NARRADORA: Eran una obsesión.
Los patinadores estadounidenses de danza sobre hielo Katarina Shaw y Heath Rocha sonríen y saludan a una multitud de fans enloquecidos en los Juegos Olímpicos de Invierno de 2014 en Sochi, Rusia.
NARRADORA: Luego, un escándalo.
Shaw y Rocha rodeados de nuevo por una multitud, solo que esta vez se trata de paparazzi que gritan sus nombres, un frenesí de obturadores y flashes en el instante en que salen de su hotel en Sochi. La pareja se abre paso con expresión seria; Heath rodea a Katarina por los hombros con el brazo.
NARRADORA: Y, al final…, una tragedia.
El comentarista deportivo de la NBC Kirk Lockwood retransmite en directo desde las Olimpiadas de Sochi. «En todos los años que llevo cubriendo el patinaje —dice, negando solemne con la cabeza—, jamás había visto nada parecido».
NARRADORA: Ahora, por primera vez, las personas más cercanas a Katarina Shaw y Heath Rocha compartirán su historia y arrojarán nueva luz sobre lo que condujo a unos hechos sin precedentes durante aquella fatídica final olímpica.
El expatinador olímpico Ellis Dean responde a una entrevistadora en un bar de West Hollywood.
ELLIS DEAN: Bromeábamos diciendo que morirían en brazos del otro o se asesinarían a sangre fría. No tenían término medio.
La entrenadora de patinaje artístico Nicole Bradford es entrevistada en la cocina de su casa en un barrio residencial de Illinois.
NICOLE BRADFORD: Eran los patinadores con más talento con los que trabajé nunca, eso es innegable. Pero, echando la vista atrás…, sí, los problemas ya se veían venir.
La jueza estadounidense de patinaje artístico Jane Currer mira a cámara desde una pista de hielo en Colorado.
JANE CURRER: ¿Cómo íbamos a saberlo? ¿Cómo iba a imaginarlo nadie?
Una serie de imágenes se suceden a toda velocidad: Katarina y Heath patinan juntos de niños. Luego, con más edad, aparecen subidos en lo alto de un podio, sonrientes, con medallas de oro al cuello. Por último, ambos se gritan, Katarina con el maquillaje corrido y el puño cerrado a punto de golpear.
ELLIS DEAN: Una cosa está clara. Nunca habrá otro equipo como el formado por Kat y Heath.
La imagen pasa lentamente a una fotografía de la pista de patinaje de Sochi. Los anillos olímpicos aparecen manchados con salpicaduras de un fuerte color rojo.
ELLIS DEAN: ¿Y sabes qué? Tal vez sea lo mejor.
NARRADORA: Aquí empieza…
LOS FAVORITOS
La historia de Shaw y Rocha
PRIMERA PARTE
Los aspirantes
1
En cuanto me di por satisfecha, le tendí el cuchillo.
Heath se alzó sobre las rodillas y yo me tumbé en el cálido hueco que había dejado en la cama a observarlo: la forma en que el pelo negro le brillaba a la luz de la luna, en que los dientes presionaban el labio inferior mientras, concentrado, hacía la primera marca con la punta de la hoja. Más preciso de lo que yo había sido, trazó unas líneas sinuosas y elegantes por debajo de mis tajos feroces.
«Shaw y Rocha», decía la inscripción cuando acabó. Así era como aparecerían nuestros nombres en el marcador de nuestro primer campeonato nacional de patinaje artístico, que tendría lugar dentro de unos días. La forma en que los anunciarían en las entregas de medallas y los escribirían en los periódicos y los inmortalizarían en los anales. Habíamos grabado las letras en el centro del cabecero antiguo de palisandro con unos surcos tan profundos que no desaparecerían por mucho que se lijara la madera.
Teníamos dieciséis años y queríamos comernos el mundo.
Nuestra maleta para ir a los nacionales ya estaba hecha, y los trajes y los patines nos esperaban en una pulcra pila junto a la puerta de mi dormitorio. Aunque llevábamos años esperando, trabajando y preparándonos para aquel momento, aquellas últimas horas se nos estaban haciendo interminables. Queríamos marcharnos ya.
Ojalá no tuviéramos que volver.
Heath dejó el cuchillo en la mesilla y se sentó a mi lado a admirar nuestra obra.
—¿Estás nerviosa? —susurró.
La vista se me fue al collage dispuesto alrededor de la ventana de vidrio emplomado, por la que entraba el aire: todas eran fotografías de mi patinadora favorita, Sheila Lin. Doble medalla de oro olímpico en danza sobre hielo, una leyenda viva. Jamás se la veía nerviosa, por mucha presión que tuviera.
—No —respondí.
Heath sonrió y deslizó la mano por mi espalda, por encima de la camiseta de Stars on Ice 1996, ya dada de sí, que me ponía para dormir.
—Mentirosa.
Lo más cerca que había estado de Sheila Lin en la vida real había sido en unos asientos en las últimas filas del graderío en aquella gira. Mi padre también me consiguió una foto conmemorativa firmada, que estaba fijada a la pared con el resto de mi altar. Era la mujer, y la deportista, en quien quería convertirme, y no de mayor, sino cuanto antes.
Cuando Sheila y su pareja, Kirk Lockwood, ganaron su primer título nacional, ella seguía siendo una adolescente. A Heath y a mí todavía nos quedaba mucho para llegar a su nivel, también porque aún no habíamos ido al campeonato. La temporada anterior nos habíamos clasificado, pero no teníamos medios para viajar a Salt Lake City. Por suerte, esta vez los nacionales se celebraban en Cleveland, que, en comparación, estaba a un trayecto corto y barato en autocar. Estaba segura de que nos cambiaría la vida.
Y así fue. Pero no como lo había imaginado.
Heath me besó el hombro.
—Bueno, yo sí que no estoy nervioso. Voy a patinar con Katarina Shaw. —Pronunció mi nombre con lentitud y tono reverente, paladeando el sonido—. Y a ella no hay nada que se le resista.
