1
El lugar es un escondite. Un portón de chapa negra encastrado en un muro de ladrillos que deja intuir poco. Dos móviles policiales cruzan la vereda. Yo espero, adentro del auto, más impaciente que agazapada.
Llega un whatsapp: Vení tranquila. No te asustes cuando lo veas, parece más de lo que es. Tarde. Ese tendría que haber sido el primero de los mensajes, no el audio confuso a los gritos que me despertó a las tres de la mañana.
Un policía sale apurado, camina con el desdén de quien solo desea jubilarse. Me bajo y lo intercepto.
—Disculpá. ¿Me podés decir qué pasó?
Mi tono imperativo ni lo asusta ni lo fastidia.
—Se labró sumario, ahí sale la jueza.
Sube al móvil, arranca. Las luces azules de las sirenas anuncian su retirada. Una rubia de elegancia lánguida atraviesa la puerta. La reconozco enseguida.
—Nora.
Pasa cerca, en un contoneo de cadera y cintura que bien podría ser un baile, me esquiva. Se apoya contra la pared y saca el teléfono.
—¡Nora!
Comienza a temblar, le cuesta marcar los números, los ojos se le cargan de lágrimas y la boca se vuelve esclava de unos gestitos involuntarios. Es la preparación para el llanto más largo que vi. Le atienden y las comisuras se relajan apenas. Con voz espasmódica pide disculpas por llamar a esta hora, le dice al que está del otro lado de la línea que lo necesita ahí. Sale otro policía, no tiene sentido que le pregunte, seguro me contesta lo mismo que su compañero. No sé qué hacer, así que lo encaro.
—Perdón, ¿hay mucha gente ahí?
—Cuarenta viejos degenerados.
Qué maleducado, si no tuviera uniforme lo empujaría. Vuelvo a Nora, que habla sin parar pero ya no tiembla. Me pongo delante de ella, ya no puede evitarme. Corta y me mira como a través de un vidrio, y con voz neutra dice que están adentro.
—Ya sé, por eso vine.
—No hacía falta, están bien.
—Me mandaron un mensaje para que viniera, imaginate que no era mi plan estar acá a las cuatro de la mañana. ¿Me decís qué pasó?
—Nos clausuraron.
Cuando estoy a punto de repreguntar, los veo salir. Primero Carlos, con la camisa manchada, abierta hasta el pecho, los siete únicos pelos desordenados y la boca torcida en una mueca que no termino de descifrar. Detrás de él, Susanita. Su gesto no deja lugar a dudas, está avergonzada. Elsa y Saravia tomados de la mano, indescifrables. Alcanzo a ver a mi mamá escondida entre los altos de la fila, se envuelve en el saquito, ese gesto inconfundible que comenzó hace dos años. El que no se oculta es mi papá que, con lamparones de transpiración en la camisa y la cara estallada, avanza orgulloso. Un algodón insertado en la fosa nasal derecha frena, apenas, la sangre.
—¿Qué pasó?
Los seis me miran como si fuera el adulto a cargo. El algodón ya rebasa. Por primera vez desde que esto empezó, les veo el paso de los años. La compasión que creía perdida se acerca. La jueza también. Me dirijo a ella dispuesta a firmar lo que me diga con tal de irnos.
—A la denuncia de los vecinos se le sumó la que hizo el señor Galimberti. —Está tranquila, parece haberle agarrado el gustito a la razia.
Con un movimiento de cabeza, mi papá me señala a un petiso tosco con un ojo negro y sonríe fanfarrón. La jueza aclara que no hace falta que yo firme, son mayores de edad, que ya firmaron, ahora hay que ir a declarar a la comisaría. Carlos, Susanita, Elsa, Saravia y mis progenitores se encaminan al auto con paso firme. Enfrentan con estoicismo su ridículo destino.
En la comisaría no estamos más de una hora. Galimberti es el primero en declarar. Vuelvo a mirar su cuerpo de maceta y asumo que mi papá le ganó solo por un tema de altura. Mientras, una sumariante les toma los datos a los testigos.
—Selva Báez.
Escuchar el nombre de mi madre en una seccional a las cuatro de la mañana es surrealista.
Ella se levanta y firma el acta.
—Carlos Lucca, Susana Erauskin, Elsa Pérez y Juan Saravia.
Los amigos de mis padres hacen lo propio. La sumariante se dirige al imputado.
—Pablo Teiller, enseguida lo hacemos pasar.
Mi papá asiente, tiene tallada la cara de agrandado. Los otros cinco se sientan en un banco de madera. Sus ojeras son los relojes de mi noche perdida. Galimberti abre la puerta e infla el pecho, pasa cerca de donde estamos sentados y nos dedica una última mirada de desprecio.
