Almanegra (Trilogía del perdón 2) (Trilogía del perdón 2)

Fragmento

(1750-1753)
Capítulo I

Aitor Ñeenguirú se despertó confundido y con el cuerpo agarrotado. Tragó varias veces para humedecer la garganta, y la boca le supo a podrido. Frunció el ceño y se incorporó a medias, apoyando el antebrazo en el suelo. Una presión en las sienes le causaba un dolor tan agudo, que terminó por provocarle arcadas. Intentó apaciguar la tormenta de su estómago tomando largas inspiraciones, pero fue en vano. Vomitó en el piso de piedra. Al mal sabor de boca se le sumó el del vómito, y no colaboró para que se sintiese mejor. Escupió varias veces y se secó con la manga de la camisa.

Estudió el entorno con ojos legañosos y se acordó de que la noche anterior, después de enterarse de la peor noticia de su vida, había terminado en la torreta, borracho y soñando que le hacía el amor a Emanuela. La felicidad que había experimentado en el sueño colisionó con la realidad, y le acentuó el dolor de cabeza y el malestar del estómago. Estiró la mano y sujetó los tres objetos que había hallado al pie del telescopio: el soneto ciento dieciséis de Shakespeare traducido al guaraní, el collar de conchillas que le había regalado a Emanuela en su quinto cumpleaños y la piedra violeta que le había traído del río.

Se sentó con cuidado, los ojos cerrados y la respiración acelerada. Cada movimiento le provocaba ecos de punzadas y malestares. Al levantar los párpados, la descubrió a Olivia, dormida a pocos palmos de él. Desnuda. Las imágenes lo bombardearon, y comprendió, entonces, que había soñado que le hacía el amor a su Jasy, cuando en realidad se lo hacía a la india. Se sujetó la cabeza y ahogó un grito de frustración, seguro de que había plantado su semilla en el vientre de la muchacha, algo de lo que siempre se había cuidado.

—Mierda —masculló, en tanto un sentimiento de odio e ira se apoderaba de su endemoniado carácter. Se odiaba a sí mismo y odiaba a la mujer que yacía cerca de él porque, juntos, habían lastimado profundamente a Emanuela, al extremo de conducirla a tomar una decisión con la cual él aún no se reconciliaba, con la cual jamás se reconciliaría: su amada Jasy había abandonado el pueblo, a su familia y, sobre todo, a él. ¿Cómo haría para empezar cada jornada sin ella?

Se puso de pie sujetándose a la pared y apretándose los párpados. No quería vomitar de nuevo. Respiró lenta y profundamente hasta que se detuvieron los giros en su cabeza y se creyó capaz de caminar. Lo hizo dando tumbos y, mientras se alejaba hacia la puerta, no echó un vistazo a la mujer que quedaba sola, tendida en el suelo. Al salir, se dio cuenta de que el pueblo dormía. Bajó con cuidado la escalera externa y, al llegar al final, se alegró de encontrar a su fiel caballo, que lanzó soplidos y piafó a modo de queja. Incapaz de montarlo sin riesgo a terminar escupiendo el estómago, lo condujo por la rienda hasta su casa, donde lo ató en el horcón de la enramada. Como no se atrevía a entrar, se sentó en el suelo, apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Tuvo la impresión de que habían pasado algunos segundos cuando escuchó la voz de su madre.

—Aitor, hijo, despierta.

—No, déjame.

—Vamos, abre los ojos.

—No puedo.

—Entonces, bebe esto con los ojos cerrados. Es una tisana de toro-ka’a. Te calmará el malestar. Manú siempre se la daba a Laurencio abuelo cuando se chupaba.

Malbalá le colocó la calabacita en la mano y la guió hasta los labios de su hijo.

—Cuidado, está caliente. Pero caliente será mejor. Así, muy bien —lo animó cuando Aitor tragó el primer sorbo—. Después te vas derechito al arroyo y tomas un baño, que apestas a alcohol y a vómito, hijo mío.

Acabó de beber la infusión y permaneció sentado, con la cabeza contra la pared y los ojos cerrados, hasta que el estómago se le fue asentando y la pulsada en las sienes, calmando. Escuchaba que su madre se movía cerca de él, y también los ruidos que hacía Bruno dentro de la casa mientras se vestía para ir a trabajar. Y él, ¿qué haría? Sin duda, tomaría el baño que le había sugerido su madre. Pero, ¿y después? ¿Cómo seguiría adelante si el aire que necesitaba para respirar lo había abandonado? Los ojos se le calentaron bajo los párpados cerrados. No quería llorar, no quería sentir lástima de sí mismo. Él era el único culpable de la tragedia que lo asolaba. Él tendría que buscar la salida.

Más animado, se incorporó con precaución. Por fortuna, el entorno había cesado de girar y ya no lo asaltaban las náuseas. Descubrió la muda, el paño de algodón, el pedazo de jabón y el pote con ungüento de urucú que le había dejado su madre y, sin decir palabra, los tomó y se marchó caminando hacia el arroyo. Se le ocurrió ir al lugar secreto, ese recodo del Yabebirí oculto en un sector especialmente denso de la selva, donde él y Jasy habían compartido momentos inolvidables bajo la cascada. Enseguida rechazó la idea; no se torturaría; lo que precisaba era recobrar el dominio y la calma para razonar. Desde ese día y hasta el día en que soltase el último respiro, encontrar a Emanuela se convertiría en el sentido de su existencia.

El agua estaba helada, y recibió con gusto el impacto del frío en el cuerpo; lo despabiló de un golpe. Se enjabonó deprisa y con vigor, hizo buches y gárgaras para deshacerse del mal aliento y se lavó el pelo. Salió del arroyo, se envolvió en la pieza de algodón y se friccionó los brazos y el pecho para entrar en calor. Más a gusto, con la tela echada a la espalda, se sentó sobre unas rocas y se quedó mirando fijamente la superficie del agua, que iba aquietándose.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, cuya calidez contrastó al rodar por las mejillas frías. Le costaba creer que regresaría al pueblo y Emanuela no estaría allí para recibirlo con la alegría que siempre la acompañaba, desde niña, y que ella nunca había perdido. Nadie lo había mirado con la devoción de su Jasy. Nunca se lo dijo y en ese momento se arrepentía, pero, cada vez que sus ojos azules le decían cuánto lo admiraban y cuánto confiaban en su fuerza y en su destreza, él se sentía poderoso, con la capacidad para vencer cualquier batalla. Se cubrió la cara y lloró en silencio, aterrado por la idea de no volver a verla, y también por la posibilidad de que, si la encontraba, ella lo contemplase con odio y desprecio. Ese pensamiento le arrancó un rugido de rabia y frustración. Lo había tenido todo y lo había perdido en unos segundos de debilidad e insensatez. Se arrepentía profunda y sinceramente. ¿La vida no le daría otra oportunidad? Quería redimirse, pedirle perdón, besarle los pies, mojárselos con lágrimas, levantar la vista y encontrarse con la mirada dulce y amorosa de su Jasy.

—¡Jasyyy! —exclamó, con los puños apretados y la cabeza echada hacia atrás.

El clamor agitó a las aves, que profirieron graznidos y echaron a volar en bandada. Su lamento se propagó también en la densidad de la vegetación y alteró a los animales, que aullaron y gruñeron y se agitaron en los árboles y en el suelo.

—¡Perdóname, amor mío! ¡Perdóname! ¡Perdóname! Perdóname —susurró al final, casi sin voz, y echó la cabeza hacia delante, de pronto desfallecido.

Ahogó un sollozo al imaginársela en la barraca, con sus hermosos ojos azules fijos en él y en Olivia, mientras fornicaban. ¡Qué conmoción tan grande debía de haber recibido! Su pequeña e inocente Jasy expuesta a la lujuria de dos seres bajos y pecadores. ¡Qué herida tan profunda le había causado! ¡A ella, al amor de su vida!

Impulsado por la ira y la impotencia, se puso de pie. La tela que lo cubría cayó, olvidada sobre las rocas, y él no percibió el fresco de la mañana en su cuerpo desnudo. Caminó con pasos decididos; detrás, sus huellas quedaban impresas en la marisma. Aferró el cuchillo, se tomó el cabello en una cola y la cortó a la altura de la nuca. Había estado orgulloso de su cabello larguísimo, negro, lacio y abundante, en especial porque a Emanuela le encantaba que lo llevase hasta la cintura. Además, ella se ocupaba de cortárselo; era a la única que se lo permitía. Mientras Emanuela no regresase a su vida, lo usaría bien corto.

Sujetó en alto el largo mechón de cabello y lo observó antes de arrojarlo con desprecio al agua. Fijó la vista en la corriente que lo desarmaba y lo arrastraba. “¿Qué haré ahora? ¿Cómo continuaré mi vida?” Se sintió tan perdido y desolado que reaccionó como acostumbraba, enojándose. Se enojó con él, con Olivia, pero también con Emanuela por haberse marchado sin esperarlo, sin brindarle la oportunidad de explicarle, de pedirle perdón, de ponerse de rodillas, de demostrarle cuánto la amaba, a ella, solo a ella.

