Regreso a la villa de las telas (La villa de las telas 4)

Anne Jacobs

Fragmento

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1

Marzo de 1930

Fanny Brunnenmayer dejó de remover la masa en el cuenco y prestó atención al martilleo penetrante que llegaba desde el patio hasta la cocina de la villa de las telas.

—Ya estamos otra vez —gruñó indignada—. Creía que los golpes habían terminado.

—Ni mucho menos —comentó Gertie, que estaba sentada a la mesa larga con un café con leche—. Hay dos ventanas que no cierran bien, y el baño aún no ha quedado como quiere la señora Elisabeth.

Hacía unos dos años que habían empezado a construir un ala de dos plantas en la parte trasera de la villa de las telas, para que se instalaran Elisabeth, la hija mayor de los Melzer, y su marido, Sebastian Winkler, con sus tres hijos y todo el personal. Habían incluido salones y dormitorios y, en la buhardilla, varios cuartos para los empleados. La cocina, en cambio, seguía estando en la parte principal de la villa, y el comedor en la primera planta. Allí la familia comía toda junta, había sido la condición de Alicia Melzer antes de acceder a la reforma. Sin embargo, por cómo iban las cosas con los obreros, que incluso con la familia ya instalada no paraban de hacer retoques, la señora Elisabeth se lamentaba de que sería una obra eterna.

Fanny Brunnenmayer negó con la cabeza y volvió a la masa para la pasta. Se necesitaba una buena cantidad para cuatro comensales adultos y cinco niños; además estaban los empleados, que también tenían buen apetito. Para los señores había gulash de ternera, y el servicio tendría que contentarse con una salsa de tocino como acompañamiento para la pasta casera. Se imponía el ahorro en la villa de las telas, no era una época boyante, ni mucho menos: tras perder la guerra, la pobre Alemania no se había recuperado. Por supuesto, la culpa era de las elevadas compensaciones que el Reich alemán debía pagar a los vencedores de la Gran Guerra.

—¿Qué tipo de baño quiere la señora Elisabeth? —inquirió Else, que había despertado de su duermevela al escuchar la conversación. Hacía unos años que la anciana había adquirido la costumbre de dormirse en la mesa de la cocina cuando terminaba su trabajo, apoyada en el brazo.

—¿Que qué quiere la señora? —exclamó Gertie, y se echó a reír—. Es una locura. Robert se lo ha metido en la cabeza. Quiere un baño por goteo.

Fanny Brunnenmayer dejó de batir porque le dolía el brazo. La cocinera ya había cumplido sesenta y siete años, pero no quería ni pensar en retirarse. Una vez dijo que sin su trabajo se iría al garete, por eso estaba resuelta a continuar hasta que, si Dios así lo quería, un día cayera muerta. Lo más bonito sería poder preparar antes uno de sus magistrales menús de cinco platos y que los señores se deshicieran en elogios ante sus artes culinarias. Luego se sentiría satisfecha y seguiría sin rechistar a la descarnada muerte. De todos modos, hasta entonces aún quería darse un tiempo.

—¿Qué es un baño por goteo? —preguntó Else.

Gertie se había levantado de un salto para limpiarse una mancha de café con leche de la falda oscura. Desde que trabajaba con la señora Elisabeth como doncella, prestaba mucha atención a la ropa. La mayoría de los días vestía toda de negro, de vez en cuando de azul marino con cuello de encaje. Además, se recogía el cabello rubio y llevaba zapatos de tacón para parecer un poco más alta.

—Un baño por goteo —dijo entre risas—. Te caen gotas de agua desde arriba. En Estados Unidos lo tienen. Lo llaman ducha.

—¿Desde arriba? —insistió Else, extrañada—. ¿Como si estuvieras bajo la lluvia?

—Exacto. —Gertie se rio entre dientes—. Puedes plantarte desnuda en el parque, Else. Así tendrás también un baño por goteo.

Else, que salvo en el hospital nunca se había quitado el corsé de día, se puso como un tomate solo de pensarlo.

—Ay, Gertie —dijo con un gesto de rechazo—. ¡Siempre con tus bromas estúpidas!

Entretanto, Fanny Brunnenmayer se había sentado en una silla de la cocina para mezclar bien la masa con una cuchara de madera, lo que la hizo sudar bastante.

—¡Ven aquí, Liesl! —gritó hacia los fogones, donde Liesl Bliefert estaba colocando dos briquetas para poner a hervir el agua para la pasta de huevo.

—¡Ya voy, señora Brunnenmayer!

Hacía dos años que Liesl, la hija de Auguste, era ayudante de cocina en la villa de las telas. Era rápida, lo entendía todo a la primera y sabía lo que había que hacer, así que rara vez tenían que darle instrucciones. Además, no era nada ambi­ciosa, como era antes Gertie, sino obediente, siempre amable, nunca hacía preguntas. No le hacía falta porque tenía buena memoria y recordaba cómo se preparaban los platos. De hecho, era la ayudante de cocina más hábil que había visto Fanny Brunnenmayer en su larga trayectoria como cocinera. A excepción, claro está, de la joven Marie Hofgartner, que hacía tiempo que era la esposa de Paul Melzer. Desde el principio había algo en ella, tenía madera de señora, y eso que cuando llegó a la villa de las telas solo era una pobre huérfana.

—Vamos, sigue batiendo la masa, Liesl —ordenó la cocinera, y dejó la pesada cuchara en la mesa, delante de la chica—. Dale con ganas para que quede bien esponjosa. Y pruébala para ver si está bien de sal.

Liesl cogió una cucharita de té del cajón de la mesa y probó un poco de masa. Desde el primer día en la villa de las telas aprendió que no se metían los dedos en la comida, sino que se usaba una cuchara para probarla.

—Está bien así —afirmó, y la cocinera asintió satisfecha.

Por supuesto que estaba bien, Fanny Brunnenmayer no se equivocaba nunca al sazonar, solo quería que Liesl lo aprendiera. Le encantaba enseñar todo tipo de cosas a la chica porque en su fuero interno albergaba la esperanza de que algún día Liesl la sucediera en la cocina.

Gertie hacía tiempo que se había dado cuenta y, pese a haber ascendido a doncella, le fastidiaba.

—Si sigues meneando así la masa parecerá que estás furiosa con alguien —comentó mordaz—. ¿No será con Christian?

—¿Por qué precisamente con él? —preguntó Liesl, cohibida, y se metió debajo de la cofia un mechón de pelo que se le había salido.

Gertie soltó una risa burlona y se alegró de ver a Liesl ruborizada.

—Pero si todo el mundo sabe que hay algo entre vosotros dos —aseguró—. A Christian lo huelo yo a la legua. Siempre que te ve parece muy enamorado.

—¿No tienes nada mejor que hacer que estar aquí diciendo bobadas, Gertie? —intervino la cocinera—. Pensaba que eras imprescindible arriba, con la señora Elisabeth.

Ofendida, Gertie retiró la taza vacía y se levantó.

—Por supuesto que soy imprescindible —aseveró—. Ayer mismo la señora dijo que no sabía cómo se las arreglaría sin mí. Además, estoy aquí porque luego bajaré a planchar las cosas que me quedan y no quiero que usted deje que se apague el fuego de los fogones.

—Podrías habértelo ahorrado —gruñó la cocinera—. En mi cocina seguro que no se apaga el fuego de los fogones.

Gertie se dirigió con marcada lentitud hacia la escalera de servicio. Dejó allí la taza usada para que Liesl la metiera en el fregadero.

—¿Dónde está Hanna, por cierto? —preguntó como por casualidad—. No la he visto en todo el día.

