Hilde
Mayo de 1965
Este año la primavera se ha hecho de rogar. Hasta bien entrado el mes de abril no han podido prescindir de los abrigos gruesos ni de las bufandas de lana, y la elegante ropa de entretiempo de las señoras de Wiesbaden ha tenido que permanecer en los armarios. Pero ahora, justo a tiempo para el Festival de Mayo, la naturaleza estalla bajo la cálida luz del sol. La ciudad se ha engalanado para el gran acontecimiento teatral de todos los años. En el parque del Balneario relucen parterres coloridos y repletos de flores; los setos se han tenido que podar a toda prisa; el césped está recién cortado y por todas partes ondean banderas y carteles anunciando el festival. Durante estos días de mayo, Wiesbaden se vuelve internacional: turistas de todas partes del mundo se mezclan con los lugareños y pasean por la Wilhelmstrasse, se sientan en las terrazas de los cafés y asisten en el teatro a los actos del Festival de Mayo.
También en el Café del Ángel el ajetreo es intenso, pues aquí se dan cita los artistas y la gente de teatro: se toman un tentempié rápido antes de los ensayos, disfrutan de una copa de vino y comentan como entendidos las actuaciones de los artistas invitados procedentes de Rusia o de Francia. Incluso la prensa se deja caer aquí para entrevistar a tal o cual artista.
Ayer en la ópera se representó Katerina Ismailova, de Shostakóvich, y después artistas y clientes de la cafetería permanecieron en las mesas de la terraza hasta bien entrada la noche. Hoy el sol vuelve a lucir magnífico y todas las mesas de la terraza están llenas desde antes del mediodía.
Por el contrario, dentro del establecimiento el ambiente es tormentoso.
—¡Tenían que casarse precisamente en mayo! —refunfuña su madre, Else—. ¿No podían esperar hasta el verano? Pero, en fin, ¡qué se le va a hacer!
Falta poco para la una del mediodía y aunque abajo, en el café, hay mucho trajín, Hilde está en su piso, frente al ropero, lamentándose porque no sabe qué ponerse.
—Ponte el vestido verde —le responde a gritos Else, que está sentada en la cocina de Hilde frotándose con ungüento las piernas doloridas—. Será suficiente. A fin de cuentas luego, en Eltville, irás de un lado a otro por el patio sirviendo a los invitados de la boda.
—Pero es que ya no me queda bien —gime Hilde—, y además está pasado de moda…
Está nerviosa, algo que, de hecho, es muy inusual en ella. En la cafetería organiza con calma y aplomo cualquier asunto; de hecho, en Hilde se puede confiar cuando las cosas se ponen difíciles. En cambio, arreglarse para una boda le cuesta horrores. A fin de cuentas, ya no tiene veinte años, las caderas se le han redondeado un poco más, ha ganado algunos kilos en la cintura, y hace un par de semanas se descubrió las primeras canas entre sus rizos rubios. Por otra parte, no está acostumbrada a verse vestida de forma elegante porque trabaja todos los días en el café y allí suele llevar una falda y una blusa.
—No entiendo a Mischa —dice Else y, al inclinarse para aplicarse el ungüento, suelta un gemido.
—Déjalo, mamá. Te lo pondré en un momentito…
—No, no. Tú ahora tienes que arreglarte, nosotros nos podemos apañar sin ti —responde—. Que tenga ganas de casarse con una mujer cinco años mayor que él… ¡Eso no puede salir bien! Un hombre tan guapo como Mischa podría encontrar a alguien más joven…
Hilde calla porque hace semanas que este tema es objeto de debates acalorados en el seno de la familia. Mischa y Simone llevan cuatro años siendo pareja sin estar casados; viven en Eltville, en el viñedo de Jean-Jacques, y Mischa va camino de convertirse en un viticultor excelente, algo que, sin duda, es también mérito de la influencia de Simone, que le apoya feliz y confiada y que ha demostrado saber llevar muy bien la pequeña tasca. ¿Por qué no deberían casarse?
Mira el reloj y se da cuenta de que tiene que decidirse. La boda está prevista para las dos de la tarde; abajo aguardan, sentadas a la mesa del rincón del café, Sina, Marion y Petra, a las que Hilde va a acompañar en coche, mientras que su querido marido, Jean-Jacques, aún no ha asomado por el apartamento. En todo caso, ella le ha dejado colgado el traje de los domingos en la puerta del dormitorio y le ha preparado una camisa limpia, calcetines y corbata.
—Bueno, entonces, que sea el verde —dice resignada y desaparece en el cuarto de baño para acabar de arreglarse. Por supuesto, justo hoy, el pelo no le queda como a ella le gusta, el vestido le aprieta por las caderas y se le arruga en la cintura. ¡Qué maravilla! ¡Menuda imagen va a dar como madrina de boda en la iglesia!
—Desde luego, has engordado —comenta entonces su madre en cuanto Hilde asoma por el pasillo malhumorada—, pero tranquila, hijita. Son cosas de la menopausia, que hincha. Con el tiempo se irá.
A veces las madres son asombrosamente insensibles. Hilde tiene cuarenta y dos años y no cree encontrarse aún en la menopausia.
—¿Has visto a Jean-Jacques? —pregunta irritada.
—Acaba de entrar a toda prisa en el dormitorio. Ni siquiera me ha dicho Allô, ma chérie ni nada parecido…
Hilde se apresura hacia su habitación; Jean-Jacques tiene el armario abierto de par en par y está rebuscando en él.
—¿Dónde está el traje de los domingos, ma colombe? Tengo que ponerme guapo para la novia…
—Abre los ojos —le gruñe ella señalando la ropa que le ha preparado—, y ponte los zapatos negros, que te los he limpiado especialmente.
—Si no te tuviera, mon chou…
—¡Date prisa, tenemos que irnos pronto!
Dicho esto, Hilde vuelve al pasillo y examina su bolso. ¿Tiene todo lo que necesita? Permiso de conducir, documento de identidad, pañuelo, peine, agua de colonia para emergencias… A ver, las llaves del coche, las llaves de casa.
—Si quieres que te diga lo que pienso —dice su madre, que está ya en la puerta de entrada para bajar al café—: ella solo quiere su dinero.
Else ha expresado varias veces esa sospecha. De hecho, tres años atrás, cuando Mischa alcanzó la mayoría de edad, recibió una cuantiosa herencia de su difunta abuela, que su padrastro, el abogado August Koch, había administrado en su nombre hasta entonces.