—¡Cobarde! —exclamó—. ¡Cobarde! ¿Acaso te olvidaste de nuestro pacto de sangre? ¿Acaso olvidaste tus promesas? ¿Te olvidaste de que me prometiste que siempre estarías a mi lado, que siempre me esperarías?

Le contestó la selva, perturbada por sus acusaciones y exigencias vociferadas, que cambió sus sonidos habituales por otros más intensos y agresivos. Le devolvía como un eco la rabia que él soltaba al viento. Se quedó en silencio, observando el entorno con ojos desmadrados.

—¡Te encontraré, Emanuela! ¡Te lo juro por lo más sagrado que tengo, que es tu amor, que te encontraré!

Se vistió deprisa, entre insultos y bufidos, y emprendió el regreso. Una determinación febril lo motivaba a comenzar el día. Lo primero que haría sería pedirle disculpas a su pa’i Ursus por el comportamiento de la noche anterior y someterse al estúpido rito de la confesión para ganárselo de nuevo. Si él era el único que sabía dónde se encontraba su Emanuela, pelearse con el jesuita constituía una estrategia poco inteligente. Lo segundo era determinar qué haría con su vida. Se le había ocurrido aceptar el trabajo de capataz que su padre le ofrecía en su hacienda, Orembae, idea de la que desistió enseguida, porque si de algo estaba seguro era de que solo permaneciendo en San Ignacio Miní y en contacto con su gente llegaría a conocer el destino de Emanuela. Algún día, alguien se enteraría de algo o a su pa’i Ursus se le escaparía una pieza de información, y él tenía que estar cerca para enterarse. Si se iba a vivir a Orembae, perdería esa posibilidad.

De igual modo, los únicos oficios que conocía, el de aserrador y el de cazador, lo obligaban a mantenerse lejos de la doctrina durante semanas, situación que era inadmisible en las nuevas circunstancias. Después de pedirle disculpas a su pa’i Ursus y de confesarse, le rogaría que le permitiese trabajar en el aserradero de la misión. Don Clemente, el jefe, lo miraba cruzado, al igual que el resto del pueblo, a causa de su fama de luisón, pero como trabajador, lo respetaba. Aitor no le escabullía a las tareas duras y era muy fuerte para acarrear y mover los pesados troncos, sin mencionar que conocía las maderas como la palma de su mano.

Como primera medida, fue a la misa de la mañana y se puso a la vista de Ursus, junto a su madre. El cura elevó las cejas al descubrirlo entre los feligreses, y no volvió a mirarlo lo que duró la ceremonia. Aitor se abstuvo de comulgar y permaneció de rodillas, en actitud penitente, hasta que el sacerdote los habilitó para marcharse con el clásico: “Ite, missa est”. Aitor no siguió a la gente, que abandonó el templo por la entrada principal, sino que se evadió por el altar hacia la sacristía, cuidándose de arrodillarse y hacer la señal de la cruz frente al Santísimo.

Hacía años que no entraba en esa pequeña sala donde había pasado muchos momentos de su infancia observando a su admirado y amado pa’i Ursus mientras se preparaba para la misa. Lo halló en el momento en que el monaguillo lo ayudaba a quitarse la casulla. Se quitó el sombrero y, con la vista al suelo, murmuró:

—Buenos días, pa’i.

Ursus lo miró de soslayo.

—Buenos días —contestó secamente.

El antagonismo del jesuita lo desanimó. Contaba con el amor que su pa’i le profesaba desde pequeño. Él era el guardián del secreto que él necesitaba con el mismo anhelo que su próximo respiro. Tenía que componer las cosas con el sacerdote o encontrar a Emanuela sería muy difícil. La Compañía de Jesús poseía colegios, doctrinas, iglesias y casas en todas las ciudades de las Indias Occidentales. Ella podía haber ido a parar a cualquiera. Hasta ese momento, había actuado como de costumbre, como un desaforado, impulsado por su mal carácter y no por la razón. En adelante, sería inteligente y cauto, y, como el yaguareté, se mantendría en silencio y al acecho hasta que la presa estuviese lista y al alcance para saltarle a la yugular.

Pa’i, ¿podemos hablar?

—Ahora no, Aitor. Sabes que, en un rato, empiezo con el catecismo.

—¿Más tarde?

Ursus no contestó mientras se desataba el cíngulo y se quitaba el alba y se los extendía al niño para que los colgase en el ropero.

—¿De qué quieres hablar?

—Quiero hacer confesión —manifestó, sin dudar, con firmeza, y supo que había dado en la diana.

—Regresa hoy, después de la misa de la tarde. Aquí estaré esperándote.

Aguyje, pa’i —agradeció en guaraní—. Que tengas un buen día.

Ursus no contestó, y Aitor se retiró con el sombrero en las manos y la cabeza gacha. Sorbió en silencio los mates que su madre le cebó en la enramada y engulló sin disfrutar la torta de patay y miel silvestre. Bruno lo saludó con palabras masculladas; lucía muy deprimido, lo mismo que Miní, Timbé y Porã, que lo buscaron para que los acariciase.

—¿Dónde están Saite y Libertad? —preguntó de repente.

—Se escaparon —contestó Bruno—. El día en que Manú se fue, abrimos la puerta y volaron hacia el río. No han vuelto.

—Están con ella —afirmó Malbalá, y Aitor se alegró; esas dos siempre habían protegido a su Jasy con el mismo fiero celo que él.

Bruno se despidió, alicaído, y se marchó a la alfarería. El silencio se pronunció en la enramada.

—Te cortaste el cabello —comentó Malbalá.

—Sí, ya era hora.

—Manú amaba tu cabello largo. —Aitor guardó un silencio empecinado—. ¿Qué harás ahora?

Supo que no le preguntaba por las siguientes horas, sino por su vida.

—He decidido quedarme en San Ignacio. Le pediré a don Clemente que me asuma en el aserradero.

—¿No retomarás tu trabajo de hachero en la selva?

—No. Necesito quedarme en el pueblo. Tengo que estar cerca y alerta por si se presenta alguna información de Emanuela. Sy, mírame. —Malbalá levantó la vista y la fijó en la de su hijo—. Si llegases a saber algo de ella, de dónde se encuentra o cualquier cosa, ¿me lo dirías?

Malbalá advirtió una recia determinación en sus extraordinarios ojos dorados, pero también descubrió una pena insondable.

—Sí, hijo, te lo diría.

—¡Júramelo! Júrame que, cualquier cosa que sepas de ella, me lo dirás.

—Lo juro.

—Gracias, sy.

—¿Qué harás ahora?

—Por lo pronto, iré a hablar con don Clemente. Si él no tiene problema para conchabarme en el aserradero, entonces mi pa’i Ursus no se opondrá. Después, me iré un rato al monte a cazar. Volveré por la tarde.

—Sí, haz eso, ve a cazar. —Malbalá lo conocía; sabía que necesitaba tomar distancia, alejarse, gastar energía, quitarse la rabia y el dolor lanzando flechazos, arrojando piedras con la honda y destripando animales con el cuchillo.

Lo siguió con la mirada mientras su hijo entraba en la casa. Volvió a salir pocos segundos más tarde, con la canasta de regalos para Emanuela en la mano.

—¿Por qué está esto acá? ¿No se lo diste?

—Sí. Debió de olvidarlos —mintió Malbalá, y apartó la mirada.

—¿Crees que soy idiota, sy? ¡No me mientas! Necesito saber que cuento contigo, sy. Necesito saber que me dirás la verdad. Siempre.

Malbalá suspiró, con ánimo cansado, y se sentó frente al telar.

—No quiso llevárselos.

—¿Por qué?

—¡Y todavía tienes el descaro de preguntar por qué! —Se puso de pie, y Aitor se echó atrás—. ¡Le rompiste el corazón, Aitor! ¡Se lo rompiste! ¡Estaba destrozada! ¿Puedes entender lo que estoy diciéndote? ¿Eres capaz de dejar de pensar solo en ti y comprender lo que mi pobre hija padeció y está padeciendo lejos de mí?

Aitor apretó las manos en la canasta y bajó la vista enturbiada. Las lágrimas cayeron sobre los obsequios de doña Florbela. Malbalá lanzó un gemido exasperado y volvió a ocupar su asiento frente al telar.

—Emanuela dijo que no quería tus obsequios, que se los dieras a tu mujer.

Apretó los párpados al darse cuenta de que su madre se había enterado de lo de él y Olivia.

—Por eso te dejó, Aitor, porque te descubrió con esa mujer, en la barraca.

—Lo sé. Mi pa’i Bansué me lo contó. Sé que me vio con Olivia. —En el mutismo que siguió, se oían el roce del huso y la respiración trabajosa de Aitor—. Emanuela es mi mujer —sollozó al cabo, y cayó de rodillas—. Ella. ¡Solo ella!

