El ángel de la nieve
(1983)
1
Alice della Rocca odiaba la escuela de esquí. Odiaba tener que despertarse a las siete y media de la mañana incluso en Navidad, y que mientras desayunaba su padre la mirase meciendo nerviosamente la pierna por debajo de la mesa, como diciéndole que se diera prisa. Odiaba ponerse los leotardos de lana, que le picaban en los muslos, y las manoplas, que le impedían mover los dedos, y el casco, que le estrujaba la cara y tenía un hierro que se le clavaba en la mandíbula, y aquellas botas, que siempre le iban pequeñas y la hacían andar como un gorila.
—Bueno, ¿qué? ¿Te bebes la leche o no? —volvió a apremiarla su padre.
Alice tragó tres dedos de leche hirviendo que le quemó sucesivamente la lengua, el esófago y el estómago.
—Bien. Y hoy demuestra quién eres, ¿vale?
¿Y quién soy?, pensó ella.
Acto seguido salieron a la calle, la niña enfundada en su traje de esquí verde lleno de banderitas y fosforescentes letreros de patrocinadores. A aquella hora había diez grados bajo cero y el sol era un disco algo más gris que la niebla que todo lo envolvía. Alice sentía la leche revolvérsele en el estómago y se hundía en la nieve con los esquíes a hombros, porque has de cargarlos tú mismo hasta que logres ser tan bueno que otro los cargue por ti.
—Con las puntas por delante, y no mates a nadie —le recordó su padre.
Acabada la temporada, el club de esquí obsequiaba a los alumnos con un broche de estrellitas en relieve, uno cada año, desde que tenían cuatro y eran lo bastante altos para meterse entre las piernas el telearrastre, hasta los nueve, en que podían agarrarlo solos; tres estrellas de plata y después tres de oro; cada año un broche, que significaba que uno era un poco mejor y estaba más próximo a competir, cosa que ya espantaba a Alice, que sólo tenía tres estrellas.
Habían quedado en el telesilla a las ocho y media, hora en que abrían las pistas. Allí estaban ya sus compañeros, en corro, como soldaditos de plomo embozados en sus trajes de esquí, entumecidos de frío y soñolientos; habían hincado los bastones en la nieve para apoyar las axilas. Con los brazos colgando parecían espantapájaros. Nadie tenía ganas de hablar, y menos que nadie Alice.
Su padre le dio dos fuertes golpes en el casco, ¡ni que quisiera clavarla en la nieve!, y le dijo:
—A por ellos, y recuerda: echa el peso hacia delante, ¿entendido? Ha-cia de-lan-te.
El peso hacia delante, le resonó a Alice en la cabeza.
Y soplándose las manos, su padre echó a andar; pronto estaría leyendo el periódico al calorcillo de casa. Fue dar dos pasos y desaparecer en la niebla.
A salvo de la mirada de su padre, que de haberla visto le habría armado una buena delante de todo el mundo, Alice arrojó los esquíes al suelo con rabia. Quitó primero la nieve de las botas golpeándolas con el bastón y luego las encajó en las fijaciones.
Ya se le escapaba un poco. Sentía la vejiga tan llena que le daba como punzadas. Pero seguro que tampoco podía ese día.
Todas las mañanas lo mismo. Al terminar de desayunar se encerraba en el baño y trataba con todas sus fuerzas de evacuar el pipí; contraía los abdominales tanto que del esfuerzo sentía un pinchazo en la cabeza y le parecía que los ojos se le salían de las órbitas, como la pulpa de una uva al aplastarla. Abría el grifo al máximo para que su padre no la oyera. Quería expulsar hasta la última gota y apretaba los puños. Y así permanecía allí sentada, hasta que su padre aporreaba la puerta gritando: «Señorita, a ver si terminamos que llegamos tarde otra vez.»
Pero nada. Ya al alcanzar el primer remonte tenía tantas ganas de orinar que debía apartarse del grupo, desengancharse los esquíes, sentarse en la nieve fresca y, fingiendo que se ajustaba las botas, hacer pipí; se lo hacía encima, amontonando un poco de nieve en torno a las piernas juntas, con el traje y los leotardos puestos, y entretanto todos los compañeros la miraban y Eric, el profesor, decía: «Como siempre, esperamos a Alice.»