Nos miramos en mitad de las sombras, tan cerca el uno del otro que compartíamos el mismo aire. Más adelante nos haríamos famosos en todo el mundo justo por eso, por alargar el momento previo al beso hasta que era casi insoportable, hasta que todos y cada uno de los espectadores sentían cómo se nos aceleraba el pulso y veían el deseo reflejado en nuestros ojos.
Pero eso era una coreografía. Esto era real.
La boca de Heath por fin se unió a la mía, sin prisa. Creíamos tener toda la noche para nosotros.
Para cuando oímos los pasos, era demasiado tarde.
Nicole Bradford, una mujer rubia de mediana edad muy maquillada y con una rebeca brillante, aparece sentada ante la isla de una gigantesca cocina decorada en blanco sobre blanco en su casa de las afueras.
NICOLE BRADFORD (entrenadora de patinaje artístico): Después de las olimpiadas de invierno siempre resurge el interés. Todas esas niñas creen estar destinadas a convertirse en estrellas. Aunque no suelen mostrarse tan intensas como Katarina Shaw.
Fotografías familiares muestran una Katarina niña con varios trajes de patinadora. En una de ellas, delante de una pared cubierta de imágenes de Sheila Lin, Katarina imita la pose de la patinadora en el póster central.
NICOLE BRADFORD: En la primera clase, Katarina dijo que iba a ser una patinadora famosa, como Sheila Lin. Se ganó el odio instantáneo del resto de las chicas.
Katarina, a los cuatro años, patina sola con expresión seria, el cabello recogido en dos trenzas despeinadas.
NARRADORA: Aunque su nombre acabó convirtiéndose en sinónimo de danza sobre hielo, Katarina Shaw se inició en el patinaje individual, ya que no había chicos con los que emparejarla.
Ellis Dean está encaramado a un taburete alto en una coctelería chic, con una copa de martini en la mano. Tiene poco más de cuarenta años, una sonrisa pícara y el pelo cuidadosamente peinado.
ELLIS DEAN (exbailarín sobre hielo): Hay poquísimos chavales que quieran practicar la danza sobre hielo. Al menos en el patinaje por parejas hay saltos, lanzas a chicas guapas al aire y luego, al recogerlas, les tocas la entrepierna. Si te van esas cosas, claro.
NARRADORA: Puede que la danza sobre hielo sea la modalidad de patinaje artístico más incomprendida.
Imágenes de archivo de patinadores compitiendo en danza sobre hielo durante los Juegos Olímpicos de Innsbruck, Austria, en 1976, el primer año en que esta disciplina se disputó como deporte olímpico.
NARRADORA: Inspirada en los bailes de salón, la danza sobre hielo se centra en secuencias de pasos intrincadas y en la interacción de las parejas más que en las elevaciones acrobáticas y los saltos atléticos que se ven en otras especialidades.
ELLIS DEAN: Muchas bailarinas sobre hielo empiezan practicando con sus hermanos porque son los únicos tíos a los que pueden hacer chantaje emocional. Pero Kat Shaw no tenía esa opción.
2
La puerta se abrió de golpe y el dormitorio quedó inundado de una mezcla apestosa de Marlboro, Jim Beam y olor corporal.
Mi hermano mayor, Lee.
Heath y yo nos incorporamos de un salto. Si mi hermano no quería a Heath en casa, no digamos ya en mi habitación, lo cual no hacía más que alentarnos a buscar formas creativas de colarlo. Si Lee estaba sobrio —algo cada vez menos frecuente—, se limitaba a soltar algún comentario despectivo o a lanzar algún objeto inanimado contra la pared.
¿Cuando estaba borracho? Ahí no tenía límites.
—¿Qué demonios hace este aquí? —Atravesó dando tumbos el umbral—. Te tengo dicho…
—Yo sí que te tengo dicho que no entres en mi habitación.
Antes, cerraba la puerta con la llave de bronce deslucido y la dejaba dentro de la cerradura para que Lee tampoco pudiera espiarnos por el ojo. Hasta que la reventó de una patada.
—¡Esta es mi casa! —Apuntó hacia Heath con el dedo—. Y este no es bienvenido.
Heath se colocó delante de mí con un movimiento suave, como de baile, y sonrió de esa forma que ambos sabíamos que sacaba de quicio a mi hermano.
—Katarina me quiere aquí —dijo—. Igual que me quería su…
Lee se abalanzó sobre Heath, lo agarró del brazo y tiró de él hacia el pasillo.
—¡Basta! —grité.
Heath se aferró al marco de la puerta, clavando las uñas en el perfil cuarteado. Como deportista de competición, estaba en mucho mejor forma que mi hermano, pero Lee le sacaba varios centímetros de estatura y muchos kilos de peso. De un solo empellón, se vio obligado a soltarse.
—¡Lee! He dicho que ya vale.
No por primera vez, deseé tener vecinos cerca que oyeran el griterío y llamaran a la policía, pero nuestra casa estaba en medio de ninguna parte, rodeada por un bosque añoso y la fría extensión del lago Michigan.
Nadie iba a venir a socorrernos.
Salí corriendo detrás de ellos, agarré a Lee del cuello de la camiseta, le tiré del pelo grasiento… Lo que fuera para frenarlo. Él me apartó de un codazo en las costillas.
Heath hizo un valiente intento de darle un pisotón, pero él lo mandó de un golpe contra el pasamanos. Estaban cerca —peligrosamente cerca— de lo alto de la escalera.
Por la mente me pasaron imágenes espantosas: Heath desmadejado al final de la escalera, rodeado de un charco de sangre cada vez mayor. Huesos atravesando la piel, tan destrozados que no podría volver a caminar, y mucho menos patinar.
Me puse en pie como pude y volví corriendo a mi dormitorio.
No fui consciente de lo que hacía hasta que me vi apuntando con el cuchillo a la cara de mi hermano.
—Quítale las manos de encima —le advertí, acercando la hoja a su barbilla cubierta de barba.
Lee bajó la vista con una sonrisa perezosa. No me creía capaz de hacerle daño.
Heath me conocía mejor.
—Katarina. —Cuanto más bajaba la voz, más áspera sonaba, acariciando cada palabra como una brisa entre las ramas de los árboles—. Por favor, baja el cuchillo.
