1
Su relación con Rosa comenzó al llegar la pandemia; antes no habían cruzado más que el saludo en las escasas veces en que coincidieron en el pasillo. Tal vez fuera por la falta de tiempo, o la diferencia generacional, lo cierto es que jamás había imaginado que esa anciana se convertiría en alguien entrañable.
Al implementarse la cuarentena, Rosa acudió a ella repleta de dudas y necesidades. “Grupo de riesgo”, mencionaban los medios de comunicación, mientras que las cifras de mortandad en personas mayores aumentaban. La noche en la que se decretó el aislamiento, Rosa tocó a su puerta, con la nariz y la boca ocultas detrás de la bufanda, utilizando en las manos unos guantes de goma amarillos. Aldana la vio por la mirilla de la puerta y debió contener la carcajada ante semejante cuadro.
—¿Necesita algo? —preguntó en voz alta, sin abrir.
—Nena, soy Rosa, tu vecina de enfrente —le aclaró, pegando la cara a la puerta—. ¿Escuchaste que tenemos que encerrarnos?
Si bien la orden había sido clara, Rosa la contradecía desde el minuto uno. Aldana pensó que tal vez necesitaba la confirmación y respondió contundente:
—Sí, tenemos que estar adentro de nuestras casas y no exponernos al contacto con otras personas.
—Claro, pero yo vivo sola.
—Bueno, si se queda en su departamento no correrá ningún riesgo.
—Y decime —insistió—, si tengo que comprar en el Coto, ¿cómo hago?
«Ah, claro» —pensó Aldana— y se preparó para ofrecer solución a las dudas.
—Hay que hacer el pedido online.
—Todo es por Internet —se quejó molesta la vecina—. Al maldito celular le cuesta entenderme porque pongo el dedo en un lugar y él se va para cualquier otro. Y no es porque mis dedos sean grandes, nada que ver, siempre me dijeron que tengo manos de princesa. Y eso que yo trabajé de lo lindo, pero las cuido.
Aldana se sentó en el piso, apoyó la espalda contra la puerta y volvió a sonreír.
—Rosa, haga la lista de compra que yo me ocupo.
—Muy buena idea—respondió aliviada—, porque en la tele dijeron que no conviene que la gente de mi edad se exponga.
Aldana se incorporó creyendo que podía regresar a la computadora y continuar con su trabajo. Pero Rosa permanecía allí, en el pasillo, sin irse ni liberarla.
—¿Nena?
—Dígame —dijo cerrando los ojos, pensando cómo quitársela de encima.
—Pero si la compra la hacés vos, ¿cómo pago? Porque la plata de la jubilación la tengo en la tarjeta y a vos no te la van a dejar usar, las cajeras me conocen, se van a dar cuenta de que no sos yo.
—Pagamos online con su tarjeta.
—Ah, macanudo.
Nuevamente Aldana consideró que el tema estaba resuelto, pero se equivocaba.
—¿Tengo que darte mi tarjeta? Porque no es que yo piense que sos mala persona, pero no nos conocemos mucho y quién me dice que… En el banco me repitieron que tuviera cuidado.
—Rosa, ya lo solucionaremos, no se preocupe —le aseguró incómoda.
—Vos vivís sola, ¿no?
—Sí.
—¿Y a qué te dedicás? Porque yo te veo salir tempranito, y desde que ese muchacho que siempre andaba de traje dejó de visitarte no salís mucho de noche.
¿Cómo era posible que ella también le hablara de Jorge?
—Soy ingeniera informática, Rosa. Le pido que me disculpe, pero tengo que seguir trabajando.
—¿A esta hora? ¿Y cómo hacés? ¿No te dieron vacaciones?
Abrió la dichosa puerta para enfrentarla y que, por temor al contagio, la mujer corriera a encerrarse a su departamento y la dejara en paz. Eso no ocurrió.
—Ay, qué suerte. Me fastidiaba gritar para que me escucharas y estábamos hablando de cosas de cuidado. ¿Vos no usás máscara? —le preguntó, ajustándose más la bufanda contra la boca y alejándose un par de pasos hacia atrás.
