1
Palabras azules
Era como estar enamorada.
Pero mejor.
Laura estaba sentada sobre la cama. Tenía las manos apoyadas sobre las rodillas, el cuerpo inclinado hacia adelante y respiraba muy fuerte. Delante de ella estaba su escritorio cubierto por un caos ordenado que solo ella comprendía. No miraba la computadora, ni a su gato que la miraba fijo pidiendo mimos. Miraba las hojas apiladas en un costado del escritorio.
Le sonreía a un montón de palabras azules.
Había escrito la primera hoja dos años atrás con una lapicera que ya no tenía. Cuatro blocks tamaño A4 de hojas rayadas. Trescientas veinte hojas escritas por ambos lados. Numeradas. Con palabras tachadas con dos líneas paralelas y prolijas. Con párrafos completos descartados con garabatos que denunciaban lo poco que le habían gustado y la vergüenza que le provocaban. Hojas, letras, tachaduras, signos de preguntas, borrones, palabras incompletas, palabras ilegibles, palabras azules formaban su novela.
Ella las miraba como se mira a un nuevo amor. Todo era perfecto, incluso en sus fragilidades. Los ojos le brillaban de la alegría y en su boca, por más que se esforzara en reprimirla, bailaba una sonrisa vestida de lentejuelas.
La novela era un montón de papeles acurrucados uno contra otros sobre el escritorio. Encima tenían dos libros: uno, sobre Juan Manuel de Rosas y, el otro, una compilación de artículos sobre historia de género y poder durante el siglo XIX. No se animaba a tocarlos. Quería que las ideas de esos libros le dieran consistencia a las hojas escritas, las apelmazaran, les dieran un sentido que ella temía no haber podido darle a la novela. Que le dieran un halo mágico, algo que a ella se le había escapado, eso que no había sido capaz de imprimirle a las palabras por más que hubiese querido.
No era la primera novela que escribía. Tenía una caja de cartón donde guardaba todos sus experimentos de escritura desde los doce años. Cuentos, argumentos, resúmenes, novelas fallidas, su primera novela terminada —a los 17 años, en hoja de carpeta, escrita a lápiz— y dos novelas que le habían gustado mucho pero que jamás mostraría a nadie. Las guardaba, a medias risueña, a medias convencida, con el propósito de que la posteridad las editara cuando ella cumpliera ochenta años. Era el material inédito que se reuniría para sus Obras completas. A esa edad, si llegaba, ¿qué vergüenza iban a darle? Se rió sin dejar de mirar su novela con forma de trescientas veinte páginas escritas con cinco lapiceras diferentes. Era capaz de desafiar a duelo a quien dijera que se podía contener lo que ella sentía.
Era como estar enamorada, enajenada con su novela.
Estrellitas, corazoncitos y flechas por todas partes.
Y brillitos, muchos brillitos.
Tenía las sandalias puestas, el bolso colgando del hombro y un bretel del vestido se le había caído. Tenía que irse en ese momento, pero robaba los segundos a la espera del colectivo. No podía dejarla. Un ratito más. Un ratito más como cuando la tía la levantaba a las seis y media de la madrugada para ir al colegio y era invierno y la cama era el lugar más hermoso del mundo.
Un ratito más y se iba a la facultad a tomar finales, aprobar y desaprobar, escuchar mil veces las mismas palabras y a evitar la carcajada cuando algún alumno se equivocaba. Un ratito más para disfrutar de la idea de que una novela, una de la que estaba realmente orgullosa, estaba frente a ella con sus trescientas veinte páginas escritas a mano.
—¡Laura!
La voz de su tío le recordó que tenía que irse o perdería el colectivo. Besó a su gato en la cabeza, respondió al maullido con un “¡Chau, Darcy!” y bajó las escaleras corriendo.
—Ya me voy. Ya me voy. Ya me voy —le dijo rápido a su tío alzando las manos.
—Se te va a ir el colectivo.
—¡No, no se va! ¡Saludá a la tía!
—Sí, andá, andá.
Cerró la puerta casi segura de que tenía trece años y caminaba hacia la escuela. Faltaban sus dos primos caminando con ella. Corrió hasta la esquina como si la corriera el Batuque, el perro malo de doña Francisca que vivía frente a su casa cuando ella era adolescente. Llegó a la parada justo cuando frenaba el colectivo porque alguien más lo estaba esperando. Recuperó la respiración diez minutos después, colgada del pasamano.
