Las malditas

Stacey Halls

Fragmento

Capítulo 1

1

Me fui de casa con la carta porque no sabía qué otra cosa hacer. El césped estaba húmedo por el rocío de última hora de la mañana, que calaba mis escarpines favoritos de seda rosa, pues con la premura había olvidado calzarme las chinelas. Sin embargo, no me detuve hasta alcanzar los árboles que dominaban los pastos situados frente a la casa. Llevaba la carta apretada en el puño y volví a abrirla para cerciorarme de que no eran imaginaciones mías, de que no me había quedado traspuesta en el sillón y lo había soñado.

Hacía una mañana fría, neblinosa, refrescada por el viento que soplaba desde Pendle Hill, y, pese a mi turbación, había recordado coger el manto que guardaba al fondo de la recámara. Al hacerle a Puck una caricia distraída, había comprobado, aliviada, que no me temblaban las manos. No lloré, ni me desmayé, me limité a plegar lo que acababa de leer para devolverle su forma original y a descender en silencio las escaleras. Nadie reparó en mí, y el único criado al que vi fue, fugazmente, a James, el mayordomo, sentado frente al escritorio, cuando pasé delante de su estudio. Se me pasó por la cabeza la idea de que hubiese podido leer la carta, pues es habitual que el mayordomo abra la correspondencia privada de sus señores, pero descarté rápidamente esa posibilidad y salí por la puerta principal.

Las nubes tenían el color de jarras de peltre y amenazaban con derramarse, así que me apresuré por la hierba en dirección al bosque. Sabía que, envuelta en mi capa negra entre los pastos, iba a atraer la mirada indiscreta de los criados asomados a las ventanas, y necesitaba pensar. En esta parte del condado de Lancaster la tierra es verde y húmeda, y el cielo, amplio y gris. De vez en cuando, se vislumbra el destello del pelaje rojizo de un ciervo, o del cuello azul de un faisán, que el ojo distingue antes de que lleguen a desaparecer.

Aún no había alcanzado el refugio de los árboles cuando sentí que las náuseas arremetían de nuevo. Tiré del dobladillo de la falda para evitar las salpicaduras que habían quedado en la hierba y me limpié la boca con el pañuelo. Richard había ordenado a las lavanderas rociarlos con agua de rosas. Cerré los ojos y respiré hondo varias veces, y, cuando los abrí de nuevo, me sentí ligeramente mejor. Mientras me adentraba en el bosque, los árboles cimbreaban y los pájaros cantaban alegres, y en menos de un minuto todo Gawthorpe quedó atrás. La casa, de cálida piedra dorada y ubicada en un claro, llamaba la atención tanto como yo misma en aquel paraje. No obstante, mientras que la casa no podía aislarte del bosque, que parecía acercarse cada vez más y se veía desde todas las ventanas, el bosque sí podía aislarte de Gawthorpe. En ocasiones, parecía como si estuvieran jugando entre sí.

Volví a abrir la carta, alisando las arrugas que se habían formado en mi puño menudo y apretado, y localicé el párrafo que me había dejado aturdida.

Podréis adivinar sin dificultad la auténtica naturaleza del peligro que ha corrido vuestra esposa y con solemne pesar le hago saber mi opinión profesional en tanto que médico y experto en cuestiones de alumbramiento: tras visitarla el viernes de la semana anterior, llegué a la desoladora conclusión de que no puede y no debería dar a luz. Es de crucial importancia que entendáis que, si vuestra esposa vuelve a quedar encinta, no lo superará y su vida terrenal llegará a su fin.

Ahora que había perdido de vista la casa podía reaccionar con algo de intimidad. El corazón me latía furioso y sentía las mejillas encendidas. Sufrí otro acceso de náuseas y el vómito ardiente casi me asfixió al pasar por la lengua.

Las náuseas venían mañana, tarde y noche, y me desgarraban por dentro. Hasta unas cuarenta veces al día; cuando eran dos, podía darme por satisfecha. Las venas me estallaban en el rostro dejando unas raicillas carmesíes alrededor de los ojos, cuyo blanco se tornaba de un rojo demoníaco. El horrible regusto permanecía horas en la garganta, intenso y punzante como la hoja de un cuchillo. Vomitaba todo lo que comía. De todas formas, tampoco tenía demasiado apetito, para profunda desilusión de la cocinera. Incluso mi adorado mazapán se quedaba en la alacena en anchos bloques sin cortar, y las cajas de confites que recibíamos de Londres acumulaban polvo.

Las otras tres veces no me había encontrado tan mal. En esta ocasión, parecía que el niño que crecía en mi interior intentaba escapar por la garganta y no por entre las piernas, como los anteriores, que habían anunciado su llegada prematura con rojos ríos muslos abajo. Había contemplado cómo envolvían en lino, cual hogazas frescas, sus siluetas flácidas y grotescas.