—Dígame, Rosa. ¿No tiene hijos, nietos?
—Sí, Enzo. Pero el bicho este lo pescó afuera.
—¿Dónde está?
—En España, y no sé cómo va a hacer para volver, porque viste que no quieren que la gente ande de un lado para el otro, subiéndose a aviones y eso.
—¿Tiene alguna forma de comunicarse con él?
—Claro, por teléfono.
—¿Sabe su número?
—¿Del celular o del hotel?
—De los dos —dijo sin poder ocultar la irritación.
—¿Vos querés hablar con el nene?
—Me encantaría.
—Mirá que mi nieto no usa traje —le advirtió—, pero es un chico amoroso. No tuvo mucha suerte, y eso que se esfuerza. Justo ahora que está allá se viene una pandemia a arruinarle todo. Es un tema de herencia, ¿sabés? Lo llevamos en la sangre, la fortuna nos esquiva.
Afortunadamente, la vecina mantenía la vieja costumbre de usar una agenda de papel desde la que le pudo transmitir el número del nieto, ya que se negaba a que le tocara el celular. Aldana lo agregó a sus contactos de WhatsApp.
Hola, Enzo. Soy Aldana, la vecina de tu abuela
Él leyó el mensaje y la llamó al instante.
—¿Ella está bien?
—Sí, perdón, no te quería alarmar. Me pareció conveniente que estuviéramos en contacto.
—Listo. Te llamo después.
Y le cortó. Así de rápido, así de abrupto, así de directo; nada que ver con Rosa.
2
1 pan lactal, que no sean rodajas finas
3 leches de sachet, entera, la otra es pura agua
1 mermelada de naranja, fijate que venga en el pote de plástico, al de vidrio no lo abre nadie
1 champú con aloe, tiré el frasco, no me acuerdo la marca, seguro que te das cuenta cuál digo, el envase es verde
5 latas de atún al agua, no te confundas que al aceite me cae pesado
2 latas de sardinas
Si ves que tienen de esos barbijos que se están usando comprame un par
12 rollos de papel higiénico, porque es lo primero que se acaba, siempre que hay problemas
3 o 4 botellitas de alcohol en gel
2 litros de lavandina
1 paquete de galletitas de agua SIN SAL
3 kilos de papas, de la negra, la blanca te la cobran más cara
1 calabaza
1 kilo de zanahorias medianitas, no como las que me trajeron el otro día
Y la lista, que le había pasado por debajo de la puerta, seguía al dorso. Aldana observó la propia, sostenida por un imán en la heladera, y agregó también atún y champú.
Vivía en una zona muy transitada de la ciudad, pero desde que se implementara el aislamiento preventivo nadie circulaba por las veredas, los colectivos iban casi vacíos y hasta el shopping estaba cerrado; los restaurantes, teatros y negocios mantenían las persianas bajas; el barrio parecía dormido. La incertidumbre combinada con el miedo generaba mucha angustia.
Se sentó frente a la notebook, abrió la página web del supermercado y se logueó con el nick creado para Rosa. No había comenzado a comprar cuando golpearon a la puerta. La vecina no usaba el timbre porque, según ella, cualquiera pudo meter el dedo ahí sin ponerse primero alcohol, y por ese motivo prefería llamar con el taco de goma del bastón. “Total eso está siempre en contacto con el piso”, decía.
Aldana se puso el barbijo y abrió.
—Hola, nena. ¿Ya compraste? Porque me arrepentí, no quiero sardinas. Prefiero comer carne o pollo.
—OK, ¿qué corte le pido?
—¿En el Coto? —se horrorizó—. Esas cosas hay que elegirlas en la carnicería.
—¿Tiene el número del carnicero?
—¿De teléfono?
—Sí.
—No, ¿para qué lo quiero? A ver si piensa que me tiro un lance. Yo a ese tipo no le doy confianza, anda con todas las señoras de la cuadra.