Amado y odiado, el 96 semirápido era la forma más rápida de llegar a Capital. En cuarenta minutos llegaba a la intersección de las avenidas San Juan y Entre Ríos y desde ahí, Buenos Aires era suya. Claro, no era la forma más cómoda. Pero, ¿qué colectivo que viajaba hacia Capital a las ocho de la mañana era cómodo? El horario era el problema, no el colectivo, o al menos eso se decía para consolarse un poco.
Suspiraba resignada con la cabeza apoyada en el brazo que se sostenía del pasamano. Hacía un calor espantoso y la única razón por la que no se largaba a llorar era porque el verano ya terminaba. El aire fresco de la mañana servía para aliviar esa masa gelatinosa hecha de sudor que se respiraba dentro del colectivo.
Laura se dormía parada. Ya se le había pasado la agitación por la corrida y dormitaba sobre su hombro con una sonrisa alegre en la cara. Le había llevado tanto trabajo. Horas robadas a su familia, a sus amigos; horas robadas a la noche, a la preparación de clases, a la beca que le permitía hacer su tesis, al proyecto de investigación del que era parte. Horas trabajadas en secreto porque nadie, nadie, sabía que desde los doce años lo único que quería era ser escritora.
Jane Austen tenía la culpa.
Y su mamá que le leía Orgullo y prejuicio cuando era chica y se aburría en las tardes de lluvia. Había intentado recuperar ese tono de voz y transformarlo en el narrador de su novela: una mezcla entre la voz de Jane Austen y su mamá, Isabel Oliveira, para contar la historia de Manuelita Rosas y Máximo Terrero.
De inmediato, sus pensamientos se fueron hacia ese otro recuerdo que se presentaba alrededor de los libros. Se sentía otra vez con trece años cumplidos y con sus tíos y sus primos dando vueltas alrededor de ella para esconder el secreto. No le habían festejado el cumpleaños porque ella no quería, pero le habían hecho un regalo hermoso: una habitación nueva, solo para ella, en la terraza. Había dormido en el sillón del comedor por unos meses, pero, para su cumpleaños, la habitación estaba lista. Su cama, su escritorio y la biblioteca de sus padres, amada biblioteca, trasladada a Isidro Casanova sin que ella supiera. Orgullo y prejuicio, el que su mamá le leía, estaba en el estante central. Los primos Gustavo y Edgardo iban y venían mostrándole todo. La tía Claudia le besó la frente. El tío Renato lloró abrazado a ella durante media hora antes de dejarla siquiera entrar más de dos pasos en la habitación.
Esperó un rato que el dolor en el pecho se le pasara. Habían pasado veinte años. Podía hablar de sus padres sin llorar, pero no podía pensar en ese regalo de cumpleaños sin que se le apelotonaran las lágrimas en la garganta, la nariz y los ojos. Su tío arrodillado frente a su cama, ella sentada, justo como había estado sentada frente a su novela. Él, llorando por la muerte de su hermana; ella, acariciándole la cabeza y llorando por él. Tuvo que secarse las lágrimas con el dorso de la mano y suspirar muy fuerte para contener el resto.
El colectivo frenó de golpe y todos se fueron hacia delante. Ninguno se cayó. Iban tan apretujados que era imposible caerse. Eran una masa apestosa y pegajosa que, si perdía la contención del colectivo, conservaba su forma. Un encanto de viaje.
Los Beatles la aislaron de las protestas. Desde el momento que subía al colectivo hasta que llegaba a la facultad los tenía pegados en el oído. Desde los tres años sabía las letras de los Beatles, porque su mamá, profesora de inglés, se las había enseñado. Había dos fotos de Laura abrazada al disco Sargent’s Pepper Lonely Hearts Club Band con su madre sonriendo detrás. Los Beatles eran el muro sonoro contra todo lo feo del transporte público.
Suspiró contra el brazo. Ya se le había acalambrado y faltaba más de la mitad del viaje. Era tiempo de cambiarlo. Apoyó la cabeza contra el otro brazo, acomodó el bolso y siguió soñando.