Pero ¡qué alivio!, pensaba al notar el tibio líquido bañarle las piernas heladas. Y más grande sería el alivio si no estuvieran todos mirándola, pensaba también.
Porque acabarían dándose cuenta.
Porque al final dejaría una mancha amarilla en la nieve.
Y todo el mundo se reiría de ella.
Uno de los padres se acercó a Eric y le preguntó si esa mañana no había demasiada niebla para subir a la cima. Alice atendió esperanzada, pero Eric contestó esbozando una perfecta sonrisa:
—Niebla sólo hay aquí, en lo alto luce un sol que ciega. Hala, todos arriba.
En el telesilla a Alice le tocó de pareja con Giuliana, hija de un colega de su padre. No se hablaron en todo el trayecto. No se caían ni bien ni mal. Nada tenían en común, salvo el no querer estar allí ese día.
No se oían más ruidos que el del viento que azotaba la cumbre del Fraiteve y el que hacía al deslizarse el cable de acero del que las dos pendían, embozadas en el cuello de la chaqueta y calentándose con el aliento.
Es sólo el frío, no el pipí, se repetía Alice.
Pero cuanto más se acercaban a la cumbre, más punzadas sentía en la barriga; no, no era solamente pipí. Quizá esta vez era algo más serio.
No, no es más que frío; no se te puede escapar ya, si acabas de hacerlo.
De repente tuvo un vómito de leche rancia que le llegó a la epiglotis y con asco volvió a tragárselo. Se lo hacía encima, se lo hacía allí mismo.
Para el refugio quedan aún dos remontes, pensó; tanto no me aguanto.
Giuliana levantó la barra de seguridad y las dos se dispusieron a apearse adelantando un poco el trasero. Cuando tocó el suelo con los esquíes, Alice se empujó con la mano y saltó de la silla.
No se veía a más de dos metros, ¡anda que el sol cegaba! Todo estaba blanco, por arriba, por abajo y por los lados. Le parecía estar envuelta en una sábana. Aquello era exactamente lo contrario de la oscuridad, pero infundía el mismo miedo.
Esquió hasta el borde de la pista en busca de un montón de nieve fresca donde hacer sus necesidades. Las tripas le sonaron con un ruido de lavaplatos. Miró atrás; no vio a Giuliana, luego tampoco Giuliana podía verla a ella. Subió unos metros por la pendiente con los esquíes oblicuos, como le había enseñado su padre cuando se empeñó en que aprendiera a esquiar y la obligaba a subir y bajar por la pista infantil treinta o cuarenta veces al día: subir con los esquíes en ángulo abierto, bajar con los esquíes en ángulo cerrado, porque comprar el pase para usar una sola pista era tirar el dinero, aparte de que así fortalecía las piernas.
Alice se quitó los esquíes y anduvo otro poco, hundiéndose en la nieve hasta mitad de la pantorrilla. Por fin se sentó, respiró hondo y relajó los músculos. Un agradable estremecimiento le recorrió el cuerpo y acabó alojándosele en la punta de los pies.
Seguro que fue por la leche; seguro que fue porque el trasero se le medio congeló de estar sentada en la nieve a más de dos mil metros de altura. Nunca le había pasado, al menos que ella recordara, nunca, pero el hecho es que se lo hizo encima.
Se lo hizo encima. Y no sólo pipí; también se cagó, a las nueve en punto de aquella mañana de enero; se lo hizo en las bragas y ni siquiera se dio cuenta, no hasta que oyó a Eric llamarla desde algún punto impreciso en medio de la niebla.
Fue entonces, al levantarse bruscamente, cuando notó que la entrepierna del pantalón le pesaba. Instintivamente se llevó la mano al trasero, aunque con el guante no sintió nada. Tampoco hacía falta, bien sabía lo que era.
¿Y ahora qué?, se preguntó.
Eric la llamó de nuevo. Ella no contestó. Mientras siguiera allí arriba, quedaría oculta por la niebla. Podía bajarse los pantalones y limpiarse con nieve como buenamente pudiera, o decirle a Eric lo que le pasaba, o que le dolía la rodilla y debía regresar al pueblo. O también podía esquiar así, cuidando siempre de ir la última.