—Rosa, recuerde que la idea es no salir. Si tuviera el teléfono le hacía el pedido para que se lo trajera.
—¿Sin ver lo que se compra? No sos muy buena ama de casa, ¿verdad?
Y así era casi a diario. Tan complicado que por momentos le parecía que hablaban idiomas diferentes.
Cuando la vecina no aparecía del otro lado de su puerta, la llamaba por teléfono para comentarle alguna noticia que escuchaba en la tele; Aldana imaginaba que necesitaba compañía.
—Nena, si vos no salís a la calle y yo tampoco, ¿podríamos enfermarnos igual?
—Creo que no, Rosa. Pero este virus es muy extraño.
—Digo, porque… si vos no salís… y yo tampoco… capaz podemos juntarnos.
Le dio tanta pena que lo consideró, y los sábados por la mañana se arriesgaban compartiendo un momento en el balcón de Rosa.
—Da mucha pena verlo cerrado —comentó Aldana señalando al Abasto Shopping— cuando siempre estaba repleto de gente.
A Rosa se le aguaron los ojos.
—Lo conocí en su esplendor —le dijo—, cuando los camiones no paraban de llegar. Pero de un día para el otro lo mataron.
—Sí, sé que ahí funcionaba un mercado.
—Querida, era el Mercado de Abasto Proveedor —afirmó con orgullo—, construido con el sudor de generaciones de inmigrantes. Yo desciendo de ellos, mi bisabuelo era Domenico Galliani.
—Ah, italiano. Mi abuelo era de Otricoli —mencionó—, de chica me sentaba en su falda para contarme infinitas historias de su ciudad amurallada.
—Domenico hizo esta casa con sus propias manos —explicó, feliz de haber encontrado un tema de conversación que a Aldana podía resultarle interesante—. Al principio era un inquilinato, o sea, un conventillo.
Aldana se cruzó de piernas y se acomodó mejor en la silla de mimbre para escuchar esa historia.
—Vino de Italia para hacerse la América —aseguró Rosa con entusiasmo—. Yo guardo todo; el boleto del barco, las cartas, ¿querés que te muestre? —propuso animada y a Aldana le dio pena rechazar la oferta.
La anciana le indicó que la siguiera hasta el dormitorio, abrió el viejo ropero de madera con puertas talladas; señaló con el bastón una antigua valija de cartón y le pidió que la llevara hasta el comedor. Se sentaron a la mesa, una en cada punta. Rosa acarició la superficie pidiendo permiso al pasado para que la dejara revelar sus secretos, luego accionó las presillas y alzó la tapa.
—Acercate, nena —le propuso y la curiosidad de Aldana le impidió negarse.
Una boina marrón daba muestras del excesivo uso al que había sido expuesta; olía a tiempo, a polvo y a humedad.
—Era de Domenico, los tirantes también —informó Rosa—. Yo lo guardo todo, porque son mi historia.
—Hábleme de él —requirió expectante, imaginando el cúmulo de sacrificios e ilusiones que guardaban esos objetos.
La anciana escogió un conjunto de papeles que mantenía unidos por un grueso hilo marrón.
—Mi bisabuelo vino en 1887, era un campesino anarquista y la familia lo metió en un barco para no tener problemas por su culpa. Al llegar a Buenos Aires lo alojaron en el hotel del puerto, pero no te creas que fue en ese que hoy es museo, nada que ver; antes había otro, atestado de gente. Ahí se quedó pocos días y después… de patitas en la calle.
—Pobre gente, Rosa, lo que habrán sufrido.
—Sí, Domenico lo pasó mal, con él empezó nuestra mala suerte —explicó, tendiendo uno de los sobres—. ¿Sabés leer en italiano?
Aldana asintió, extrajo la carta y con un dedo siguió el trazo del primer párrafo:
Buenos Aires, 1887
Estimada hermana y familia:
Espero que se encuentren con salud, quedando yo bien.
Tendrá que excusarme por no haber escrito antes. Lo cierto es que acá no es como prometía el anuncio y anduve ocupado.