Como nadie sabía que ella escribía, por el momento, tenía que disfrutar la felicidad sola. Después de todo era una novela que nadie leería durante mucho tiempo. Era un secreto que prefería mantener para ella, hasta que supiera qué hacer con esas palabras azules. La había terminado a las tres de la mañana con el corazón en la mano y la espalda destruida. Le había dedicado todo el mes de enero y parte de febrero a terminarla. Dos semanas atrás, Elsa, la jefa de su cátedra, le había pedido informes para la beca que le pagaban. Laura sabía que recibiría un reto importante porque no los había terminado.
Todo el verano escribiendo, abrazada a Darcy —su gato— y al aire acondicionado. Le dolía la mano de tanto escribir, y más iba a dolerle porque tenía por delante el proceso de pasarla a la computadora. Pero era feliz de pensar en ese dolor presente y en ese dolor futuro. Había logrado cumplir un sueño después de mucho trabajo.
El colectivo había subido a la autopista Ricchieri con un ímpetu auspicioso pero enseguida se había detenido. El tránsito marchaba lento como si todos fueran caminando detrás de elefantes. El Mercado Central de Buenos Aires se veía por la ventanilla. El colectivo avanzaba a los empujones y el aire que entraba había dejado de ser fresco. Es más, ya no entraba aire. Pero en sus oídos los Beatles cantaban All my loving y en su escritorio había trescientas veinte hojas escritas a mano durante dos años que la hacían sentir orgullosa.
¿Se habría sentido así Jane Austen al terminar sus novelas? ¿Esa mezcla de felicidad y vanidad que la hinchaba a ella misma en ese momento? Estaba tan feliz que se olvidaba de todo. Incluso le hacía olvidar que, después de dos canciones, todavía seguía viendo el Mercado Central. O que tenía al lado a un caballero de dudosa higiene. Seguro que Jane Austen se había sentido así. Lo sabía, de hecho, porque había leído sus cartas y las biografías que había podido encontrar. La adoraba tanto como adoraba escribir. Soñaba con tener la misma elegancia que ella para las palabras. Ser una hechicera de palabras como Jane Austen.
Pero ella era solo ella: Laura Robles de Isidro Casanova, que viajaba —y sufría— en el 96 semirápido ramal Constitución-Rafael Castillo. Nadie lo sabía, pero ella escribía y se moría de felicidad por la novela que había terminado. Además, era también Laura Robles, profesora de Historia de la Universidad de Buenos Aires, docente de la Facultad de Filosofía y Letras que viajaba colgada de un colectivo mientras escuchaba canciones de los Beatles y de vez en cuando las cantaba en voz alta. No había mucho más que contar.
Cinco minutos pasaron. Por suerte, ya no veía el Mercado Central. En cambio, se escuchaban los bocinazos de autos, camiones, colectivos y motos atascados en el peaje. “Ah, respeten mi felicidad, malditos”, pensaba y se reía. Ni sus adorados Beatles podían tapar el espantoso ruido de las bocinas. Pero las bocinas eran incapaces de tapar su felicidad.
Cerró los ojos porque el sopor de la mañana y el cansancio fueron más fuertes que su voluntad de permanecer despierta. Cuando los abrió el colectivo ya estaba preparándose para bajar de la autopista en la avenida Entre Ríos. Se dio cuenta de que se había dormido y enseguida tuvo que revisar si tenía el celular y las cosas en el bolso. Por suerte, ningún caballero —o dama— dedicado al latrocinio se había apropiado de sus bienes personales. Se rió de sí misma y se felicitó. Había conseguido una nueva habilidad: quedarse dormida colgada del pasamano.
Bajó del colectivo sonriendo tanto que el resto de los pasajeros la miraban y sonreían con ella. Se avergonzó un poco, pero después pensó que por ahí era un servicio a la comunidad tener una sonrisa contagiosa como la suya ese día. Quiso contarles a todos, a los gritos, que había terminado una novela y que era feliz, pero se contuvo porque por ahí podían tratarla de loca. Bajó las escaleras tratando de ocultar su sonrisa. Pero no pudo dejar de sonreír. El descenso a las profundidades de Buenos Aires le dio una sorpresa.