Fanny Brunnenmayer se levantó de la silla para echar un vistazo al gulash, que estaba al lado del fuego y solo había que mantenerlo caliente. Le costó un poco dar los primeros pasos, las piernas le daban problemas: si tenía que pasar mucho tiempo de pie, se le abotagaban.

—¿Dónde quieres que esté? Arriba, en el salón, ayudando a Humbert a poner la mesa —contestó, y cogió una cuchara de palo.

—Sí, los preferidos de la villa —calumnió Gertie—. Humbert y Hanna, y ahora, encima, Liesl con el jardinero Christian. Hay que ir con cuidado, no sea que se contagie, ¿verdad, Else?

Se oyó un golpe sordo. A Else se le había resbalado la cabeza del brazo que tenía apoyado en la mesa.

—¡Fuera de aquí ahora mismo! —la reprendió la cocinera, y Gertie subió a toda prisa la escalera.

—Es incapaz de cerrar esa bocaza que tiene —gruñó Fanny Brunnenmayer, enfadada—. Antes Gertie era una buena chica, pero, desde que es doncella, cada día me recuerda más a Maria Jordan. Que Dios la tenga en su seno, pobre, pero era un tormento.

Liesl solo tenía un vago recuerdo de la doncella porque cuando Jordan perdió la vida de aquella forma tan horrible, ella todavía era una niña. La mató su marido, un oficial venido a menos. Según se rumoreaba, aún seguía en prisión pagando por su espantoso crimen.

—Yo creo que Gertie no es feliz aquí —le comentó Liesl a Fanny Brunnenmayer—. Por las tardes va a un curso para aprender a escribir a máquina.

Incluso para la cocinera, que lo sabía todo sobre el servicio, aquello era una novedad. Mira por dónde, Gertie quería entrar en una oficina. Y eso que había ascendido a doncella. Seguramente era una de esas que nunca se sentían satisfechas.

—Es una vergüenza —gruñó Fanny Brunnenmayer, que estaba junto a los fogones con la tabla de madera y el cuchillo porque el agua iba a romper a hervir y se disponía a echar la pasta. Se calló lo que tenía en la punta de la lengua porque se oyeron pasos presurosos delante de la puerta de la cocina—. Jesús y María, esa es Rosa con los niños —le dijo a Liesl—. Vigila que ninguno se acerque a los fogones cuando eche la pasta al agua.

—¡Yo vigilo, señora Brunnenmayer!

La chica tuvo el tiempo justo de darle la masa ya preparada antes de que la puerta de la cocina se abriera de golpe y la banda de pillos entrara en tromba.

Hubo épocas en la villa de las telas en que los hijos de los señores tenían terminantemente prohibido pisar la cocina. La señora Alicia Melzer lo recordaba de vez en cuando. También más tarde, cuando la institutriz Serafina von Dobern hacía gala de su severidad, los niños no pintaban nada en la cocina. Pero cuando Elisabeth Winkler, la hija mayor de los Melzer, volvió a instalarse en la villa y dio a luz a su tercera criatura, esta vez una niña, se adoptaron otras costumbres. Además, Marie Melzer, su cuñada, no tenía nada en contra de que Kurt, de cuatro años, su queridísimo benjamín, se metiese con sus primos Johann y Hanno en la cocina.

—¡Tengo sed! —rugió Johann, de cinco años, que fue el primero en llegar a la mesa larga—. Mosto de manzana, Brunni. ¡Por favor!

Johann resultó ser pelirrojo, lo que al principio asustó a su madre Elisabeth, pero ya se había acostumbrado. Sobre todo porque su hijo mayor destacaba por ser fuerte y tener un carácter enérgico. El delicado Kurt, de cuatro años, seguía a su primo como si fuera su sombra; los dos eran inseparables, así que Kurt pasaba muchas noches en casa de su tía Lisa, en el anexo de la cara norte de la villa de las telas, porque prefería dormir con Johann que con sus dos hermanos mayores, Dodo y Leo.

Detrás de Johann y Kurt entró en la cocina Rosa Knick­bein, la rolliza y simpática niñera, con Hanno, de tres años, agarrado de la mano. Había dado un paseo con los niños por el parque y, por supuesto, los tres quisieron pasar un momento por la cocina antes de subir a lavarse las manos y cambiarse.

—Está bien, os daré un mosto de manzana —confirmó la cocinera—. Pero solo medio vaso, si no luego no os entrará la pasta de huevo porque tendréis el estómago lleno.

Esa explicación nunca había impedido que un niño bebiera hasta saciarse antes de comer, pero Fanny Brunnenmayer quería estar a bien con los señores, por eso le dio a cada niño medio vaso de mosto de manzana. Ni más, ni menos.

—Yo tengo un estómago muuuy grande —refunfuñó Johann y, al demostrar que tenía una barriga enorme, volcó la taza de café vacía de Gertie.

—La mía es aún más grande —exclamó Kurt, que levantó los brazos.

Else, que se había despertado con el ruido, pudo retirar a tiempo la jarra del zumo.

—¿Eso son fideos, Brunni? —Johann levantó la cabeza porque la cocinera partió la masa en la tabla de madera con el cuchillo a toda prisa y la echó al agua hirviendo.

—Son como gorriones —dijo Fanny Brunnenmayer—. Luego darán saltitos en vuestros platos.

Kurti quiso saber si los gorriones podían cantar en el plato.

—Eres tonto —dijo Johann—. Los gorriones no cantan, solo pían.

—¡Pío, pío! —exclamó Hanno, sentado en el regazo de Rosa, que le sujetaba el vaso para que no se manchara.

—Así que eres un gorrión —le dijo Johann a su hermano pequeño con una sonrisa pícara—. Un gorrino es lo que eres.

—¡Nooo! —se defendió Hanno—. No soy un gorrino.

El pequeño Hanno aprendió pronto la palabra «no» porque había comprendido que tenía que defenderse de su hermano mayor y de su primo. A esas alturas, Johann lanzaba su «no» siempre que tenía ocasión, aunque no entendiera en absoluto a qué se oponía. Mejor ir sobre seguro.

Entretanto en los fogones había mucho ajetreo. Liesl pescó de la cazuela los «gorriones» que estaban listos y los puso en una de las fuentes de porcelana para los señores, mientras la cocinera seguía echando más, infatigable. El sirviente Humbert apareció en el pasillo de la cocina para ponerse la americana de color azul marino con los botones dorados que llevaba cuando servía las comidas arriba. Tras su incursión en los escenarios de los cafés teatro berlineses, Humbert regresó arrepentido a la villa de las telas y le confiaron encantados el puesto de criado que acababa de quedar libre. Con Hanna, a la que Marie Melzer contrató en la villa después del grave accidente que tuvo en la fábrica, hacía años que había entablado una profunda amistad. Eran como hermanos, aunque algunas víboras afirmaran otra cosa.

—¿Puedes llenar dos cuencos con el caldo de ternera, Hanna? —ordenó la cocinera—. Y echa por encima un poco del perejil cortado que hay en la tabla de madera.

Hanna se apresuró a obedecer. Era una persona de buen corazón y cariñosa, jamás se le ocurriría pensar que como criada no estaba obligada a ayudar en la cocina. Pero echaba una mano allí donde se la requería, se ocupaba de los niños, llevaba a su venerada Alicia Melzer los polvos para el dolor de cabeza y sacudía las alfombras con Else.

—¡Pero date prisa! —gritó Rosa Knickbein—. Acábatelo, Kurti, tenemos que subir.