Pero no hizo nada de eso; se quedó allí quieta, invisible en medio de la niebla.
Eric la llamó por tercera vez, en voz más alta.
—Estará ya en el remonte, la muy despistada —contestó un compañero.
Se oyeron voces. Uno dijo «Vámonos» y otro «Aquí parado me congelo». Podían estar allí mismo, a pocos metros de distancia, o ya al pie del remonte. El eco engaña, rebota en las montañas, se ahoga en la nieve.
—¡Vaya, hombre! Vamos a ver —dijo Eric.
Conteniendo las náuseas que le producía notar aquella masa viscosa resbalarle por los muslos, Alice contó despacio hasta diez, primero una vez, luego otra, y luego hasta veinte. Para entonces ya no se oía nada.
Tomó en brazos los esquíes y fue a la pista. Tardó un rato en averiguar cómo situarlos para que quedaran perpendiculares a la línea de máxima pendiente. Con aquella niebla no sabías hacia dónde estabas orientada.
Metió las botas en las fijaciones y las apretó. Se quitó las gafas empañadas y las limpió con saliva.
Podía descender sola. Poco le importaba que Eric la buscara en la cima del Fraiteve; quería quitarse cuanto antes aquellos leotardos llenos de caca. Pensó en la bajada; nunca la había hecho sola, pero estaba en el primer remonte y aquel trecho de pista lo había recorrido muchas veces.
Empezó a descender con la punta de los esquíes en cuña; así era más prudente. Además, como llevaba las piernas abiertas, se notaba la entrepierna menos emplastada. Recordó que el día anterior Eric le había dicho: «Si te veo tomar otra curva con los esquíes en cuña, te juro que te ato los tobillos.»
A Eric no le gustaba, lo sabía. Seguro que pensaba que era una cagona. Y por cierto que los hechos le daban la razón. Tampoco su padre le gustaba, porque todos los días, al acabar la clase, lo acosaba a preguntas: «¿Qué, cómo va nuestra Alice? ¿A que va mejorando, a que está hecha una campeona? ¿Y cuándo empiezan las competiciones?...» Eric lo miraba como si no lo viera y contestaba: «Sí», «No», o con prolongados «Pues...».
Alice se representaba la escena como si la contemplara sobreimpresa en el empañado cristal de las gafas. No veía más allá de la punta de los esquíes y avanzaba muy despacio; comprendía que debía girar sólo cuando topaba con nieve fresca.
Para sentirse menos sola se puso a canturrear; a ratos se llevaba la mano a la nariz y se limpiaba los mocos con el guante.
Echa el peso hacia atrás, hinca el bastón y gira. Haz fuerza en las botas. Luego échate hacia delante, ¿entiendes? Ha-cia de-lan-te, le sugerían a la vez Eric y su padre.
Por cierto, este último se pondría como una fiera, y ella tendría que inventar una excusa, contarle una mentira sin puntos flacos ni contradicciones. Porque confesarle la verdad era impensable. Le diría que fue culpa de la niebla, que estaba bajando la pista grande con los demás cuando se le voló el pase que llevaba prendido de la chaqueta... bueno, eso no, eso no le ocurre a nadie, tonto hay que ser para perder el pase. Mejor la bufanda; que se le voló la bufanda, que se detuvo a recogerla y que los demás no la esperaron. Que los llamó cien veces, pero nada, habían desaparecido en la niebla. Y por eso había bajado ella sola, a buscarlos.
¿Y por qué no has subido otra vez?, le preguntaría su padre.
Eso, ¿por qué? Mejor haber perdido el pase: no había subido otra vez porque sin pase el del telesilla no le habría permitido montarse.
Satisfecha con la excusa, Alice sonrió; no tenía pega. Incluso dejó de sentirse tan sucia. Aquello ya no resbalaba.
Se habrá congelado, pensó.
Pasaría el resto del día viendo la tele; se daría una ducha, se pondría ropa limpia, se calzaría sus mullidas pantuflas y se quedaría en casa bien calentita. Todo eso habría hecho si hubiera apartado los ojos de los esquíes y visto la cinta naranja que ponía «Pista cerrada». ¡La de veces que se lo decía su padre: mira por dónde vas! Si hubiera recordado que cuando hay nieve fresca no hay que echar el peso hacia delante; si Eric, días antes, le hubiera ajustado bien las fijaciones y su padre hubiese insistido más en que ella pesaba veintiocho kilos y quizá estaban demasiado apretadas.