—Pobre criatura, no durará mucho en este mundo —dijo la última partera mientras se limpiaba mi sangre de sus brazos de carnicero.

Cuatro años de matrimonio, tres veces encinta y aún sin heredero que mecer en la cuna de roble que mi madre me había regalado al casarnos Richard y yo. Mi madre... Me daba cuenta de su forma de mirarme, como si estuviese decepcionándolos a todos.

No obstante, me costaba creer que Richard estuviese al corriente de las palabras del doctor y me hubiese visto engordar como un pavo en Navidad. La carta estaba entre un fardo de documentos de mis otros tres embarazos, así que cabía la posibilidad de que le hubiera pasado desapercibida. ¿Habría sido justo conmigo si me lo hubiera ocultado? De pronto, las palabras parecieron salir disparadas de la página y rodearme el cuello. Y estaban escritas, además, por un individuo cuyo nombre era incapaz de reconocer. Tan sumida en el dolor me hallaba durante su visita que no recordaba ni un solo detalle de su persona: ni su tacto, ni su voz, ni si había mostrado alguna amabilidad.

No me había parado a recobrar el aliento, y mis escarpines, empapados en barro verdusco, ya se habían echado a perder. Cuando uno de ellos quedó atascado en el fango, y el pie, enfundado en su media, salió catapultado hacia el suelo mojado, sentí que aquello era más de lo que estaba dispuesta a soportar. Usando ambas manos, hice una pelota con la carta y la lancé con todas mis fuerzas. Al verla rebotar contra un árbol varios metros más allá, respiré de satisfacción durante un instante fugaz.

De no haberlo hecho, quizá no habría visto el pie de conejo que yacía a varios centímetros de donde había aterrizado la bola, ni tan siquiera la criatura a quien pertenecía, o al menos, lo que quedaba de ella: un amasijo de pelaje y sangre, y otro, y después, otro más. Yo cazaba conejos y aquellos no habían perecido en las garras de un halcón, pues las rapaces infligen una muerte limpia y certera a sus presas antes de regresar volando hacia su amo. Entonces reparé en algo más: el dobladillo de una falda marrón que rozaba el suelo, unas rodillas flexionadas, y, sobre ellas, un cuerpo, un rostro, una cofia blanca. A unos cuantos metros, una joven arrodillada me miraba fijamente. Cada poro de su cuerpo rezumaba alerta y tensión animal. Vestía un atuendo humilde, un sayo de lana tejido a mano y sin mandil, por eso tardé en distinguirla entre el verde y el marrón. De la cofia descendían unos tirabuzones dorados como el lino. Tenía un rostro fino y alargado, ojos grandes, de un color extraño incluso desde cierta distancia: un dorado cálido como el de las monedas recién acuñadas. En su mirada había algo ferozmente inteligente, casi masculino, y aunque estaba agachada y yo de pie, por un momento sentí miedo, como si ella me hubiera sorprendido a mí.

De sus manos pendía otro conejo, con un ojo inerte clavado en mí. Su pelaje estaba manchado de rojo. En el suelo, junto a las faldas de la mujer, había un costal abierto. Se puso de pie. Las hojas y las hierbas a nuestro alrededor susurraron mecidas por la brisa, pero ella se quedó inmóvil como una estatua, con una expresión indescifrable. Tan solo el animal muerto se movía, y oscilaba con un leve movimiento pendular.

—¿Quién eres? —pregunté—. ¿Qué estás haciendo aquí?

La muchacha empezó a atar los cuerpecitos y a introducirlos en el costal. Mi carta engurruñada yacía clara y reluciente en medio de la masacre y, al verla, se detuvo; sus dedos largos y teñidos de rojo por la sangre vacilaron en el aire.

—Dámela —ordené con brusquedad.

La recogió y me la tendió sin moverse de su sitio. Di unas pocas zancadas y se la arrebaté. Sus ojos dorados no se apartaban de mi cara. «Ningún extraño —pensé— me había mirado nunca con tanta dureza.» Por un instante, imaginé el aspecto que debía de ofrecer, sin calzado de exterior y con el escarpín sepultado en el fango. Sin lugar a dudas, mi rostro estaría encendido por los vómitos, y el blanco de mis ojos, inyectado en sangre. Notaba la lengua áspera por la acidez en la boca.

—¿Cómo te llamas?

No respondió.

—¿Eres una mendiga?

Negó con la cabeza.

—Esta tierra es mía. ¿Has estado cazando conejos en mi tierra?

—¿Vuestra tierra?

Su voz quebró la extrañeza de la situación como el guijarro que se arroja a una charca. No era más que una vulgar aldeana.

—Soy Fleetwood Shuttleworth, la señora de Gawthorpe Hall. Esta tierra es de mi marido; si eres de Padiham, deberías saberlo.