A Hilde este recelo le parece absurdo.
—¡Basta, mamá! Simone no es una cazafortunas. Lo sé seguro.
—Ojalá no te equivoques, Hilde.
¿Por qué su madre se pasa el rato criticándolo todo y solo ve cosas malas? Su edad —tiene más de setenta años— no lo explica todo. De hecho, su padre es unos años mayor y, a pesar de su herida de guerra en la pierna, tiene siempre una actitud amable y serena.
Abajo, en el café, el nuevo camarero pasa a toda prisa junto a ellos con la bandeja repleta de vasos y botellas. Desde febrero en el Café del Ángel trabaja Giuseppe Marcelli, un joven inmigrante de Nápoles, delgado, de estatura media, cara alargada y cejas espesas y negras. Hilde lo contrató en contra de la opinión de su madre porque le pareció una persona bien dispuesta y habilidosa, y que además aceptaba un salario bajo. Hasta el momento cumple muy bien con su trabajo, aunque Hilde, por prudencia, sigue encargándose de la caja; de todos modos, pronto también eso se le dará bien, porque Giuseppe no tiene ni un pelo de tonto. Su madre, en cambio, no puede evitar criticar al «italianito» y le dirige a menudo comentarios maliciosos. Hilde no puede más que confiar en que el alemán de Giuseppe no alcance para entender esas groserías.
—¡Mira que es vago! —comenta Else en este momento—. Lleva la bandeja tan llena que apenas puede con ella, y todo por no tener que ir y venir dos veces. ¡Le trae al fresco si se le cae todo! ¡Y hay que ver cómo les hace ojitos a las mujeres!
Papá está echando la siesta arriba, en su piso, y Sina, Petra y Marion se han apropiado de la mesa del rincón y sus chaquetas y mochilas ocupan todas las sillas. Incluso el violín de Petra descansa sobre la mesa. Giuseppe, que adora a los niños por encima de todas las cosas, les ha servido sopa de gulasch y ensalada italiana por iniciativa propia, porque según él cuando se regresa de la escuela hay que comer bien. Al menos en eso coincide con Else, si bien a ella le desagrada ese «revoltijo» que los italianos llaman ensalada. En su opinión, el queso, el jamón y el salami son para los emparedados, no para las ensaladas.
—¿Habéis hecho los deberes? Estamos a punto de marcharnos —advierte Hilde al grupo—. ¿Y a ti, Sina, qué te pasa? Ya deberías llevar puesto el vestido que tu madre ha dejado para ti.
Sina pone los ojos en blanco y mira a su amiga Petra en busca de auxilio. La hija de Swetlana tiene ahora trece años, sigue estando bastante entrada en carnes, tiene el pelo rubio fino y esponjoso, y las gafas gruesas que usa hacen que algunos compañeros del instituto la llamen malévolamente «sapo». En esto la envidia desempeña un papel importante, porque Sina es una estudiante superdotada y ya se ha saltado algún curso.
—Ese vestido no me queda bien —dice con tono apenado.
Hilde entiende a la pobre chica. Por desgracia, Swetlana no tiene ningún gusto a la hora de vestir a su hija; continuamente le compra prendas que le parecen «monas» aunque no la favorecen en absoluto.
—Pero tu madre quiere que te lo pongas —objeta previendo problemas con su cuñada Swetlana, que esta mañana ya se ha marchado hacia Eltville para ayudar con los preparativos de la boda de su Mischa.
—Con ese vestido ella parece un globo gigante de color rosa —dice Petra, de once años, que tiene pocos pelos en la lengua—. Yo tampoco me pondría algo así.
—Vale, entonces nos lo llevaremos —dice Hilde con diplomacia—. Marion, ¿qué hay de ti? ¿Vas a guardar por fin ese folletín ridículo?
—Sí, claro…
Marion dobla muy despacio la novelita romántica y se la mete en la mochila. Tiene casi catorce años y en los últimos meses se ha convertido en lo que ahora se llama una «adolescente». Siempre ha sido delgada, pero ahora su figura está adornada con un pecho bonito y desde hace unas semanas luce con orgullo su primer sujetador. El efecto no ha pasado desapercibido: los muchachos la siguen con la vista, intentando abordarla, y enseguida Marion se ha dado cuenta del poder que puede ejercer concediéndoles o negándoles sus favores. Esto ha hecho aumentar su autoestima en gran modo. Aunque sus notas dejan mucho que desear, eso a ella no le quita el sueño. Quiere salir de la escuela cuanto antes y ganar dinero para poder comprarse todas las cosas bonitas que los almacenes Karstadt y Hertie ofrecen para las jóvenes.
Hilde está impaciente; retira el estuche de violín de la mesa mientras las chicas recogen, y busca nerviosa a su marido con la vista. También va a tener que llevarlo en el coche porque de nuevo tiene a su querida furgoneta Goélette en el taller. De hecho, hace tiempo que ese trasto debería estar en el desguace, pero Jean-Jacques es obstinado y cree firmemente que en el taller lograrán que ese cuatrolatas vuelva a circular.
Cuando por fin están todos sentados en el Escarabajo azul de Hilde, listos para partir, ya es la una y media. Con el tráfico que hay en las calles de Wiesbaden, será una suerte que lleguen a Eltville a tiempo para la ceremonia nupcial.
—No te preocupes, ma colombe —dice Jean-Jacques con una sonrisa—. A fin de cuentas, no van a poder empezar sin la madrina.
Hilde no responde. El coche está abarrotado: tiene el maletero repleto de regalos de boda, y las tres niñas se sientan apretadas en el asiento trasero, entre mochilas, chaquetas y abrigos. Sina lleva en el regazo la bolsa con su vestido y el estuche de violín de Petra, de modo que apenas se la ve. Petra y Marion sostienen una bandeja con una tarta de dos pisos que Deuss el pastelero ha preparado por la mañana y que luego ocupará un lugar destacado en la mesa nupcial. Es una creación magnífica y bella hecha de nata, fruta y merengue, coronada con una figurita de novios hecha de plástico.
—¡No des tantas sacudidas con el coche, tía Hilde! —se queja Marion.
—Otro frenazo así, y la tarta atravesará el parabrisas —añade Petra.
