Índice
Portada
Dedicatoria
Capítulo 1. El escape (Italia, 1808)
Capítulo 2. Una botella de brandy (España, 1800)
Capítulo 3. Rotas cadenas
Capítulo 4. Luto (Córdoba, 1810)
Capítulo 5. Los conjurados
Capítulo 6. La suerte está echada
Capítulo 7. El huésped
Capítulo 8. Preguntas incómodas
Capítulo 9. Asuntos pendientes
Capítulo 10. El enemigo en casa
Capítulo 11. La boda
Capítulo 12. El Vallecito
Capítulo 13. Guiso de lechuza
Capítulo 14. El regreso
Capítulo 15. Los usurpadores
Capítulo 16. La abuela
Capítulo 17. Un niño sin nombre
Capítulo 18. Valentino, una vez más
Capítulo 19. Emociones mezcladas
Capítulo 20. La hija pródiga
Capítulo 21. Un niño especial
Capítulo 22. El desprecio
Capítulo 23. El milagro
Capítulo 24. Un nuevo adiós
Capítulo 25. Un hermano diferente
Capítulo 26. Todo es posible
Capítulo 27. Los Brilada
Capítulo 28. La Banda Oriental
Capítulo 29. Condena a muerte
Capítulo 30. El otro campo
Capítulo 31. Merceditas
Capítulo 32. Una madre inesperada
Capítulo 33. La venganza
Capítulo 34. La despedida
Capítulo 35. Una vida nueva
Capítulo 36. La farsa
Capítulo 37. El plan
Capítulo 38. La amenaza continúa
Capítulo 39. Una copa de más
Capítulo 40. ¿El fin justifica los medios?
Capítulo 41. Esperanza
Capítulo 42. Aire de candombe
Capítulo 43. Un lugar en el mundo
Capítulo 44. Nunca está todo dicho
Agradecimientos
Biografía
Créditos
Grupo Santillana
A Gabriel, María Candelaria y Augusto
CAPÍTULO 1
EL ESCAPE (ITALIA, 1808)
La belleza de los primeros rayos de sol paseando sobre la tierra era el acorde perfecto para darle luz a ese corazón confundido que saltaba sobre la vieja carreta al ritmo de los caballos. La madera del carro castigaba su espalda en cada sacudida; iba sentado, abrazado a sus piernas. Su hermanita, al costado, en la misma posición. Viajaban amontonados con el resto de las personas. No se miraban los rostros. Cada uno tenía demasiado con lo propio.
El mensaje había sido claro: “¡Hasta el porto! Allí los aspetta el barco que los lleva a la Mérica”.
Se acomodó la gorra que le había regalado su padre en el cumpleaños número trece.
Todo indicaba que se estaban aproximando. Llegaron. De un salto quedó al costado del carro y con ambas manos sostuvo a su hermanita hasta que ella pudo depositar los pies en el suelo. Sus miradas conversaron en silencio.
Con su bolso colgado en un hombro y con la mano tironeando de la niña comenzó a caminar detrás de un grupo.
El revuelo del lugar los hacía pasar inadvertidos; la humedad calaba los huesos lentamente. Había pilas de bultos apostadas al costado del barco. Era una embarcación de tres mástiles y 380 toneladas. Se veía grande. Pero las había mucho más grandes que ésa.
Valentino, con su pequeña hermana amarrada de su mano, se acercó a lo que supuso era el ingreso al barco y preguntó:
—Busco al capitán Marcello, de La Stella.
Le señalaron a un hombre enorme, de gestos duros y dientes blancos.
Cuando Marcello vio a los hermanos salió enseguida a su encuentro y revisó sus papeles. Les indicó que esperaran con el resto de los pasajeros: no eran más de treinta personas. Se dirigió al apiñamiento de gente. Valentino se quedó en un rinconcito observando a sus compañeros de viaje; ya le habían dicho que cruzar el mar era una travesía muy larga.
Allí estaba el grupo de pasajeros, tres familias con sus hijos, algunos jóvenes sueltos y una mujer que desentonaba entre la gente, muy aseñorada, llevaba un hermoso vestido bordó con puntillas blancas. Era distinta. ¿Qué hacía allí? En ese barco de carga… ¿Y sola?
Comenzó el desfile de marineros y estibadores. Echaban de todo en la bodega: sacos de harina, aceite, carne seca, vinos, muebles y hasta animales vivos… ¿Serían para consumir en el viaje? Había chanchos, gallinas y dos o tres vacas.
Pasó mucho tiempo hasta que subieron al barco. Los ubicaron en un camarote minúsculo. El capitán le había encargado a Valentino que cuidara mucho a su hermanita.
El padre de Valentino había conseguido esos dos lugares para subir a sus hijos y mandarlos al otro extremo del mundo. No había tiempo suficiente para esperar que saliera otro barco de pasajeros. La Stella, a pesar de las incomodidades que sufrirían los niños, estaría bien. Además, era el único que salía en esa fecha. Y era importante que se fueran.
Valentino acomodó sus petates en el camarote y arrastrando a su hermana de la mano, salieron a la proa. Nunca había estado allí, nunca había navegado. Lo sentía raro. Benita estaba callada. Al ver cómo la niña se rascaba la cabeza frenéticamente, Valentino esbozó una sonrisa: los piojos de Benita. Su mamá siempre le decía que los piojos elegían vivir en su cabecita porque era una casa de lujo: un lugar repleto de grandes rizos dorados que crecían sobre una piel blanca y delicada. É