—No lo soy —fue su escueta respuesta.

—¿Eres consciente de cuál es la pena por cazar en tierras ajenas?

Examinó mi grueso manto negro, mi vestido de tafetán cobrizo que asomaba por abajo. Yo sabía que mi piel lucía apagada; mi cabello moreno la hacía parecer cetrina y lo último que me apetecía era que una extraña me lo recordara. Sospechaba que era mayor que yo, aunque era incapaz de adivinar su edad. Su sayo mugriento aparentaba llevar meses sin cepillar ni orear y su cofia tenía el color de la lana de oveja. Entonces mis ojos se posaron en los suyos, su mirada en la mía, serena y soberbia. Fruncí el ceño y alcé la barbilla. Con menos de metro y medio de estatura, pese a que casi todo el mundo me superaba en altura, no me dejaba intimidar fácilmente.

—Mi marido te ataría las manos a su caballo y te llevaría a rastras al magistrado —dije, con más arrojo del que sentía. Ante su silencio, con el siseo y el temblor de los árboles por todo sonido, repetí mi pregunta—: ¿Eres una mendiga?

—No lo soy. —Me tendió el costal—. Cogedlos. Ignoraba que me encontraba en vuestra tierra.

Su respuesta me extrañó, ¿qué iba a contarle a Richard? Entonces recordé la carta en mi puño. La apreté con fuerza.

—¿Con qué los has matado?

Se sorbió la nariz.

—No los he matado. Fueron matados.

—Hay que ver qué forma tan extraña tienes de hablar. ¿Cómo te llamas?

Apenas había terminado la frase cuando, como una exhalación dorada y castaña, dio media vuelta y echó a correr entre los árboles. Su cofia blanca revoloteaba entre los troncos, el costal rebotaba contra las faldas. Se alejó con pasos sordos sobre la tierra, rauda y ágil como un animal, hasta que el bosque la engulló por completo.

Capítulo 2

2

El sonido del cinturón de Richard lo precedía allá donde fuera. Creo que le hacía sentirse poderoso: su dinero se oía antes de verlo. Tan pronto identifiqué el tintineo y las pisadas de sus botas de piel de becerro en la escalera, tan familiares, respiré hondo y me sacudí un polvo imaginario del corpiño. Me levanté en cuanto entró en la habitación, exultante y rebosante de energía tras un viaje de negocios a Manchester. Su pendiente de oro relucía; sus ojos glaucos chispeaban.

—Fleetwood —saludó, tomándome la cabeza entre las manos.

Me mordí el labio donde él lo había besado. ¿Podía confiar en mi voz para hablar? Estábamos en la recámara, donde él sabía que me encontraría. Aunque nadie hubiese vivido en Gawthorpe antes que nosotros, era la única estancia que sentía verdaderamente mía. Me había parecido de lo más moderno que el tío de Richard, que había diseñado la casa, hubiese pensado en incluir un cuarto exclusivamente para vestirse aun cuando no tenía esposa. Naturalmente, si las mujeres diseñaran casas, las recámaras figurarían en los planos tanto como las cocinas. A mí, que venía de una casa de piedra oscura como el carbón sempiternamente cubierta por cielos plomizos, Gawthorpe, con sus tonos exuberantes y cálidos, como si el sol siempre naciese de ella, sus tres plantas de ventanales titilantes, relucientes como las joyas de la corona, y su torre central, me hacía sentir más como una princesa que como la señora de una casa. Cuando Richard me condujo por aquel laberinto de habitaciones, me mareé con toda aquella escayola fresca, todos aquellos paneles brillantes y pasillos atestados de decoradores, criados y carpinteros. Así, tendía a permanecer en lo alto de la casa, apartada del resto del mundo. Si hubiera tenido un recién nacido entre los brazos o un niño a quien bajar a dar el desayuno, habría sido otro cantar, pero mientras no fuera el caso, seguiría en mi aposento y en mi recámara, con sus magníficas vistas sobre el río Calder y Pendle Hill.

—¿Otra vez de cháchara con tu ropa? —dijo.

—Es mi más fiel compañera.

Puck, mi enorme dogo de Burdeos, se desperezó en la alfombra turca; se estiraba y bostezaba mostrando una mandíbula colosal en la que podría caber mi cabeza.

—Hola, fierecilla —dijo Richard acercándose a acuclillarse junto al perro—. Dentro de poco dejarás de ser el único objeto de nuestro afecto. Vas a tener que compartirlo. —Suspiró y se puso de rodillas, exhaustas tras la cabalgada—. ¿Te encuentras bien? ¿Has descansado?

Asentí, mientras me introducía un mechón suelto en el tocado. Últimamente perdía matas de pelo negro cuando me lo peinaba.

—Estás preocupada. No tendrás... No estarás...

—Estoy bien.