Pero el salto tampoco fue tan grande; apenas notó que volaba y cierto vacío en el estómago, cuando ya se halló tendida boca abajo en la nieve, con las piernas al aire y los esquíes clavados bien derechos, a costa del peroné.
No sintió dolor, ni ninguna otra cosa, la verdad. Sólo notó la nieve que se le coló por la bufanda y el casco y que parecía arder al contacto con su piel.
Empezó por mover los brazos. Recordó que de pequeña, cuando amanecía nevado, su padre la llevaba bien abrigada al medio del patio, y allí, cogidos de la mano, contaban hasta tres y se dejaban caer de espaldas. Ahora haz el ángel, le decía su padre; ella movía los brazos arriba y abajo, y cuando se levantaba, la silueta impresa en el manto blanco parecía la de un ángel con las alas desplegadas.
Lo mismo hizo Alice en aquel momento, porque sí, porque quería demostrarse que seguía viva. Volvió la cabeza de lado y empezó a respirar hondo, aunque con la sensación de que el aire que inspiraba no llegaba todo lo profundo que debía. Tenía la extraña impresión de no saber en qué posición le habían quedado las piernas, la extrañísima impresión de no tener piernas.
Intentó levantarlas, pero no pudo.
Si no hubiera niebla quizá alguien podría verla desde arriba: una mancha verde en el fondo de un barranco por donde volvería a correr un arroyuelo en primavera y con los primeros calores crecerían fresas silvestres, esas fresas que se ponen dulces como caramelo y abundan tanto que en un día llenas una cesta.
Alice pidió auxilio, pero su débil vocecita se perdió en la niebla. Intentó de nuevo levantarse, o al menos girarse, pero tampoco pudo.
Su padre le había dicho un día que los que mueren congelados, instantes antes de fallecer sienten mucho calor y tratan de quitarse la ropa, y que por eso casi siempre los encuentran en paños menores. Y ella se lo había hecho en las bragas, para mayor escarnio.
También los dedos empezaron a quedársele insensibles. Se quitó un guante, echó dentro el aliento y volvió a ponérselo; y lo hizo también con el de la otra mano. Repitió varias veces la ridícula operación buscando calentarse.
Son las extremidades las que fallan, le decía siempre su padre; dedos de pies y manos, nariz, orejas... El corazón procura guardarse para sí toda la sangre y deja que lo demás se congele.
Alice se imaginó cómo sus dedos, y luego, gradualmente, también sus brazos y piernas, se ponían azules; y cómo su corazón latía cada vez más fuerte tratando de conservar el calor. Se quedaría tan tiesa que si un lobo que pasara por allí le pisaba un brazo, se lo quebraría.
Seguro que están buscándome.
¿De verdad habrá lobos?
Ya no siento los dedos.
¡Si no me hubiera tomado esa leche!
Echa el peso hacia delante.
No, los lobos hibernan.
¡Qué enfadado estará Eric!
Yo no quiero competir.
¡Qué tontería, bien sabes que los lobos no hibernan!
Sus pensamientos fueron volviéndose más y más ilógicos y repetitivos. Poco a poco el sol traspuso el monte Chaberton, la sombra de las montañas cubrió su cuerpo y la niebla se oscureció.
El principio de Arquímedes
(1984)
2
Cuando los dos gemelos eran pequeños y Michela hacía alguna de las suyas, por ejemplo lanzarse por la escalera con el tacatá o meterse un guisante en la nariz —que luego había que sacarle en urgencias con unas pinzas especiales—, su padre siempre se dirigía a Mattia, el primero que nació, y le decía: «Mamá tenía el útero demasiado estrecho para los dos», o: «A saber la que armasteis ahí dentro. Seguro que de tanto patear a tu hermana la desgraciaste.» Y se echaba a reír, aunque la cosa no tenía ninguna gracia; y aupaba a Michela y le restregaba la barba por la carita.