—Sí, lo sé, pero tienes que entender que lo que vio en la barraca la convenció de lo contrario.

Aitor se puso de pie y se sentó en un tocón, junto a su madre, con la canasta sobre las piernas.

—¿Ella te dijo que nos vio a mí y a Olivia en la barraca?

—Sí, solo a mí. Y será una confidencia que me llevaré a la tumba.

—¿Qué más te dijo?

—Poco y nada.

—Por favor, sy, dime lo que te haya dicho.

Malbalá prosiguió ejecutando las diestras maniobras sobre el telar, y Aitor dedujo que no hablaría. A punto de levantarse, volvió a sentarse al escucharla decir:

—Me dijo que la habías herido profundamente y que no quería volver a verte.

El efecto de las palabras fue devastador, y su cuerpo, en respuesta, se estremeció.

—Moriré si no vuelvo a verla, sy. Moriré.

—También admitió —continuó Malbalá, haciendo oídos sordos a su hijo— que no sabía cómo seguiría adelante sin ti.

Aitor rio entre lágrimas, y un hilo de esperanza le mantuvo el ánimo en alto. Lucharía por recuperarla con uñas y dientes. Nadie, ni siquiera la propia Emanuela, lo mantendría lejos de ella.

—Me ama, entonces. Todavía me ama.

—Por supuesto que te ama. Te amará toda la vida.

—Y yo a ella, sy.

Abandonó el asiento y entró en la casa. Levantó la tapa del baúl de cuero donde guardaba sus misérrimas pertenencias, depositó la canasta en el fondo y la cubrió con unas prendas.

—Te la daré cuando volvamos a vernos, amor mío.

Se acordó del dinero que le había pagado don Edilson el día anterior y que aún conservaba en el morral. Abrió el talego, contó las monedas y las añadió a las que ocultaba tras una piedra de la pared, en una esquina, la del camastro de Emanuela, y cerca del suelo. Allí conservaba otros tesoros, como la tacuara que ella le había regalado el día de su decimoctavo natalicio. La sacó y la besó, y pasó el índice por el perfil de las letras que Emanuela había tallado con primorosa caligrafía.

—Aitor y Jasy —leyó en un susurro, y cayó en la cuenta de que había escrito su nombre primero. Ella siempre lo había puesto primero. Él, en cambio, siempre se había puesto a sí mismo en primer lugar. Primero estaban sus necesidades físicas, sus celos, sus enojos, sus exigencias, sus deseos, y, aunque en ese momento comprendiese que se trataba de un comportamiento egoísta y ruin, temía que sería de ese modo la vida entera, porque negra era su alma, y por la misma razón que debería dejarla en paz y permitirle hacer una vida lejos de él, por ser egoísta, ruin y de baja calaña, seguiría buscándola hasta el último aliento, porque la quería para él. Porque la necesitaba.

Extrajo los dos rollos de papel de la caña y los extendió. Dejó de lado el retrato de él y admiró el otro, el de ellos besándose. ¡Cuánto extrañaba sus labios! ¡Cuánto necesitaba de su cuerpo de niña y de la inocente pasión de sus manos! Eso lo había sorprendido, la entrega sin barreras de Emanuela cuando él la inició en las cuestiones íntimas entre un hombre y una mujer, pese a sus escasos trece años. Ahora que lo meditaba, jamás se había escandalizado, ni negado, ni le había reprochado sus excesos. Nunca se había mostrado arrepentida, ni le había pedido que no volviesen a tocarse, ni a besarse, comportamiento extraordinario si se tenía en cuenta la educación cuidada y pacata que había recibido por parte de Malbalá y de su pa’i Ursus. Es que Jasy era extraordinaria. No existía criatura como ella sobre la faz de la Tierra.

“¿Le contarías a mi pa’i Ursus en confesión lo que hacemos cuando estamos solos?” “No”, había sido su contestación, en la cual no había existido un atisbo de duda. “¿Por qué no?” “Porque en la confesión se cuentan los pecados, y para mí esto que tú y yo compartimos no es pecado. Nuestro amor no es pecado. Es una bendición. Tú eres una bendición para mí.”

—Oh, Jasy, amor de mi vida, eres una bendición, no yo. Pero te necesito. Yo tampoco sé cómo seguir adelante sin ti. Vuelve a mí, amor mío. Vuelve a mí.

Besó el dibujo, lo enrolló junto con su retrato y lo guardó en la tacuara, a la que acomodó en el hueco del muro. También ocultó los tres objetos hallados la noche anterior en la torreta: el collar de conchillas, la piedra violeta y la traducción del soneto, al cual besó con reverencia imaginándola mientras lo escribía para él. Colocó la piedra y arrimó de nuevo la cuja a la pared. Se calzó el sombrero y se dirigió al aserradero, donde Clemente lo recibió con más simpatía que de costumbre y, después de señalar que se había cortado el cabello, le aseguró que podía ocupar su puesto cuando lo desease. Uno de los trabajadores se había accidentado y se ausentaría durante varias semanas.

—Puedes empezar hoy mismo —remató.

Aunque había planeado irse de caza, aceptó.

—Ve al embarcadero. Están al llegar nuevos troncos. Lleva la carreta y la yunta.

Trabajó duramente y, dado que, como de costumbre, pasó por alto los vistazos aviesos y los comentarios mascullados que su presencia suscitaba, no se enteró de que sus compañeros lo culpaban de que la niña santa, que tantas bendiciones les había prodigado, ya no viviese en la doctrina. La misma suerte estaba corriendo Olivia en el cotiguazu, donde incluso sus mejores amigas la responsabilizaban por lastimar profundamente a Emanuela, al punto de orillarla a abandonar el pueblo donde había vivido desde el día de su nacimiento.

—¡No sé de qué están hablando! —se ofuscó la acusada.

—Pues Tarcisio —tomó la palabra la que llevaba la voz cantante en la casa de las viudas— escuchó anoche a mi pa’i Bansué decirle al luisón que la niña santa decidió irse del pueblo después de que los vio a ti y al luisón fornicar en una de las barracas.

—Ni tú, ni el luisón la vieron —aportó otra—, porque mi pa’i Bansué la sacó de allí en silencio, pero ella los vio. ¡Y eso le rompió el corazón!

—¡Mentira!

—¿Acaso acusas a mi pa’i Bansué de mentiroso, Olivia?

—Yo no lo acuso a él, sino a ustedes y a Tarcisio.

—¡Ahora por tu culpa y la del luisón nos hemos quedado sin la protección de la niña santa, que nos salvó de la viruela!

—Emanuela no nos salvó de la viruela —intentó razonar Olivia—, sino los cortes que nos hicieron en los brazos.

—¡Calla, mala mujer y pecadora! ¡Ella nos salvó! Ninguno de nosotros cayó gravemente enfermo.

—¡Juan Ñeenguirú cayó enfermo! —le recordó una anciana—. Y la niña santa lo curó con sus manos.

—¡Ahí tienes! ¿Qué me dices ahora de Juan Ñeenguirú, Olivia? A él no le hicieron los cortes en el brazo y curó igualmente gracias a su hermana de leche, que lo tocaba todos los días.

—Se olvidan —retomó la acusada— de que mi pa’i Ursus leyó en la misa la carta del provincial en la que le ordenaba irse.

—Muchas veces los provinciales mandaron sacarla de la doctrina, pero siempre mi pa’i Ursus halló el modo de retenerla. Esta vez no fue posible puesto que ella deseaba irse. ¡Y lo deseaba por tu culpa, porque le robaste su hombre, el que ella amaba!

—¡ deberías haberte ido, ladrona de hombres, y no la niña santa!

—¡Yo no robé nada! —se defendió Olivia, y encaró hacia la salida, temerosa de su suerte—. Y si ella decidió irse sin presentar pelea, no es problema mío. —Dio media vuelta y se marchó, dejando atrás a un grupo de mujeres encolerizadas que le gritaban a coro.

* * *

Por la tarde, al finalizar la jornada en el aserradero, fue a su casa, se lavó la cara, el pecho y los sobacos, y se puso una camisa limpia, la de algodón de Castilla que le había confeccionado su Jasy. Oyó la misa de la tarde, mientras reflexionaba que era la primera vez desde que tenía memoria que asistía a dos servicios en un mismo día. Al igual que esa mañana, en lugar de seguir a la feligresía que abandonaba el templo por la puerta principal, Aitor se evadió hacia la sacristía. Se quitó el sombrero y entró haciéndolo girar en las manos y con la vista al suelo.

—Siéntate ahí —le indicó el jesuita, mientras se deshacía de los paramentos sacerdotales—. En un momento estaré contigo.

—Sí, pa’i. Gracias.

El sacerdote despidió al monaguillo, cerró con llave las puertas del ropero y se ubicó en una silla frente a la de Aitor, de modo que sus rodillas casi se chocaban. Besó la estola morada que vestía para confesar y se la colocó detrás del cuello.