Sina guarda silencio. Probablemente tiene sentimientos encontrados ante la boda de su hermanastro Mischa, consciente de que en Eltville su madre querrá que lleve ese vestido horrible. Hilde hace lo que puede, es buena conductora y, como es de Wiesbaden, se conoce todos los atajos para evitar atascos. Sin embargo, el trayecto resulta agitado porque en dos ocasiones tiene que adelantar a un autobús y reincorporarse por los pelos al carril frente a un vehículo que se acercaba en sentido contrario.
—Conduciendo a la francesa, ¿eh? —refunfuña Jean-Jacques, incapaz de criticar a su mujer mientras conduce.
—¿Qué quieres que haga? ¡Además, ya me ven! —responde Hilde impasible.
Llegan pocos minutos antes de las dos; nadie se alegra más de ese retraso que Sina, pues así no le da tiempo de ponerse el vestido rosa, ya que la ceremonia nupcial en la iglesia de San Pedro y San Pablo comienza de inmediato. Como Simone es católica, se casan según este rito. A Mischa, que es protestante, tampoco es que le suponga ningún problema; a fin de cuentas, no siente un gran apego ni por la Iglesia ni por la religión.
Familiares y amigos toman asiento en el impresionante templo de estilo gótico. Swetlana parece agitada y sudorosa: lleva en Eltville desde primera hora de la mañana y, con la ayuda de Luisa, ha decorado la iglesia con rosas y lazos de tul blanco. Jean-Jacques abraza contento a su hermano Pierrot, que ha viajado desde Francia con su esposa para la ocasión. Fritz Bogner, el marido de Luisa, sube a la tribuna del órgano con su hija Petra y el violonchelista Benno Olbricht, que acompañarán la ceremonia con varias piezas. Hilde se alisa el vestido arrugado, incómoda por tener que sentarse en primera fila y ejercer de madrina al lado de su hermano Willi. Este último, en cambio, parece disfrutar con ese cometido. Lleva un elegante traje de verano y asiste a la ceremonia acompañado por su esposa, Karin; sus dos hijos, Nora y Stefan, se han quedado en casa, al cuidado de su abuela.
—Vaya, vaya, hermanita —le susurra a Hilde con una sonrisa—, ¿has conseguido abandonar el café todo un día?
—¿Y por qué no? Tengo un personal excelente.
—Cierto —responde él—. Ahora mismo podrías estar junto al Adriático, tumbada en una hamaca, y disfrutando del sol y el mar.
Hilde no puede responderle como merece porque en este momento el órgano empieza a sonar y se apagan los murmullos en los bancos. Todos los invitados se ponen de pie. ¡Ah, qué bonitas y solemnes son las bodas por la iglesia! En su época, solo se pudo casar por lo civil: corrían tiempos difíciles y no podían tener gastos. Desde luego, un vestido de novia de verdad es otra cosa.
Simone está preciosa; su vestido es largo hasta el suelo, está hecho con un tejido delicado y vaporoso, tiene un escote discreto y lleva mangas casquillo de encaje. El velo es de tul transparente bordado con perlas diminutas y brillantes. ¡Y el ramo es de rosas de color salmón! La buena de Julia ha diseñado la prenda y no ha querido cobrar ni un céntimo por él. Lo ha cosido Luisa, que ahora trabaja en el salón de moda femenina de Julia, en la Kirchgasse. Mischa también está muy elegante con su traje oscuro, incluso se ha hecho cortar el pelo para la ocasión.
Ah… Sí, la vida les sonríe, tienen razones para estar contentos y felices. Las penurias de la guerra y la posguerra han quedado atrás; los niños solo las conocen por las historias que les cuentan los mayores y abren los ojos con asombro cuando alguien se disgusta si tiran a la basura el bocadillo para la escuela.
Hilde desempeña su labor de madrina con dignidad y el resto de la ceremonia transcurre rápidamente ante sus ojos mientras ella asiste en su asiento con sensación de alivio. Simone y Mischa se dan el sí quiero en el momento justo; desde la tribuna, el trío de músicos toca algo de Mozart, con Petra haciendo de primer violín; luego deben arrodillarse en el reclinatorio para rezar el padrenuestro. La ceremonia en la iglesia termina antes de que se dé cuenta y el órgano acompaña la solemne salida de la joven pareja; entonces Hilde cae en la cuenta, con un sobresalto, de que la tarta nupcial sigue en el coche. ¡Con el sol que hace! ¡Ojalá la nata no se ponga agria!
Sin embargo, de momento, le es imposible ir al rescate de la preciosa tarta, porque el lugar está abarrotado de invitados a la boda. Delante de la puerta de entrada a la iglesia se ha reunido un grupo de gente joven que les ha hecho a los novios un pasillo con estructuras de hojas de parra. Son los amigos y conocidos de Eltville y, entre ellos, Hilde no solo ve a su hijo Andi, sino también a Frank, que trabaja como aprendiz en el taller mecánico Pahl, en Wiesbaden, y que se suponía que a estas horas debía estar trabajando.
—Tranquila, mamá —dice el joven, que ya tiene diecinueve años—. El encargado del taller me ha dado permiso. ¡Es una fiesta familiar importante!
Está muy guapo con esos pantalones oscuros y la chaqueta gris. Lo único es que le convendría un buen corte de pelo; esa melena abundante y rizada a Hilde le parece atroz. Pero Frank tiene su propia opinión al respecto: él es fan de The Beatles, esa banda inglesa de música, y hace poco viajó hasta Frankfurt con unos amigos para asistir a un concierto de los Rolling Stones. Acaba de terminar, con penas y trabajos, los estudios de educación obligatoria y quiere ser mecánico de automóvil; eso ha sido una decepción para Jean-Jacques, que siempre tuvo la esperanza de que algún día sus hijos se harían cargo del viñedo de Eltville. Ya puede quitarse de la cabeza esa ilusión. Hace unas semanas, Andi, el hermano gemelo de Frank, aprobó el bachillerato con muy buenas notas y su intención es ir a estudiar a la universidad.
Ante la iglesia, el ambiente ahora es animado. Mischa y Simone sirven copas de vino a los jóvenes, los asistentes felicitan a la joven pareja, se reparten besos y regalos; Hilde saluda a su cuñado y su cuñada de Francia, y Swetlana se enfada porque Sina no se ha puesto ese bonito vestido rosa. Luego, todos los invitados recorren las estrechas callejuelas hasta el patio de la bodega, que tiene las mesas y las sillas engalanadas con motivos festivos. También la tarta nupcial ocupa intacta un lugar de honor en el bufé de los dulces. Algunos invitados acaban de llegar; entre ellos, August, el hermano mayor de Hilde y padrastro de Mischa, que no ha conseguido abandonar su bufete de abogados a tiempo para asistir a la ceremonia.