Los tres críos salieron de la cocina malhumorados detrás de la niñera hasta el vestíbulo y subieron por la escalera señorial a la planta superior. Lavarse las manos, cambiarse de ropa, peinarse: ninguno soportaba esos procedimientos superficiales, pero la abuela Alicia exigía que sus nietos se sentaran a la mesa bien vestidos y con las manos limpias. Así fue en su juventud, así lo había mantenido ella con sus propios hijos y, si bien los tiempos y la moda habían cambiado, ella quería cuidar esa bella tradición. Humbert llevó la sopera al montaplatos. Pese a su herida de guerra en la mano derecha, servía con una elegancia y seguridad que ningún sirviente de la villa de las telas había alcanzado jamás. Pero cuando estallaba una tormenta caía presa del pánico y, al recordar las trincheras y la lluvia de acero, se metía debajo de la mesa y era incapaz de hacer su trabajo. La Gran Guerra, en la que participó en contra de su voluntad, había hecho mella en las personas sensibles, como en muchas otras.

Mientras él subía para empezar con el servicio, Fanny echó al agua la última parte de la pasta y se puso a rehogar en una sartén el tocino cortado y la cebolla para la salsa. Gertie apareció de nuevo en la cocina para almorzar con los empleados, pero levantó la nariz e hizo una mueca.

—Puaj, qué peste. Ese tocino impregna toda la cocina.

—Si no es del agrado de la señora, puede comer en la lavandería —replicó la cocinera.

—No lo digo por decirlo —replicó Gertie, y se sentó en su sitio—. Luego la señora me dirá otra vez que mi ropa huele a cocina.

—Podría oler a cosas peores que a mi deliciosa salsa de tocino.

Liesl sacó de la nevera el postre para los señores y se lo preparó a Humbert. Era un dulce de requesón y nata, con compota de cereza en conserva del año anterior. Pero no se reservaba un poco del dulce para los empleados, solo la probarían si los señores dejaban algo. Tenían pocas esperanzas porque las cerezas estaban muy solicitadas, sobre todo por los tres niños. Y si quedaba una manchita en el cuenco se la comería Rosa Knickbein, que podía sentarse con ellos a la mesa porque sujetaba en el regazo a Charlotte, de un año, y tenía que vigilar a Hanno. Después de colocar la comida para los señores en el montaplatos, Hanna y Liesl pusieron los platos y los cubiertos en la cocina para el servicio. Else se levantó para sacar del armario las tazas para el mosto de manzana, y el jardinero Christian entró por la puerta del patio para almorzar con ellos. Tiempo atrás había trabajado para la difunta Maria Jordan, que tenía una tienda en Milchstrasse. Tras el horrible suceso que tuvo lugar allí, encontró trabajo durante una temporada en el vivero de Gustav Bliefert, donde conoció a Liesl y se enamoró en el acto de ella. Con el tiempo, el muchacho delgado y rubio se había convertido en un joven de buena presencia; gracias al trabajo en el vivero ahora tenía la espalda ancha y unos brazos fuertes, por lo que algunas chicas le ponían ojitos. Sin embargo, Christian solo tenía a Liesl en la cabeza, sobre todo desde que Paul Melzer le ofreció el puesto de jardinero en la villa de las telas. Entonces se mudó a la vieja y destartalada casa del jardinero, donde antes vivían los Bliefert, y la había arreglado con mucho amor y destreza; ahora todos esperaban con gran expectación a ver si Liesl tenía ganas de mudarse allí como esposa de Christian. No obstante, nadie sabía con seguridad si el joven ya le había propuesto matrimonio porque era terriblemente tímido, se cohibía con facilidad y era poco comunicativo. Por eso, después de un breve «que aproveche a todos», se sentó en silencio en su sitio, en un extremo de la mesa, justo al lado de la nevera, y clavó sus ojos anhelantes en Liesl, que puso la pesada sartén con la salsa de tocino en la mesa.

—Hola, Christian —le dijo Gertie—. Has colgado unas preciosas cortinas de flores en la ventana del dormitorio. Tu novia se alegrará.

A Christian se le pusieron las orejas muy rojas, y Liesl removió con tanta fuerza la salsa de tocino con la cuchara de palo que unas cuantas gotas salpicaron a Gertie.

—¡Ten cuidado! —gritó, y se limpió un poco de salsa de la manga—. El vestido está limpio de esta mañana.

—Lo siento mucho —se disculpó Liesl, con una sonrisa pícara—. Es que soy muy torpe.

El almuerzo siguió su curso. Humbert era el único que faltaba, se uniría más tarde, cuando los señores ya no lo necesitaran arriba. Gertie llevaba la voz cantante, hablaba dándose importancia de que al señor Winkler, el marido de la señora Elisabeth, le preocupaba mucho el futuro del Reich.

—Porque ya ha tenido que dimitir un gobierno tras no haber llegado a un acuerdo en el Reichstag.

A nadie en la mesa le inquietaba esa noticia. Else se sirvió otra cucharada de salsa de tocino en la pasta de huevo y Hanna se llenó de mosto de manzana la taza, con toda tranquilidad. Los cambios de gobierno y las incesantes disputas en el Reichstag eran el pan de cada día en la República. Eran mucho peores los desfiles en las calles de los comunistas y del NSDAP, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán; también daba miedo la organización Stahlhelm porque sus miembros vestían de uniforme y llevaban porras. Cuando dos grupos enemigos se encontraban, saltaban chispas. Se golpeaban unos a otros sin fundamento, y quien tuviera la desgracia de entrar en semejante riña acababa no pocas veces en el hospital con alguna extremidad rota o el cráneo sangrando.

—Antes, con el emperador, esto no pasaba —comentó Else—. Reinaba la ley y el orden. Pero desde que tenemos una república, ya nadie vive con seguridad.

Nadie la contradijo. La República de Weimar tenía pocos seguidores entusiastas entre los empleados, y lo mismo entre los señores. Sobre todo Paul Melzer, el jefe de la empresa, estaba descontento con la República. Se lo habían contado Rosa Knickbein y Humbert, que oían muchas cosas en la planta de arriba.

—Así no se puede seguir —exclamó el señor el otro día—. No se toman decisiones urgentes y necesarias porque ningún partido concede un éxito a los otros.

El único que defendía la República era Sebastian Winkler, al que a Gertie llamaba «el marido de la señora Elisabeth». Sin embargo, ni siquiera él estaba contento porque los comunistas ya no tenían mayoría en el Reichstag.

—¿Por qué tanto alboroto? —preguntó Fanny Brunnenmayer en tono despectivo, y rascó los restos de salsa de tocino de la sartén—. Al final siempre se sale adelante de alguna manera, ¿o no?

Con estas palabras, el tema de la política quedó zanjado. Hanna contó que Leo, de catorce años, ahora daba clases con una célebre pianista rusa en el conservatorio y que su hermana Dodo revisaba todos los días la prensa por si aparecía alguna noticia sobre aviación.

—Dodo tiene un álbum donde pega todo lo que encuentra sobre aviones. La vuelven loca.

—Pero no es normal que una mujer pilote un avión —replicó Else mientras se hurgaba con un palillo entre los dientes—. ¡Eso es cosa de hombres!

Gertie estaba a punto de llevarle la contraria cuando Humbert entró en la cocina y dejó sobre la mesa, para sorpresa de todos, el cuenco con un poco de compota de cereza.

—¡Jesús! —exclamó Fanny Brunnenmayer—. ¿Es que a los señores no les ha gustado la compota?

—Claro que sí —contestó Humbert con una sonrisa—. Johann ha volcado una de las copas de vino y su abuela le ha dejado sin postre.

—Pobrecillo —suspiró Hanna—. Es muy buen niño, pero tiene demasiado ímpetu.

Fanny Brunnenmayer, que era quien mandaba en la cocina, paseó la mirada por la mesa y tomó una decisión.

—La compota será para Christian. Es el que hace el trabajo más duro, tiene que tomar algo dulce. Ten, Christian, que lo disfrutes.