—Ave María purísima.

—Sin pecado concebida, pa’i.

—¿Hace cuánto que no te confiesas, hijo? —Aitor vaciló, y Ursus intervino—: Te diré yo cuánto hace. Tu última confesión fue la noche antes de huir de la misión, el 5 de agosto. Hoy estamos a 29 de mayo, por lo tanto han pasado casi diez meses desde la última vez que hiciste confesión.

—Sí, pa’i, así es.

—¿Qué pecados has cometido?

—He fornicado, he atacado a mi pa’i anoche y he traicionado a la mujer que amo.

—La lujuria y la ira, dos de los siete pecados capitales. Sin duda, tus dos vicios más marcados, Aitor.

—Sí, pa’i.

—¿Te arrepientes?

Aitor levantó la cabeza en una acción veloz y se lo quedó mirando con el gesto de quien ha oído una aseveración inentendible o en extremo insensata.

—Por supuesto que me arrepiento, pa’i, sobre todo de haberles causado tristeza a ti anoche al atacarte y a Emanuela, porque me vio fornicando con otra mujer. Desearía volver a vivir todo de nuevo y no equivocarme tan fiero.

—Ah, sí, volver el tiempo atrás sería una gran solución, Aitor, pero esa posibilidad nos ha sido negada. Lo único que nos queda es echar mano de las virtudes para vencer los vicios y no repetirlos en el futuro. A la lujuria la vencerás con una vida casta, y a la ira, con la paciencia.

—Sí, pa’i.

—Mi penitencia para ti, Aitor, será que oigas misa todos los días a partir de mañana y durante un año y que hagas comunión diaria, para lo cual tendrás que estar en la gracia de Tupá.

La juzgó una penitencia durísima; la ceremonia religiosa lo aburría y fastidiaba; no obstante, aceptó con demostraciones de obediencia porque se habría avenido a cualquier castigo con tal de recuperar la confianza del sacerdote y obtener la información que este tan bien custodiaba.

Ursus rio por lo bajo, y Aitor levantó la vista, desconcertado. El jesuita le palmeó el hombro.

—Con tu pa’i no tienes que fingir, hijo mío. Sé cuánto te aburre asistir a misa. Por esa razón te he impuesto este castigo, porque tu falta ha sido grande. Con tu incontinencia ante el apetito sexual, has lastimado a un ser que te ama tiernamente.

—Ni siquiera lo hice por apetito sexual, pa’i —expresó Aitor con sinceridad—. Lo hice por rabia, porque ella se había olvidado de mí al ponerse a cuidar a esos apestados.

—El único apestado era tu hermano Juan.

—A mí eso no me importó, pa’i. Ella estaba exponiéndose a la viruela y no pensó en el dolor que me causaría si enfermaba y moría.

—Eres egoísta, Aitor.

—Lo soy, pa’i. ¿Para qué voy a negártelo a ti, que tan bien me conoces? Pero quiero cambiar —manifestó de pronto con vehemencia—. Quiero ser mejor para merecerla.

—Manú se ha ido —le recordó.

—No me importa. La esperaré la vida entera si es necesario. Pero ella y yo nos casaremos. Nadie me lo impedirá. Yo le había pedido que se convirtiera en mi esposa y ella había aceptado. —Se le quebró la voz, y apretó el puño, enfurecido por la muestra de debilidad.

—¿Cuándo planeaban decirme que habían decidido casarse?

Aitor carraspeó antes de contestar:

—Ella quería contártelo, pa’i, pero yo no se lo permitía.

—¿Por qué?

—Porque los matrimonios mixtos están prohibidos en las misiones.

—¿Y tú creíste que yo no los habría ayudado a casarse? —Lo preguntó sin animosidad, más bien con el interés de saber qué pensaba Aitor.

—No lo sé, pa’i —admitió él—. Tú siempre quisiste que ella fuese española. La educaste como española. No la dejabas dormir en una hamaca y le enseñabas el castellano, el latín y el griego, y las maneras de los blancos. Era como si estuvieses preparándola para un esposo español.

—¿Qué habrías hecho si les hubiese prohibido contraer matrimonio?

—Me la habría llevado de la doctrina, pa’i, para casarme con ella.

—¿Adónde? —preguntó con cierta ironía—. ¿A quién habrías recurrido por ayuda?

—A mi padre —respondió, más movido por la rabia que le incitaba el tono del jesuita, que por la sensatez.

—¿Sabes quién es tu padre? —se pasmó Ursus, y Aitor asintió—. ¿No vas a decírmelo?

—¿Para qué?

—Porque soy tu pa’i Ursus, porque te conozco desde el minuto mismo en que naciste, porque eres como un hijo para mí, porque todo lo que a ti concierne me importa mucho.

Aitor suspiró y bajó la vista.

—Vespaciano de Amaral y Medeiros.

Ursus inspiró de manera profunda y ruidosa y se echó hacia atrás en la silla. Se rascó la barba que le orlaba la mandíbula y observó a Aitor con ojos aguzados.

—Ahora comprendo muchas cosas, por ejemplo, el cariño que Vespaciano demuestra por ti.

—Sí, pero no está dispuesto a reconocerme como su hijo.

—¿Se lo pediste?

—Lo hice por Emanuela. A mí me importa muy poco ser un Amaral y Medeiros, pero creía que, con ese apellido, sería más fácil protegerla de quienes quisieran arrebatármela.

—Entiendo. ¿Hace mucho que sabes que eres su hijo?

—Hace unos años.

—¿Por qué nunca me lo contaste, Aitor? Debió de ser una fuerte impresión para ti enterarte. ¿Cómo fue?

—La oí a mi madre que se lo confesaba a Amaral y Medeiros.

—¿Por qué no recurriste a mí? ¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque no era importante, pa’i.

Se miraron con fijeza, sin incomodidad, ni falsas pretensiones. Ursus estudió esos ojos dorados, realzados por las pestañas tan negras y espesas, cuya belleza no bastaba para disimular el dolor profundo que anidaban, el cual él habría podido borrar faltando a una promesa. Con un suspiro, colocó la mano izquierda sobre la coronilla de Aitor, cerró los ojos y pronunció la fórmula que lo devolvía a la gracia divina.

Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.

—Gracias, pa’i.

—Ahora ve en paz y no peques más.

Ursus se puso de pie, y Aitor hizo otro tanto.

¿Pa’i?

—¿Qué, hijo?

—¿Por qué no me dices dónde está mi Emanuela así voy por ella?

—No te lo diré porque se lo prometí, ya te lo dije. Ahora que acabas de confesarme que te pilló con otra, comprendo la profundidad de su dolor. Estaba destrozada, Aitor. —Le desolación del muchacho le causó una gran pena, que deseó aligerar de algún modo—. Cuando le pregunté si te amaba, me contestó: “Más que a mi vida”.

—Gracias por decírmelo, pa’i. Saberlo me da esperanzas.

—No las pierdas, hijo.

—¿Has sabido de ella?

—No aún. Estimo que recibiré carta dentro de un tiempo.

—¿Puedo escribirle, pa’i? —Ante el gesto difidente del jesuita, se apresuró a añadir—: Te daré la carta a ti, pa’i. Podrás leerla y verás que es honesta y sin mal.

—Está bien —dijo, no muy convencido.

—Cuando respondas a su carta, ¿le dirás que estoy muy arrepentido y que la amo?

—Se lo diré.

—Y pídele que te autorice a decirme dónde está, así voy a buscarla para traerla de regreso.

—No, Aitor, no la presionaré con eso. Emanuela me lo dirá si ella lo juzga conveniente. Déjala tranquila por un tiempo, permítele que sane la herida que le causaste.

—¡Es que tú no comprendes, pa’i! ¡No puedo vivir sin ella!

—Aitor, hijo, ¿qué hablamos de la ira? Debes combatirla con la paciencia. ¿Y qué dijimos del egoísmo? No todo se refiere a ti, hijo mío. Ahora es tiempo de que pienses en lo que es mejor para Manú. Ella ha puesto distancia porque la necesita. Respeta su decisión. —Aitor asintió con la cabeza baja—. Esta será una enseñanza dura para ti, pero te aseguro que te templará el espíritu y saldrás convertido en un hombre mejor, más digno de ella. Vive esto como un desafío, como una prueba. Un muchacho que a los trece años aprendió a vivir solo en la selva no puede amedrentarse frente a esto.

—¿Sabes, pa’i? Siempre he estado seguro de una cosa: que no le temía a nada, excepto a vivir sin mi Emanuela. Ahora que estoy viviendo la pesadilla más temida, estoy asustado porque no sé si saldré bien parado de esto.

—Saldrás con bien de esta prueba, Aitor. Lo harás por una simple razón: porque si es verdad que quieres recuperarla, lucharás. De igual modo, no olvides que Manú no puede regresar a la misión. Fue una orden expresa del provincial, y esta vez no hubo posibilidad de cambiarla.