—Puto —dice Carlos por lo bajo.
O Galimberti no lo escuchó o está demasiado agotado para embarcarse en otra trifulca. Saravia ahoga una carcajada. Mi mamá, Elsa y Susanita se esfuerzan por conservar la compostura. Fracasan, se tientan. Los odio.
Mi papá sale con las yemas de los dedos manchadas de tinta negra. Tiene un algodón nuevo en la nariz. Aprieta el viejo y la sangre de la victoria se le escurre entre los dedos. Camina dispuesto a dejarse celebrar como hombre de antes. Los otros cinco, tomados de las manos, levantan los brazos. Son las guirnaldas de nenitos que recortaba en mi infancia.
Él les sonríe, recién ahí veo su encía hinchada. Se abrazan, creo que mi mamá lagrimea, pero ni loca me detengo a consolarla. Me levanto del banco, más ofuscada que aliviada. Me siguen, siento sus miradas en la nuca.
—Ceci, hija, dale, no te enojes.
—No me hables.
El sol sale detrás de un edificio, la gente normal todavía duerme. Sus risas ahogadas anuncian el final de la aventura que comenzó hace dos años.
PRIMERA PARTE
Cuando la tierra era una superficie amable
2
—No estamos bien.
—Estuvimos peor.
—¿Sí?
—Mucho peor.
—¿Y entonces?
Eramos actores perdidos en un ensayo eterno. Mi novio siempre elegía esa frase para empezar a discutir, yo contestaba lo mismo una y otra vez. El último tiempo ensayábamos cada vez más seguido.
—Cecilia, en algún momento hay que parar y pensar.
—Estoy parando y pensando todos los días, hagamos otra cosa.
Silencio.
—¿Ni siquiera te interesa saber qué pienso, qué siento, en qué me parece que estamos mal? —Facundo podía ser muy pesado.
—Sí, me interesa.
—¿Y por qué no preguntás?
—Pensé que no querías decirme.
—¿Por qué no te querría decir si te dije yo de hablar?
—Bueno, no sé.
—A vos no te gusta hablar, Cecilia.
—Nada que ver, hablemos.
—Bueno, dale, hablemos.
Habíamos empezado la charla de día. El gran ventanal que daba al oeste barría el living de un blanco tregua. Fue atardeciendo y quedamos enterrados en el ocre de las crisis cíclicas. El televisor pausaba un juego de la PlayStation, un guerrero medieval suspendido en el aire intentaba salvar la Tierra Media. Yo seguía con el ambo celeste del trabajo. Facundo en cueros, un short de fútbol y chancletas.
—Mi amor, esto va a pasar, no exageres porfa. —Decirle exagerado no era una buena estrategia.
—Hablar quiero.
—Dejate de joder, yo te amo.
Fue como si no lo hubiera escuchado. Dejó el joystick apoyado en el sillón, me retiró la mirada y se concentró en la pantalla, como pidiéndole al guerrero que le tirara letra.
—¿Qué querés vos, Cecilia?
—Esto.
—¿Qué?
—Dale, Facu, no me boludees. ¿Necesitás que te pase el parte de lo que hacemos?
—A lo mejor enumerar nos sirve.
—Bueno.
—Bueno.
Ahora su mirada era penetrante.
—Nosotros. La casa, las ganas de llegar y contarte los avances, que me cuentes qué tal la oficina nueva. Levantarnos tarde los fines de semana, ir a comer con tus amigos del club y las esposas. Los domingos alternar familias, a la tardecita cine y pizza. Hablar de las cosas graciosas que hace Batman.
El gato escuchó su nombre y se acercó. Se frotó contra los pies de su dueño preferido, Facundo lo acarició como me hubiera gustado que hiciera conmigo.
—¿Me abrazás?
Se levantó con Batman aún pegado a la pierna. A veces siento que le da impresión abrazarme cuando estoy con la ropa del laboratorio, pero esta vez fue cariñoso. Más amable que cariñoso.
—Te amo —le dije.
—Yo también.
Volvió al sillón. Apretó el botón del joystick dándole vida al guerrero y pausándome a mí. Le chiflé al gato para que me siguiera a la cocina, puse las piedritas y la comida. El dueño preferido ni sabía que habíamos cambiado el alimento. Me senté en el piso y le escribí a Victoria.
Estás? / Sí, qué pasó? / Facu me pidió otra vez de hablar, me da miedo que se quiera separar. Terminé de escribirlo y se me paralizó el alma. Tranquila gorda, preguntale qué le pasa / No quiero que me diga qué le pasa, quiero que se quede / Se va a quedar, vivieron tantas cosas.