Era un cuchillito de pelar que había sacado de un cajón polvoriento de la cocina. Lo bastante afilado para tallar la madera, pero no para lesionar a nadie, y mucho menos matarlo. Aun así, quería hacer daño a Lee, solo un poco, lo suficiente para que por una vez me tuviera miedo.
Miré a Heath como si estuviéramos solos en el centro de la pista, la música a punto de empezar. «¿Listo?».
Se estremeció y negó con la cabeza. Le mantuve la mirada y aferré el cuchillo con más fuerza. Se notaba que le parecía una idea terrible, igual que se notaba que no se le ocurría ninguna mejor.
Heath apenas bajó la barbilla un milímetro. «Listo».
Me arrojé sobre Lee y deslicé el cuchillo sobre su bíceps. Aulló lleno de rabia, pero soltó a Heath para poder darme un golpe. Lo esquivé, pero el cuchillo se me cayó al alejarme de mi hermano camino de las escaleras. Heath abrió la puerta principal, por la que entró una ráfaga de viento gélido, y se detuvo al otro lado del umbral a esperarme.
Lee soltó una retahíla de exabruptos cuando trastabilló en el último escalón y bajó al recibidor a trompicones. Seguí corriendo con la vista clavada en los ojos de Heath. Casi lo había conseguido.
Sin embargo, Lee llegó primero. Con una mano, cerró de golpe la puerta y echó el pestillo.
Con la otra, apretó la hoja del cuchillo contra mi cuello.
NICOLE BRADFORD: Katarina y Heath se conocieron en la pista, pero él no era patinador.
NARRADORA: Heath Rocha se crio en hogares de acogida. A los diez años, ya había vivido con seis familias distintas.
NICOLE BRADFORD: No estoy segura de cómo era su vida doméstica, así que no quiero lanzar calumnias. Solo diré que sus padres de acogida no parecían demasiado… implicados. Llegó al complejo por medio de una organización benéfica que ofrecía programas de deporte gratuitos a los niños de la zona.
La cámara amplía lentamente una fotografía de unos chicos con uniforme de hockey hasta detenerse en un primer plano de Heath a los diez años. Es el único niño de la foto que no es blanco.
NICOLE BRADFORD: Heath se apuntó a hockey y, después de la primera clase, se quedó dando vueltas por la pista, como si no quisiera volver a casa. Cuando creía que nadie miraba, se sentó en las gradas y se puso a observar a Kat patinar. Era evidente que le gustaba. A mí me pareció muy mono.
Una fotografía de Katarina, a los nueve años, practicando en la pista de hielo North Shore en Lake Forest, Illinois. La cámara se acerca hasta revelar a sus espaldas una figura borrosa en el graderío: Heath.
NICOLE BRADFORD: Al final se hicieron amigos y él empezó a ir a cenar a su casa. Hasta se quedaba a dormir en casa de los Shaw. Katarina estuvo unos meses sin mencionar de nuevo sus aspiraciones respecto a la danza sobre hielo, así que pensé que tal vez lo había superado y estaba lista para centrarse a tope en individuales. Debería haberme imaginado que no iba a rendirse tan fácilmente.
Imágenes de archivo del lago Michigan en pleno invierno. Las olas heladas están sólidas.
NARRADORA: Katarina enseñó en secreto a patinar a Heath en el lago cercano a la casa de los Shaw.
ELLIS DEAN: Yo empecé a patinar a los siete años y ya iba tarde. Heath Rocha tenía casi once.
Jane Currer, una mujer de aspecto severo de setenta y tantos, con el cabello rizado teñido de rojo chillón y un fular de seda en un tono que no combina, está sentada junto a la pista del centro de entrenamiento olímpico de Colorado Springs.
JANE CURRER (exjueza de patinaje artístico por Estados Unidos): Aunque los patinadores de danza sobre hielo suelen alcanzar su momento álgido con más edad, quienes empiezan en cualquier disciplina más tarde que la media se encuentran en desventaja. Los rudimentos del patinaje son la base para el éxito futuro.
NICOLE BRADFORD: Tengo que admitir que no confiaba en absoluto en sus posibilidades. Hasta que los vi patinar juntos.
3
Dejé de resistirme mientras Lee me arrastraba escaleras arriba para luego arrojarme al interior del dormitorio. En cuanto sus pasos tambaleantes se perdieron por el pasillo, corrí hasta la ventana. Heath estaba debajo, descalzo sobre el césped cubierto de hielo. Sus hombros se relajaron en cuanto me vio.
Para ser enero, fuera no se estaba demasiado mal: no había nieve en el suelo y el lago todavía no se había helado. A Heath lo habían echado de casa en peores circunstancias. Yo le bajaba por la ventana ropa, comida, mantas…, pero Lee se enteró y atornilló el marco.
Heath me saludó con un gesto de la mano y se encaminó hacia el bosque. Aunque Lee ya no pudiera encerrarme con llave, a efectos prácticos seguiría atrapada hasta que cayera dormido, lo que podía suceder en cualquier momento entre la medianoche y el amanecer. Sabía dónde se escondía Heath en noches como aquella y no quería arriesgarme a que mi hermano también destruyera su refugio.
Apoyé la mano en el cristal, como si pudiera tocar a Heath a pesar de la distancia, y no la quité hasta que desapareció entre las ramas retorcidas de las acacias. Cuando la aparté, había dejado con la palma una marca roja en la ventana.
Ojalá mi hermano siguiera sangrando.
Desde la muerte de nuestro padre, Lee era el cabeza de familia —aunque solo me sacaba cinco años y apenas era capaz de cuidar de sí mismo— y creía que Heath era una mala influencia. Había que tener cara para que le preocupase la «influencia» de Heath cuando él traía cada semana una chica distinta a casa. Había perdido la cuenta de las noches que había pasado tapándome los oídos con la almohada, tratando de amortiguar los sonidos que hacían las pobres con sus orgasmos a todas luces fingidos.
A la prensa le gusta transformar mis primeros años con Heath en un rollo sórdido, a lo Flores en el ático: los dos criados como hermanos (que no era el caso), sin supervisión adulta que nos impidiera explorar la innegable pasión que sentíamos por el otro (qué más hubiera querido yo).