—¿Por qué, pa’i? ¿Qué daño le hacía ella a la misión? ¡Ella, que solo hace el bien!

—Aitor, no juzgues con ligereza cuando hay cosas que no sabes. En este momento la Compañía de Jesús está atravesando un momento difícil, y la presencia de Manú en la doctrina, en abierta contravención a las Ordenanzas de Alfaro, se habría convertido en una debilidad que nuestros enemigos habrían aprovechado para golpearnos duramente.

—¿Puedo saber qué está sucediendo, pa’i?

—Lo sabrás a su tiempo.

—Está bien.

—Ven, vamos. —Caminaron en silencio hacia la puerta de la sacristía y salieron al jardín que rodeaba la iglesia. Ya era de noche—. Veo que te cortaste el pelo —comentó el jesuita en un intento por aligerar los ánimos.

—Sí, y así lo dejaré hasta que Emanuela vuelva a mí.

—Recuerdo aquella ocasión cuando eras pequeño y pescaste piojos… ¡Lo que fue raparte, hijo mío! Creí que me odiarías para siempre.

—No, pa’i. Nunca estoy enojado contigo por mucho tiempo. ¿Podrías prestarme papel, pluma y tinta para escribir? En mi casa no hay nada de eso.

—Sí, lo haré.

—¿Cuándo crees que recibirá mi carta, pa’i?

—Apenas parta una jangada para Asunción, la enviaré.

—¿Ella está en Asunción? —se animó de repente.

—No, hijo —sonrió Ursus—. ¿Tan tonto me crees?

—No, pa’i, sé que no tienes un pelo de tonto.

—Desde Asunción parte la correspondencia para las distintas ciudades donde nuestra orden tiene intereses.

—Ya veo.

—Paciencia, Aitor. La paciencia y la perseverancia te llevarán muy lejos, hijo mío.

—Si tú lo dices, pa’i…

* * *

El viaje en barco a Buenos Aires duró veintiún días. En un principio, Emanuela se propuso transcurrir la mayor parte del tiempo en el camarote, dispuesta a no interferir con la pareja de recién casados, en especial porque Lope no hacía un misterio del interés que ella le despertaba. Ginebra, en cambio, deseaba su compañía, por lo que, cada mañana, después del desayuno, la pasaba a buscar para salir a cubierta. La sonrisa con que Lope las recibía y la alegría con que hablaba y se conducía en torno a ellas, deshaciéndose en gentilezas y halagos, no habría debido gratificar a Emanuela; lo cierto era que lo hacía. Después de la gran desilusión padecida con Aitor, sentirse admirada y deseada le suavizaba las penas del alma.

El padre Santiago se les unía luego de realizar sus ejercicios espirituales y los entretenía con anécdotas de la época del seminario y de sus discusiones con el comisario de la Inquisición en Córdoba, cuando sus afirmaciones en la cátedra de Prima de Leyes le valieron el exilio.

—¿Quién le contó al comisario del Santo Oficio que usted acordaba con el derecho natural y de gentes de Pufendorf? —se interesó Lope, y Emanuela comprendió que, por la seguridad con que había pronunciado el apellido del filósofo, el joven lo conocía bien. Era culto, pensó, además de educado y refinado.

—El Santo Oficio tiene ojos y oídos en todas partes, Lope —informó el jesuita—. Se nutre de información a través de los familiares de la Inquisición.

—¿Los parientes de los inquisidores trabajan para ellos como espías? —se sorprendió Ginebra.

—¡Oh, no, no! —contestó Hinojosa, risueño—. Se le llama familiar a un tipo de empleado del Santo Oficio, el de menor rango. Son tan leales a los inquisidores que son casi como miembros de su familia, de allí el nombre del cargo. Y no son clérigos; esta es una condición. Deben ser seglares, que se inmiscuyen con el pueblo y la aristocracia para detectar casos de herejía.

—¿Supo usted quién fue el familiar que lo acusó, pa’i? —se interesó Ginebra.

—No. Esa información jamás se revela. Por fortuna mi relación con el Santo Oficio no pasó a mayores y la consecuencia fue el abandono de mi cátedra y el exilio en el Paraguay, pero cuando terminas en alguna de las prisiones del Santo Oficio puedes pasarte meses, incluso años, sin saber, no solo quién te acusa, sino de qué se te acusa.

—¡Qué terrible! 

Santiago de Hinojosa asintió con semblante grave.

—¿Podría suceder —se cuestionó Lope— que, por ejemplo, aquí, en este barco, conviviésemos con un familiar de la Inquisición sin saberlo?

—Así es —aseveró el sacerdote.

También había ocasiones en que los relatos del jesuita los hacían desternillarse de la risa, como cuando les contó que él le había inventado el mote al padre Ursus, cuyo verdadero nombre era Octavio de Urízar y Vega.

—Ursus estaba tan enojado conmigo que zanjamos la cuestión a trompadas.

—¿De veras? —se asombró Emanuela—. Terminaron mal las cosas para ti, ¿no es cierto, pa’i?

Hinojosa carcajeó.

—Para los dos. Yo perdí la pelea, porque creo que existen pocos hombres a los cuales Ursus no vencería en una lucha, y mal para él, porque, para aprender a controlar la ira, uno de los siete vicios capitales, el rector le impuso como castigo que transcurriese toda la noche en la capilla doméstica, rezando el rosario y meditando acerca de su falta. El rector lo encontró dormido a las cuatro de la mañana, lo que le costó que el castigo se repitiese la noche siguiente. Después de eso, nos hicimos grandes amigos. Ursus es una de las mejores personas que conozco.

—Sí, mi pa’i Ursus es un gran hombre —acordó Emanuela.

Una tarde en que Ginebra se había retirado al camarote un poco mareada a causa del movimiento del barco y que el padre Santiago confesaba a uno de la tripulación, Lope aprovechó para invitar a Emanuela a recorrer la cubierta a solas. Le ofreció el brazo, que Emanuela aceptó luego de un momento de duda en el que recordó los enojos de Aitor cada vez que Lope la rozaba.

—¿Cómo estás, Manú? —Formuló la pregunta con cariño y sincero interés.

Emanuela guardó silencio mientras se debatía en confiarle su pena o seguir adelante con la farsa.

—Sé que estás triste. Muy triste.

—Sí, Lope, lo estoy —admitió con un suspiro, y sintió que la opresión en el pecho que la acompañaba desde hacía tantos días distendía un poco sus garras.

—Es por Aitor, ¿verdad? —Emanuela asintió, con la vista en los botines que asomaban bajo el ruedo del vestido y que tanto daño le causaban a sus pies—. Tiempo atrás comprendí que él está enamorado de ti.

Emanuela intentó sacarlo de su error, explicarle que Aitor no la amaba, que amaba a Olivia. Claudicó cuando las palabras se le acumularon en la garganta, y ella fue incapaz de articular una verdad tan dolorosa. No quería llorar. Se dormía llorando y, al despertar, cuando se daba cuenta de dónde estaba, hacia dónde se dirigía y que Aitor no estaba con ella, lloraba de nuevo. Nadie mencionaba sus ojos hinchados y enrojecidos, ni su ánimo caído, pero resultaban tan evidentes como el río sobre el cual navegaban.

Lope cubrió con su mano la de Emanuela, la que le descansaba en el antebrazo, y la apretó ligeramente.

—Manú, mi amor por ti no ha cambiado.

—¡No! —exclamó Emanuela, y se apartó con presteza—. No hables de eso, no ahora que estás casado con Ginebra. Ella no se merece tu traición.

—Ella tampoco me ama.

—¿Por qué se han casado, entonces?

—Porque así lo decidieron nuestros padres cuando teníamos cinco años —admitió el muchacho, con vergüenza—. Y los dos somos unos cobardes, incapaces de enfrentarlos.

—Ven —lo invitó Emanuela—, sentémonos un momento. Estos zapatos están matándome.

Lope rio con desánimo y, sin ofrecerle el brazo, la acompañó a la pequeña sala donde compartían las comidas con el capitán.

—Se está más fresco acá —comentó Emanuela, y se aventó aire con la mano.

—Necesitas un abanico —apuntó Lope— y un parasol, de modo que tu piel no se broncee. Te los compraré cuando lleguemos a Buenos Aires.

—No, Lope. Tú no me comprarás nada.

—Te los comprará Ginebra, entonces. ¿De ella los aceptarías? ¿No es acaso tu amiga?

—Lope…

—Manú, sé que he cometido un error al casarme con ella, y ella cometió un error al aceptar unir su destino al mío. Soy muy infeliz, Manú. Este viaje habría sido una tortura sin tu presencia. En cambio, solo con tenerte cerca, le has dado alegría a mi alma.

Emanuela entrelazó las manos sobre su regazo y las apretó, nerviosa. Comprendía el dolor de Lope; nadie mejor que ella conocía la insondable pena que experimentaba. No obstante, lo que manifestaba era impropio y la hacía sentir incómoda.