—¿No te parece terrible? —le comenta Swetlana a Hilde—: Siempre está trabajando, nunca tiene tiempo para su mujer ni para su familia. ¿Qué clase de marido es ese? Ni siquiera ha sido capaz de llegar a tiempo a la boda de Mischa.
Hilde se encoge de hombros, coge la jarra del café y se dispone a servir por las mesas. Swetlana tiene razón: August es un mulo trabajando, aunque tampoco ayuda a su matrimonio que ella se pase todas las noches hostigándolo con quejas y lamentos. Hilde se aleja con la jarra, saluda a Julia Wemhöner y elogia el precioso vestido de novia; luego intercambia unas palabras con su cuñada Karin, que, una vez pasada «la peor» fase de la infancia de sus hijos, ha vuelto a abrirse camino en la industria del cine con la ayuda de su madre, que cuida con mimo de Stefan, de cuatro años, y de Nora, que tiene seis.
—El estreno será la semana próxima. —Karin está contenta—. Es una serie policiaca para televisión. Se emitirá en la ZDF. Aún no puedo contar nada más, pero tengo tres escenas con Gert Fröbe.
—¡Hala! —exclama Hilde con una sonrisa—. ¿Y Willi no está celoso?
—¿De Gert Fröbe? —Karin sonríe satisfecha—. Para nada.
—De tu carrera en el cine, quiero decir.
—¡Ah, no! —Karin, divertida, sacude el brazo para negarlo—. Él es el número uno del teatro y el bon vivant más famoso de Wiesbaden.
El patio se va llenando de gente con vecinos y amistades que acuden a felicitar a los novios y traerles pequeños regalos. Frank le cuenta a su madre en voz baja que por la noche se ha organizado un «rapto de la novia» y que será muy divertido. Por supuesto, le explica, también habrá baile: ha traído expresamente su «equipo de sonido» y un montón de discos y está dispuesto a poner música «decente».
—¡Qué guapa está la pequeña Marion! —le comenta él a su madre en confianza—; tiene un buen potencial esa chica.
—¡Tú escúchame bien! —dice Hilde exaltada—. Esa niña aún no ha cumplido catorce años. ¡Ni se te ocurra llenarle la cabeza de pájaros! No sabría con qué cara mirar a Fritz y Luisa.
—¡Qué cosas se te ocurren, mamá! —responde él con gesto conciliador.
—¡Y ve de una vez a que te corten el pelo!
Al punto él desaparece entre el grupo de gente joven y Hilde se acerca al bufé de pasteles para echar una mano a Meta, que está sirviendo ahí. ¡Vaya! Pero ¿qué le ha pasado a ese magnífico pastel? Está hecho un asco, mal cortado y torcido; las figuritas de los novios se han caído y ahora yacen sobre los restos de la tarta de chocolate de Swetlana. Hilde procura que lo que queda de la tarta tenga mejor apariencia; retira a la cocina las bandejas para tartas vacías y saca los termos con café recién hecho. Para cenar se servirán unos entrantes franceses deliciosos, carne asada, ensalada de patatas y el famoso gulasch de Swetlana; de postre habrá helado del restaurante italiano de la esquina.
—Ahora, señora Perrier, vaya con los invitados —le dice Meta Rubik, que es una persona muy capaz y cariñosa—. Edith y sus amigas ya están ayudando, así que usted puede sentarse con su marido y comerse un trozo de tarta.
Hilde se da cuenta de que Meta tiene razón. Jean-Jacques mantiene una animada charla con su hermano y su cuñada, así que casi es de mala educación no unirse a ellos. A fin de cuentas, no se ven todos los días, y pasado mañana tienen la intención de regresar a la Provenza.
Se abre paso entre las mesas, se sirve un trozo de tarta en un plato y observa con interés que su hijo Andi está hablando con una joven rubia. Luego se acerca con una silla a la mesa donde Jean-Jacques está sentado conversando con su hermano y su cuñada. Obviamente hablan en francés, así que ella tiene que echar mano de los conocimientos del idioma, que ha ido adquiriendo en el curso de sus visitas a la Provenza.
Se dispone a preguntar cómo van los viñedos y añadir un comentario sobre las fantásticas vacaciones que pasaron ahí en otros tiempos, cuando Meta grita desde la cocina: «¡Señora Perrier! ¡Rápido! Una llamada de Wiesbaden».
Parece nerviosa, y también Jean-Jacques levanta la cabeza inquieto; Hilde se dice irritada que solo puede ser su madre, de vuelta con sus quejas sobre las impertinencias de Giuseppe.
—Ni siquiera hoy es capaz de dejarme tranquila con sus quejas —gime mientras se levanta para ir a la cocina.
Allí, Meta, que tiene delante un enorme cuenco de ensalada de patata, le tiende el auricular procurando no ensuciarlo con la mano.
—¿Mamá? ¿Qué pasa? —pregunta Hilde enfadada.
—Dile a Karin que se ponga —dice su madre con voz apagada—. Acaban de llamar del hospital. Imagínate…
No logra seguir hablando porque la voz le falla. El hospital. Hilde se aturde. Debe de haber ocurrido algo malo.
—Edita y los niños han tenido un accidente de tráfico.
Edita, la suegra de Willi. La señora Langgässer.
—¡Oh, Dios mío! ¿Es grave?
—No me han dicho nada. Pero, Hilde, temo lo peor… ¡Esos niños, pobrecitos! Tan pequeños…
Como siempre que ocurre un imprevisto, Hilde actúa con la cabeza fría y despejada.
—Ya me encargo yo, mamá —dice y cuelga.
Diez minutos después se encuentra sentada al volante de su Escarabajo con Willi y Karin sentados en el asiento trasero, los dos completamente devastados por la inquietud.
—Ya os llevo yo en el coche —les ha dicho instantes atrás—. No vaya a ser que también vosotros dos tengáis un accidente.
Karin
El edificio de ladrillo rojo del hospital municipal en la Schwalbacher Strasse evoca en Karin el recuerdo angustioso del nacimiento de Stefan. Tras dos días de contracciones, el bebé nació enfermo y rechazaba la leche; cuando por fin la dejaron regresar a casa con su pequeño, ella deseó no tener que regresar a ese lugar. Pero el destino había decidido otra cosa. Ahora se encuentra de pie ante la entrada, con las rodillas temblorosas y la respiración entrecortada, sin fuerzas apenas para subir los escalones.