«La carta. Pregúntale por la carta.» Las palabras estaban listas en la garganta, como una flecha colocada en un arco tensionado, pero en aquel rostro adorable no había sino alivio. Le sostuve la mirada un momento demasiado largo, consciente de que estaba dejando pasar mi oportunidad para interrogarlo, de que se me escurría como arena entre los dedos.

—Bueno, Manchester ha sido un éxito. James opina que debería acompañarme en estos viajes, pero yo solo me las arreglo igual de bien. Quizá solo le exaspera que me olvide de redactar los recibos; ya le he dicho que los guardo tanto en la cabeza como en la jaqueta. —Se detuvo sin prestar atención a Puck, que lo olisqueaba—. Estás muy callada.

—Richard, he leído la correspondencia de la partera. Y la del médico, que entregó una última carta.

—Lo que me recuerda...

Rebuscó entre el terciopelo esmeralda de su jubón, su rostro resplandecía con emoción infantil. Aguardé y, cuando sacó la mano, depositó en la mía un objeto extraño. Era una espadita de plata del tamaño de un abrecartas, con una empuñadura de oro reluciente, pero tenía la punta roma y un sinfín de esferas diminutas que colgaban de ganchitos minúsculos. La giré sobre la palma de la mano y emitió un tintineo agradable.

—Es un sonajero. —Sonreía mientras lo agitaba y sonaba como unos caballos que frenan el paso—. Son cascabeles, mira. Es para nuestro hijo.

Ni siquiera intentó camuflar la añoranza de su voz. Pensé en el cajón que guardaba bajo llave en uno de los dormitorios. Contenía la media docena de objetos que Richard había comprado las otras veces: un monedero de seda con nuestras iniciales, un caballito de marfil que cabía en la palma de la mano. En la galería estaba la armadura que adquirió para celebrar la primera vez que mi vientre empezó a crecer. Su fe en que tendríamos un hijo era profunda e inalterable como un río, incluso cuando se iba a Preston a comerciar lana y pasaba un vendedor de animales en miniatura, o cuando estaba con nuestro sastre y veía una seda que brillaba con el mismísimo color de una perla de ostra. En el último embarazo era el único que sabía si era niño o niña; yo no pregunté, pues seguía sin ser madre. Cada regalo era una prueba de mi fracaso, deseaba prenderles fuego a todos y contemplar el humo alzarse por la chimenea y desaparecer en el cielo. Pero «¿qué haría sin mi esposo?», pensé, y el dolor anegó mi corazón, pues él me había dado la felicidad y todo cuanto yo le había dado a él eran tres ausencias, tres almas extinguidas por la más ligera de las brisas.

Lo intenté de nuevo:

—Richard, ¿hay algo que quieras contarme?

El pendiente de Richard titiló mientras me escrutaba. Puck bostezó y se instaló sobre la alfombra. Una voz profunda y distante gritó el nombre de Richard desde algún piso inferior.

—Roger está abajo —dijo—. Debería ir con él.

Posé el sonajero encima de la silla, ávida de deshacerme de él, y dejé a Puck olisquearlo curioso.

—En ese caso bajaré.

—Solo había subido para vestirme, salimos de caza.

—Pero si has montado toda la mañana.

Sonrió.

—Cazar no es montar. Es cazar.

—Pues entonces os acompañaré.

—¿Te sientes en forma para eso?

Sonreí y me volví hacia mi ropa.

—¡Fleetwood Shuttleworth! Pero ¿qué ven mis ojos? ¡Estás palidísima! —La voz de Roger tronaba por el patio de cuadras—. Estás más blanca que una campanilla de invierno, aunque infinitamente más hermosa. Richard, que no me entere yo de que no estás alimentando a tu esposa.

—Roger Nowell, vos sabéis cómo hacer que una mujer se sienta especial. —Sonreí, aproximándome a mi caballo.

—Vas vestida para cazar. ¿Ya has cumplido con los quehaceres matutinos propios de una dama?

Su voz resonaba en cada viga y en cada rincón del patio de cuadras mientras se sentaba a horcajadas en su caballo, alto y fornido, con una ceja gris enarcada e interrogante.

—He venido para pasar un rato con mi magistrado favorito.

Guie a mi caballo entre los dos hombres. Roger Nowell era una compañía grata y ahora reconozco que tal vez sentía un respeto reverencial por él, al carecer de figura paterna con quien compararlo. Era lo suficientemente mayor como para ser mi padre o el de Richard —o abuelo, incluso—, y dado que los nuestros habían fallecido tiempo atrás, trabamos amistad con él cuando Richard heredó Gawthorpe. Un día después de nuestra llegada se presentó a caballo cargado con tres faisanes y pasó toda la tarde con nosotros para explicarnos las particularidades del terreno y de todos y cada uno de sus habitantes. Éramos nuevos en esta zona del condado de Lancaster, con sus colinas onduladas, sus bosques umbríos y sus gentes extrañas, y él era un pozo de sabiduría. Roger, un conocido del difunto tío de Richard, en tiempos presidente del tribunal de Chester y el vínculo más cercano de la familia con la Corona, conocía a los Shuttleworth desde hacía años y se instaló en nuestra casa como un mueble heredado. Con todo, me gustó desde el instante en que lo conocí. Era ardiente y luminoso como una vela y su humor cambiante brindaba calidez y conocimiento allá donde fuera.