La verdad, lo creáis o no, es que Heath y yo seguíamos siendo vírgenes a los dieciséis. Nos besábamos, claro, nos tocábamos, apartábamos la ropa para poder sentirnos piel con piel. Sabíamos cómo hacer suspirar, gemir y estremecerse de placer al otro. Yo sabía que él quería ir más lejos. Y yo también.
En cierto modo, parecía absurdo esperar. Al fin y al cabo, ya compartíamos una intimidad que hasta los adultos, después de años de relación, tenían difícil alcanzar. Íbamos a clase juntos, patinábamos juntos, pasábamos juntos prácticamente cada minuto despiertos… y algunos dormidos, cuando conseguíamos burlar la vigilancia de mi hermano.
A pesar de ello, el próximo viaje al campeonato nacional sería la primera vez que estaríamos a solas de verdad. Técnicamente, seguíamos teniendo una entrenadora, aunque apenas podíamos permitirnos pagar a Nicole. El testamento de mi padre había dividido todo a partes iguales entre Lee y yo, incluida la propiedad, pero hasta que cumpliera los dieciocho no podría acceder a mi mitad.
Nicole nos ayudaba a Heath y a mí todo lo que podía —nos empleaba a tiempo parcial en la pista para cubrir el coste del uso que le dábamos y nos ayudaba con las coreografías, ya que contratar a un profesional estaba fuera de nuestro alcance—, pero no era cuestión de pedirle que renunciara a las clases pagadas para viajar con nosotros gratis. Así que iríamos solos y pasaríamos varias noches en un motel cochambroso que habíamos reservado porque el alojamiento oficial era demasiado caro.
Cualquier adolescente normal habría estado ansiosa de aprovechar la ausencia de carabina, pero yo no era una adolescente normal. Iba a ser campeona olímpica y no estaba dispuesta a hacer ninguna tontería que pusiera en peligro mi objetivo. Ni apuñalar a mi hermano, por mucho que se lo mereciera, ni quedarme embarazada y tener que gastarme en un aborto los escasos fondos de que disponíamos para pagar los entrenamientos.
Todo el mundo cree que Heath Rocha fue mi primer amor. No es cierto.
Mi primer amor fue el patinaje artístico.
Sucedió en febrero de 1988, durante las Olimpiadas de Invierno de Calgary. Tenía cuatro años y, aunque ya se había pasado la hora de acostarme, estaba viendo la final de danza sobre hielo.
Lin y Lockwood fueron la última pareja en salir al hielo. Mientras, en el centro de la pista, esperaban en posición a que sonara la primera nota de su programa, la cámara fue acercándose, dejando de lado a Kirk, con su traje ceñidísimo y su pelo peinado hacia atrás, para enfocar la cara de Sheila.
A la pareja que había patinado justo antes que ellos se le había notado los nervios, como si estuvieran rezando a su dios correspondiente para que tantos años de esfuerzo agotador se vieran recompensados con la gloria olímpica.
No era así en el caso de Sheila Lin. Sus labios, pintados del mismo tono que la pedrería que le adornaba el cabello negro, dibujaban una sonrisa orgullosa. Aunque yo no tenía ni idea de aquel deporte, supe que iba a ganar. Sheila sonreía como si ya hubiera vencido, como si ya tuviera la medalla de oro al cuello y se alzara con las cuchillas de los patines bien clavadas sobre el cadáver todavía palpitante de sus oponentes.
No me hice patinadora por un deseo infantil de lucir lentejuelas y girar como una bonita peonza. Me hice patinadora porque quería sentirme igual que ella.
Grande. Valiente. Una diosa cubierta de purpurina. Tan segura de mí misma que pudiera hacer realidad mis sueños por pura fuerza de voluntad.
El patinaje fue mi primer amor, pero con los años se había convertido en mucho más que eso. Era lo único que se me daba bien, mi mayor esperanza de una vida mejor, mi oportunidad de escapar de aquella casa oscura y ruinosa, de mi hermano y sus ataques de rabia. Si me entregaba a fondo, si conseguía ser lo bastante buena…, puede que un día fuera tan invulnerable como Sheila Lin.
El campeonato nacional era el primer paso, el comienzo de todo. Pronto, me dije con la mirada puesta en las sombras más allá de la ventana de mi dormitorio, Heath y yo nos habríamos librado de aquel lugar.
Y, pasara lo que pasara, estaríamos juntos.
4
Cuando conseguí escabullirme de casa, estaba amaneciendo.
Lee dormía boca abajo en el sofá del salón. El hogar de la chimenea estaba lleno de colillas y las botellas de alcohol habían dejado cercos por todo el suelo original de madera. Para mi hermano, aquella era la idea de una noche tranquila.
Fuera, la mañana era fresca y serena, silenciosa salvo por las olas lamiendo la orilla y mis pisadas por el camino de grava. Apreté el paso y rebasé corriendo la camioneta salpicada de barro de Lee para tomar el sendero que sabía que Heath había seguido en la oscuridad.
La casa de mi niñez se encuentra en un barrio de las afueras de Chicago, más cerca de la frontera con Wisconsin que de la ciudad, denominado The Heights por su levísima elevación sobre el paisaje que lo rodea, más llano que una tortita. La mayor parte de la zona se pobló a finales del siglo XIX, tras los incendios y los disturbios obreros que hicieron huir a los ricachones del centro en busca de la relativa seguridad de la ribera norte del lago Michigan. Los Shaw ya llevaban décadas viviendo allí.
Mi tatara-no-sé-cuántos-abuelo compró un buen pedazo de terreno con vistas al agua cuando la zona no era más que barro, arena y robles negros encorvados por los vientos que azotaban desde el lago. Al cabo de una generación, un nuevo Shaw construyó la casa justo a la orilla, con bosque suficiente por detrás para taparle las vistas a cualquier futuro vecino cotilla.
La vivienda como tal es bastante simple: una modesta casa de labor en piedra con un par de detalles neogóticos. Lo valioso es la finca. Cada diez años o así viene a husmear algún promotor, ofrece un buen pellizco y el Shaw que vive allí en ese momento lo manda a paseo, unas veces con la típica actitud pasivo-agresiva del Medio Oeste y otras con un rifle en la mano.