Al llegar nos alojaron en el puerto, pero pronto hubo que dejar lugar a los nuevos; así que seguí a un hombre que me ofreció dónde vivir. Esta casa es grande, y cada familia se acomoda en una pieza; en la mía somos cuatro hombres. Tuve que lavar la lana del colchón, porque las chinches no me dejaban en paz; el encargado dijo que las traje yo y preferí no contrariarlo porque no es fácil conseguir otro lugar. El patio está repleto de criaturas con las narices chorreando y más de uno con los zapatos rotos; debió ser por eso que hace unos años murieron tantas personas por las fiebres. Somos todos trabajadores y nos damos una mano porque compartimos las ilusiones, pero también las carencias. Hay otra parte de la ciudad donde la cosa es bien distinta, ahí se puede ver el lujo que solo pocos disfrutan.
Si allá éramos muchos metiendo el pan en la olla, no crea que acá somos menos. El trabajo abunda para los que solo pretenden un plato de comida. Avisé que soy campesino y reclamé el prometido trozo de tierra que anunciaban los folletos, pero parece que no me entendieron, o llegué tarde al reparto. Por eso tuve que dejar a un lado el oficio y unirme a la fila de los obreros, aprovechando que la ciudad está creciendo y necesitan albañiles. No está de más aprender este oficio, pero el cansancio se hace notar porque el cuerpo tiene que acostumbrarse a la nueva tarea; al menos es lo que me dicen los compañeros que ya pasaron antes por esto.
Aquí me encontré con gente buena, como es el caso de Bianca; ella me ayuda con el idioma, cada día que pasa lo entiendo un poco más y hasta me animo a hablarlo. No todos son así, también están los que gustan de arrebatarle los sueños a los demás y hay que andar con cuidado. Tuve la suerte de que el capataz me hablara de unos genoveses adinerados que tienen tierras en Balvanera; son paisanos, estoy seguro de que me aceptarán cuando les ofrezca mis servicios en sus quintas. En cuanto reúna el dinero con el que su esposo pagó mi boleto se lo haré llegar. Cumplo con mi palabra, quédese tranquila; y, por favor, recuérdele eso a Isabella, para que me espere.
Su hermano, que no los olvida
Domenico Galliani
—¡Cuántas ilusiones! —comentó Aldana.
—¿Verdad que sí? —dijo Rosa emocionada.
—¿Quién era Isabella?
El teléfono de línea sonó y la anciana se incorporó para atender.
—¡Nene! Qué alegría, ¿cómo andás?… Escuchame, acá está mi vecina, llamá al guasá de ella así no gastás tanto.
En cuanto la videollamada entró, Aldana enfocó la pantalla hacia Rosa para que pudiera ver a su nieto. Hasta esa mañana, solo le había escuchado la voz una sola vez, en una comunicación tan breve que no le había dado tiempo para fijarla. Luego, cada vez en que necesitó transmitir alguna novedad, lo hizo por mensaje de texto.
—Nona, ¿por qué no tenés puesto un barbijo? —le recriminó Enzo.
Aldana sonrió enternecida viendo la preocupación del nieto.
—Pero si estoy con la nena, nosotras no salimos a la calle, nadie nos puede contagiar.
—¿La mina tiene puesto el suyo? —insistió el hombre.
—Sí, quedate tranquilo —le aseguró Aldana, alzando la voz para que la oyera.
—Abuela, ¿podemos hablar en privado?
Aldana regresó al balcón para darles intimidad. Se había levantado un poco de viento y lamentó no tener más abrigo. Miró hacia la calle, Agüero estaba desierta y lo que se podía ver de Corrientes no era diferente. El reconocido café de la esquina permanecía cerrado, el banco no operaba de manera presencial y el shopping transmitía tristeza, como si se hubiera cansado de mantenerse en pie.
—¡Nena! —gritó Rosa desde adentro—, explicale que no necesito nada porque no me cree.