Al chico le daba vergüenza tener un trato preferente, pero no quería rechazar la oferta de la cocinera, y aunque habría preferido ofrecérsela a Liesl, no se atrevió.

Entretanto Humbert ya se había sentado a la mesa, donde Hanna le sirvió una ración de pasta de huevo con salsa de tocino, que no le entusiasmó, como casi toda la comida. Al poco rato se agarró el bolsillo del chaleco con un suspiro.

—Ten —dijo, y sacó un sobre que entregó a Hanna—. Me lo ha dado el señor. Esta mañana estaba en el correo de la fábrica. Es para ti.

—¿Para mí? —preguntó Hanna, incrédula—. Seguro que es un error.

—Sí, mira —dijo Gertie, que tenía los ojos y los oídos atentos siempre que había algo interesante que saber—. Seguro que es de Alfons Dinter, del departamento de impresión, que hace años que se muere por nuestra Hanna.

Hanna no había prestado atención a las palabras de Gertie porque intentaba descifrar el nombre del remitente a la vez que movía los labios en silencio. Fanny Brunnenmayer vio que la chica palidecía de pronto y creyó leer un nombre en sus labios. «Grigori.»

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2

—¿Ves, tía Lisa? —dijo Dodo, entusiasmada—. Messer­sch­mitt seguirá construyendo el M-20 pese a todo. Aquí dice que han mejorado de forma notable la unidad de control.

Elisabeth Winkler estaba sentada en el sofá con la pequeña Charlotte en el regazo mientras le daba una papilla de sémola. La niña abría la boca con avidez y con cada cucharada movía encantada sus bracitos regordetes. Marie ya había advertido varias veces a su cuñada de que no debería darle tanto de comer, Charlotte siempre tenía hambre. Sobre todo le gustaban los postres, y a Lisa se le rompía el corazón al negarle la comida a su única hija. Seguro que esa redondez de bebé desaparecería con el tiempo, o eso esperaba.

—¿Me has oído, tía Lisa? —insistió Dodo—. El M-20 es un avión de pasajeros que se construye aquí, en Augsburgo, en los talleres aeronáuticos bávaros. Y puede trasladar a diez pasajeros. Es fantástico, ¿no te parece?

—¿No sufrió un accidente aéreo en algún momento? —preguntó Lisa, dispersa. Debía vigilar que Charlotte, que llevaba unos días queriendo comer sola, no le quitara la cuchara de la mano.

—Sí, en el vuelo inaugural de hace dos años. Se rompió la unidad de mando —añadió Dodo—. Pero eso no volverá a pasar, por eso Lufthansa quiere comprar tres aviones. Imagínate, pronto se podrá volar como pasajero. Cuando sea piloto, os llevaré a todos a América, tía Lisa.

Mientras hablaba, estuvo a punto de recortar un artículo del Augsburger Neuesten Nachrichten. Era para el cuaderno donde pegaba todo lo relacionado con la aviación.

—Espera, Dodo —dijo Lisa—. Sebastian aún no ha leído la prensa, podrás recortarlo esta tarde.

Su sobrina dejó caer las tijeras y suspiró.

—El tío Sebastian seguro que no tiene nada en contra.

—Depende de lo que haya en el dorso.

Dodo pasó la página con cara de pocos amigos.

—Son las esquelas, no creo que le interesen.

—Bueno, por mí recorta la fotografía.

Lisa apuró el resto de papilla del plato, se la dio a la criatura y luego le limpió la boca con el babero. Después la puso de pie y la pequeña Charlotte se tambaleó por el salón. Con su vestidito blanco de volantes parecía un ángel de rizos dorados metido en carnes.

Dodo había cumplido catorce años en febrero, era alta para su edad, pero en su cuerpo esbelto aún no se adivinaban formas femeninas, y siempre procuraba remarcar que para ella era una alegría. Llevaba el cabello rubio y ondulado con un corte a lo bob que le quedaba fenomenal y encajaba a la perfección con su carácter decidido.

Acababa de recortar la fotografía del periódico cuando Hanna entró en el salón.

—Dodo, tienes que ir a ver a su abuela, por favor. Le gustaría dar un pequeño paseo por el parque y necesita que la acompañen.

Dodo torció el gesto. Los paseos con la abuela no era una de sus ocupaciones favoritas, se aburría porque había que caminar con una lentitud horrible y con ella no se podía hablar de aviones. Al contrario, si Dodo empezaba a hacerlo, tenía que escuchar que una chica joven debería interesarse por los vestidos bonitos y la buena conducta en sociedad.

—¿Por qué no va Leo con ella al parque?

—Tu hermano tiene que practicar con el piano. La señora Obramova quiere que toque dentro de poco en un concierto en el conservatorio.

—Leo siempre tiene una excusa —gruñó Dodo, que cogió con resignación el apreciado recorte de prensa y le dio a Hanna las tijeras para que las guardara en el cajón del escritorio.

—Ah, sí. —Hanna se volvió hacia Elisabeth Winkler—. Disculpe, señora, por poco se me olvida. La señora Grünling la espera abajo, en el vestíbulo.

—¡Por el amor de Dios, Hanna! —exclamó Lisa en tono de reproche—. ¿Por qué no me lo has dicho antes? Acompáñala hasta aquí y avisa en la cocina. Pide té y galletas. El té que no sea demasiado fuerte, si no a Serafina le dan palpitaciones.

Hanna recogió a toda prisa el plato y la cuchara de la niña, guardó las tijeras y salió de la sala. De pronto a Dodo también le entraron las prisas, no le apetecía encontrarse con la señora Grünling. Aún tenía un recuerdo muy triste de la antigua institutriz Serafina von Dobern.

—Entonces que lo pases muy bien tomando el té, tía Lisa —dijo ya en la puerta—. ¡Cuidado que no te muerda!

—¡Serás mala! —dijo Lisa riéndose, y se levantó del sofá para coger a su niña, que estaba toqueteando con los dedos pegajosos la cómoda Biedermeier. Le dio uno de los animales de peluche que había esparcidos por todo el salón y Charlotte, que al principio refunfuñó, acabó abrazando al osito de peluche blanco.

Lisa observó emocionada a su pequeña y sintió un profundo agradecimiento hacia la vida porque, tras un largo camino equivocado, ahora disfrutaba de una existencia plena. Sebastian era un marido y padre cariñoso que le había dado tres hijos sanos, y todos vivían protegidos en el seno de la gran familia de la villa de las telas. Sí, Lisa incluso era el centro de la familia, ahora que Marie se pasaba todo el día en su salón de modas, y mamá, que se iba haciendo mayor, estaba encantada con que Lisa se hiciera cargo de la organización de la casa. En la villa la necesitaban y la querían, y ella transmitía ese amor a todas las personas que lo necesitaban.

Entre ellas estaba su amiga Serafina, de soltera Von Sontheim y viuda del comandante Von Dobern. Tras la muerte de su marido, Serafina pasó por una época difícil, ella y su madre se quedaron prácticamente sin recursos, y Serafina se había visto obligada a buscarse la vida como institutriz.

Su estricto concepto prusiano de la educación aún generaba un mal recuerdo en los gemelos de Marie, Dodo y Leo, y también rompió la amistad con Lisa, que, lejos de aceptar instrucciones de su amiga de la juventud, forzó su despido como institutriz. A raíz de eso perdieron el contacto durante unos años.