Podéis entender cómo adquirí mi personalidad encantadora.
De niña odiaba aquella casa. Cuando mis padres la heredaron, ya estaba destartalada y llena de telarañas, y mi madre murió antes de poder poner en práctica sus grandes planes de redecoración. Cuando yo no estaba en el colegio o la pista de patinaje, andaba correteando por la finca, primero sola y luego con Heath a mi lado. Los meses de calor, el lago era nuestro lugar predilecto. Nadábamos entre las olas, nos encaramábamos a las rocas para ver pasar los veleros y cargueros, y encendíamos fogatas en la estrecha franja de arena que pasaba por ser una playa privada.
Cuando el tiempo empeoraba, nos retirábamos al establo. Todos seguían llamando así a aquella edificación, aunque llevaba sin alojar caballos desde décadas antes de que naciera mi padre. Construido en el mismo tipo de piedra gris que la casa, se encontraba cerca de la linde norte, justo al lado del cementerio familiar. Lee evitaba aquel rincón de la propiedad: jamás visitaba las tumbas de papá y mamá, ni siquiera el día de su cumpleaños o el aniversario de su muerte.
Así que, cuando no había pasado ni una hora tras el funeral de nuestro padre y Lee echó a Heath de casa, nos pareció el escondrijo perfecto. Me pasé semanas llevándole provisiones a hurtadillas: velas, leña, un colchón viejo que saqué a rastras del sótano y hasta un radiocasete a pilas.
Aquella mañana, en cuanto entré en el establo me di cuenta de que Heath no había descansado mucho más que yo. Había metido el colchón en el cubículo más cálido, lejos de la claraboya rota que servía de chimenea, y en la emisora de música clásica que sintonizaba cuando le costaba dormir sonaba un nocturno de Debussy. Solo quedaban las cenizas del fuego de la víspera y, aunque el sol había empezado a derretir la escarcha adherida a los afilados añicos de las ventanas, hacía tanto frío que se veía el vaho que echaba por la boca.
Le había traído el abrigo más calentito que tenía y le cubrí los hombros antes de tumbarme a su lado. Abrió los ojos y, a pesar de la poca luz, distinguí el moratón del derecho, que se extendía como una flor púrpura entre las pestañas y el pómulo.
Deslicé las puntas de los dedos sobre la piel hinchada, sin tocarla. Aunque debía de dolerle, Heath exhaló una nubecilla de vapor y se acercó a mi mano.
—Voy a matar a Lee —dije.
—No es para tanto —respondió. Al hablar, le castañetearon los dientes. Me descalcé y froté los calcetines de lana contra los dedos entumecidos de sus pies—. Podrás tapármelo para los nacionales, ¿verdad?
Asentí, aunque no estaba segura de que alguno de los correctores de supermercado que había en mi neceser fuera a conseguirlo del todo.
—Creía que, helándome aquí fuera, tal vez no me subiría la hinchazón. —Al apartarme el cabello con una caricia, los dedos se le enredaron—. Al menos me alegro de que no te hiciera daño a ti.
Hacía mucho que Lee había descubierto algo: la mejor manera de hacerme daño era hacérselo a Heath.
Heath siempre había sido estoico; los insultos y los golpes, por fuertes que fueran, le daban igual. Una vez, Lee lo arrojó contra una pared con tanto ímpetu que se quedó inconsciente unos terroríficos segundos y, cuando conseguí que despertara a base de zarandearlo, lo único que hizo fue encogerse de hombros y decir que podía haber sido peor.
Por muy unidos que estuviéramos, no sabía casi nada de la vida de Heath antes de conocernos. Su partida de nacimiento mostraba que venía de Michigan y que llevaba el apellido de su madre. El campo donde debería haber constado el padre estaba vacío. «Rocha», que debía de ser de origen español, o puede que portugués, era la única pista que tenía sobre su ascendencia. La mayoría de la gente del Medio Oeste, al verle la piel morena y el pelo oscuro, imaginaba que era mexicano o de Oriente Próximo (y, en consecuencia, le atribuía otras características… menos agradables).
Heath no sabía nada más sobre sus padres biológicos e insistía en que tampoco quería buscarlos. Yo jamás había pisado su casa de acogida, un pequeño bungalow de color sepia, situado junto a las vías del tren, que no parecía capaz de albergar a todas las personas que vivían allí en un momento dado. Cuando Heath se mudó a nuestra casa el verano antes de octavo, mi padre le cedió el dormitorio que Lee había ocupado de niño y que había desalojado en cuanto cumplió los dieciocho para largarse a un asqueroso apartamento compartido más cerca del centro. Heath se había quedado boquiabierto mirando el cuarto, ventoso y angosto, como si fuera un palacio real. Ahí me había dado cuenta de que debía de ser la primera vez que disponía de espacio para él solo.
A Heath no le gustaba hablar de su pasado y a mí no me gustaba meterme donde no me llamaban. Lo único que sabía era que, si la vida con Lee Shaw era una mejoría, lo que hubiera vivido antes debía de haber sido una auténtica pesadilla.
—Matar a tu hermano me parece un pelín extremo. —Heath ya no tiritaba tanto, así que sus palabras sonaron más claras—. Pero, si quieres rajarle las ruedas, ahí te secundo.
—Tengo una idea mejor —respondí—. Mírate los bolsillos.
Heath rebuscó por el abrigo hasta notar un tintineo metálico. Una sonrisa lenta se abrió paso por su rostro mientras sacaba las llaves de la camioneta de Lee.
Yo todavía no tenía carnet, pero Heath se lo había sacado el verano anterior.
—Ahora sí que nos va a matar, a los dos —dijo.
—Si nos vamos antes de que se despierte, no.
Sin soltar las llaves, me sujetó la cara entre las manos y me besó. Noté el metal frío contra la mejilla.
—¿Qué te tengo dicho, Katarina Shaw?
Sonreí y le devolví el beso.
—Que no hay nada que se me resista.
NICOLE BRADFORD: Al principio, Heath parecía incapaz de llegar a nada. Gracias a las clases de hockey, podía patinar rápido, pero sin delicadeza alguna. En la danza sobre hielo hay que moverse sobre el filo de las cuchillas, deslizándolas por el hielo con control y precisión.