Ni tantas. Un nudito se abrió paso entre mis cuerdas vocales.
Él no dijo nada de separarnos, pero escribirlo fue mi manera de bajar a tierra la desconexión que venía ignorando desde hacía meses. Empecé a imaginarme sin Facundo y el nudito ya era un despropósito de mocos. Corrí al baño, encendí la ducha, me desnudé sin mirarme en el espejo y me metí. Que se mezcle todo, pensé.
Cuando salí él ya había pasado al nivel cinco y tenía en la cara esa expresión infantil. Hay mundos donde las cosas pueden ser como quiere mi novio. Quise compensarlo con una cena elaborada, incluso pensé en ponerme linda, pero Facundo estaba de entrecasa, además se iba a llenar la ropa buena de olor a comida. Nosotros no nos vestimos para salir en la semana, hacerlo era dramatizar. Tampoco es que mi remerita de hilo violeta fuera la gran cosa.
Terminé de cocinar justo cuando el guerrero ya tenía conquistados los últimos dos reinos. Decidí tomar el consejo de Vicky y confiar en el tiempo. Abrí un vino caro, Facundo me dijo que no iba a tomar y que prefería comer sano.
—Hice lasaña.
—Ah.
Resolvimos que mejor empezaba mañana la dieta. Cenamos inmersos en lo cotidiano, ahí no había silencios ni pausas. Ni miradas esquivas ni murallas. Su interés me devolvió una tercera hipótesis: crisis personal. Se fue a dormir sin tomar el cafecito. Dijo que iba a salir a correr al amanecer.
Me quedé en el living. Recopilación de datos observables. Tipeé en el celular las letras claves: Perdo.
WhatsApp. 3 de enero de 2022, 16.30 horas. Estás bien mi amor? / Sí, por? / No sé, te siento rara, distante / Nada que ver, mucho trabajo. Cuatro minutos de inseguridades de Facundo. / No te enrosques porfa / Si me lo decís puedo cambiarlo / Tres minutos de disculpas de Facundo / Nada que perdonar mi amor, te amo, nos vemos en casa.
WhatsApp. 2 de noviembre 2022, 16.50 horas. Lo de anoche no estuvo bueno. Yo te pido perdón, pero vos también tenés tu parte y me gustaría que lo puedas ver / No, hay veces que sí, pero esta no, vos empezaste y ahora la seguís / No se te puede decir nada / A vos tampoco / No tiene sentido seguir por acá, estoy muy angustiado / Yo también / Voy para el laboratorio y hablamos? / Dale, pero no quiero pelear / Peleamos ayer hasta las tres de la mañana, yo tampoco quiero / Dos minutos de intentos de minimizar las cosas míos. / Igual hay que hablar.
WhatsApp. 4 de agosto de 2023, 16.13 horas. Perdón por hoy, no sé qué me pasó ando rayado / Todo bien / No, sé que no está todo bien, charlemos / Es que si te vas a enojar siempre por lo mismo / No es lo mismo, es peor, porque se acumula / Si cada vez que me equivoco lo vas a sumar capaz tenemos que probar vivir separados un tiempo y volver a cero / Yo no quiero vivir separado, quiero que reconozcas / Reconozco, contento? / No / Nada te alcanza / un minuto de reclamos de Facundo / Bueno si te hice mal perdoname / No funciona así / ¿Y cómo funciona? / No sé / Qué raro que no sepas algo / Con vos no se puede.
Ese mismo día, 21.30. Estoy yendo a casa, compro algo para comer? / Me vine a jugar a la play con los chicos perdón que no te avisé / ah, no sabía / Sí, no te dije perdón / Todo bien, nos vemos en casa / No sé, capaz me quedo en lo de Nico, voy a tomar y no quiero volver manejando / ok.
Ayer, 3 de enero de 2024, 16 horas. Perdón que te joda, cenás con los chicos? / No, vuelvo directo de la oficina a casa, quiero que hablemos.
Lectura de indicadores: 1. En siete años peleamos poco, en el último tiempo más seguido. 2. Las ganas de hablar de lo que nos pasa ocurren entre las cuatro y las cinco de la tarde. 3. Facundo no pide mucho, pero sus pedidos se mantienen a lo largo de los años. 4. Mis respuestas son evasivas. 5. Él necesita exponer, yo funciono mejor en el silencio. 6. Esta última charla fue diferente.
Dejé el celular con el registro a medias. En el cuarto, mi novio roncaba. Su respirar de apnea mal tratada me sacó la sonrisa de siempre. ¿Cuál es el problema de dejar las cosas quietas? Me acosté a su lado y le besé el lóbulo de la oreja. Movió la cabeza, me apreté más contra su cuerpo, metí la mano adentro del short.