—Noticias de palacio: puede que el rey haya encontrado por fin un pretendiente para su hija —anunció Roger.

Al oírnos, los perros de caza se enrabietaron en sus jaulas. Los sacaron y se pusieron a revolotear y a jadear en torno a las patas de los caballos.

—¿Quién es?

—Federico V, el conde del Palatinado del Rin. Llegará a Inglaterra a finales de año y con suerte pondrá fin al desfile de bufones que aspiran a la mano de la princesa.

—¿Asistiréis a la boda? —pregunté.

—Eso espero. Será la más grande que el reino haya visto en muchos años.

—¿Y qué tipo de vestido llevará la princesa? —pensé en voz alta.

Con los ladridos de los perros, Roger no me oyó y salió del patio con Richard para dar comienzo a la cacería. Al ver que los sabuesos iban atados, comprendí que la presa sería dura y me arrepentí de no haber preguntado antes. Un venado acorralado, embistiendo con la cornamenta y los ojos en blanco, no era una estampa agradable; habría preferido casi cualquier otra cosa. Me planteé dar media vuelta, pero ya estábamos en el bosque, así que piqué a mi caballo para continuar hacia delante. Edmund, el mozo, nos hacía de fusta cabalgando junto a los perros. Mientras avanzábamos entre los árboles, capté retazos de su conversación furtiva y los seguí en silencio, aguzando el oído. Una imagen del día anterior me vino a la mente: la sangre derramada, los ojos vidriosos y aquella extraña mujer de cabello dorado.

—Richard —interrumpí—, ayer entraron en nuestra propiedad.

—¿Cómo? ¿Dónde?

—Al sur de la casa, en el bosque.

—¿Y por qué James no me lo ha contado?

—Porque yo no se lo conté a él.

—¿Y lo viste tú? ¿Qué estabas haciendo?

—Eh... Había salido a dar un paseo.

—Ya te he dicho que no salgas sola; podrías haberte perdido, o tropezado y... haberte hecho daño.

Roger nos escuchaba.

—Estoy bien, Richard. Y no era un hombre, era una mujer.

—¿Y qué estaba haciendo? ¿Se había perdido?

En aquel momento comprendí que no podía mencionar a los conejos, me faltaban palabras para describir lo que había visto.

—Sí —articulé al fin.

Roger parecía divertido.

—Qué imaginación desbordante la tuya, Fleetwood. ¿Nos has hecho creer que un salvaje os atacó en el bosque y en realidad no era más que una mujer extraviada?

—Sí —respondí con un hilo de voz.

—Aunque en estos tiempos ni siquiera algo así está exento de peligro. ¿Os habéis enterado de lo que le ocurrió a John Law, el buhonero, en Colne?

—Yo no.

—Roger, no es preciso que la asustéis con cuentos de brujas, que ya tiene pesadillas.

Me quedé boquiabierta y mis mejillas se tiñeron de escarlata. Era la primera vez que Richard le hablaba a alguien de «la pesadilla» y nunca le habría creído capaz. Sin embargo, continuó la marcha y se alejó con el contoneo de la pluma de su sombrero.

—Contádmelo, Roger.

—Una mujer que viaja sola no siempre es tan inocente como parece. Es algo que descubrió John Law y que no olvidará en su vida, que no durará mucho más, si el Señor se apiada de él —Roger se acomodó en la montura—. Hace dos días, su hijo Abraham acudió a verme a Read Hall.

—¿Lo conozco?

—No, porque es un tintorero de Halifax. El muchacho se ha buscado bien la vida, habida cuenta del negocio de su padre.

—¿Y se encontró a una bruja?

—No, atiende.

Suspiré y deseé no haber ido y haber estado sentada con mi perro en el salón.

—John iba por el camino de los laneros en Colnefield y se cruzó con una muchacha. Una mendiga, pensó. La chica le pidió unos alfileres, él se negó a dárselos y entonces —hizo una pausa dramática— ella conjuró una maldición. John se dio media vuelta y acto seguido la oyó bisbisear a su espalda, como si estuviese hablando con alguien. Un escalofrío le recorrió la espalda. Al principio, pensó que se trataba del viento, pero al volverse vio que la mujer lo miraba de hito en hito con sus ojos oscuros y movía los labios. Aceleró el paso y apenas treinta metros después oyó unos pies a la carrera y, luego, una bestia grande parecida a un perro negro empezó a atacarlo, a morderlo por todo el cuerpo hasta dejarlo tirado por el suelo.