Un accidente de tráfico. Hilde no ha sabido decirles nada más. No sabe si los niños están heridos o tal vez muertos. Willi se ha pasado el trayecto abrazándola por los hombros y farfullando cosas sin pies ni cabeza con las que pretendía tranquilizarla y, sobre todo, tranquilizarse él mismo. «Seguro que no es para tanto, Karin. A lo sumo, unos rasguños. Ya sabes que mamá siempre exagera. Ya verás como los dos están sanos y salvos…».
Ahora, en cambio, ha enmudecido, la ha tomado de la mano y camina en silencio a su lado. Hilde los ha adelantado y está en la entrada dando explicaciones; luego se vuelve hacia ellos y les señala la puerta que da a la escalera.
—Segunda planta. Dice que es bueno que haya venido alguien.
—¿Por qué? —pregunta Willi afligido.
—No lo sé. Pero creo que los tres se han llevado un buen susto.
—Claro, claro… —farfulla Willi—. Subamos. ¿Tercera planta, has dicho?
—Segunda. Deja que vaya yo delante.
Nota en el cuello los latidos de su corazón. Pero también esperanza. Se han llevado un susto tremendo, está claro. Pero eso también significa que están vivos. Seguro que Willi tiene razón, que solo serán un par de rasguños, lo peor es el susto. Pero ahora sus padres ya están aquí y podrán abrazar a sus pequeños…
En el piso de arriba se abre un pasillo largo y gris; hay ahí un carrito lleno de platos y el aire desprende un intenso olor a desinfectante. Willi se lanza a correr nervioso y llama a las puertas. Al cabo de un instante Hilde da con una enfermera, una joven simpática vestida con bata de color azul celeste, delantal blanco y una cofia sobre su pelo negro.
—¿Señor y señora Koch? ¡Qué bien que hayan venido! El pequeño está muy inquieto. Vengan conmigo. Lo tenemos en la sala de enfermería…
El cuartito al que acceden es estrecho. Una mesa, cuatro sillas y armarios blancos repartidos por las paredes. En una silla, una enfermera mayor tiene a Stefan en su regazo. Karin ve con espanto que el pequeño lleva una venda en la cabeza de la que sobresalen unos mechones enmarañados de pelo rubio.
—¡Mamá! —Y se echa a llorar.
Ella se precipita hacia él, lo coge en sus brazos y lo aprieta contra ella. Está caliente y solloza con tanta fuerza que le tiembla todo el cuerpo. Willi se queda quieto, sin saber qué hacer, y acaricia la espalda de su hijo, sus brazos desnudos y el vendaje.
—¿Qué es eso de la cabeza?
—Solo es una herida abierta —les explica—. Se cayó y se hirió en la cabeza. Descartamos conmoción cerebral…
A Karin le cuesta entender a la enfermera porque el niño llora muy fuerte.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Nora?
—Su hija está en Pediatría. Se ha roto el brazo derecho. Creo que podrán verla unos minutos, ya se debe de haber despertado de la anestesia…
—¿Anestesia?
—Desde luego. Ha sido necesario tratar la fractura. Pero no tienen de qué preocuparse, se recuperará sin problema. Su hija es una niñita muy valiente.
El brazo derecho. Bueno, podría haber sido peor, pero Nora empezó la escuela en Semana Santa y posiblemente ahora le costará un poco aprender a escribir.
—Quédate aquí con Stefan —dice Willi—, iré a ver a Nora. Luego nos la podemos llevar a casa, ¿no?
La enfermera mayor niega con la cabeza. La niña va a tener que quedarse unos días en observación en el hospital. Es la práctica habitual; tal vez pasado mañana podrá volver a casa.
—Eso ya se verá —dice Hilde con tono amable—. ¿Podemos hablar con el jefe de servicio?
—Van a tener que esperar. El doctor Schreiner ahora está operando. Pero seguro que luego dispondrá de tiempo para ustedes.
Karin tiene en brazos a Stefan, que llora y ella solo quiere una cosa: regresar a casa cuanto antes con los niños. Allí, en un entorno conocido, se calmarán; podrán estar con ellos, hablarles, dejarles hablar, consolarlos…
—¿Y mi madre? La señora Edita Langgässer. Estaba con los niños cuando el accidente. ¿También está herida?
Willi ya está en la puerta junto a la enfermera joven y se gira para oír la respuesta. Se sienten tan aliviados de que a los niños no les haya pasado nada grave que casi se olvidan de la madre de Karin.
La enfermera vacila. De pronto, Karin se estremece. Las manos de Hilde se posan suavemente sobre sus hombros.
—Por desgracia, la señora Langgässer no ha sobrevivido al accidente —dice la enfermera—. El coche la golpeó con fuerza y no hemos podido hacer nada por ella.
Las palabras retumban en la cabeza de Karin como si hubieran sido pronunciadas en una sala vacía y de techo alto. Las oye varias veces, como si hubiera eco. «No ha sobrevivido… No ha sobrevivido… Con fuerza… Con fuerza… No hemos podido hacer nada… nada…».
—Dios mío —musita Willi—. No… No sabíamos…
—Mis más sentido pésame —dice la enfermera—. El doctor Schreiner les dará todos los detalles.
Karin está paralizada. Esto es una película. Una pesadilla. No es verdad. Su madre no ha muerto. Se despertará en un momentito y todo volverá a ser como antes. Nota que se tambalea, sujeta con fuerza al niño en sus brazos, pero es como si el suelo se precipitara hacia ella a una velocidad vertiginosa.
—¡Willi, rápido, coge al pequeño! —escucha la voz enérgica de Hilde—. Siéntate, Karin. ¡Oh, Dios mío! Te está bajando la tensión. ¿Tienen café?
Entonces todo en torno a Karin se oscurece, la película se ha rasgado; ella está lejos, sumergiéndose en una negrura sin nombre.
—¿Señora Koch? —dice alguien—. Despierte, señora Koch. Vamos.
Alguien le propina unas bofetadas suaves en la cara, ella abre los ojos y ve que está tumbada en el suelo.
—No se mueva. Vamos a ponerle una inyección para subirle la tensión…
Nota un pinchazo en el brazo, pero sigue demasiado confusa para reaccionar. Siente que el calor le recorre el cuerpo y vuelve en sí. Está en el hospital. Eso no es una pesadilla, es la realidad. Stefan tiene una herida en la cabeza, Nora se ha roto un brazo y su madre… Su madre ha muerto.