—No sigas. Le faltas el respeto a tu esposa, a mí y a Dios.

—¡Jamás te faltaría el respeto, querida Manú! ¡Yo beso el suelo que pisas!

—Respétame, entonces. No me hables de amor. Nunca más —añadió, y lo miró a los ojos con una decisión que descolocó a Lope.

—Solo te suplico que me des tu amistad.

—Ya la tienes. La tendrás siempre porque te quiero como a un hermano. Pero si vuelves a hablar de amor, nuestra amistad terminará.

—Prometo que no volveré a hablarte de mis sentimientos. ¡Lo juro, Manú! Solo déjame ser tu amigo. Con eso me conformo.

—Necesito un amigo —admitió Emanuela—. Me siento muy sola —le confió.

—No, no —susurró Lope—, nunca estarás sola. Siempre me tendrás a tu lado, como el más fiel de los amigos.

—Gracias, Lope —dijo en voz muy baja.

Resultaba evidente que el joven Amaral y Medeiros ansiaba tocar a la mujer que amaba y que se abstenía para no enfadarla. Al ver que una lágrima recorría la mejilla de la joven, estiró la mano y se la barrió con el pulgar.

—No llores, querida Manú. Todo saldrá bien.

Sin embargo y más allá de sus declaraciones de aliento y esperanza, Lope comenzó a beber más de lo prudente. Emanuela había notado que el joven Amaral y Medeiros, durante la cena, le hacía los honores a los vinos que el capitán ofrecía; no obstante, hasta ese momento, no había abusado. A partir del día en que ella le prohibió que volviese a hablarle de amor, Lope bebía mucho y comía poco, tanto que, al final de la velada, reía por tonteras y se le volvía pastosa la voz. No se les unía en cubierta temprano por la mañana, sino que emergía del camarote cerca del mediodía, con cara de resaca. Las horas que Emanuela y Ginebra pasaron en el puerto preciso de Santa Fe, escoltadas por el padre Santiago, un marinero y Drusila, la india que viajaba con los flamantes esposos para ocuparse de sus necesidades, Lope permaneció en el barco, durmiendo y padeciendo a causa de una noche de especial exceso con el alcohol.

—Llévanos al mercado —le pidió Emanuela al grumete.

—¿Qué deseas comprar, Manú? —quiso saber Ginebra.

Toro-ka’a o hierba del toro. Con eso curé a mi ru de su debilidad por la bebida. Y también buscaré guachu-ka’a, o hierba del venado, que es muy depurativa de la sangre.

—Son para Lope, ¿verdad? —Emanuela asintió, mientras estudiaba los canastos donde las indias exponían sus hierbas disecadas—. Lo quieres mucho —afirmó.

—Sí, como a un hermano —aclaró.

—Él está enamorado de ti.

—¿Cuánto cuesta la valeriana? —preguntó Emanuela a la vendedora, y simuló no haber escuchado a Ginebra.

El padre Santiago extrajo unos cuartillos del bolsillo de su sotana y pagó los varios ramilletes de hierbajos. Ginebra compró dos piezas de algodón de Castilla, un parasol de ñandutí, el encaje que tejían las guaraníes, un abanico de plumas turquesas de bailarín azul y un rosario de madreperla, que le costó un ojo de la cara.

Al regresar al barco, del cual ya se habían alijado los tercios de yerba, los atados de tabaco y los cueros de vaca, se encontraron con que la tripulación se aprestaba para zarpar. Emanuela pidió al grumete que las había escoltado a tierra que la condujese a la cocina, donde se ganó la buena voluntad del cocinero, que le permitió preparar la infusión para Lope y se avino a cocinar un caldo de gallina para el patroncito.

—Pasa, Manú —la invitó Ginebra cuando Emanuela llamó a la puerta del camarote del matrimonio—. Lamento que huela tan mal —dijo, en referencia al acre olor del vómito.

—Si abres un poco el ojo de buey y dejas la puerta abierta, la corriente arrastrará el mal aroma.

—Sí, sí —se apresuró a aceptar Ginebra, medio pálida y desfallecida.

—Drusila —le habló Emanuela a la india—, ocúpate de vaciar esto y de lavarlo. —Tapó el orinal y se lo entregó.

—Sí, Manú. —Emanuela no le permitía que la llamase “señorita Emanuela”.

—Aquí traigo un poco de la tisana que hará sentir mejor a Lope.

—Gracias, Manú —farfulló el enfermo.

—Con Ginebra te ayudaremos a levantar de la cama y sentarte allí.

—No podré.

—Sí podrás. Te ayudaremos. Ven, Ginebra. Ayúdalo a cubrirse con la bata.

La joven esposa se aproximó con la nariz fruncida. Tomó la bata del pie de la litera y ayudó a Lope a incorporarse y a ponerse la prenda de seda verde oscuro. Al verlo más recatado, Emanuela se atrevió a aproximarse y ayudarlo. Entre las dos muchachas, lo sentaron en una silla.

—Todo me da vueltas.

—Te lo has buscado, Lope —apuntó Ginebra, en un susurro dulce, sin reproche, que Emanuela admiró—. No deberías beber tanto, ni mezclar las bebidas. Recuerda lo que tu padre siempre dice, que el vino y el brandy no se llevan bien en el estómago.

—Sí, sí, lo recuerdo.

—Bebe la tisana. Mientras tanto, Ginebra y yo cambiaremos las sábanas y pondremos un poco de orden.

—Para eso está Drusila, Manú —apuntó Ginebra.

—Está bien —accedió Emanuela—. Toma. —Le pasó un sobre de tela y un pequeño recipiente de barro.

—¿Qué es? —preguntó Ginebra.

—En el sobre encontrarás romero seco. En la botellita, lágrimas secas de jataiba.

¿Jataiba?

—Es un árbol. Los pa’i lo llaman curbaril. Exuda una resina a la que llamamos anime. Tiene un aroma agradable. Mi taitaru y yo siempre vamos… íbamos al monte a buscarla. Quema ambas cosas, el romero y el anime, sobre unas brasas, y el mal olor desaparecerá. —Ginebra y Lope la contemplaban con una admiración que pasó inadvertida para Emanuela—. Mientras tanto, iré a buscar el caldo de gallina que el cocinero está preparando para Lope. Enseguida vuelvo.

Media hora más tarde, entró en el camarote con un cuenco de sopa. Drusila había cambiado las sábanas y limpiaba el piso de madera con una solución de agua y limón, de acuerdo con las indicaciones que Emanuela le había dado al encontrarla cuando regresaba con el orinal lavado. El romero y la jataiba se consumían en un brasero. El lugar olía a fresco y a limpio. Lope había recuperado los colores y a Ginebra se la notaba más relajada.

—¿Cómo te sientes?

—Mejor.

—¿Has tomado toda la infusión?

—Sí.

—Cuando el caldo se entibie, también debes tomarlo. No has comido nada en todo el día.

—Gracias, Manú —dijo Lope, con devoción.

—Ahora los dejo solos.

—¡No te vayas! —Lope se avergonzó de su vehemencia y sonrió—. Quédate y conversa con Ginebra. Yo no soy buena compañía para nadie.

—Pero te veo mucho mejor.

—Sí, me siento mejor —ratificó, y la miró a los ojos.

—Qué hábil y diligente eres, Manú —la halagó Ginebra—. Yo no sabía qué hacer cuando entré en el camarote y lo vi así, tan demacrado.

—Yo era una curusuya en el hospital de mi pueblo. Estoy acostumbrada a tratar con los enfermos. Era mi trabajo.

—Lo haces muy bien —comentó Lope.

—Gracias.

Esa noche, Lope se sintió lo suficientemente repuesto para sentarse a la mesa del capitán, aunque se alimentó con caldo de gallina y bebió lo mismo que las mujeres, horchata y aguamiel endulzada con papelón. Retomó la bebida al día siguiente, aunque sin la intemperancia previa a la llegada al puerto de Santa Fe. De igual modo, terminaba entonado y prolongando las sílabas y riéndose de tonteras; era evidente que no poseía una gran tolerancia al alcohol. Dormía hasta tarde y se levantaba con dolor de cabeza, que calmaba tomando las infusiones que Emanuela le preparaba.

—Esperemos que no llueva —comentó Lope en una ocasión en que la halló junto a la borda, en compañía de sus aves rapaces.

—Lloverá —vaticinó la joven, sin volverse, y siguió alimentando a Saite y a Libertad con unas bolitas de pan y tasajo mojadas en leche—. Lo huelo en el aire.

—Acaba de informarme el capitán que llegaremos a Buenos Aires mañana, Dios mediante.

—Es una buena noticia.

—Lo dices (que es una buena noticia), pero no luces contenta, Manú.

—Es una buena noticia porque el confinamiento en el barco está volviéndose un poco tedioso. No estoy contenta porque llegar a Buenos Aires significa el comienzo de una nueva vida para la que no sé si estoy preparada.