—¿Una bestia parecida a un perro negro? —preguntó Richard—. Hace un rato me habéis dicho que era un perro negro.

Roger no le hizo caso.

—El buhonero se tapó la cara con las manos, suplicó piedad, y cuando abrió los ojos, el perro se había esfumado. No había ni rastro de él. Ni de la muchacha. Alguien se lo encontró en el camino y lo acompañó hasta una posada cercana, pero no podía mover ni un músculo. Ni podía hablar. Uno de los ojos se le cerró al mundo y el rostro le caía hacia un costado. Pasó la noche en la posada, pero a la mañana siguiente, la joven, ni corta ni perezosa, apareció de nuevo implorando su perdón. Alegaba haber perdido el control de sus artes, pero admitió que le lanzó una maldición.

—¿Lo reconoció? —Me acordé de la chica del día anterior—. ¿Qué aspecto tenía?

—El de una bruja. Esmirriada y feúcha, de pelo moreno y rostro huraño. Mi madre siempre decía que no hay que fiarse de alguien con pelo negro, porque suele llevar aparejada un alma igual de negra.

—Roger, yo tengo el pelo moreno.

—¿Quieres escuchar mi historia o no?

De niña, mi madre solía amenazarme con coserme la boca. Ella y Roger habrían tenido un sinfín de temas de los que hablar.

—Lo siento —me disculpé—. ¿Y ya está recuperado?

—No, y puede que nunca lo esté —respondió Roger con gravedad—. Ya es preocupante en sí, pero hay algo que me inquieta todavía más: el perro. Mientras pueda deambular por Pendle, nadie está a salvo.

Richard me dirigió una mirada fugaz, divertida y escéptica, antes de salir al galope y seguir con la cacería. Pensar en el animal no me asustaba: después de todo, yo tenía un dogo del tamaño de una mula. Sin embargo, antes de que pudiera comentarlo, Roger retomó el hilo.

—Pocas noches después de lo sucedido, John Law se despertó en la posada al sentir el jadeo de una respiración sobre él. La bestia estaba encima de su cama, era grande como un lobo y exhibía unos colmillos y unos ojos fieros. Sabía que era un espíritu; no era de este mundo. Podrás figurarte su terror: un hombre incapaz de moverse y de hablar, más allá de emitir gemidos. Adivina quién apareció junto a su cama al instante siguiente... La misma bruja.

Sentí como si me hubieran acariciado con una pluma.

—¿O sea que se convirtió en la mujer?

—No, Fleetwood, ¿has oído hablar de los espíritus familiares? —Negué con la cabeza—. Bien, hemos de remontarnos al Levítico. En resumidas cuentas, se trata de un disfraz del diablo. De un instrumento, si lo prefieres, para expandir su reino. El de esta chica es un perro, pero pueden presentarse bajo cualquier forma: un animal, un niño. A ella se le aparece cuando lo necesita para satisfacer sus designios y la semana pasada le ordenó mutilar a John Law. Un espíritu familiar es la señal inequívoca de una bruja.

—¿Y habéis visto alguno?

—Por supuesto que no. Es muy poco probable que una criatura del diablo se le aparezca a un hombre temeroso de Dios. Solo aquellos cuya fe sea cuestionable podrán sentir su presencia. Las morales bajas son su terreno.

—Pero John Law lo vio; habéis dicho que era un buen hombre.

Roger, impaciente, gesticuló con la mano en el aire como para alejarme.

—Hemos perdido a Richard; no le gustará que esté de cháchara con su esposa. Esto es lo que pasa cuando las mujeres vienen de caza.

Omití puntualizar que en realidad era yo quien le estaba consintiendo a él: cuando Roger tenía una historia, quería que le escucharan. Arrancamos a medio galope y aminoramos la marcha en cuanto vislumbramos la cacería. Nos encontrábamos a un buen trecho de Gawthorpe y ahora que estaba aquí, la idea de toda una tarde a caballo no me entusiasmaba.

—¿Dónde está ahora la chica? —pregunté cuando volvimos a quedarnos rezagados.

Roger asió las riendas con firmeza.

—Se llama Alizon Device. Está bajo mi custodia en Read Hall.

—¿En vuestra propia casa? ¿Y por qué no la encerrasteis en la prisión de Lancaster?

—No supone un peligro allí donde está. No puede hacer nada, no se atrevería. Además, me está echando una mano con otras pesquisas.

—¿Qué tipo de pesquisas?