Primero, vio las estrellitas pintadas en los escalones que iban hacia el andén.
Bajó despacio por la escalera y vio más y más estrellitas.
Trató de hacer equilibrio cada vez que bajaba un escalón. Trataba, además, de dejar que la gente, que ignoraba por completo las estrellitas, pudiera pasar. Las estrellitas estaban organizadas en un patrón, como si fuera una estela que se iba agrandando a medida que ella bajaba por la escalera. Las estrellas se hacían cada vez más grandes, cada vez con más detalle hasta que, por fin, lo vio: un zapatito de cristal en el último escalón.
Desde el final de la escalera, Laura miraba hacia arriba para entender de qué se trataba eso. Alguien se había tomado el trabajo de hacer una gigantografía del mismo color ladrillo gastado que las cerámicas de la escalera y la había pegado contra los escalones. Las estrellitas y el zapatito de cristal eran la ilustración de la gigantografía. Había que estar muy atento o mirar muy fijo el piso para notar que había alguna diferencia entre la zona de cerámicas desnudas y el vinilo estampado.
Escuchó que se le iba un tren pero no corrió para alcanzarlo. La gente pasaba a su lado, algunos apurados ni la notaban, otros la veían y le seguían la mirada hacia arriba, pero no se detenían a ver qué era lo que le llamaba la atención.
Laura miró las paredes de la escalera y la que estaba a su espalda. Buscaba, por supuesto, algún indicio de publicidad. Sospechaba que si alguien se tomaba el trabajo de hacer semejante instalación sería para vender algo. No encontró nada. No se desilusionó, al contrario, le gustó más todavía que no hubiera publicidad alguna. Le gustó pensar que algún romántico había intervenido la escalera del andén hacia Virreyes de la estación Entre Ríos para que alguien, otro romántico —ella, por ejemplo—, la descubriera y la hiciera famosa. Sacó el celular, le sacó varias fotos a la escalera, a las estrellitas, una en particular al zapatito. Algún día iba a hacer algo con esas estrellitas y ese zapatito: un cuento, quizá una novela. Por el momento, se contentó con apoyar su pie en el zapatito de cristal para ver si era su número. Era.
Se le hacía tarde. Haciendo puchero con la boca tuvo que dejar atrás el zapatito de Cenicienta. Cualquiera haya sido el propósito del que había creado el vinilo, ella lo felicitaba. La idea era hermosa y la había despejado un poco del sueño de la noche en vela.
Noche en vela. No-vela.
La línea E de subtes tenía esa luz amarilla que le daba sueño y hacía que todos se vieran pálidos, enfermizos. Laura, sentada, intentaba distraerse leyendo los carteles de publicidades de medicina prepaga o de centros de idiomas. Los Beatles le cantaban Yesterday. Todo era inútil, cualquier detalle la devolvía a la novela.
Viajaba tranquila, no eran más de diez en el vagón y el aire era espeso, pero no insoportable. El olor a asbesto la adormecía. Era asqueroso pero era tan familiar que lo amaba. La línea E había sido la línea que usaban mientras sus padres vivían en el departamento de San Cristóbal.
—Bien damas, caballeros, respetable público… —pudo escuchar a través de los Beatles. El vendedor ofrecía esa fresca y exquisita golosina llamada Mantecol.
Se reía sola de las palabras del vendedor. Era un verdadero hechicero porque se tentó y compró el Mantecol. Lo comería a la noche con su tío Renato.
Tanto sonreía que, de nuevo, un pasajero le respondía a la sonrisa. Como siempre que sonreía en un lugar público, alguien le devolvía la sonrisa. Se dijo que tenía que aprender a controlar sus superpoderes de sonrisa contagiosa como la llamaba el tío Renato.
Volvió a mirar al extraño porque era un caballero muy interesante. Cada vez que pensaba a un hombre en términos de “caballero” se acordaba de Ana, quien se burlaba de ella por llamarlos así: caballero punga, caballero interesante, caballero novio, caballero estúpido. Caballero basura. Caballero de remera como ese que tenía enfrente, que eran los que más le gustaban.