Se incorpora poco a poco, se pasa los dedos por el pelo y dirige una sonrisa tranquilizadora a Willi.
—Estoy mejor, no te preocupes. Quiero ver a mi hija. Y… a mi madre.
—No se precipite, señora Koch. Siéntese primero en esta silla…
—No, no. Estoy bien.
Hilde la toma por el brazo, Willi agarra a Stefan de la mano, y acompañan a la joven enfermera al ascensor. Aunque no se les permite entrar en la habitación donde está Nora, ven a su hija detrás de un panel de cristal. Está tremendamente pálida, tiene la carita llena de arañazos y el brazo derecho doblado y escayolado. A Nora le entran náuseas y se agita inquieta: es evidente que la anestesia no le ha sentado bien. Según la enfermera, es mejor que la niña no vea a sus padres, pues eso no haría sino inquietarla.
—¡Menuda tontería! —Hilde se irrita.
—Tenemos experiencia y sabemos lo que hacemos —le responde la mujer.
—Después de todo lo que ha pasado, la niña nos necesita con urgencia —objeta también Willi.
—Lo siento, no es negociable. En eso no hay excepciones.
Bajan en ascensor hasta el sótano. Allí, el estrecho pasillo está iluminado por unas luces brillantes de techo que vuelven sus rostros pálidos aún más translúcidos.
—Es mejor que no entre —dice Willi—. Esperaré aquí con Stefan.
Hilde permanece junto a Karin. Edita Langgässer se encuentra en un cuarto pequeño, tumbada en una camilla, con el cuerpo y la cara tapados con una sábana blanca. Karin la levanta un poco y contempla el rostro de su madre. No presenta ninguna herida, tiene los ojos cerrados y la boca algo entreabierta.
—Es como si durmiera —dice Hilde en voz baja.
Karin acaricia con ternura la frente fría y las mejillas; toca el pelo gris, rizado a la altura de las sienes. A continuación vuelve a tapar con delicadeza a la fallecida y hace una señal con la cabeza hacia Hilde.
—Vámonos…
A la salida las espera un joven médico que les pide que rellenen un formulario. Nombre de la fallecida. Estado civil. Dirección. Les entregan el certificado de defunción. Así descubren que Edita Langgässer murió en el mismo lugar del accidente y que, de hecho, no debería haber sido trasladada al hospital.
—Nos ocuparemos de todo lo necesario —dice Hilde.
¡Oh! ¡Qué bien que Hilde esté aquí! —se dice Karin—. Es tan fuerte, tan despierta, tan decidida. En el ascensor, critica a voz en grito a las enfermeras, que se comportan como auténticas arpías.
—«No haga eso, no haga aquello» —dice enfadada—. Pero a la hora de la verdad son unos pasmarotes. Cuando te has desmayado había dos en la sala. Si no llega a ser por mí, te habrías caído al suelo con el pequeñín en brazos.
Entretanto, el doctor Schreiner ya está en su consultorio de la segunda planta. Hilde dice ser una pariente cercana y él le permite pasar. El doctor, un hombre apuesto, de unos cincuenta años, delgado, con el pelo canoso y bien arreglado y gafas, los mira atentamente con sus ojos castaños.
—Mi más sincero pésame —dice—. Un trágico accidente, aunque, a pesar de todo, hay que dar las gracias de que al menos los niños no hayan resultado malheridos. Ayer mismo tuvimos el caso de un pequeño para quien no llegamos a tiempo.
Se queja del tráfico de Wiesbaden; dice que las calles se han vuelto un peligro para los peatones; sobre todo, para los niños y los ancianos, que es a quienes más afecta. «Hoy en día todo el mundo cree que debe comprarse un coche en vez de ir en autobús».
Entonces se enteran de que la policía ya ha tomado declaraciones sobre el accidente. Según parece, la señora Langgässer estaba cruzando la Rheinstrasse con los niños y un coche la arrolló en medio del paso de cebra. Murió por una hemorragia interna. Milagrosamente, a los pequeños, que iban a su lado, apenas los rozó, y fue al caer al suelo cuando estos resultaron heridos.
—¿Han atrapado a ese bastardo? —pregunta Willi.
El doctor Schreiner no lo sabe.
Sigue a continuación una acalorada discusión sobre Nora, que debería permanecer ingresada. Willi resulta ser un luchador elocuente, y Hilde le apoya con argumentos contundentes.
—Firmaremos lo que usted quiera —dice—, pero los padres están decididos a llevarse hoy a su hija a casa.
—No puedo impedírselo —dice el doctor Schreiner—, pero insisto en que no voy a asumir la responsabilidad de esa decisión.
—Es mi hija —dice Karin—. Ya la asumo yo la responsabilidad.
El viaje de regreso a casa requiere una organización minuciosa. Willi coge un taxi y se adelanta con Stefan; Hilde le sigue con Karin y Nora. La niña sigue peleando contra los efectos de la anestesia, pero está contenta de volver a su hogar.
—¿Por qué no puedo ir con papá?
—Porque igual te entran ganas de vomitar, y eso no debe hacerse en un taxi.
Nora siente adoración por Willi, quien, aunque no es su padre biológico, cuida de ella con ternura.
A pesar de todo, entrar en casa es duro. En la cocina aún esperan los platos del almuerzo, que la madre de Karin lavó y puso a secar en el escurridor. En el salón están las revistas que solía leer, con sus gafas encima y, en una cestita de las labores, unos calcetines que había empezado a tejer para Stefan. Todo sigue como cuando salió del piso; parece increíble que no vaya a volver nunca más. Ni tampoco a ocuparse de los niños. A Nora la dejan acostarse en la cama de matrimonio y le apoyan la espalda con almohadas; en el hospital les han dado unas gotas para aliviar los dolores del brazo. Willi se sienta a su lado, habla con ella, le lee un cuento y luego le cuenta uno de hadas inventado. Karin se sienta en la cocina con Stefan, pintan con lápices de colores; el pequeño se bebe un zumo y come un bocadillo de embutido de carne. A primera vista parece que, con apenas cuatro años, ya se ha recuperado, habla y explica cosas; sin embargo, la impresión permanece y aún falta mucho para que desaparezca.
—¿Cuándo volverá la abuela, mamá?
—Hoy no, Stefan.