—Caramba, hay que ver cuántas preguntas, señora Shuttleworth. ¿Es necesario que desentrañemos el asunto hasta el final? Alizon Device pertenece a una familia de brujas; ella misma me lo confirmó. Su madre, su abuela y hasta su hermano practican magia y hechicería, a escasos kilómetros de aquí. Sus vecinos también están acusados de asesinato y brujería, y una de ellas vive en territorio Shuttleworth. Por eso pensé que tu avanzado esposo debería estar al corriente.

Señaló con la cabeza la campiña verde ante nosotros. De nuevo, no había ni rastro de Edmund, de Richard ni de los perros.

—Pero ¿cómo sabéis que dice la verdad? ¿Por qué iba a traicionar a su familia? Probablemente no ignora lo que implica ser bruja: la muerte segura.

—Quién sabe... —Se limitó a contestar, aunque detecté algo más en sus palabras. Roger podía llegar a ser contundente e intimidador cuando quería; lo había visto con su esposa, Katherine, una mujer dotada de una tolerancia considerable—. Y los asesinatos que atribuye a su familia son los responsables de todo lo sucedido.

—¿Han cometido asesinatos?

—Varias veces. Preferirías no cruzarte con una Device. Pero no temas, criatura. Alizon Device no es peligrosa bajo custodia y voy a interrogar a su familia mañana o pasado. Me veré en el deber de informar al rey, por supuesto... —Suspiró, como si fuera una molestia—. Le gustará saberlo, no me cabe duda.

—¿Y si escapan? ¿Cómo las encontraréis?

—No escaparán. Tengo ojos por todo Pendle, de sobra lo sabéis. Hay poca cosa que se le escape a un representante de la Corona.

—Antiguo representante de la Corona —puntualicé para tomarle el pelo—. ¿Y cuántos años tiene? La chica del perro, digo.

—No lo sabe, pero yo diría que ronda los diecisiete.

—Como yo... —Dejé transcurrir un silencio reflexivo y agregué—: Roger, ¿confiáis en Richard?

Enarcó una ceja poblada.

—Con mi vida. O lo que queda de ella... Ya soy un viejo, mi familia está crecida y la época dorada de mi trabajo quedó atrás, muy a mi pesar. ¿Por qué lo preguntas?

La carta del médico, que me había metido en el bolsillo, bien enterrada bajo el traje de montar, palpitaba contra mis costillas como si fuera un segundo corazón.

—No, por nada.

Capítulo 3

3

La Cuaresma aún no había llegado a su fin y, aunque mi apetito seguía adormecido, se me hacía la boca agua al pensar en un estofado de buey o en unas tiras de pollo, tiernas y saladas. Roger se quedó a cenar y se frotó las manos cuando los criados sacaron las bandejas de plata con lucio y esturión. Sabía que no probaría bocado, a pesar del hambre que me había dado la cacería, de la que habíamos vuelto con las manos vacías, pues una neblina fresca se había abatido sobre nosotros. Ahora se cernía contra las ventanas y el comedor estaba frío. Desmigajé el pan en pedacitos y sorbí un poco de vino, soñando con el momento en que volvería a ser capaz de comerme todo lo que estuviera en mi plato. No había informado a ninguno de los criados de mi estado, ni siquiera a Sarah, que me ayudaba a vestirme, pero la cocinera era siempre la primera en darse cuenta. Los otros criados me habrían visto tender los dedos hacia Puck y ofrecerle trocitos de mi plato, pero lo hacía desde que era una niña. Mi perro engordaba cada vez más mientras que yo parecía menguar. En una ocasión, Richard comentó que Puck se alimentaba mejor que la mayoría de la gente del condado de Lancaster.

Cuando ya no pude soportar la imagen de las cabezas de pescado, me retiré a mi aposento a descansar. En la parte alta de la casa, alejada del trajín de salseras y cuchillos, reinaba la tranquilidad y la lumbre estaba encendida. Habitualmente, habría empapado unas compresas para aliviar el dolor de cabeza, pero estaba exhausta y demasiado mareada, de modo que me quité los escarpines de una patada y me tumbé a mirar por la ventana con las manos sobre el vientre. Aunque aquella mañana había tenido mucha materia de reflexión, la carta del médico no se me iba de la cabeza y me nublaba la mente como una bruma espesa. Supongo que, en última instancia, la cuestión se reducía a quién lograría sobrevivir: ¿la criatura, yo, ambos, ninguno? Si el médico estaba en lo cierto —y sin duda lo estaba—, el niño crecía como una castaña dentro de una corteza verde y espinosa, y terminaría por abrirme en canal. Richard deseaba un heredero por encima de todo y donde antes le había fallado, quizá esta vez lo lograría... pero ¿a costa de mi propia vida? Las mujeres llevan la vida y la muerte en el vientre cuando conciben; es un hecho de nuestra existencia. Esperar y rezar para no ir a reunirme con los difuntos era tan útil como desear que la hierba fuera azul.

—¿Vas a quedarte aquí dentro y matarme? —pregunté mirándome la tripa—. ¿O me dejarás vivir? ¿Por qué no intentamos convivir?