Se preguntó si iría a la facultad como ella. Era medio raro que fuera a esa hora pero podía ser. En una oficina no trabajaba, porque habría ido con otra ropa. Tenía los ojos muy oscuros y las pestañas muy pobladas. Se dio cuenta de que ella lo miraba —y seguramente la sonrisa no se le había ido— así que de repente los dos se hacían ojitos y sonrisas en el vagón del subte.
Lo vio bajar, con desilusión, en la estación Urquiza. Le dijo chau al extraño que se iba con una historia de amor fracasada en la mochila. Se había perdido el placer de ser el amor de su vida por bajar en la estación incorrecta.
Se olvidó del amor frustrado a los cinco segundos. Tenía una novela en su escritorio y estaba tan orgullosa que parecía hinchada como una esponja llena de agua. No quedaba bien hacer bailecitos de felicidad frente a la puerta del vagón pero se moría de ganas. Lo hizo, apenas, cuando se paró para bajar en la estación Emilio Mitre. Un bailecito moviendo los brazos y las caderas. Después de todo: ¿cuántos días en la vida de una persona estaban destinados a terminar una novela?
Era feliz y lo único que lamentaba era su soledad. Un caballero que la felicitara y que creyera que su novela era lo mejor del mundo y después le hiciera masajes en la espalda y mimos por todas partes. Se merecía todo eso y más. Pero, por el momento y dado que el caballero de remera había renunciado a ella al bajar en Urquiza, la celebración sería tranquila. Cumpliría con su trabajo en la facultad, volvería a casa satisfecha, se comería el Mantecol, le daría un abrazo a su gato Darcy, y el aire acondicionado estaría junto a ella para olvidar el calor.
La felicidad no podía ser mucho más que eso.
2
Demoliendo ilusiones a patadas
—Qué cara de dormida.
—¿Cómo estás, Elsa? No dormí bien. Qué lindo que está acá, afuera está imposible.
Laura saludó a la titular de su cátedra con un beso y después se sentó en la silla que estaba frente a ella. El mareo y la felicidad por la novela bajaron mucho al poner un pie en la facultad. El recuerdo de los informes para su beca de doctorado que no existían la devolvió a la realidad. Iba a tener que mentir delante de dos personas a las que adoraba, todo por no querer reconocer que había estado escribiendo una novela.
—Estoy bien, querida. Agotada por el calor también y por dormir mal.
—Acá estamos bien, el problema va a ser en el aula. ¿Ya viste cuál es?
—Está espantoso, pero ya viene la lluvia. Al menos eso dicen. No me fijé el aula, seguro que Ana llega y sabe. Vas a tener que ayudarme, Laura —dijo Elsa alzando las cejas.
—¿Qué pasó?
—Alejandro.
Laura abrió la boca primero y después apretó los labios para reprimir una carcajada:
—¿Viene hoy?
—Está en Buenos Aires desde hace una semana, eso lo sabías.
—Sí, nos mandamos mensajes, pero pensé que hoy no venía, que tenía algo en el CONICET.
—Una reunión y ahora viene para hablar con el Decano. Estamos organizando las jornadas de historia política.
—Sí, me comentó Alejandro. Me dijo que prepare un texto para esas jornadas. Pero no sé si me va a alcanzar el tiempo. ¿Ana sabe?
—Es lo que te quería preguntar.
—No le dije nada. Viste cómo es el tema…
Las dos se rieron entre divertidas y preocupadas. Laura se tapó un poco los ojos para tratar de serenarse. Mientras hablaba con Elsa se daba cuenta de lo mucho que la novela la había separado de la realidad. Trataba de enfocarse en Elsa, en la sala de profesores, en la facultad pero no podía. Se dio cuenta en ese momento que también había soñado con la novela: en su sueño, Laura, se había convertido en una más de esas hojas llenas de palabras azules.
—Bueno, veremos cuando llegue. Vos ayudame —le pidió Elsa—. Mirá si se encuentran en la escalera…
—Esperemos que no —pidió Laura mirando hacia la puerta para ver si veía a alguno de los dos.
—Hablemos mientras tanto de tu tesis. Vi lo que me mandaste, es muy poco.
—Estuve leyendo mucho —dijo Laura retorciéndose las manos—. Pero escribiendo poco. Es cierto.
—¿Fuiste al Archivo?