De hecho, Lisa ya no contaba con volver a ver a Serafina en la villa de las telas, pero ahora era distinto. La antigua institutriz había aceptado un puesto de ama de llaves en casa del abogado Grünling, y al poco tiempo se convirtió en la señora Grünling. El matrimonio no tenía hijos, pero, según parecía, no era en absoluto infeliz. Grünling había dejado atrás sus años turbulentos y se sometía de buen grado al control de Serafina, le parecía muy bien que ella le organizara la vida y lo hubiera devuelto con mano firme a la senda de la virtud. Como señora Grünling, pretendía recuperar su antigua posición social, de ahí que hubiera retomado el contacto con su vieja amiga Lisa. Por supuesto, Serafina pensaba sobre todo en el vínculo con la respetada familia Melzer, que desempeñaba un papel importante en la sociedad de Augsburgo. Y como Lisa estaba contenta con su vida y no era rencorosa, después de que ambas se explicaran, había invitado a Serafina en dos ocasiones a tomar el té. Sin embargo, había rechazado devolverle la visita.

—¡Mi querida Lisa! —exclamó Serafina con aire teatral cuando le abrieron la puerta—. ¡Estás fantástica! Y ese precioso angelito que tienes en brazos. Dios mío, parece que la haya pintado el mismísimo Rafael. ¡Tan rosada y regordeta, como su mamá!

En anteriores ocasiones Serafina ya había colado pequeñas pullas en sus exaltados cumplidos, pero Lisa se había propuesto pasarlas por alto. Solo hacía dos meses que no le daba el pecho a Charlotte y las formas de su cuerpo aún podían considerarse turgentes, pero durante los meses siguientes se desharía de algunos kilos sobrantes, se lo había propuesto en firme. Así que se armó de paciencia y dejó que su amiga la abrazara, aunque la pequeña Charlotte se puso a llorar en cuanto Serafina le acarició la mejilla con los dedos fríos.

—Qué bien que vengas de visita, Serafina. Perdona, últimamente la pequeña Charlotte se muestra un poco tímida con los desconocidos. Siéntate, por favor, quita el perro de peluche de la butaca y déjalo en el sofá. Ay, también está el mordedor rojo, me preguntaba dónde estaba.

Serafina esbozó una sonrisa indulgente, lanzó el peluche y el mordedor al sofá y pasó la mano por el tapizado antes de acomodarse. Desde que era la señora Grünling llevaba ropa cara y moderna y había engordado un poco, lo que le sentaba muy bien. Nada que ver con la institutriz flaca y vestida de gris: ahora tenía maneras de dama adinerada que dejaban entrever su origen noble.

—Este salón es un paraíso para los niños —continuó—. ¿Es que la pequeña Hanna nunca ordena?

—En realidad Hanna no se ocupa de mí, Fina. Pertenece al servicio de mi cuñada. Ahora mismo la niñera está con los niños en el parque.

A Lisa le molestaba tener que dar explicaciones a Serafina del desorden en su salón. Por suerte, Hanna entró con el té y se dispuso a poner la mesa.

—Siento que haya tenido que esperar, señora Grünling —dijo con mala conciencia, y se ganó una sonrisa displicente.

—Por lo menos he tenido ocasión de observar los maravillosos cuadros del vestíbulo, querida Lisa —repuso la señora Grünling—. ¡La madre de tu cuñada era una artista extraordinaria! Sin duda, no es para todos los públicos. Paul ha sido muy valiente al colgar esos cuadros en la entrada.

—Marie está muy orgullosa de su madre —defendió Lisa a su cuñada, aunque en el fondo de su corazón algunas de esas obras de arte le parecían muy excéntricas. Incluso Marie había puesto en manos del museo de la ciudad, como préstamo a largo plazo, aquellas que no quería exponer a la mirada de los niños, y otras que eran más tolerables colgaban en zonas menos llamativas como el despacho o el dormitorio de Marie y Paul. En todo caso, Alicia no admitía en el comedor ni un solo cuadro de esos, por lo que Paul se había llevado tres a la fábrica, donde decoraban su despacho.

Hanna sirvió el té, dejó un plato con galletas sobre la mesa y se llevó a la pequeña Charlotte.

—Qué vida más apacible llevas —comentó Serafina, y se puso leche y azúcar en el té—. Tan retirada con tus encantadores niños. En realidad esperaba encontrarte en el círculo de bellas artes. Hubo una inauguración que seguro que te habría interesado.

—Ya sabes que salgo poco —contestó Lisa—. La vida social ahora me resulta extraña, no me gustan esas conversaciones sin sentido, ese saltar de una persona a la siguiente, todo ese teatro superficial que se representa. Hay cosas en la vida más importantes.

—Claro, querida —coincidió Serafina—. Tienes un marido maravilloso que aborrece la vida social y prefiere ocuparse de su familia. Además, hasta encuentra tiempo para interceder por los desfavorecidos que no tienen trabajo. Tu Sebastian es un idealista. Esperemos que su compromiso con el Partido Comunista no le cause problemas en algún momento.

—Seguro que no, Serafina —replicó Lisa, que se inclinó hacia delante para acercarle el plato de galletas—. Sebastian es muy consciente de la responsabilidad que tiene con su familia.

—Estoy convencida —se apresuró a decir Serafina, aunque el semblante revelaba que mentía—. Imagínate: ayer me contó mi querido Albert que había visto a tu marido en una de esas horribles concentraciones de la unión de combatientes rojos. Caminaba junto a los uniformados con una pancarta.

Se detuvo un momento para beber un sorbo de té y elogió el sabor. Lisa casi no la escuchaba. La idea de que Sebastian hubiera participado en uno de esos peligrosos desfiles fue como una puñalada. Dios mío, ¡pero si le había prometido que nunca haría algo así!

—Eso es del todo imposible, Serafina —dijo a duras penas.

—Yo le dije lo mismo a Albert, que tenía que ser una equivocación —exclamó Serafina—. Es fácil confundirse porque, por la ropa y la manera de comportarse, Sebastian apenas se diferencia de los trabajadores. Es una persona de principios sólidos y eso tiene un valor incalculable, querida.

No, Serafina no había cambiado nada, conseguía meter el dedo en la llaga y se regodeaba en ello. La decisión de Sebastian de renunciar al puesto de contable y entrar en la tejeduría como empleado provocó en su momento grandes desavenencias con Paul. Al fin y al cabo, antes era profesor y bibliotecario. A esas alturas, en la ciudad todo el mundo hablaba de que el cuñado del director de la fábrica se vestía como un obrero. Además, Sebastian nunca aparecía en reuniones sociales, era miembro del Partido Comunista y pertenecía al comité de empresa de la fábrica, donde no hacía más que plantear nuevas exigencias para mejorar la vida de los trabajadores. Para Paul era un fastidio constante, y Alicia aseguró, afligida, que eso era lo que pasaba por casarse con alguien de una posición social más baja. Solo Marie opinaba que no se podía obligar a una persona como Sebastian a llevar una vida con la que no estaba conforme, sería un fracaso. Lisa compartía su opinión. Quería a su marido y lo defendía como una leona contra todos los que lo criticaban.

—Nuestro mundo sería mejor si todos tuviéramos en cuenta los ideales de hermandad y altruismo. Como proclamó Nuestro Señor Jesucristo en el Sermón de la Montaña. En ese sentido, la idea del comunismo es un concepto profundamente cristiano.

Así le había explicado Sebastian una vez la relación entre el cristianismo y el comunismo, y ella lo memorizó bien para soltárselo a quienes le criticaban cuando tuviera ocasión. Al fin y al cabo, nadie podía decir nada en contra del Sermón de la Montaña. Por desgracia no logró más que una sonrisa de desprecio de su interlocutora, esto hizo que se enfureciera aún más con Serafina y la empujó a adoptar viejas costumbres menos amables. En caso de necesidad, Lisa también sabía repartir.

—Mi querida Serafina, quién habría imaginado en su momento que volveríamos a encontrarnos las dos como felices esposas para tomar el té —comentó con falsa alegría—. Hace poco, Paul dijo que el abogado Grünling se ha convertido en una persona completamente distinta desde que se casó con­tigo.