—¿Y mañana? Prometió que nos llevaría a tomar un helado.
—Quizá mañana tampoco…
—¿Cuándo entonces?
¿Cómo decirle a un niño de cuatro años que su abuela ha muerto? Karin no lo sabe y retrasa el definitivo «No va a volver nunca». Al otro lado, en el dormitorio de los padres, Willi lo tiene más fácil. Nora se ha percatado de lo ocurrido.
—La abuela ha muerto, ¿verdad? —pregunta.
—¿Cómo sabes eso?
—Lo ha dicho el doctor que nos ha llevado al hospital.
—Sí, Nora. Por desgracia, así es.
—Estoy muy triste, papá…
—Todos lo estamos…
¡Qué niña tan serena! Nora es muy lista; a los cuatro años ya construía frases largas y complejas, y utilizaba palabras difíciles que pillaba al vuelo. Tal vez los niños superan ese día horrible con más facilidad de lo que pensaba. Karin, en cambio, aún no sabe cómo asimilar lo ocurrido. Le cuesta hacerse a la idea de que su madre no esté viva.
Hilde se ha quedado en su casa y atiende al teléfono, que no para de sonar. Luisa llama preocupada desde Eltville para saber qué ha pasado. Jean-Jacques pregunta si quiere que vaya, que Swetlana le prestaría el coche.
—No, no —dice Hilde con tacto—. Los niños están bien, no dejéis de disfrutar de la boda.
Entonces Else, su madre, llama y se queja de que lleva horas al teléfono sin poder hablar con nadie. Karin solo oye lo que dice Hilde y, a partir de ahí, deduce las preguntas de Else.
—No, mamá. No, no han muerto todos. Los niños están bien. Solo Edita… No, ella no ha sobrevivido. Pero, por ahora, guárdatelo para ti y no llames a Eltville. Ya se enterarán en el momento debido… Pues claro que sé que eres una persona considerada, mamá. Y, por favor, cuéntaselo con delicadeza a papá, ¿quieres?… No, no. Hoy no voy a regresar a Eltville. Os veré en cuanto pueda…
A continuación llama a una funeraria, explica la situación y le susurra a Karin que alguien se pasará mañana por su casa para hablar de los preparativos necesarios.
—Gracias —dice Karin—. Me alegra que te ocupes de estas cosas, Hilde. Siento como si me estuviera desmoronando por dentro, apenas sé qué hacer a continuación.
—Es comprensible —dice Hilde, acariciándole el hombro—. Para esto está la familia, no vamos a dejaros solos.
—Eres muy amable…
—Mamá, voy a pintar un bombero —dice Stefan tirándole del brazo—. Dame el rojo.
Ha oscurecido y Hilde regresa a su casa, donde sus padres la esperan ansiosos. La noche es intranquila. Karin y Willi se acuestan con sus hijos en la cama de matrimonio. Tienen poco espacio; Nora siente dolor a pesar de las gotas, Stefan se agita en sueños y se despierta una y otra vez llorando. Al final, Karin se lleva a Stefan al salón para poder dormir los dos en el sofá.
Por la mañana, durante el desayuno, están pálidos y ojerosos. Willi ha salido antes para comprar panecillos, Karin ha preparado café y cacao. Pero no tienen apetito y los niños desmenuzan los panecillos en el plato. Willi se sirve solo una taza de café, y Karin apenas logra tragar nada. La silla vacía en la que se sentaba la abuela sigue en la mesa; ni Willi ni Karin han tenido fuerzas para retirarla.
—La abuela vendrá mañana y nos llevará a tomar un helado —anuncia Stefan lanzando una mirada insegura hacia Karin—. Es lo que dijiste, ¿verdad?
—La abuela no va a volver —dice Nora a su hermanito— porque está muerta.
—¡Mentira! —replica Stefan.
—¡Cómete el bocadillo de mermelada de una vez! —ordena Willi mirando a Karin con impotencia.
A las diez tiene un ensayo al que no puede faltar; a fin de cuentas, es su trabajo y es con el que mantiene a su familia. Karin lo entiende. Por supuesto, podría cancelar la función de esta noche y actuaría el segundo elenco, pero ¿qué actor hace algo así si no es absolutamente imprescindible? Hay que hacerse valer, ¡estar en el escenario! El suplente podría tener éxito, y conseguir que se dijese que es mucho mejor que Willi Koch.
La besa en la mejilla y murmura:
—Tú puedes con todo, cariño.
Acto seguido se marcha y ella nota claramente que a él le alegra haberse librado de la aflicción. Recoge la mesa, guarda los platos en el armario, saca un jersey de mangas anchas para que Nora pueda cubrirse el brazo escayolado mientras piensa con desazón que el rodaje en los estudios Unter den Eichen empezará en tres días. ¿Cómo se las arreglará sin su madre? ¡No puede dejar a los niños solos! Y menos aún tras ese terrible accidente y la muerte de su abuela. Willi tiene compromisos en el teatro; él es el principal sostén de la familia, lo que ella gana son ingresos extra.
Hacia las once suena el timbre de la puerta. En la entrada hay un caballero corpulento vestido con traje y corbata negros que se presenta en tono amable como Ludwig Seibelt, propietario de la funeraria Stiller Friede, para luego expresar su más sincero pésame por la trágica muerte. Pese a las tristes circunstancias, Karin no puede evitar sonreír para sí: el señor Seibelt se comporta como si quien hubiera fallecido fuera su propia madre.
Se sientan en el salón, Nora se marcha al cuarto para jugar, Stefan se sube al regazo de Karin y mira fascinado al desconocido.
—¿Y tienes también un coche negro? —quiere saber.
El señor Seibelt resulta tener habilidad en el trato con los clientes, sonríe y le explica que tiene un gran coche negro.
—¿No querrías ir a jugar con Nora al cuarto? —pregunta Karin a su hijo.
—No.
—Entonces, por favor, estate calladito. El señor Seibelt y yo tenemos cosas que hablar.
La muerte es un negocio. El de él. Le entrega unos catálogos con ataúdes de diferentes características y precios; y hay que elegir además los adornos florales, el velatorio, el servicio funerario, la recogida de la fallecida en el hospital.
—Por supuesto, también nos encargamos de los trámites en el cementerio.
—Mi madre quería ser enterrada con mi padre en Bochum —recuerda Karin de pronto—; es una tumba para dos personas. En la lápida hay espacio para gravar su nombre.