Volvió a entrar, dejó la ventana abierta. Rosa le tendió el celular y por primera vez lo vio. Aspecto bohemio, rostro más bien cuadrado, barbita de un par de días, cabello ni corto ni largo pero revuelto, mirada pícara.
—Hola, Aldana —dijo él con una sonrisa que le resultó ladina.
—Hola, tu abuela está bien, no sale a la calle, yo tampoco. Las compras las hacemos online y…
—Sí, ya vi que usás su tarjeta en el supermercado y en la farmacia.
—Me quedo más tranquila sabiendo que me supervisás —respondió, algo molesta por el tono utilizado por él. Si bien era cierto que el nieto de Rosa no la conocía, debería haberse mostrado agradecido de que ella se estuviera haciendo cargo de las necesidades de la anciana mientras él estaba fuera del país.
Enzo debió detectar su incomodidad, porque de inmediato aclaró:
—No saltes, es mi obligación cuidar de que nadie la pase a la nona.
—Enzo siempre me está cuidando —aseguró Rosa con orgullo.
—Bueno, listo. Si no necesitás nada más voy a cortar —dijo, todavía irritada.
Él largó una carcajada, fijó la mirada en la pantalla, Aldana sintió que la estaba analizando.
—Chau, nona. Avisame cualquier cosa.
Después de cortar, Aldana volvió a sentir frío.
—Me voy, está refrescando y es preferible cerrar la ventana.
Rosa guardó con cuidado la carta en el sobre, tomó otro y se lo ofreció.
—Vos querías saber quién era Isabella, acá te vas a enterar.
3
Recordada Isabella:
Es mi deseo que usted y los suyos gocen de salud, quedando yo bien.
Espero que la alegre saber que conseguí trabajo en la construcción. Buenos Aires es muy bonita y no para de crecer. Hay muchos italianos, estoy seguro de que usted no va a extrañar. En cuanto tenga el dinero para su pasaje le escribiré a su padre. Antes nos casaremos; sabe que no la traería a mi lado sin darle primero mi apellido. Imagino que empezaremos con lo justo, pero luego, con el trabajo de los dos, podremos buscar un trozo de tierra donde construir una casa.
¿Sigue yendo a lo de doña Caterina a tomar lecciones de costura? Eso será de mucha ayuda; aquí hay una señora que arregla y confecciona ropa para una gran tienda. Se pasa el día cosiendo, y le va muy bien.
Mientras sueño con nuestro rencuentro me consuelo aferrándome a su pañuelo y todas las noches le entrego los besos que siempre deseé darle a usted. Perdone mi atrevimiento, tal vez la distancia y el añorarla tanto sean los culpables de que me anime a abrir mi corazón con tanto descaro.
Le escribo estas letras para rogarle que me espere, estoy dando todo de mí para cumplir las promesas que le hice.
Suyo
Domenico Galliani
Aldana suspiró emocionada, imaginando cuán difícil debió ser alejarse de todo lo conocido para arribar a tierras ajenas, trayendo en el corazón promesas de amor. Con ternura pensó en Domenico besando el pañuelo de Isabella, y lo consideró puro, amoroso.
Volvió a guardar la carta en el sobre y lo dejó en la biblioteca de la entrada para regresárselo a Rosa más tarde. Se preparó una sopa instantánea y miró a través del cristal de la ventana. La reconfortó que el departamento de Rosa diera a la calle y contara con un balcón donde distraerse; el de ella tenía la lamentable vista al patio que el boliche de planta baja usaba como depósito de cajones de bebida, y si alzaba la mirada tratando de ver más allá, las torres que rompían la hegemonía del barrio la limitaban. Mudarse ahí no había sido su mejor opción, pero sí la que podía pagar con su sueldo. Jorge odiaba ese departamento, decía que olía a humedad, a la grasa que provenía del restaurante; se quejaba del bullicio incesante por el embudo de tránsito que se aglomeraba frente al centro comercial, del entorno copado de casas tomadas y de la falta de ascensor que lo obligaba a subir por la escalera hasta el primer piso. Aldana había priorizado la ubicación que le ofrecía medios de transporte público para trasladarse a donde quisiera, además, claro, del precio del alquiler.