Lope apretó las manos sobre la borda, embargado de impotencia. Deseaba abrazarla, besarla, consolarla y decirle que todo iría bien.

—Todo irá bien, Manú. Yo estaré siempre que me necesites.

—Gracias, Lope. Pero tú y Ginebra regresarán a Orembae y no sé cuándo volveré a verlos.

—Mi padre tiene negocios en Buenos Aires de los que quiere que me ocupe. —Había barbotado la mentira sin pensar, y de pronto una idea le saltó en la mente—. Pasaremos mucho tiempo allí en el futuro.

—¿De veras? —Emanuela giró el rostro para verlo, y Lope contuvo el aliento ante la belleza de sus ojos azules, tan grandes en el rostro enflaquecido, tan vivaces y brillantes. Haberle propiciado un momento de esperanza lo colmó de orgullo y dicha.

—De veras —confirmó, mientras planeaba cómo se las arreglaría para quedarse en Buenos Aires. Tal vez su padre desecharía su propuesta, recordándole que era un inútil y que no sabía nada de las cuestiones de la hacienda, ni del negocio. En ese caso recurriría a su tío Edilson—. La familia del pa’i Ursus ha sido muy generosa en aceptar recibirte.

—Ellos no saben de mi llegada. Mi pa’i Santiago trae carta para ellos, en donde mi pa’i Ursus les pide que me den asilo. Tal vez no me acepten —dijo en un hilo de voz y con angustia evidente.

—Si ellos no te aceptan, lo cual dudo, vivirás en la casa que mi familia tiene en la ciudad. Es muy cómoda y se encuentra a cuadra y media de la Plaza Mayor, un sitio muy conveniente, en el barrio de la Catedral.

—Oh, no, Lope, no podría aceptar.

—¿Por qué no? —se pasmó el joven.

—Sería un abuso de mi parte y… En fin, no sería apropiado.

—¿Por qué no sería apropiado? ¿Porque te amo, porque estoy enamorado de ti?

—Por favor, Lope —suplicó Emanuela, y Saite aleteó, nervioso, en su alcándara.

—Sí, sí, disculpa, Manú —se apresuró a farfullar, aterrado ante la idea de que le retirase su amistad y su confianza—. Es que no quisiera que mis sentimientos se interpusiesen cuando yo puedo brindarte una solución para tus problemas.

—Aún no sabemos qué dirá la familia de mi pa’i Ursus.

—En caso de que no te aceptasen, ¿meditarías la posibilidad de vivir conmigo y con Ginebra en nuestra casa de Buenos Aires? Te pido solo que lo medites.

—Lo haré.

—Gracias.

Emanuela siguió alimentando a las aves, y Lope permaneció en silencio a su lado, disfrutando de su cercanía.

—¿Regresarás algún día a tu pueblo, con tu familia?

—Se lo prometí a Bruno, y siempre cumplo mi palabra.

—¿Cuándo regresarás?

—No lo sé. Tendrá que pasar un tiempo.

—¿Un tiempo para qué?

—Para que se aquieten las aguas.

—¿Las aguas políticas o las aguas sentimentales?

—Las dos —admitió.

—Las políticas las conozco. Las sentimentales, no.

Emanuela guardó silencio, y Lope le estudió el perfil. Su nariz era corta, y el tabique, a poco de nacer en el entrecejo, se abultaba para conferirle el aspecto aguileño que hacía imposible calificarla como perfecta; con todo, le iba a su cara.

—Cuéntame de las políticas —pidió Emanuela, al cabo—. No las conozco.

—Te diré lo que nos refirió mi tío Edilson, que no es mucho. Esta información todavía se reputa de secreta y pocos la conocen.

—¿Cómo es que tu tío está enterado?

—Ah, mi tío Edilson… Es un hombre con ojos y oídos en todos los estratos, los más altos y los más bajos. Sus conexiones y amistades son tantas… Es muy raro que él no sepa o se entere de algo, en cualquiera de las tres ciudades en las que se maneja, Buenos Aires, Colonia del Sacramento y Río de Janeiro. Te contaré lo que nos refirió. En enero de este año, el Reino del Portugal y la España firmaron un acuerdo. Algunos lo llaman de Permuta, otros de Madrid, porque allí se firmó. En ese acuerdo se dirimen las cuestiones limítrofes que tantos dolores de cabeza le han dado a la Corona española. Seguramente, el pa’i Ursus te habló de la línea de Tordesillas.

—Sí, conozco sobre eso.

—Bien. Es sabido que los portugueses jamás la respetaron y que han avanzado hacia el oeste quedándose con tierras que pertenecen a la España. Este acuerdo, podríamos decir, corre la línea de Tordesillas los grados suficientes para que las tierras que ahora están en manos portuguesas queden legalmente para ellos.

—¿Cómo? —se escandalizó Emanuela—. ¿Quién firmaría un acuerdo así?

Lope rio.

—Nuestro rey, su majestad Fernando VI. Asegura mi tío Edilson que han comenzado a llamarlo “el rey imbécil” por haber firmado este acuerdo.

—¡Oh! Eso sí no está bien. Después de todo es nuestro rey.

—Algunos dicen que la reina Bárbara, que es hija de Juan de Portugal, confabuló para que su esposo, que está muy enamorado de ella, accediese a entregarle ese territorio a su padre.

—¿La España no recibirá nada a cambio?

—Muy poco. Portugal le entregará la Colonia del Sacramento, una ciudad ubicada sobre la ribera derecha del Río de la Plata. Lo que más fastidio da es que esa ciudad fue fundada por los portugueses en territorio español, por lo que, siempre fue nuestra, de la España, quiero decir.

—¿Eso es todo lo que la España obtiene a cambio? —se asombró la muchacha.

—Eso y que Portugal desiste para siempre de sus pretensiones de navegar libremente por el Río de la Plata.

Emanuela asintió con aire pensativo.

—¿De qué modo este Tratado de Permuta perjudicaría a la orden de mi pa’i Ursus?

—La perjudica, Manú, y cómo. Verás, al correr la línea de Tordesillas hacia el oeste, siete de los treinta pueblos de guaraníes que la Compañía de Jesús tiene en el Paraguay, los que están del otro lado del río Uruguay, quedarán bajo el dominio de los portugueses.

—¡Oh, no! —exclamó Emanuela, y Saite y Libertad aletearon y graznaron—. ¡Es una tragedia, Lope!

—Lo sé, Manú.

—Mi gente jamás aceptará quedar bajo el dominio portugués. Los detestan. Los bandeirantes fueron muy crueles con mi pueblo durante el siglo pasado, y aún no se han olvidado de los atropellos a los que nos sometieron. Miles murieron, Lope. Miles. Niños, mujeres, ancianos. Y miles fueron esclavizados y tratados como bestias. ¡Qué tragedia!

—Manú, cálmate.

—¿Qué sucederá con esos pueblos?

—No lo sé. La noticia acaba de llegar, y mi tío Edilson no conocía los detalles, pero él supone que tendrán que someterse a la Corona portuguesa o abandonar los pueblos.

—¡Dios nos ampare!

—¿Qué crees que sucederá, Manú?

—No lo sé, Lope, pero dudo de que mi gente se someta al poder portugués. Por otro lado, estoy segura de que no abandonarán sus pueblos. Esa es su tierra, donde están enterrados sus parientes. No lo harán.

—Entonces, los portugueses los sacarán a la fuerza —vaticinó Lope, con acento sombrío, y un mutismo agorero se cernió sobre ellos—. Ahora cuéntame tú acerca de las aguas sentimentales.

—¿Cómo?

—Dijiste que debían aquietarse las aguas antes de regresar. Acabo de explicarte acerca de las políticas, las cuales desconocías. Ahora cuéntame tú a mí cuáles son las sentimentales. —Emanuela acarició el buche de Libertad y guardó silencio—. Se trata de Aitor, ¿verdad? Días atrás lo admitiste —le recordó. Emanuela ansiaba hablar hasta el hartazgo de él, exponer los hechos, analizarlos, recordar buenas y malas memorias. Lo hacía a diario, a cada momento, a cada instante, pero lo hacía sola, y temía volverse loca. Expresarlo en voz alta quizá la ayudaría a calmar la inquietud que estaba aniquilándola.

—Sí, se trata de él.

—¿Te hizo daño?

—Sí.

—¿Cómo?

—Me dijo que me amaba, pero era mentira.

—Y tú, Manú, ¿lo amas?

—Como el aire que respiro.

Lope miró hacia delante y perdió la vista en el río, los brazos tensos sobre la borda.

—Pensé que eran hermanos, que los unía un afecto fraterno. Después me di cuenta de que el celo que Aitor mostraba por ti iba más allá del celo de un hermano mayor. Era el celo de un hombre por la que considera su mujer.

—Nunca fui su mujer. Él tiene otra.

Lope se volvió para observarla con una expresión de espanto impresa en el rostro.