—En enero está cerrado y en febrero estuvieron en refacciones. Pero estuve en la Biblioteca del Congreso buscando libros y saqué fotocopias a todo lo que me dijiste. Eso sí. Terminé trabajos para un par de seminarios que hicimos con Ana. Bueno, los reviso, los corrijo y los entrego.
—¿Hiciste algo más?
—Estoy trabajando en la hipótesis.
—Pero si no leés, Laura, no hay hipótesis.
“Hay novela”, pensó Laura con muchas ganas de llorar. Se clavó las uñas en las palmas de la mano para concentrarse. La novela había sido una hermosa experiencia, pero tenía que dejarla atrás por un momento.
—Sé que mi tema es mujeres y poder político en la época de Rosas —dijo casi sin fuerzas—. Mi pregunta es si fue posible el ejercicio del poder femenino: si Encarnación, María Josefa y Manuela realmente ejercieron el poder.
—Bien —dijo Elsa muy seria—. Pero esas son por lo menos dos hipótesis. ¿Seguís con la idea de tomar a las tres mujeres?
—Creo que al final voy a elegir a Manuela. En todo caso de ella es la que se tiene la mayor cantidad de información y cartas. Pero dejar de lado a las otras dos sería dejar de lado un tema importante: Encarnación no es Manuela. Y el poder de Encarnación es fascinante.
—Y primero que todo eso tenés que definir poder: ¿de qué ejercicio de poder estás hablando? De construcciones sociales patriarcales…
—Sí, lo sé —murmuró Laura casi sin aire.
—Y volvemos al mismo punto: si no leés, no podés avanzar, sea para donde quieras avanzar. Así que primero te sugiero que leas y prepares los avances para la tesis. Que para eso se te dio una beca. Hay que presentar informes en el CONICET ahora en abril. Quiero tu informe para el veinte de marzo.
—¿En dos semanas? —preguntó Laura rascándose la nuca hasta lastimarse.
—En dos semanas, Laura. Dijiste que habías estado leyendo.
—Sí, estuve leyendo. Sí. Bueno, sí, no hay problema, te entrego los informes.
Las dos dejaron de hablar porque vieron que Ana llegaba. Primero, saludó a Laura casi sin mirarla mientras dejaba la cartera en la silla. Después saludó a Elsa. Laura respiró todo el aire que tenía contenido en los pulmones a fuerza de mentir y volver a mentir sobre su trabajo.
—Elsa, ¿puede ser que haya visto a Alejandro? —preguntó Ana extrañada.
—Sí —dijo Elsa—, viste a Alejandro.
Laura, sabiendo lo que venía, dejó libre la silla cerca de Ana, tomando la cartera con las dos manos. Hacía tantos años que se conocían que adivinaba lo que Ana iba a hacer.
Se habían hecho amigas desde que Laura había entrado a la cátedra, en el 2006, poco tiempo antes de terminar su carrera. En esos años Ana era una ayudante de prácticos y Alejandro el jefe de trabajos prácticos. Con el tiempo, Ana había logrado el cargo de Alejandro y él había pasado a ser adjunto lo que le permitía más libertad para hacer sus viajes a París e imponer su propio criterio dentro de la cátedra. El mismo sentido del humor, la misma forma de reír, ideas similares sobre la historia que les gustaba hacer y un par de comentarios sobre hombres las convirtieron en amigas muy cercanas. Tenían una diferencia de tres años de edad pero estaban haciendo juntas los seminarios de doctorado, ambas bajo la dirección de Elsa y Alejandro.
Después de sentarse al lado de Laura, Ana le sacó la cartera de las manos para abrazarla sobre su regazo.
—¿Y vuelve, vuelve? ¿Ya pasaron seis meses?
—Así es.
—Y bueno. Todo lo bueno dura poco. Y justo para el inicio de clases. Muy bueno todo.
Laura vio que Alejandro se asomaba por la puerta de la sala de profesores. Él alzó una mano para llamar la atención de Elsa pero la vio a ella y le sonrió. La saludó con la mano levantada y una sonrisa hermosa que Laura respondió con alegría.
—Traidora —le dijo Ana inclinándose sin mirar a Alejandro.
—Elsa —dijo Alejandro—, hablo cinco minutos con el Decano y vengo.
Alejandro desapareció. Laura se rió al ver que Ana se hacía un bollito sobre la cartera.