Terminó de cenar, constató la hora, todavía era temprano para acostarse. Los días pasaban lentos, limitada a un espacio reducido y comunicándose con el mundo de manera virtual. Su cuerpo extrañaba los abrazos, los besos, las caricias.
Fue entonces cuando Enzo la contactó por videollamada. Pensó en no atender, pero temió que fuera una urgencia y aceptó.
—Hola, Aldana —dijo él, con la sonrisa de marca propia y la mirada pícara que a ella le resultó soberbia.
Por la ropa que llevaba dedujo que en España haría calor; ella, en cambio, se ajustó el cuello de la polera.
—La engañaste —la acusó sin preámbulos y eso la enfureció.
—¿Perdón?
—Le compraste la carne en el supermercado cuando te avisó que la quería de la carnicería.
Aldana se preguntó cómo lo supo, se había encargado de que el pedido, como siempre, le llegara primero a ella para quitar los alimentos de las bandejas y guardarlos en bolsas transparentes para frízer, justamente para que Rosa no se diera cuenta. Mientras trataba de encontrar respuesta, él volvió al ataque.
—La nona es grande pero no boluda.
—Enzo —intentó disculparse—, tampoco quiero salir de casa y exponerme. Carne es carne, la del súper es muy buena, yo la consumo y…
—Vos, pero ella no.
—OK, mirá, si tanto te preocupa, tratá de que te suban a uno de esos vuelos de repatriados y así te ocupás de todas sus necesidades. Yo estoy haciendo lo que puedo para darle una mano y…
Nuevamente la interrumpió:
—Es muy simple, comprá en la carnicería. No era tan difícil conseguir el número, yo lo obtuve estando a miles de kilómetros. Te lo paso para que pidas de ahí, y se acaba el conflicto.
—¿Y por qué no lo hacés vos si sos tan vivo?
—Porque ella cree que le corresponde hacerlo a una mujer.
La furia de Aldana se incrementó y se preguntó en qué siglo vivían la octogenaria y su nieto. No quería seguir hablando con él.
—Bueno, pasame el número, pero avisale que me va a tener que dar la tarjeta para pasar por el posnet; ella se resiste a que le toquen las cosas. Cuando voy a visitarla me rocía de arriba abajo con alcohol.
—No seas ridícula, que el carnicero te pase su CBU y le transfiero. —Sí, era un soberbio, un desagradecido—. Chau, nena —remató, encima, antes de cortar.
Aldana pateó el suelo descalza y las medias no amortiguaron el golpe. Gruñó, no tanto por menguar el dolor en el pie como sí en el orgullo.
El bastón de Rosa se anunció contra la puerta.
—Nena, te paso otra carta por abajo. Así te entretenés un rato, hoy la tele no dice más que pavadas, ni la prendas.
Arrojó un “gracias” desprovisto de empatía cuando se agachó a recoger el sobre.
Génova, 1887
Estimado hermano, esperamos que siga con salud. Nosotros bien, gracias a Dios.
Me alegró saber que ha llegado a América, su carta demoró bastante y nos tenía preocupados. Dele gracias al Creador que lo protegió, no haga como cuando estaba aquí y renegaba de su Santa ayuda. ¿Cuántas veces le dije que se cuidara de decir a la gente lo que piensa? Si hubiera sabido cerrar la boca, tal vez no hubiera sido necesario que se marchara. Ahora que está allá, trabaje y calle; los pensamientos guárdelos y no los comparta. Sepa aprovechar los sacrificios que hemos hecho por usted, recuerde que no ha sido fácil reunir para su billete.
Cuídese, que aquí queda su familia penando por su suerte.
Agradézcale a mi marido por escribir en mi nombre los deseos que salen desde mi corazón, y por haberme leído la carta que usted enviara.
Su hermana Florentina, que lo aprecia
A Aldana no le cayó bien Florentina, después pensó que tal vez la carta transmitía el pensamiento del marido y no el de la mujer, y que la pobre no lo podía constatar ya que era analfabeta.