—¿Qué pasa? —dijo abriendo apenas un ojo.
—Te amo, no peleemos.
—Dale.
Se alejó con la impunidad que da el sueño y reforzó una tercera hipótesis. Ni crisis de pareja, ni personal. Facundo estaba viendo a alguien.
3
Con Marcos llegamos juntos al laboratorio, se nos asignó una sala y desde ese día lo veo de cinco a seis veces por semana. Un metro noventa, completamente pelado. Con fuerte deficiencia de vitamina D, lo que hace que su piel en verano se vea gris y en invierno se transforme en una película transparente que deja al descubierto venas azules. Recorrerlas con la vista es mi pasión: comienzan en el cuello, a la altura de la glotis, se hinchan, se pierden en la barba y reaparecen en los pómulos. Al llegar a las sienes se ramifican, trepan por la pelada y confluyen, finalmente, en la mollera. Son cables que conectan un cuerpo insalubre con un cerebro brillante.
Veterinario recibido con honores en la UBA, doctorado de Bacteriología Clínica y Práctica. Así lo presentó nuestra directora el primer día. Tres años después no sé mucho más de él. Ni idea si está casado, si tiene hijos, no sé a quién votó o si lee. Intuyo que deportes no hace y me atrevería a apostar que es heterosexual e hijo de padre ausente. No tengo pruebas que justifiquen ninguna de mis apreciaciones, pero sus ojos tristes y su media sonrisa ávida de aprobación animan la impertinencia.
Fuimos seleccionados para crear una cepa bacteriana que, sin necesidad de antibióticos, produzca un crecimiento en el sistema inmunológico de las vacas, mejorando así la calidad de la carne. Yo estaba a cargo del proceso de creación y él, de la implantación y control evolutivo. Un proyecto casi utópico, así lo describió Marcos el día que nos convocaron. Tres años intentando encontrar la combinación exacta le daban la razón. Pasar los controles del Senasa era uno de los escollos más difíciles; si lo lográbamos, las exportaciones de ganado se dispararían un veinte por ciento. Me obsesionaba de una manera ridícula la posibilidad de ser una de las artífices de la soberanía alimentaria del país, no era ego, era conciencia patriótica.
—Perdón, no dormí en toda la noche, no sé cuán útil seré hoy.
—No hay problema, tomate un café, te esperamos —propuso mi compañero con la amabilidad de quien se guarda un favor.
Le agradecí y desestimé el gesto. Era el día de abrir el pliego de las últimas pruebas. Me estaban esperando para eso.
Lo hicimos. El pecho se nos inflaba mientras nuestros ojos devoraban los valores. Tres años. Mil noventa y cinco días esperando estos gráficos, tres viajes en pareja escondiéndome para llamar a Marcos en busca de resultados.
—Entiendan que este es un primer paso. Hay que esperar a ver cómo evoluciona la especie —advirtió nuestra jefa.
La especie en cuestión era Britany. La vaca huésped de la bacteria, que debía engordar para luego ser asesinada y diseccionada en sus mejores partes. Marcos le sacó una foto y la pegó en la puerta del freezer donde guardábamos las muestras. No fue difícil encariñarse con esa criatura de pelaje brillante y ojos vulnerables. Le puse el nombre de mi primera muñeca.
—Les tengo que pedir absoluta reserva. Ni una palabra a sus parejas, si es que tienen —miró a Marcos.
Se fue sin felicitarnos. Nos quedamos solos. Dentro del fermentador burbujeaba el caldo de cultivo donde se reproducían las buenas noticias.
—Llamó tu mamá —dijo mi compañero, como si no hubiéramos sido testigos de la gloria hacía unos segundos.
—¿Al fijo?
—Sí, atendí yo.
—Qué raro.
No tenía ninguna llamada perdida. Me asusté, tuve miedo de que fuera algo médico. Pero eso necesitaría la inmediatez del celular. ¿Por qué al trabajo? Devolví el llamado; al primer ring me cortó. Enseguida llegó un mensaje.
No puedo ahora. Estoy en un lugar. ¿Te paso a buscar a la salida del laboratorio, podés? / ¿Pasó algo? / ¿Podés? / Sí, dale / Mejor en el bar de al lado / ok.
Cuando levanté la mirada me encontré con los ojos de mi compañero, sostenía el pliego con las pruebas, un tembleque ínfimo movía las hojas. Me puse a su lado, juntos volvimos a repasar los resultados. No sabía cómo darle explosión a eso que me quemaba en la garganta.
—Después de tanto tiempo, con la combinación más rara. —Él tenía la voz más aguda que de costumbre.
Le sonreí. Diseñados para la asepsia, esa era nuestra manera de festejar.