Saltaba a la vista que Serafina estaba encantada por el elogio; a fin de cuentas, se había esforzado mucho en lograr esa transformación. Se rumoreaba que al principio Grünling no se mostraba nada contento con su ama de llaves, incluso había coqueteado con la idea de separarse de esa arpía. Pero por lo visto Serafina supo convencer a su patrón de sus cualidades, sobre todo en el plano erótico, sobre lo que también corrían rumores.

—Qué bonitas palabras de tu hermano, Lisa. En el fondo de su corazón, Albert es una persona bondadosa y cariñosa. Solo necesitaba alguien de confianza a su lado que hiciera prosperar sus buenas intenciones.

Con un gesto afectado, cogió una de las galletas de frutos secos y se la metió en la boca. Lisa le dedicó una sonrisa y lanzó la flecha.

—Lo que Paul comentó es que Albert se ha vuelto un poco demasiado manso para hacerse cargo de la asesoría jurídica que lleva los asuntos de la fábrica. Ya sabes que un abogado debe representar con vehemencia la postura de su cliente.

Oyó un leve crujido, Serafina había mordido la galleta y algo pasó porque se llevó la mano a la boca.

—¡Oh, Fina! —exclamó Lisa, asustada—. ¿No te habrás hecho daño? Las avellanas están un poco duras al salir del horno.

Serafina no contestó. Masticó un poco, sacó un pañuelo del monedero y se dio la vuelta para que Lisa no viera lo que hacía. Parecía que escupía la galleta.

—Dura como una piedra —masculló, y se limpió la boca—. ¡Es increíble que el personal ponga algo así sobre la mesa!

—¡Lo siento muchísimo, Fina!

Lisa estaba asustada de verdad por el incidente, pero su empatía era limitada. Le sirvió té a Serafina, prometió hablar seriamente con la cocinera y pidió a la invitada que no echase a perder una tarde tan bonita.

—¿Quieres usar el baño? Aún no está terminado, pero hay un gran espejo y un lavamanos de mármol.

Serafina la interrumpió para rechazar su oferta.

—Lo siento, pero tengo que irme —anunció sin vocalizar—. Aún tengo que hacer algunas visitas y no quisiera distraerte más de tus obligaciones domésticas.

—Por supuesto. —Lisa asintió con hipocresía y no hizo amago de retener a Serafina—. Ya nos volveremos a ver en otro momento —dijo con frialdad.

—Seguro, querida… Y Paul solo bromeaba respecto a Albert, ¿verdad?

—Ah, no, lo decía muy en serio.

No era del todo cierto, porque Paul hizo el comentario medio en serio, medio en broma, pero Lisa no estaba dispuesta a transigir pese al pequeño incidente con la galleta. Serafina había alimentado sus miedos con demasiado ímpetu. Ahora su amiga estaba pálida, se despidió a media voz y se dirigió a la puerta de la sala.

—¡Hanna! ¡La señora Grünling se va!

En vez de Hanna apareció Gertie, que hizo una educada reverencia ante la invitada y se dirigió con ella al edificio principal, donde bajaron la escalera hasta el vestíbulo y la ayudó a ponerse el abrigo. Acto seguido, volvió a aparecer en el salón de los Winkler para recoger la vajilla del té.

—Dios mío —exclamó sacudiendo la cabeza—. ¡Pobre señora Grünling! Ha perdido un diente. Tiene un hueco arriba a la derecha.

—Qué desagradable —comentó Lisa con gesto inocente—. Pero bueno, de todos modos los dientes son postizos, seguro que el dentista podrá arreglárselo. Y dile a la señora Brunnenmayer que las galletas le han quedado un poco duras.

—Con mucho gusto, señora.

Lisa se levantó para acercarse a la ventana y buscar con la mirada a Rosa y los niños. ¿Qué hacían tanto rato en el parque? Era un día soleado, la primavera se notaba en el aire y en los prados brotaban islas de azafrán silvestre de color violeta y narcisos amarillos. Con todo, aún hacía frío, y una capa blanquecina que había quedado de la helada de la noche cubría la tierra bajo los arbustos de enebro.

Cuando abrió las hojas de la ventana le llegaron a los oídos gritos de emoción. ¡Dios mío! Era Sebastian que jugaba a la pelota abajo con los niños. ¿Qué hacían ahí? ¡Ojalá su madre no lo viera! Según ella, el fútbol era cosa de trabajadores y el pueblo llano. Jugaban con ellos el jardinero Christian y Fritz Bliefert, de cuatro años, el benjamín de Auguste. Cómo correteaban por todas partes. Los niños ya tenían los pantalones tiesos por la suciedad porque no paraban de caerse. Incluso la ropa de Sebastian tenía un aspecto lamentable, lo que no le impedía quitarle la pelota a Christian. ¡Hombres! Eran todos como niños grandes.

Descubrió aliviada que Rosa sujetaba en brazos a Hanno, que pataleaba, y no lo dejaba en el suelo. Le daba un miedo horrible que quisiera estar en medio de semejante jaleo.

—¡Rosa! —gritó—. Sube a Hanno. Y también a los demás.

Sebastian, que la había oído, alzó la vista hacia ella y la saludó con alegría. Luego dio unas palmadas y dio por terminado el partido. Lisa cerró la ventana. En apenas una hora tendrían que cenar juntos, lavados y con ropa limpia: a su madre no le gustaba esperar. Hanna se ocupó de la caldera para el baño y Gertie, de la ropa.

Cuando sonó el gong en el edificio principal, Sebastian se puso a toda prisa la chaqueta de estar por casa gris que Lisa le había comprado. Era un acuerdo al que acababan de llegar ante la mirada crítica de Alicia, ya que el yerno se había negado en redondo a presentarse en las comidas vestido de traje, como era habitual en la villa de las telas. Ya le parecía bastante mal que al principio de su matrimonio Lisa le pusiera los trajes de su padre, con los que se sentía fatal. Entonces le dijo que no estaba dispuesto a renegar de sus orígenes ni de sus convicciones, o no podría mirarse en el espejo con la conciencia tranquila.

Mientras Rosa y Hanna iban con los niños, Lisa se dirigió a su marido con una pregunta que la carcomía por dentro.

—Dime, cariño, ¿podría ser que ayer participaras en uno de esos desfiles de tu partido con una pancarta en la mano?

Sebastian no sabía mentir. Enseguida adoptó una expresión culpable.

—Fue un favor de amigo —le aseguró, cohibido—. Pasaba por allí cuando ellos avanzaban; un conocido se quejó de un dolor horrible en el brazo y me pidió que llevara un momento su pancarta. Como comprenderás, no quise decirle que no.

—¿Y qué decía en la pancarta?

Se encogió de hombros y sonrió, vacilante.

—Creo que decía: «Todo el poder para el pueblo trabajador». Pero te lo juro, Lisa, unas calles más allá se la devolví.

—Oh, Sebastian —dijo ella en tono de reproche—. Te pedí que nunca participaras en esos desfiles. Ya sabes el miedo que paso por ti.

Él la abrazó con cuidado y le dio un beso en la frente.

—Tienes que entenderlo, cariño. Pronto saldrá elegido un nuevo Parlamento. Tenemos que exhibir presencia y fuerza. Los demás también lo hacen.

—No, Sebastian —replicó ella con energía—. No quiero de ninguna manera que tú…

El gong de la cena sonó a media frase y su marido aprovechó la ocasión para cogerla de la mano y llevarla hacia el edificio principal.

—Vamos, rápido. No podemos hacerlos esperar.

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3

—¿Doctora? ¿Tendría usted un momento?