Volvió a imaginar la desazón de Domenico, arrojado del hogar y de la familia, obligado a alejarse del amor de Isabella; solo, en tierras extrañas donde hasta el idioma debió aprender, y encima engañado por la campaña de propaganda colonizadora que anunciaba un país lleno de oportunidades. Necesitó encontrar más información y, tentada, luego de calzarse tomó el barbijo y fue en busca de Rosa.
—Esta valija acompañó a mi familia desde que él salió de Génova —comentó Rosa, acariciando la maleta con ternura—; la historia se la repetimos a los que nos siguen para que nadie la olvide.
—¿Qué fue de él, Rosa? ¿Logró incorporarse a nuestra sociedad? ¿Isabella lo esperó? ¿Pudieron reunirse?
—Ay, son muchas preguntas y ya es tarde —se quejó—. Pero está todo escrito.
—¿Domenico escribió un diario? —preguntó entusiasmada. Esa noche estaba desvelada y le resultaba un gran programa husmear en la vida de Galliani.
—¡No! —aseguró en una carcajada—, mi bisabuelo escribía cartas, esa tontería de los diarios íntimos la hacíamos las mujeres, no los hombres.
—Ay, Rosa, usted es muy machista.
La anciana la miró sin comprender, pero no la cuestionó ni se ofendió. En cambio, le pidió que la comunicara con su nieto.
—¿A esta hora? Allá debe ser de madrugada, estará dormido —intentó excusarse.
—¿Mi Enzo? Nada que ver, a esta hora es cuando él está más despierto que nunca. Llamalo.
Imposibilitada de negarse, puso el celular de manera que enfocara a Rosa y no a ella.
—Ay, nene, no te asustes —aclaró Rosa al nieto cuando él se mostró preocupado—. Es que estoy con Aldana, mi vecina, que quiere conocer la historia de nuestra familia. Acá es muy tarde. —Bajó un poco la voz, se acercó más al celular antes de comentar—: Ella es insistente y yo tengo sueño.
—Nona, ¿vos querés que se la cuente yo para que la nena se vaya a hacer noni y no te joda?
Irritada, molesta; no, más bien furiosa, así es como se sintió Aldana al ser el objeto de burla de la anciana y el nieto.
—No es por eso, nene. Pero es más fácil si te ocupás vos, que lo tenés todo ordenado.
«Claro —pensó Aldana—, la memoria le debe fallar a ella».
Mientras suponía eso, Rosa le pasó el celular. Enzo estaba sentado en la cama, recostado contra un par de almohadas, a su lado se podía ver parte de la melena de otra persona; Aldana se sintió incómoda por invadirlo.
—Te envío el primer capítulo, porque el WhatsApp no se banca un archivo completo.
—No entiendo.
—El primer capítulo de la historia —le aclaró él.
—¿Es escritor? —le preguntó Aldana a Rosa, y la mujer alzó los hombros.
—Nena —dijo Enzo—, espero que no te aproveches de mi generosidad, te lo voy a pasar solo porque me lo pide la nona.
Esa noche, Aldana se introdujo en la vida de los Galliani.
1. Familia Galliani
Desde Lavalle a Corrientes
y de Anchorena hasta Agüero
está el Mercado que quiero
recordar de allí el ambiente
de lo que fue anteriormente
ya no queda ni rastro
salió con triunfo de arrastro
a la vida y en la lucha cruenta
logró cortar las cuarenta
la barra del viejo Abasto.*
Domenico conoció a Giuseppe Cattaneo al poco tiempo de haberse instalado en Buenos Aires. Regresaba de trabajar en la obra cuando el caballo de una carreta patinó y terminó atropellando a un pobre muchacho. Quien conducía se desentendió del herido y con Cattaneo lo asistieron hasta que llegó un doctor y lo llevaron a una casa en la calle Solís. Dejaron al muchacho con el médico y al salir tomaron unos tragos en la pulpería para atenuar la impresión. Así se inició la amistad.