En un vídeo casero grabado por la señora Bradford durante uno de sus primeros ensayos juntos, Katarina y Heath intentan efectuar algunos cruzados sencillos hacia delante, patinando de la mano.
NICOLE BRADFORD: Pero tenían una especie de… conexión.
A Heath no dejan de enredársele los patines mientras trata de seguir el ritmo de Katarina. Ella le aprieta la mano. Él deja de fijarse en sus propios pies y, en su lugar, la mira. Enseguida, ambos se mueven en sincronía.
NICOLE BRADFORD: Era como si se leyeran la mente. Él necesitaba mejorar muchísimo la técnica, pero nunca he visto a nadie esforzarse tanto como Heath.
ELLIS DEAN: Imagina estar tan pillado por alguien como para dominar un deporte olímpico solo para pasar tiempo con esa persona.
NICOLE BRADFORD: Para cuando cumplieron los trece, a mí ya me dio por pensar a lo grande: nacionales, mundiales, puede que hasta las olimpiadas. Yo jamás había llegado tan lejos.
Katarina y Heath se suben a lo alto del podio en una competición regional.
NICOLE BRADFORD: Una tarde me los encontré en un banco fuera de la pista. Estaban abrazados y, por un momento, pensé que podían estar… [Carraspea]. En fin, resultó que estaban llorando. Los vi tan mal que pensé que había muerto alguien.
Una serie de instantáneas muestran a Katarina y Heath de niños, en la pista y en casa de los Shaw: nadando en el lago, dando volteretas en el césped, acurrucados bajo las mantas viendo la televisión.
NICOLE BRADFORD: Por fin conseguí que Heath se tranquilizara lo suficiente como para contarme que iban a trasladarlo a otra casa de acogida, a varias horas de coche. Le quedaba menos de una semana.
JANE CURRER: Lo más seguro es que, con la partida del señor Rocha, la señorita Shaw hubiera tenido que dejar el patinaje, a menos que encontrara otra pareja. Desde que se dedicaba a la danza sobre hielo, había desarrollado una silueta que no era… idónea para los saltos que exige el patinaje individual femenino.
NICOLE BRADFORD: A mí también me daba pena, pero ¿qué le iba a hacer? Se acabó y ya, pensé. Sin embargo, al día siguiente, aparecen los dos de la mano y con una sonrisa de oreja a oreja. Katarina dice que al final Heath no se va a ninguna parte.
En una fotografía de Katarina y Heath preadolescentes, ambos flanquean al padre de ella fuera del estadio Rosemont Horizon tras el espectáculo de la gira Stars on Ice de 1996, con Lin y Lockwood como cabezas de cartel. El señor Shaw les rodea los hombros y los tres muestran una amplia sonrisa.
NICOLE BRADFORD: Katarina había convencido a su padre de convertirse en tutor legal del chico.
5
La calefacción del Chevy de Lee no funcionaba y por las ventanas, que no cerraban bien, se colaba un viento gélido. Aun así, los recuerdos que guardo de aquel viaje con Heath me calientan el corazón.
Las manos enguantadas unidas sobre la palanca de cambios, el sol invernal acariciándonos el rostro mientras cantábamos las canciones de Savage Garden y Semisonic que sonaban en la radio. El calorcillo se me extendía por el pecho y se me acumulaba más abajo cada vez que Heath se volvía hacia mí y me sonreía.
Tras kilómetros y kilómetros de maizales, explotaciones ganaderas y humeantes polígonos industriales, Cleveland por fin asomó en el horizonte. Llegamos varias horas antes que si hubiéramos tenido que viajar en autocar, justo a tiempo para una sesión de entrenamiento libre en la pista de competición.
Al entrar en el pabellón, aun con el pelo sin lavar recogido en una coleta cutre y con el sabor a quemado del café de gasolinera en la lengua, me sentí el no va más del glamour, algo que ahora me parece ridículo. Un complejo deportivo polivalente en Cleveland, Ohio, no es lo que se dice el colmo de la sofisticación. Pero aquel día, al alzar la vista hacia la ola encrespada de asientos azules, sentí que había llegado a lo más alto.
Mientras estirábamos para desentumecernos tras la noche en vela y todas las horas que habíamos pasado en el congelador que era la camioneta de Lee, observaba —y juzgaba— al resto de los patinadores.
Casi al lado estaban Paige Reed y Zachary Branwell, medalla de plata del año anterior, un par de pulcros rubios nórdicos de Minnesota. Tenían una técnica envidiable, pero, por mucho que fueran pareja tanto dentro como fuera de la pista, resultaban más fríos que unas rebanadas de pan de molde sin tostar. Paige, además, se apoyaba más en la pierna izquierda por culpa de una lesión de pretemporada.
A las otras dos parejas no las conocía, así que o era su primera vez en los nacionales, igual que nosotros, o el año anterior habían puntuado demasiado bajo como para salir en la tele. Había una chica delgada y plana con un chico pecoso, pero no suponían una amenaza: clavaban bien los filos, pero sus movimientos no eran fluidos y apenas se tocaban, como si estuvieran en un baile de secundaria.
Los dos miembros de la última pareja llevaban coleta: la de él, oscura y recogida con un lazo, como un aristócrata; la de ella, rubio platino y tan tensa que le daba el aspecto de una divorciada con un lifting facial. Eran sorprendentemente buenos, pero también les faltaba conexión. Patinaban uno junto al otro, no «con» el otro.
Heath y yo podíamos vencerlos, pensé mientras un hormigueo vertiginoso se me extendía por el pecho.
Justo entonces sonó una fanfarria por los altavoces y una nueva pareja entró en la pista.
En lugar del típico chándal de calentamiento, ya llevaban el traje y el maquillaje completo. El vestido de ella era de aire retro y brillaba como una bola de discoteca azul hielo. Su compañero lucía unos tirantes a juego sobre una camisa negra a medida que subrayaba a la perfección su postura impecable. Y no estaban calentando ni ensayando el programa sin más. Lo estaban llevando a cabo de principio a fin, sonriendo al graderío cada vez que acababan un paso, como si el estadio estuviera a rebosar de rendidos admiradores.
