiero, papá? —le dije, y por un segundo contuve el aire—. ¿Qué pasa si quiero dedicarme a otra cosa?
Papá permaneció en silencio por unos segundos. Se acomodó las gafas, gesto que normalmente hace cuando necesita tomar una decisión, y luego le dio un trago a su vino.
—¿Papá? —insistí al ver que se mantenía en silencio.
—Si no quieres seguir el negocio familiar, entonces ¿qué es lo que quieres hacer con tu vida?
No le pude mantener la mirada y me quedé cabizbajo. Me daba vergüenza que supiera que aún no tenía nada planeado, que no sabía qué quería de la vida.
Papá me leyó como si yo fuera un libro abierto.
—Tengo empleados con más de cincuenta años que todavía no saben qué quieren hacer en la vida.
Sentí que su mirada me acariciaba el rostro.
—Yo todavía no lo sé, papá. Siento que no hay nada que me llame la atención. Nada que me haga sentir que necesito hacerlo. Ni siquiera sé qué quiero estudiar, y ya sólo me queda el último año del colegio.
—Eso que no te preocupe ahora, hijo. Si te sientes así es porque ésa es la decisión más difícil en la vida de una persona. —Él sonrió ligeramente.
—¿Te refieres a elegir una carrera?
Papá negó con la cabeza.
—Muchos creen que la carrera profesional que elijas es lo que va a determinar si te va bien en la vida o no. Por eso la consideran la decisión más importante. Otros aseguran que lo realmente trascendente es escoger con quién te casas. Todos ellos están equivocados.
—¿Entonces?
—La decisión más importante de tu vida es descubrir en qué vas a usar tus talentos.
Por un momento permanecí en las nubes.
—¿Y si no tienes talentos?
Papá soltó tal carcajada que hasta los de la mesa de junto se giraron para vernos. A veces dejaba de ser el hombre prudente de siempre, y parecía que nuestro desayuno en el restaurante del club le daba la confianza para soltarse y hablar conmigo con toda sinceridad.
—Todos, absolutamente todos los seres humanos en esta vida, tenemos al menos un talento. Algo que nos distingue de los demás.
—No lo sé, papá. Fuera de los videojuegos, hasta ahora no he descubierto cuál es el mío.
—Lo que pasa es que identificar tu talento no es nada fácil. Hay personas a quienes se les va la vida y nunca lo logran. No hay nada más triste que un talento desperdiciado.
Papá se quedó pensativo durante unos segundos.
—¿De verdad todavía no sabes qué quieres estudiar?
Agaché la cabeza.
—No.
—Yo, si fuera tú, estudiaría algo que pudiera emplear en el futuro. Administración, por ejemplo.
—¿Administración? —pregunté, algo sorprendido—. ¿Por qué administración?
Por alguna razón, en ese momento la palabra me sonó exageradamente aburrida.
—Porque me serías muy útil en el negocio. Un buen administrador que saque adelante todos los asuntos de la empresa es casi imposible de encontrar.
—Papá, yo...
—Lo digo en broma, hijo. Al final de cuentas eres tú, y sólo tú, quien va a tomar esa decisión. Yo te voy a apoyar en lo que tú elijas.
Me sorprendió mucho su actitud. Por primera vez en toda mi vida conocí ese lado de papá.
—¿De verdad no estás enojado?
—Claro que no —me dijo—. Quizás un poco decepcionado, pero no de ti, sino de la idea de que, tal vez, no seas tú el siguiente presidente del concejo. Tu mamá ya me había hablado de esta posibilidad. Ella te conoce más que nadie. Sinceramente pensé que estaba exagerando cuando me lo dijo, pero ya veo que no.
—Papá, no me lo tomes a mal, pero es que no me veo en tus zapatos. No me veo al frente del corporativo ni viviendo la vida como tú. No me veo en traje y corbata a diario.
—Pablo, la pregunta es: ¿cómo te ves?
Yo me encogí de hombros.
—No tienes que contestarme ahora, pero sí vas a tener que hacerlo pronto. Eres mi hijo y me gustaría saber para dónde va tu vida y cómo puedo ayudarte.
Le prometí a papá que pronto resolvería mi problema. Mientras tanto, me ofreció un trabajo para que no holgazaneara el resto del verano. Quizá también lo hizo con la intención de despertar en mí la inquietud por unirme a las filas del corporativo.
—Es una tarea que requiere de mucho trabajo de investigación.
—¿De qué se trata?
—Vas a ser el responsable de encontrar una asociación de beneficencia que comulgue con los valores de nuestro grupo con el fin de asignarle nuestro fondo anual para los programas sociales. Vas a ser tú quien decida a qué organización se hará la aportación.
—¿No hay alguien que ya se encarga de eso?
—Claro. Pero quiero que el dinero del fondo de este año lo administres tú. Vas a ser tú, y sólo tú, el que decida a quién vamos a beneficiar con nuestro fondo anual.
Cuando me dijo la cantidad de dinero de la que se trataba, supe que la tarea no sería tan sencilla. Con ese monto podrían financiarse varias medianas empresas, incluso simultáneamente.
—¿Qué te parece? —Papá me sonrió.
Así comencé mi vida laboral, con un año de bachiller todavía pendiente.
Ana y yo quedamos de vernos para la comida esa tarde. Como era habitual, me pidió que yo eligiera el lugar pero, como siempre, terminamos en su restaurante favorito de sushi. Si en verdad hubiese escogido yo, habríamos acabado en un restaurante sencillo de comida casera, tal vez uno que está frente al parque cerca de su casa, ese lugar me trae muchos recuerdos. Fue allí donde le conté, hace dos años, que partía hacia Londres para estudiar buena parte del bachiller. Todavía recuerdo su rostro cuando le compartí la noticia, la forma en que me miró, triste y decepcionada. Un par de horas en avión no era mucho,