Debí de sucumbir al sueño, pues al despertar había una jarra de leche junto a la cama. La alcancé para mojar el dedo meñique y lamérmelo. Mi madre siempre decía que las chicas más bellas tenían la piel como la leche fresca, lustrosa y cremosa. En comparación, la mía parecía un pergamino antiguo. Pensé en el alboroto que Madre había armado la primera vez que Richard y su tío Lawrence vinieron a Barton; no paró quieta, estuvo revoloteando a mi alrededor como una polilla.

—Muéstrale las manos —me había dicho—. Déjalas entrelazadas.

No necesitaba decirme que mi cara no era mi mayor baza, ese aspecto no se me escapaba. Sin embargo, mi rostro carecía de toda importancia, pues ambas sabíamos que mi mejor baza eran mi apellido y el dinero que reportaba. Madre siempre dijo que Padre era de puño cerrado, pero cada vez que le preguntaba por qué vivíamos en una casa destartalada y compartíamos dormitorio, apretaba los labios y decía que una casa vieja era mejor que una nueva.

La noche de la visita de Richard, cuando Madre y yo nos metimos en la cama, me preguntó si me gustaba.

—¿Acaso importa? —respondí, petulante.

—Importa sobremanera para tu felicidad. Pasarás cada día de tu vida con él.

«Va a salvarme de esta vida miserable —me dije—. No podría gustarme más ni aunque lo intentara.»

Pensé en su rostro, agradable y terso, y en sus ojos de color gris claro; en las alhajas fastuosas que pendían de sus orejas y los anillos que adornaban sus manos, una de las cuales me disponía a tomar para que me condujera a mi nueva vida.

—¿Os gusta el teatro? —me había preguntado en el salón de mi madre.

Su tío y mi madre estaban en la ventana, charlando sin quitarnos el ojo de encima. Sabía que mi madre había allanado el camino para este matrimonio, pero si Richard lo rechazaba, no había nada que hacer.

—Sí —mentí, pues nunca había estado.

—Fabuloso. Iremos a Londres todos los años. Los mejores teatros están allí. Podríamos ir dos veces al año, si gustáis.

¿Cómo no iba a estar encantada y encandilada por aquel joven que, a diferencia de todo el mundo, no me trataba como a una cría? Imaginaba su cara a todas horas del día y de la noche. Cuando se fijó la fecha de la boda en la iglesia parroquial, esperaba anhelante la llegada de cada nuevo día y de cada nuevo anochecer, pues tras cada uno de ellos me hallaba un poco más cerca. Imaginaba el tipo de señora que sería: bondadosa y sabia, puesto que no era hermosa. Madre, algún día, adorada por sus hijos y su esposo. Le daría a Richard todo cuanto deseara. Su bienestar sería mi ocupación; su felicidad, mi empeño vital. Él me había obsequiado con el mejor de los regalos: aceptarme como esposa, por lo que viviría el resto de mis días agradecida. Oí a mi madre removerse en la cama.

—Fleetwood —dijo—. ¿Me estás escuchando? Te he preguntado si te gusta Richard.

—Supongo que tiene un pase —contesté, y apagué la vela con una sonrisa.

Me levanté con torpeza, sentía los miembros entumecidos y me dirigí a la galería para pasear por ella. Para mi sorpresa, Roger estaba allí, examinando el escudo de armas real que colgaba encima de la chimenea, con las manos entrelazadas detrás de la espalda.

—«Teme a Dios, honra al rey, evita al demonio y haz el bien. Busca la paz y síguela» —recité de memoria el motivo de la repisa.

—Muy bien, Fleetwood. Considéralo una promesa de tu juez de paz.

—Fue Lawrence, el tío de Richard, quien ordenó escribirlo. Creo que esperaba que llegara a los oídos del rey Jacobo para que no sintiera necesidad de venir de visita.

—Los Shuttleworth son leales a la Corona, claro. —Detecté un deje de advertencia en el tono de Roger.

—Fieles como perros.

Roger seguía pensativo.

—Con todo, por estos lares se necesitan más demostraciones de lealtad. Pero ¿cómo conseguirlas?

—Creo que no se trata tanto de una falta de lealtad como de confianza. Además, de todas maneras, el rey ya debe de hacer lo posible por evitar el contacto con esta zona y sus antiguas formas de fe.

—Este rincón del reino es para Su Majestad fuente de tremendos quebraderos de cabeza. Podría hacerse muchísimo más para honrar al rey y evitar al demonio. —Se inclinó hacia delante, frunció el ceño y agregó—: No me había fijado en las palabras que rodean los brazos del rey. ¿Qué pone?

—«Honi soit qui mal y pense.» Que la vergüenza caiga sobre aquel que piense mal.

Frunció el ceño,

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