—¿Quién podría tener a otra mujer sabiendo que es amado por ti?

Emanuela sonrió con melancolía.

—Pues Aitor la tiene. Se trata de Olivia, la india encomendada de Orembae, la que él salvó de las garras del capataz.

—Sí, recuerdo aquel asunto. Mi padre estaba que trinaba. Después, al regresar de San Ignacio, las tornas se habían vuelto. Mi padre volvió contento del pueblo a pesar de no haber recuperado a Olivia. Y, poco tiempo atrás, cuando Aitor me salvó de morir ahogado…

—¿Aitor te salvó de morir ahogado?

—Sí. ¿Él no te lo contó?

—No.

—Pues me salvó a mí cuando caí al río y después a mi madre, cuando el capataz trató de atacarla como había hecho con Olivia.

“A mí también me salvó cuando caí al agua y las rayas me atacaron. Y, cuando lo hizo, era apenas un niño.” Emanuela se quedó mirando la bolita de pan que sostenía entre los dedos, embargada por una emoción que enseguida identificó con orgullo. Estaba orgullosa de Aitor, de que hubiese salvado a Lope pese a no quererlo, y de que hubiese salvado a su madre de un destino tan nefando. Deseaba quedarse atrapada en esa emoción y no caer en las negras que la perturbaban desde la noche en que lo había descubierto en la barraca con Olivia. Por mucho que lo desease, no lo conseguía, y la imagen de él con la india retornaba para sacudirla como un latigazo.

—Lope, quisiera pedirte un favor.

—El que quieras, Manú.

—Si vuelves a ver a Aitor, no le digas que vivo en Buenos Aires.

—¿Crees que viajaría para buscarte?

La misma pregunta le había formulado su pa’i Ursus semanas atrás, y ella no había sabido qué responder, qué pensar, qué creer. No obstante, en la intimidad de su corazón, en el que solo cabía el amor por Aitor, estaba segura de que él iría detrás de ella.

—No lo creo —dijo, en cambio—. De todos modos, no quiero arriesgarme. ¿Prometes no decirle dónde estoy?

—Sí, lo prometo.

—¿Podrías pedírselo a Ginebra también?

—Por supuesto.

—¿Qué hay de tu padre? ¿Crees que él se lo dirá?

Lope ejecutó un mohín con la boca en el que evidenció sus recelos.

—Podría ser. Mi padre ha desarrollado una gran afición por él. Se encierran en el despacho para hablar largo rato. A mi padre lo escucho reír —añadió, con aire triste—. A veces pienso que…

—¿Qué, Lope?

—Que a mi padre le gustaría que Aitor fuese su hijo y no yo.

* * *

Esa última tarde en el barco, Ginebra le entregó a Emanuela los objetos que había comprado en el puerto preciso de Santa Fe: el parasol de ñandutí, el abanico de plumas turquesas, las dos piezas de algodón de Castilla y el rosario de madreperla.

—¿Por qué? —se asombró Emanuela—. ¿No han hecho suficiente por mí al traerme hasta la ciudad?

—Porque los necesitas —razonó Ginebra—. Lope me lo hizo notar. Las piezas de tela fueron idea mía. Te veo bastante seguido lavando la camisa que usas bajo el vestido e imaginé que las necesitarías.

—Gracias, Ginebra.

En un acto impulsivo, la abrazó, y la joven esposa se puso rígida e incómoda.

—No sabes cuánto aprecio estos presentes. La verdad es que solo cuento con una camisa, que era de mi madre. Apenas llegue a Buenos Aires y me haga con los elementos de costura, me confeccionaré otras con esta tela tan suave que acabas de darme. En cuanto al parasol, es una belleza, que me recuerda a mi tierra. Mi sy es una experta en el arte del ñandutí. Y el abanico y el rosario, ¿qué puedo decirte? Jamás imaginé tener objetos tan hermosos y de tal fineza. Gracias. Acompáñame para agradecerle a Lope.

Lo encontraron junto con el capitán y el contramaestre en una partida de hombre birlonga. El padre Santiago los observaba jugar y hacía comentarios ingeniosos. Al ver a Lope tan entusiasmado, lanzando naipes sobre la mesa, con la risa fácil y la voz elevada, Emanuela dedujo que gran parte del rosolí que había contenido la jarra de estaño se encontraba en su estómago. Con todo, al verlas entrar en la pequeña sala, el joven se puso de pie de inmediato y sin tambalear, y lo mismo hicieron el capitán, el contramaestre y el jesuita.

—Lope —dijo Emanuela en castellano para no marginar al capitán, ni al contramaestre—, quería agradeceros a ti y a Ginebra por los exquisitos regalos que me habéis hecho. Son preciosos y siempre los atesoraré.

Lope inclinó la cabeza y le sonrió con una mirada pícara que la hizo sonreír a su vez.

—Señoras —habló el capitán—, mañana atracaremos en el puerto de Buenos Aires cerca del mediodía.

—Lo sabíamos, capitán —dijo Ginebra—. Aprovecho para agradeceros tan placentero viaje.

—El tiempo nos ha acompañado.

—Como también las bendiciones del Señor —agregó Hinojosa, y el capitán asintió.

—Lope, padre Santiago, ¿os gustaría acompañarnos a Ginebra y a mí a caminar por cubierta? El paisaje del Río de la Plata es imponente.

Los hombres se excusaron con el capitán y el contramaestre y abandonaron la sala con las damas.

Pa’i —habló Lope, cayendo en el guaraní con facilidad—, me dijo Manú que la familia de Urízar y Vega desconoce acerca de su llegada a la ciudad.

—Así es. Tengo instrucciones de Ursus de presentarme con ella y entregarles sus cartas, una para su padre y otra para su cuñado, donde les explica la situación de nuestra Manú.

Emanuela caminaba con la vista al suelo, avergonzada y un poco enfadada con Lope, que se inmiscuía en un asunto tan delicado.

—Juzgo que podría convertirse en una situación un tanto violenta para la familia y para Manú leer las cartas y decidir si darle o no asilo con ella allí presente. ¿No lo crees tú también, pa’i?

Santiago de Hinojosa se masajeó la barbilla, mientras sometía a un silencioso análisis el comentario de Lope.

—Sí, podría convertirse en una situación incómoda. Tienes razón.

—¿Por qué no le permite a Emanuela quedarse unos días en nuestra casa, con Ginebra y conmigo, mientras los Urízar y Vega deciden qué hacer?

—¡Oh, no, Lope! —intervino Emanuela—. No es necesario que tú y Ginebra sigan preocupándose por mí. Yo…

—No es mala idea, Manú —la interrumpió Hinojosa—. Apenas llegados, te irás con Ginebra y Lope, mientras yo arreglo el asunto en casa de la familia de Ursus. Para mí también será más fácil ocuparme de esta gestión si sé que tú te encuentras bien y entre amigos.

Pa’i, Ginebra y Lope están en viaje de bodas. No quisiera ser inoportuna.

—¡Tú no eres en absoluto inoportuna! —exclamó Lope—. ¿No es verdad, Ginebra?

—Por supuesto que no lo eres, Manú —ratificó la joven esposa, y Emanuela, al mirarla a los ojos, descubrió sinceridad en ellos, incluso alivio, como si contar con su compañía en plena luna de miel la alegrase—. Siempre es un placer tenerte cerca.

—Gracias —musitó, avergonzada.

—¡No se hable más, entonces! —dictaminó Lope en ese modo enérgico y seguro en el que caía cuando bebía de más—. Te acomodarás en casa apenas lleguemos. Pa’i, tómese los días que considere necesarios para arreglar este asunto con la familia del pa’i Ursus. Nosotros cuidaremos de la querida Manú.

* * *

Emanuela pasó dos días y una noche en lo de Amaral y Medeiros. La casa, ubicada en la calle de San Martín de Tours y cerca de la plaza principal, se desplegaba, infinita, ante los ojos atónitos de Emanuela, que se sintió perdida en tanto Ginebra la conducía por patios y pasillos hasta su recámara, donde se quedó boquiabierta con el lujo del mobiliario y de la cama con dosel.

—No deberías sorprenderte tanto, querida Manú —la conminó Ginebra—. Estos muebles son manufactura de la ebanistería de tu pueblo, como la mayoría que adorna esta casa.

Emanuela acarició el tallado de la columna de caoba que sostenía el dosel y tragó dos veces para aligerar el peso que se le había formado en la garganta. “¿Cómo haré para estar lejos de mi pueblo, de mi gente, de mis animales? De mi amor.”

—Le pediré a alguna de las muchachas que te asista para quitarte el vestido.

—Me gustaría lavarlo. ¿Después me indicarías dónde puedo hacerlo?

—Tú no harás nada —expresó Ginebra con una sonrisa indulgente—. De eso se ocupará la servidumbre, que, por otra parte, saben cómo hacerlo. Lavar estos géneros y estas batas de cotilla emballenadas no es un juego de niños, Manú. Mien

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