—Cinco minutos más de felicidad…
—¿Van a madurar algún día? —preguntó Elsa.
—Yo soy muy madura. Él es el insoportable.
—Parece que anduvo con una francesa pero no pasó nada —dijo Laura cubriéndose la boca con la mano y susurrando—. ¿Te contó eso, Elsa?
—Nada.
Laura tomó a Ana por el brazo y la sacudió muy fuerte como para despertarla de un mal sueño.
—Ay, Ana, al fin se te va a dar. ¡Está solito! ¿Sabés lo difícil que es encontrar un caballero solito?
—Sí, sé lo difícil que es. Y ni en broma lo digas.
—Alejandro es maravilloso, Ana —dijo Elsa.
—Es obsesivo y molesto.
Laura escondió la carcajada con una mano.
—Ay, Elsa, los meses tranquilos han quedado atrás…
—Vamos a ser sinceras, Laura —dijo Elsa con voz de profesora dando una clase muy importante—. La cosa se había puesto aburrida.
—Claro —asintió Laura—. Nada de peleas, ni caras largas, mensajes a la madrugada…
—A mí, una vez, me llamaron por teléfono a las cuatro —dijo Elsa con una mueca risueña.
—Fue una sola vez —saltó Ana— y porque al señor se le ocurrió agregar un texto de Sarmiento de cien páginas para completar el tema de la Guerra del Paraguay. Un texto que ninguno había leído, solo él.
—Y que era completamente pertinente —dijo Elsa.
—¿A dos semanas de terminar el cuatrimestre? No. No era pertinente. Por eso se discute el programa antes de presentarlo al departamento. Si él estaba en París cuando se discutió me importa muy poco. Nadie lo obligó a viajar.
—La madre estaba enferma…
—Lo que sea. El cambio no era pertinente. Para algo soy la jefa de trabajos prácticos.
—¿Cómo olvidar ese septiembre? —preguntó Laura acariciándose el mentón—. Todavía hacía un frío de morirse y los dos discutían por los pasillos de la facultad asustando a los alumnos Y hay que ser honestas: hay que hacer lío para asustar a alguien en Filosofía y Letras. Pero lo lograron. Ese día fue un hito. Y no creo que alguien los vaya a superar.
—¿Y la mesa de finales? ¿Cómo es que decís vos siempre, Laura?
—Pintoresca. Esa es la palabra. Fue una mesa de finales pintoresca. Pero, Elsa, yo quiero creer que maduraron. Ahí viene Alejandro. Poné cara de que maduraste, Ana. Dale, poné cara de manzanita.
Laura se paró para saludarlo. Alejandro era enorme y Laura usaba una palabra que adoraba para describirlo, era “bonachón”. Él la abrazó muy fuerte, alzándola un poco. Ella le devolvió el abrazo con cariño. Verse, para los dos, era siempre una buena noticia. Se querían mucho, se respetaban. Él le había propuesto desde el primer momento unirse a la cátedra y Laura había aceptado, feliz de saber que alguien como él la reconocía. Y, además, lo abrazó muy fuerte porque necesitaba mucho de la amistad y la protección que le daba Alejandro después del reto que le había pegado Elsa.
Ana no se paró. Alejandro se inclinó hacia ella ofreciéndole la mejilla y ella lo saludó apenas después de un “Hola, ¿cómo estás?” sin ninguna entonación de cariño o alegría. Alejandro respondió un “Bien, todo bien” que tampoco evidenciaba entusiasmo.
—Qué lindo ver a la cátedra reunida de nuevo —dijo Elsa después de que Alejandro se sentara al lado de Laura—. ¿Cómo fue?
—Vamos bien. Me dieron el visto bueno con las jornadas. Prometí traer a Roger Chartier y no hubo más que discutir.
—Ah, qué buena noticia. Bueno, después hablamos.
La presencia de Alejandro cambió todo. Alejandro hablaba y Laura, como siempre le pasaba cuando dejaba de verlo durante un tiempo, se distraía con el acento francés que no podía dominar. El reto de Elsa dejó a Laura silenciosa. Tenía que aceptar, por más incómodo que fuera, que había usado ese dinero de una forma que no debía. Y todo por una novela que quién sabe si se llegaba a publicar.