Tilly von Klippstein se paró en el pasillo y asomó la cabeza a la sala de enfermos, cuya puerta estaba abierta. La mujer mayor y delgada de la cama del medio había levantado la mano, como si fuera una colegiala que pidiera la palabra con timidez. Ya se habían recogido los restos del almuerzo.

—La doctora tiene cosas que hacer, señora Kannebäcker —reprendió la enfermera Martha a la paciente—. ¡Los médicos de esta clínica no están solo a su disposición!

Tilly hizo caso omiso del reproche y entró en la sala de enfermos. Había cuatro camas muy juntas, a la izquierda una ventana, a la derecha la pared con el lavamanos. Al lado de la puerta, dos sillas de madera para las visitas: ese era todo el mobiliario. Las bolsas y maletas con las pertenencias de los enfermos estaban guardadas bajo las camas.

—¿Qué pasa, señora Kannebäcker? ¿Tiene dolores? —preguntó Tilly.

La anciana lo negó. Tenía una dolencia grave en el corazón y le costaba respirar, pero nunca se quejaba por eso. Solo los grandes ojos de color azul claro, con un aire tan amable y desvalido en su rostro enjuto, transmitían algo de su sufrimiento. Tilly ya había conversado un poco con ella en varias ocasiones, y vio que le sentaba bien.

—Quería decirle algo, doctora —susurró la anciana, y le indicó con un gesto que se acercara.

Tilly dudó, la esperaban para un caso que había ingresado con una herida en el cráneo. El doctor Heinermann, un colega, estaba al cargo, pero por lo visto algo no iba bien. Sin embargo, decidió dedicar unos minutos a la señora Kannebäcker y luego ir a la unidad masculina. La cama de la izquierda estaba vacía, la paciente había fallecido por la mañana. Las otras dos camas las ocupaban campesinas que se habían herido trabajando.

—¿Qué quería decirme, señora Kannebäcker? —Tilly se inclinó sobre la anciana y le cogió la mano. Estaba fría, se le notaban los huesos bajo la piel arrugada.

—¿Sabe, doctora? —susurró—. No me importa nada, ¿entiende? No me da miedo la muerte.

Tilly sabía que estaba mal, pero aun así le dolían sus palabras. Tras los cinco años que llevaba como médico en la clínica de Schwabing aún no podía permanecer imperturbable ante la muerte.

—Señora Kannebäcker —dijo en tono animado—, quién está hablando ahora de la muerte. Al fin y al cabo, está usted aquí para recuperarse.

La anciana sacudió la cabeza con obstinación y sonrió como si ella supiera lo que se decía. Seguramente tenía razón, pero eso Tilly se lo guardó.

—Está bien así, me alegro de que haya terminado —dijo en voz baja—. ¿Para qué voy a seguir viviendo? Mi querido marido y mis dos chicos hace tiempo que se fueron, me dejaron sola…

Le había contado a Tilly que su marido y sus dos hijos murieron en la Gran Guerra. El marido justo al inicio, y poco después los dos chicos con dieciocho años recién cumplidos. Murieron el mismo día, como si lo hubieran acordado. Uno en Rusia, el otro en Francia. La madre se quedó sola y sin recursos porque la tienda de pinturas del marido quebró tras la guerra.

—Pero seguro que tiene amigos o familiares —comentó Tilly, que se sentía impotente—. Siempre hay un motivo para vivir, señora Kannebäcker.

La campesina de la cama de al lado empezó a roncar, en el pasillo tintineaba la vajilla que habían recogido de las habitaciones y esperaba en el carro a que la llevaran a la cocina.

—No tengo a nadie —dijo la anciana—. Trabajé diez años en la fábrica. Turno de noche, turno de mañana. Me quedé dos veces sin trabajo, estuve en los comedores populares y en invierno quemé los muebles del salón. La vecina venía a veces a prestarme un huevo o una taza de harina. Ya está. Por lo demás estaba sola. Pero tenía los recuerdos, vivía con ellos. «Has caminado por el lado alegre de la vida. Ahora te toca ir por el lado oscuro», me decía.

Le costó susurrar las últimas frases, respiraba con dificultad y calló. Tilly apretó su mano y le dijo al oído que seguro que las sombras no podían durar eternamente, que llegarían tiempos mejores. La paciente asintió y sacó la otra mano de debajo de la manta.

—Me gustaría regalarle esto, doctora —susurró—. Porque es usted una persona bondadosa y me ha escuchado. —Abrió el puño y dentro brilló algo dorado.

Tilly miró confusa el pequeño colgante de piedra roja engastada en una delicada cadena de oro.

—No puedo aceptarlo, señora Kannebäcker —dijo en voz baja—. No puedo aceptar regalos de mis pacientes.

—¡Cójalo, por favor! Cuando me muera, me lo arrancarán del cuello. Y quiero que lo tenga usted. Me lo dio mi marido como regalo de compromiso. Seguro que le trae suerte.

A Tilly se le partió el corazón por no poder cumplir ese deseo de la anciana, pero la dirección de la clínica era estricta: le habría costado el puesto. Por suerte, en ese momento se abrió la puerta y la silueta fornida de la enfermera Martha apareció en el umbral.

—Señora Von Klippstein, por favor, la reclaman en la unidad masculina —anunció, y se quedó esperando en la puerta.

—Ya voy, Martha.

Tilly se inclinó para despedirse de su paciente, le acarició la frente con ternura y prometió ir a verla más tarde. Luego pasó junto a la enfermera Martha y subió corriendo la escalera que llevaba a la unidad masculina.

El trabajo en el hospital no era fácil. Aparte de Tilly, había dos doctoras más. Las dos entraron el año anterior, pero ya tenían su doctorado, y una de ellas era la hija del jefe de cirugía. En su momento Tilly renunció a hacer el doctorado. Para ella era más importante trabajar de médico y prestar ayuda a los enfermos que sacarse un título. Ahora se arrepentía de esa decisión porque sin él no la tomaban del todo en serio, sobre todo las enfermeras. En la clínica imperaba una estricta jerarquía, y las enfermeras eran implacables con las áreas de trabajo que tenían asignadas, incluso se permitían dar instrucciones a los médicos jóvenes. En cambio, ante los médicos mayores o los médicos jefe se mostraban solícitas, se inclinaban ante ellos y competían por sus simpatías. Porque eran hombres. De vez en cuando, una joven enfermera guapa conseguía pescar a un médico de la clínica como marido, aunque era raro. Lo más común eran las aventuras amorosas breves y casi siempre infelices, sobre las que todo el personal cuchicheaba tapándose la boca.

Una mujer con bata blanca era sospechosa para las enfermeras, despertaba los celos y la envidia. En los cinco años que llevaba de médica en la clínica, Tilly solo había conseguido imponerse con algunas enfermeras. La mayoría se habían convertido más bien en sus acérrimas enemigas, entre ellas Martha.

Tilly echó un vistazo al gran reloj de pared y vio que eran las tres, dentro de media hora terminaba su turno normal. No era de extrañar que se sintiera tan cansada. Apenas había comido desde primera hora de la mañana, no paraban de llamarla de un paciente a otro y entretanto había ido a urgencias, de las que también se hacía cargo junto con un colega. Una hora antes entró un chico joven con una herida en el cráneo del que se ocupaba el doctor Heinermann. Por lo visto ahora tenía dudas y la hizo llamar.

En el número 14, donde estaba el joven, el médico se encontraba junto a la cama examinando al paciente.

—Tiene trastornos visuales y se siente mareado —le explicó, muy escueto.

—¿Le han hecho una radiografía?

—Por supuesto. Sin diagnóstico. Seguramente son consecuencia de la conmoción cerebral. Se ha levantado y ha caminado un poco, incluso ha intentado abrir la ventana.