En esas ocasiones, Mattia los miraba alzando la vista y riendo también, y oía las palabras de su padre como si se le filtrasen por ósmosis, sin entender bien lo que significaban. Dejaba que se depositaran en sus entrañas, donde parecían formar una capa espesa y viscosa, como de poso de vino añejo.
La risa de su padre se convirtió en sonrisa tensa cuando vio que, con veintisiete meses, Michela no decía una sola palabra, ni siquiera mamá, caca, yaya o ajo. Sólo daba grititos inarticulados, grititos que parecían clamar en el desierto y que su padre no oía sin estremecerse.
Cuando tenía cinco años y medio, una logopeda de gruesas gafas le puso delante una tabla rectangular de aglomerado en la que había cuatro huecos de distinta forma —una estrella, un círculo, un cuadrado y un triángulo—, y otras tantas piezas de color que debía encajar en los correspondientes huecos.
Michela se quedó mirando aquello maravillada.
—A ver, Michela, ¿dónde va la estrella? —le preguntó la logopeda.
La pequeña bajó los ojos y observó las piezas del juego sin tocar ninguna. La doctora cogió la estrella y se la puso en la mano.
—¿Ésta dónde va, Michela?
Michela miraba a todas partes y a ninguna. Se llevó la estrella a la boca y empezó a mordisquear una punta. La logopeda se la retiró y le repitió la pregunta por tercera vez.
—Michela, va, haz lo que te dice la doctora —gruñó su padre, incapaz de seguir sentado donde le habían dicho que se sentara.
—Por favor, señor Balossino —le dijo la doctora, conciliadora—, a los niños hay que darles tiempo.
Michela se tomó el suyo. Un minuto. Al término del cual, emitiendo un agudo chillido, que lo mismo podía ser de alegría que de desesperación, colocó resueltamente la estrella en el hueco cuadrado.
Si Mattia no hubiera comprendido por sí solo que a su hermana le pasaba algo, ya se habrían encargado de hacérselo ver sus compañeros de clase, por ejemplo Simona Volterra, que cuando iban a primero y la maestra le dijo: «Simona, este mes te sentarás con Michela», ella se negó cruzando los brazos y contestó: «Yo con ésa no me pongo.»
Aquel día Mattia dejó que la tal Simona y la maestra discutieran un rato, y al final dijo: «No se preocupe, yo me siento con mi hermana.» Y todo el mundo pareció aliviado: la misma Michela, la tal Simona, la maestra... Todos menos él.
Los dos gemelos se sentaban en primera fila. Michela se pasaba todo el tiempo coloreando dibujos, lo que hacía esmeradamente pero saliéndose de los contornos; aplicaba los colores sin ton ni son, azul para la piel de los niños, rojo para el cielo, amarillo para los árboles; cogía el lápiz como si fuera una batidora, empuñándolo, y apretaba tanto que cada dos por tres rasgaba el papel.
Y mientras, a su lado, Mattia aprendía a leer y escribir y a hacer las cuatro operaciones aritméticas —fue el primero de la clase en aprender a dividir con resto—; su mente funcionaba como un engranaje perfecto, del mismo modo misterioso como la de su hermana funcionaba de manera tan defectuosa.
Había veces en que Michela empezaba a removerse en la silla y agitar desesperadamente los brazos, como una mariposa atrapada; los ojos se le ensombrecían y la maestra se quedaba mirándola asustada, aunque con la vaga esperanza de que aquella retrasada se fuera de verdad volando para siempre. En las filas de atrás alguno se reía, otro le decía chitón.
Mattia se levantaba al fin, retirando en peso la silla para no arrastrarla, y se colocaba detrás de su hermana, que volvía la cabeza a un lado y otro y seguía agitando los brazos, para entonces tan rápido que parecían ir a desprendérsele. Le cogía las manos, le plegaba delicadamente los brazos sobre el pecho y le susurraba al oído:
—Ea, ya no tienes alas.
Michela tardaba unos segundos en dejar de moverse; se quedaba un rato con la mirada perdida y por fin, como si tal cosa, volvía a sus pintarrajos. Mattia se sentaba de nuevo en su sitio, avergonzado, con la cabeza gacha y las orejas rojas, y la maestra reanudaba la lección.