La sensación de culpa era tan incómoda como la silla en la que estaba sentada. Toda la alegría por terminar la novela se le había ido. La cátedra de Historia del Pensamiento Político en Argentina era su trabajo, su fuente de ingreso y su vida. Era la ayudante de trabajos prácticos, y junto con Ana, era la que más cerca estaba de los alumnos. Era la becaria de un proyecto de investigación del CONICET, era la protegida de Elsa Matzkin, la titular de la cátedra, y Alejandro Prat, el profesor adjunto. Y ella los traicionaba escribiendo una novela que no le interesaría a nadie. Quería que la alfombra azul y fea de la sala de profesores se abriera para después sumergirse en los cimientos de la facultad.
—¿Cómo van los avances de la tesis de Laura?
—Mejor no le preguntes —dijo Elsa.
—Tengo que trabajar, ya lo sé —dijo Laura para conformarlos con expresión muy miserable que reflejaba apenas lo que sentía.
Demoliendo ilusiones a patadas podía llamarse el capítulo de su propia novela. La retaban sí, pero la cuidaban y querían lo mejor de ella. La cuestión era que tenía una beca doctoral: recibía una cantidad de dinero para realizar exclusivamente su trabajo como investigadora. Para justificar ese dinero, debía presentar informes que debían ser aprobados por su directora de tesis, Elsa. Era un reto merecido y Laura tenía que aceptarlo sin discusión.
Descubrió a Ana mirándola. Apretó los ojos y le sonrió para indicarle que no pasaba nada.
—¿No es hora ya de ir a tomar finales? —preguntó, haciéndose la distraída, Ana.
—Sí, no queda otra… vamos —dijo Laura poniéndose de pie.
—Bueno, entonces la cátedra está lista y ya podemos ir a masacrar alumnos. Bueno, algún diez podemos poner —dijo Elsa sonriendo pero con una mirada triste—. Se te extrañó bastante, Prat.
—Eso es cierto —le dijo Laura poniendo una mano sobre el brazo de Alejandro. Él le acarició la mano con cariño.
—Estoy contento de haber vuelto.
—¿Aula? —preguntó Laura mirándolos porque no recordaba si ya sabían el aula o no.
—Aula 254 —dijo Ana poniéndose de pie—. Vayan ustedes, vamos a comprar algo para tomar con Laura. ¿Elsa? ¿Alejandro?
—Un café cortado —pidió Elsa.
Alejandro no pidió nada. Ana tomó del brazo a Laura y salieron las dos caminando juntas, muy rápido. Cuando ya bajaban por la escalera y estaban lejos de los otros dos, Ana le preguntó sorprendida:
—¿Qué te pasa?
—Elsa me pegó un reto.
—¿Por el avance?
—Y por la plata que cobro para hacerla.
—Y tiene razón.
—Ya sé. ¿Para qué me hiciste venir con vos?
—Porque quería hablar mal de Alejandro.
—Ya sabés que yo lo quiero.
—Traidora. Ves en él una figura paterna. Por eso traicionás a tu amiga que te aguanta todos los lloriqueos, te lleva a comer cosas ricas, te presta material…
—Es el hijo del escritor favorito de mi papá. Perdés contra eso.
—Lo dicho: traidora.
—Y para mí le gustás. Por eso te llama todo el tiempo. Incluso a las cuatro de la mañana.
—Me llama porque vive obsesionado con cambiar el programa y hacerme la vida difícil.
—Le voy a decir a tu mamá que Alejandro gusta de vos.
—¿Tenemos diez años que “gusta de mí”? Y si le decís eso te pego. Así de simple. Ahora le voy a decir a Elsa que hablemos de tu tesis todo el día.
—Maldita.
—Bueno, pero ponete a leer.
—Lo prometo. En serio.
—Yo te ayudo, si necesitás libros y eso. No hay problema, lo sabés. Mi biblioteca es tuya.
—Sí.
—Podemos discutir ideas. Tu tesis es hermosa. Si te quedaste trabada en algún lugar podemos hacerla avanzar. Vos no necesitás que te diga eso.
—Ya lo sé.
Llegaron al kiosco donde siempre compraban cosas para tomar y pidieron los cafés y las bebidas. Volvieron h