El joven parecía fuerte, trabajaba como repartidor de cerveza. Se había hecho la herida en una pelea con un amigo en estado de embriaguez, tras recibir un puñetazo cayó hacia delante y se golpeó la cabeza contra un poste. Los que tenían el cráneo duro solían sufrir las secuelas de ese tipo de golpes al cabo de unos días.

—¿Le ha sangrado la nariz todo el tiempo? —le preguntó Tilly al chico, que no paraba de usar un paño para contener la sangre que le salía de la nariz.

—Pues sí. No para.

Tilly pidió un pañuelo de celulosa, recogió con él unas cuantas gotas de sangre y vio que alrededor se formaba un borde transparente. ¡Líquido cefalorraquídeo!

—Mire, doctor Heinermann.

El médico observó el pañuelo y la miró enfadado, como si fuera culpa suya. Fractura de la base craneal. Debería haberse dado cuenta él.

—Túmbese y quédese tranquilo, señor Kugler —ordenó el doctor—. Y no camine más bajo ningún concepto. Ahora volverá a examinarlo nuestro médico jefe.

—¿Qué? ¿Otro médico? Pensaba que mañana podría irme a casa. Mariele, mi novia, quiere hacerme albóndigas de patata y carne ahumada.

—Probablemente no sea mañana, señor Kugler. Su novia puede venir a visitarlo a la clínica.

—¿Y si otro se come las albóndigas de patata?

Cuando los médicos salieron de la sala de enfermos, el doctor Heinermann se detuvo un momento y miró el reloj de pulsera.

—Menuda tontería —comentó—. Enseguida se termina su turno, ¿no? Qué suerte. Ya me ocupo yo del caso. Al profesor Sonius no le entusiasmará tener que operar ahora.

Tilly estuvo de acuerdo, estaba demasiado cansada y ya eran las tres y media. Sin embargo, le habría encantado ver la radiografía, no para colgarle el muerto a su colega, sino por interés propio. ¿Habría reconocido la fractura de cráneo?

—Estas cosas siempre pueden pasar —le consoló ella—. Aún no es demasiado tarde para una operación.

—Por supuesto que no —comentó, y sonrió más tranquilo—. Que tenga un buen día, señora Von Klippstein.

Dio media vuelta y se fue con la bata ondeando. Tilly se dirigió a la sala de médicos para cambiarse. Sin embargo, cuando se encontraba frente a su taquilla volvió a pensar en la señora Kannebäcker y, aunque se sentía agotada y tenía ganas de salir de la clínica, se pasó por la sala de mujeres. La puerta estaba abierta y dos jóvenes enfermeras salían de la sala.

—Ay, señora Von Klippstein, qué bien que haya venido.

—¿Qué pasa?

—La señora Kannebäcker ha fallecido. Ha sido muy rápido, las pacientes de al lado ni siquiera se han dado cuenta.

Fue una muerte dulce. Cuando Tilly la examinó, vio en el rostro de la anciana una sonrisa de liberación. Ya había terminado, las sombras habían desaparecido, viviría para siempre en la luz.

Con paso lento y cansado, regresó a la sala de médicos para expedir el certificado de defunción. Allí se quitó la bata blanca y, cuando la iba a guardar en su taquilla, notó un bultito en uno de los bolsillos. Lo palpó con la mano: era la cadena con el colgante de rubí. Un corazón pequeño, engastado en oro y con un corchete.

«Seguro que le trae suerte», había dicho la anciana. Esa mujer astuta se lo metió en el bolsillo de la bata mientras hablaba con la enfermera Martha.

Tilly dudó, luego se colgó la cadena. Era un recuerdo de una persona querida, por eso lo llevaría. Además era precioso. Ernst le regalaba joyas con frecuencia, sobre todo al principio de su relación, pero por desgracia casi nunca eran de su agrado. A ella le gustaban sencillas y no se sentía atraída por los collares ostentosos y caros con pendientes a juego. Todos esos regalos bienintencionados se quedaban en su joyero y rara vez se los ponía.

El trayecto en tranvía hacia Pasing se le hizo interminable. Se alegraba de haber conseguido al menos un asiento y no tener que ir de pie. Poco antes de las cinco por fin llegó a la imponente villa de Menzinger Strasse que su marido Ernst adquirió unos años antes. Estaba muy orgulloso de esa propiedad, había llevado a cabo una costosa reforma de la villa y del parque y solía contar a sus conocidos que vivían en las inmediaciones del castillo de Nymphenburg.

En la entrada, el olor de la cena era tentador. La criada se acercó a ella para cogerle el abrigo y el sombrero.

—¿Qué hay para cenar que huele tan bien, Bruni? —preguntó con una sonrisa.

Bruni era rolliza y siempre estaba de buen humor. Llevaba el cabello espeso y crespo recogido en la nuca, pero siempre se le salía un mechón que le daba en la cara.

—Hay albóndigas de patata con asado de cerdo, señora. El plato preferido del señor. De primero crema, y el postre no puedo desvelarlo o la señora Huber me mata.

Su risa era tan contagiosa que Tilly no pudo más que unirse a ella.

—Entonces será mejor que nos dejemos sorprender —comentó—. ¿Mi marido está en el despacho?

—Sí. El señor está hablando por teléfono.

Tilly entró en la biblioteca que había justo al lado del despacho, allí se sentía a gusto. A través de tres ventanas estrechas y altas se veía el parque, donde en esa época del año brillaban los primeros narcisos amarillos en los bancales. Los abetos azulados que Ernst ordenó plantar alcanzaban ya una altura considerable y había que podarlos porque le quitaban demasiada luz al parque. Tilly respiró hondo y se dejó caer en una de las mullidas butacas orejeras de cuadros, cerró un momento los ojos y procuró ahuyentar las angustiosas sensaciones de la clínica. No lo consiguió. Con un suspiro, cogió el correo que el sirviente Julius le había dejado como siempre sobre la mesita. La factura anual de una revista médica a la que estaba suscrita, una invitación a tomar el té que fue directa a la papelera y una carta de Kitty. Por lo menos algo le haría sonreír.

Mi querida e infiel Tilly, has olvidado a todos los de Augsburgo…

Vaya, a su cuñada no le faltaba razón. La semana siguiente su madre cumpliría sesenta años. ¿Cómo podía ser que lo hubiera olvidado? Estaba tan entregada a sus asuntos que había desatendido de un modo imperdonable a sus seres queridos de Augsburgo.

Mientras leía las divertidas historias de Kitty sobre las últimas fechorías de su hija Henny, oyó la voz de Ernst desde la habitación contigua. Sonaba alterado, como casi siempre en esos últimos meses. Durante unos años había hecho crecer su fortuna gracias a inversiones inteligentes y compras de acciones, luego invertía los beneficios en participaciones de empresas y le iba bien así. Ahora, el Viernes Negro en la bolsa de Nueva York se había extendido a Alemania y todo había cambiado. Los financieros estadounidenses exigían el reembolso de sus créditos y los bancos y las empresas alemanes pasaban dificultades. Tilly recordó horrorizada la quiebra del banco de los Bräuer durante la Gran Guerra, que provocó que su padre, Edgar Bräuer, se quitara la vida por desesperación. «Tonterías», se dijo para calmarse. Ernst no era banquero, había invertido su dinero con astucia y superaría la crisis sin pérdidas.

Poco después Ernst entró en la biblioteca.

—Aquí estás, Tilly —comentó, y sonrió un poco despistado—. ¿Has tenido un día agotador? ¡Cuántas veces tengo que decirte que dejes el trabajo en la clínica! Realmente a mi mujer no le hace falta ganar dinero.

«Cómo ha cambiado en los últimos años», pensó Tilly. ¿Acaso no la había apoyado con

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