Esos sí que eran nuestra competencia.
Hice girar mi anillo para serenar los nervios. Desde mi primera competición en juveniles, llevaba como amuleto el anillo de compromiso art déco de mi madre. Cuando era pequeña, colgado de una cadena de oro al cuello. Para cuando cumplí los dieciséis, ya se ajustaba a mi dedo corazón, así que empecé a llevarlo conmigo a todas horas, pues sabía que, si Lee le ponía las manos encima, lo empeñaría y se bebería las ganancias.
—No te preocupes por ellos —dijo Heath. Era capaz de leerme la mente como si fuera el pronóstico del tiempo—. Lo que importa es que lo hagamos lo mejor posible.
A mí no me interesaba hacerlo «lo mejor posible» a menos que fuéramos mejores que los demás. Llevábamos tanto tiempo siendo los mejores de la pista de nuestro pueblo que ya no significaba nada. Si queríamos seguir avanzando, si queríamos convertirnos en deportistas olímpicos, necesitábamos un reto, que nos desafiaran. Bueno, pues esa era la oportunidad perfecta, acababa de pasar con sus lentejuelas azules por delante de nuestras narices.
Le di la mano a Heath y salimos al hielo. Mientras completábamos un par de vueltas, el otro equipo acabó su programa y volvió a situarse en el centro de la pista. Su música empezó de nuevo y repitieron la coreografía entera, paso a paso, sonrisa a sonrisa. Ni siquiera parecía que les faltara el aliento.
Heath enarcó las cejas, como diciendo: «¿Vamos?». Sonreí con picardía y tiré de él hacia mí sin preocuparme de recolocar su mano, que había bajado demasiado y estaba sobre el hueco de mi cintura.
Arrancamos a girar por la pista, sincronizando nuestros movimientos con la música. Así era como aprovechábamos los entrenamientos en casa: llegábamos pronto e improvisábamos con la música que sonara en el momento, ya fueran los temas pop de los 40 principales que atronaban durante las sesiones de patinaje público o las alegres cancioncillas de dibujos animados que acompañaban las fiestas de cumpleaños infantiles.
Nuestros pies primero siguieron la grandilocuente armonía de los vientos para luego acelerar con la melodía de las cuerdas. Girábamos cada vez más rápido, la coleta se me deshizo y los rizos salvajes me azotaban la cara; nos habíamos olvidado de la competición. Por unos instantes maravillosos, solo existíamos Heath y yo, el hielo, nuestros patines y el ritmo.
Y, de pronto, dejé de estar entre los brazos de Heath.
Me vi tirada boca abajo, la cadera retorcida en un ángulo extraño, el hielo quemándome las palmas de las manos. Esquirlas de nieve me salpicaron los ojos cuando un par de patines se detuvieron a unos centímetros de mi nariz.
—¿Estás bien? —preguntó una voz desde algún lugar por encima de mi cabeza.
Aquellos patines estaban tan limpios que parecían nuevos, con su cuero blanco y sus cordones cuidadosamente atados. Yo limpiaba mis botas cada noche antes de acostarme y ni por asomo estaban tan lustrosas.
—¡Katarina! —La voz de Heath. Su aliento en mi oído—. ¿Puedes levantarte?
Parpadeé y el hielo se derritió en mis ojos. O puede que estuviera llorando, no lo tengo claro. No dejaba de mirar aquellos patines fijamente. Había algo grabado en las cuchillas. Un texto en delicada letra cursiva. Un nombre.
Su nombre. «Isabella Lin».
Kirk Lockwood —a quien previamente se ha visto en imágenes de archivo de las Olimpiadas de Sochi— está sentado junto al ventanal en saledizo del salón de su casa en Boston.
KIRK LOCKWOOD (expatinador profesional): ¿Es hora de hablar de Sheila?
JANE CURRER: Para comprender a Katarina Shaw, primero hay que entender a Sheila Lin.
KIRK LOCKWOOD: Sheila empezó a entrenar en mi pista el verano de 1980. Se había quedado sin pareja. Supongo que ya había probado con un par, no es algo raro. Pero es que era buenísima. No entendía cómo nadie podía dejarla escapar… O por qué no habíamos coincidido hasta entonces.
Vista exterior de la pista de patinaje sobre hielo del Centro de Alto Rendimiento Lockwood, en las afueras de Boston.
NARRADORA: Mientras que nadie sabía de dónde había salido Sheila Lin, Kirk Lockwood provenía de una larga dinastía de patinadores. Su familia había fundado el Centro de Alto Rendimiento Lockwood, conocido por ser cuna de campeones de patinaje, como la madre de Kirk, Carol, medalla de plata en individuales femeninos en los Juegos Olímpicos de Cortina.
JANE CURRER: Se formó cierto escándalo cuando Kirk dejó a su pareja por Sheila. Llevaba casi diez años con Deborah Green y acababan de ganar el oro en el mundial júnior.
KIRK LOCKWOOD: Tal vez, si fuera mejor persona, diría que me arrepiento, pero no. Formar pareja con Sheila fue la primera decisión que tomé solo, sin que mis padres me dijeran qué hacer.
JANE CURRER: Sheila lo manipuló. Era el mejor y lo quería para sí.
KIRK LOCKWOOD: Ella era mejor que yo y yo sabía que patinaría como nunca lo habría hecho con Debbie. Uno tenía que subir al nivel de Sheila, porque ella no iba a rebajarse por nadie.
Imágenes caseras, antiguas y borrosas, muestran a Sheila y Kirk practicando rotaciones sincronizadas en paralelo, lo que se conoce como twizzles. Kirk pierde el equilibrio y se cae. Sheila ni siquiera baja de velocidad.
KIRK LOCKWOOD: Y, si no llegabas a su nivel, pues peor para ti.
6
Una mano bajó a mi altura y yo la cogí.
Hasta que no estuve de nuevo de pie no me di cuenta de que era la del chico de los tirantes de lentejuelas azules.