En tercero, los gemelos seguían sin haber sido invitados nunca a un cumpleaños. Consciente de ello, su madre quiso poner remedio al asunto y un día, durante la comida, propuso organizar una fiesta para el cumpleaños de sus hijos. El señor Balossino rechazó la propuesta: «Por Dios, Adele, bastante penoso es ya así.» Mattia dio un suspiro de alivio y Michela dejó caer por décima vez el tenedor. No volvió a hablarse del asunto.
Hasta que una mañana de enero Riccardo Pelotti, el pelirrojo con labios de babuino, se acercó a la mesa de Mattia y le dijo de corrido, mirando a la pizarra:
—Que dice mi madre que te invite a mi cumpleaños, y a ella también. —Y señaló a Michela, que en ese momento pasaba la mano por la superficie de la mesa con gran aplicación, como si alisara una sábana.
Mattia sintió tal emoción que la cara empezó a hormiguearle.
—Gracias —contestó, aunque Riccardo, cumplido el encargo, ya se alejaba.
Enterada, su madre se puso nerviosa y se llevó a los dos a comprarles ropa a una tienda de Benetton. Fueron también a tres tiendas de juguetes, aunque le costaba decidirse.
—¿Qué le gusta a Riccardo? ¿Esto le gustará? —le preguntó a Mattia con un puzzle de mil quinientas piezas en la mano.
—¡Y yo qué sé! —contestaba él.
—¿No es amigo tuyo? Tú sabrás los juegos que le gustan.
Mattia pensaba que Riccardo no era amigo suyo y que su madre no lo entendería. Y no respondía sino encogiéndose de hombros.
Al fin Adele optó por una astronave Lego, el juguete más grande y caro de la sección.
—Eso es demasiado, mamá —protestó Mattia.
—¡Qué va!... Es el regalo de los dos. ¿O es que queréis quedar mal?
Que de todos modos quedarían mal, con regalo o sin él, Mattia lo sabía de sobra; con Michela era imposible otra cosa. Como sabía también que Riccardo los había invitado porque se lo mandaron sus padres. Y seguro que Michela se le pegaría todo el rato, se pondría perdida de naranjada y al final, cuando se cansara, empezaría a lloriquear como hacía siempre.
Por primera vez pensó que sería mejor quedarse en casa.
O bueno, que sería mejor que Michela se quedara en casa.
—Mamá —dijo, inseguro.
Adele estaba buscando el monedero en el bolso.
—¿Qué?
Mattia tomó aliento.
—¿De verdad Michela tiene que ir a la fiesta?
Adele se quedó quieta y clavó los ojos en los de su hijo. La cajera los observaba indiferente, con la mano tendida y abierta por encima de la cinta transportadora, esperando el dinero. Michela revolvía los paquetes de caramelos del expositor.
A Mattia se le encendieron las mejillas, como preparándose a recibir una bofetada que no llegó.
—Pues claro —contestó sin más su madre, zanjando la cuestión.
A casa de Riccardo podían ir solos. A pie eran apenas diez minutos. A las tres en punto Adele plantó a los gemelos en la puerta de la calle.
—Hala, que llegáis tarde. Y acordaos de dar las gracias a sus padres. Y tú cuida de tu hermana, sabes que no puede comer porquerías.
Mattia asintió. Adele los besó en la mejilla, más a Michela, a la que arregló el pelo bajo la diadema, y les deseó que se divirtieran.
De camino a casa de Riccardo, Mattia iba pensando al compás que marcaban las piezas de Lego al rebotar, como olas de marea, dentro de la caja de cartón. Michela iba rezagada unos metros y trastabillaba para seguirle el paso, arrastrando los pies por la hojarasca pegada al asfalto. La atmósfera estaba quieta y fría.
Seguro que tira las patatas fritas, iba pensando Mattia. Y que coge la pelota y no se la pasa a nadie.
—¿Quieres darte prisa? —le dijo volviéndose; su hermana se había agachado en medio de la acera y hostigaba con el dedo a un gusano larguísimo.
Michela se quedó mirando a Mattia como si hiciera mucho que no lo veía. Luego sonrió y corrió hacia él con el gusano entre el pulgar y el índice.
—¡Qué asco, tira eso! —le ordenó el gemel