El señor Seibelt cancela la lápida y los trámites de cementerio; en su lugar, cobrará por el traslado y el servicio funerario de Bochum y se pondrá en contacto con la administración del cementerio de allí.
—¿Cuánto costará todo esto?
—No llega a cinco mil, señora. Tiene a su favor que estamos en primavera; en invierno las flores son mucho más caras.
Ella firma la documentación y recuerda que su madre disponía de una cuenta de ahorros para pagar el funeral. Pero, de momento, no tiene acceso a ella. ¿De dónde va a sacar el dinero?
El señor Seibert se despide con una leve sonrisa y la máxima cortesía. Ya en la puerta de la entrada coincide con Else, que está a punto de pulsar el timbre.
—Ese Seibelt es un usurero —comenta la mujer mientras la puerta se cierra a su espalda—. Con la funeraria Kugelmann, la de la Schwalbacher Strasse, os habría salido más barato.
Luego se sienta en el salón y se lamenta de que hacía tiempo que temía que algo así ocurriera.
—¡Dios mío! ¡La pobre y querida Edita! Mi Heinz está abatido, le tenía mucho aprecio. Pero siempre fue imprudente. ¡Antes de cruzar la calle hay que mirar a derecha y a izquierda! Yo lo hago incluso en los pasos de cebra. Los jóvenes no tienen nada en la cabeza, no saben hacer otra cosa más que pisar el acelerador…
Explica que había sido un jovencito que se acababa de sacar el carnet de conducir y a quien sus padres, cómo no, le habían regalado sin más un Opel Kapitän.
—Me lo ha contado esta mañana en el café Alma Knauss, que, al parecer, estaba ahí al lado cuando ocurrió. Según ella, Ida Lenhard fue corriendo a la cabina telefónica más cercana y alertó a la policía…
Karin hace café mientras Else entretiene a los niños. Por suerte, en eso tiene maña y los pequeños la adoran. Stefan trepa al momento a su regazo y Nora le trae un libro para que se lo lea. Además, le da un consejo útil: sugiere que August se ocupe de las cuestiones de la herencia y que después del funeral todos los invitados acudan al Café del Ángel, a cuenta de la casa, por supuesto, es lo menos que pueden hacer por la querida Edita.
—Es una suerte que nuestro Willi ahora tenga un empleo fijo y gane el dinero. Así podrás dedicarte tranquilamente a la familia, Karin. Una madre debe estar con sus hijos, ¿no te parece? Y eso del cine, al fin y al cabo, era algo incierto…
Luisa
Esta mañana le ha costado horrores salir de la cama. ¡Menudo día el de ayer! La hermosa boda en la iglesia, la divertida fiesta en el patio de la bodega y luego esa terrible noticia. Aunque Hilde no les contó lo peor, Luisa intuyó que había algo más que se callaba. Lo notó por el tono de voz de Hilde cuando llamó; esa alegría exagerada, como cuando uno quiere tranquilizar a un niño. Colgó el auricular con cierta desazón y le dijo a Fritz que no podrían quedarse mucho rato en la fiesta por las niñas. A fin de cuentas, al día siguiente ellas debían ir al colegio y ella tenía que entrar a las ocho en el salón de moda.
—No te preocupes —respondió él—. Alguien nos llevará a casa. Y, si no, nos vamos en tren.
Así que Luisa estuvo ayudando en la cocina y luego pasó un rato sentada charlando con Swetlana y la familia Herking, aunque con cierta inquietud, ya que ni Petra ni Sina estaban a la vista. Después Frank instaló en el salón el equipo de sonido, del que empezó a atronar una música terriblemente grosera y estridente, y la gente joven se puso a bailar. Marion, por supuesto, también estaba, algo que no le hizo ninguna gracia a Fritz.
—¡No me entra en la cabeza que a esa chica le pueda gustar esa música!
Al final, Luisa hizo de tripas corazón y preguntó a August Koch si los querría acompañar a Bierstadt.
—Con mucho gusto, Luisa. Me viene genial, así también me llevo a Sina; además tengo un montón de expedientes esperando en mi escritorio.
Y entonces ocurrió. ¡Ojalá hubiera ido ella al salón para avisar a Marion! Pero en ese instante vio a Sina y a Petra, que al parecer habían estado echando un vistazo a la bodega, y le pidió a Fritz que fuera a buscar a Marion porque August los iba a acompañar a casa. Las chicas tardaron un rato en recoger las chaquetas, las mochilas y el violín de Petra, pero aun así tuvieron que esperar un buen rato en el coche a Fritz y Marion. Cuando por fin aparecieron, Marion estaba sofocada y sollozaba amargamente; Fritz tenía una expresión furibunda.
—¿Qué ha ocurrido?
—Ya hablaremos en casa —dijo él tajante.
—Tú te has estado besuqueando, ¿no? —conjeturó Petra con una sonrisa.
—¡Cierra el pico! —le siseó Marion.
Dios mío, pensó Luisa. Lo que nos faltaba. Y, en efecto, apenas August los hubo dejado junto a la puerta de su jardín, atronó el castigo paterno.
—¡Dos semanas sin salir de casa! ¡Y ya puedes ir olvidándote de la paga del próximo mes!
Marion se echó a llorar y se marchó corriendo a su cuarto, que cerró tras ella con un portazo. Petra se acercó con sigilo, sin duda con la intención de entrar y consolar a su hermana, pero Marion se limitó a gritar enfadada: «¡Que te largues!».
Luisa en la cocina pidió explicaciones de lo ocurrido. Fritz le habló del «ambiente desvergonzado» que reinaba en el salón, del «contoneo» ridículo al que llaman baile, de las faldas descaradamente cortas de las chicas y del pelo largo de los chicos. Y le dijo que, en medio de ese pandemonio, él había encontrado a su hija de trece años fundida en un abrazo con un chico en un rincón oscuro.
—Seguro que ha sido algo inofensivo, Fritz. La juventud de hoy en día es más permisiva que en nuestra época.
—¡Se estaban besando! Yo lo he visto besuqueándola. En la boca. ¡Y a ella parecía incluso que le gustaba!
Fritz entonces se había acercado veloz a su hija, la había agarrado del brazo y le había propinado dos sonoras bofetadas en la cara. Cuando, acto seguido, fue a por el joven descubrió, para su asombro, que era Frank.
—¡Increíble! Con diecinueve años ya está rondando a una niña de trece! Y, encima, a una que pertenece a su círculo de amistades m