Si la chica era Isabella Lin, él tenía que ser su mellizo, Garrett. El parecido con su famosa madre era inconfundible. Los dos tenían los altos pómulos de Sheila, sus labios carnosos y su cabello de anuncio de champú. Y, desde luego, también habían heredado su talento sobre los patines.
Ganar dos medallas de oro consecutivas ya era raro, pero lo que había conseguido Sheila Lin lo era aún más: seguir compitiendo después de dar a luz. Los mellizos habían nacido tras sus primeras olimpiadas. Las segundas las vieron sentados en primera fila.
Yo sabía que Garrett e Isabella habían seguido los pasos de su madre, pero aún los imaginaba como los niños que había visto en el regazo de Sheila en las retransmisiones. Eran más pequeños que Heath y yo, aunque no mucho: quince años, y ya estaban compitiendo en nivel sénior, con equipos que les sacaban una década. Las cosas que pueden conseguirse cuando se nace con la mejor entrenadora del mundo…
—¿Te has hecho daño? —preguntó Heath al tiempo que me rodeaba con el brazo.
Yo seguía dándole la mano a Garrett Lin. La dejé caer, di un paso atrás y me limpié el hielo de las mallas.
—Estoy bien. Me he quedado sin aire, solo eso.
Cualquiera que patine está acostumbrado a caerse. Sé cómo prepararme para absorber el impacto y evitar lesiones, pero estaba tan ensimismada que, antes de darme cuenta de lo que pasaba, ya estaba en el suelo.
—Lo siento mucho. —Garrett parecía más disgustado que yo—. No me…
—No te disculpes con ellos.
A diferencia de Garrett, que superaba el metro ochenta y aún no había terminado de crecer, su hermana era menuda, como Sheila. Isabella apenas me llegaba a la barbilla y, aun así, parecía estar mirándome por encima del hombro.
—Ha sido culpa suya —dijo.
Los dedos de Heath se tensaron y se me clavaron en el hombro, desde donde me irradió un dolor sordo.
—Nos habéis atropellado.
Isabella se cruzó de brazos.
—Estaba sonando nuestra música.
—Si suena tu música, tienes preferencia de paso durante el ensayo —explicó Garrett con tono amable, sin condescendencia alguna—. De todas formas, deberíamos haber prestado más atención. ¿Seguro que estás bien? Si te has dado un golpe en la cabeza o…
—Está bien —replicó Heath, tirando de mí hacia las barreras.
A cada paso con los patines, notaba cómo se extendía el dolor de la espalda y penetraba hasta la columna.
No podía permitirme una lesión. Era el campeonato nacional. Nos esperaban tres días seguidos de competición. Habíamos trabajado un montón para estar allí.
—¿Qué pintáis en los nacionales —Isabella alzó la voz— si ni siquiera sabéis…?
—Bella.
La voz sonó suave y serena, pero los dos mellizos se enderezaron como si les hubiera impartido una orden un mando militar. Seguí su mirada y allí estaba.
Sheila Lin.
En persona era tan impresionante como en las fotos de la pared de mi dormitorio. Llevaba el pelo más corto, en una media melena recta que seguía el perfil afilado de su mandíbula. Iba entera de blanco: un pantalón ceñido y una cazadora de cuero tan inmaculada como los patines de su hija.
Me encontraba a pocos metros de la mujer que llevaba idolatrando desde que alcanzaba mi memoria. Y me había visto caer como una aficionada cualquiera, a punto de llevarme por delante a sus hijos, los campeones.
Heath ni siquiera pareció enterarse de su presencia. Me sacó de la pista y me ayudó a sentarme en un banco antes de arrodillarse para ponerme los protectores.
—¿Qué necesitas? —me preguntó—. Puedo traerte hielo. O un médico, para que te eche un vistazo y así nos aseguramos de que no…
—Estoy bien —repetí. Notaba las caderas rígidas y un dolor pulsante se me estaba agarrando a la articulación derecha. Moverme me vendría bien—. Déjame descansar un segundo y volvemos a salir.
—Voy a buscar al médico.
Antes de que pudiera impedírselo, ya se había ido. Sabía que se sentiría mejor si hacía algo, aunque estaba segura de que me dolía más el orgullo que el golpe.
Los mellizos estaban junto a las barreras, las cabezas inclinadas mientras hablaban con Sheila. Probablemente de la ignorante que se había chocado con ellos porque no sabía ni las reglas básicas para compartir pista. Cerré los ojos, decidida a aguantarme las lágrimas que ya asomaban.
—Por favor, dime que lo has hecho aposta.
Levanté la vista. Era el chico de la coleta que había visto antes. De cerca era tan flaco que ya no parecía un aristócrata, sino más bien uno de esos golfillos victorianos, pero altísimo.
—¿Cómo? —respondí.
—Lo de quitarte de en medio a los mellizos Lin. —Se sentó a mi lado con una sonrisa pícara en el rostro pálido—. Por favor, dime que ha sido aposta.
—Ha sido un accidente. No he mirado por dónde iba y…
—Lástima. Me habías parecido de esas.
—¿«De esas»? —No era capaz de saber si se estaba riendo de mí o no.
—De las que harían cualquier cosa por ganar. —Me tendió la mano—. Ellis Dean.
Se la estreché.
—Katarina Shaw.
—Encantado, Katarina Shaw. —Se arrimó a mí y bajó la voz para susurrarme—: La próxima vez, ve a por la serreta de freno y será ella la que acabe comiéndose el hielo.
Como si, de alguna manera, lo hubiera oído desde la otra punta de la pista, Isabella nos lanzó una mirada. Ellis le sonrió y levantó el índice a modo de saludo. Ella no le devolvió ninguno de los gestos.
—Hazme caso —señaló Ellis entre dientes—. Se lo merece.
Cuando Isabella me miró, ni me molesté en sonreírle. Yo también le clavé la mirada y se la sostuve sin pestañear hasta que los ojos empezaron a arderme.
Al final acabó dándose la vuelta y le dio un trago a su botella de agua con cristales de Swarovski incrustados.
Mi primera victoria sobre Bella Lin. Me prometí que no sería la última.
Garrett Lin, ya cerca de los cuarenta años, está sentado en un sofá de cuero en su casa de San Francisco.
GARRETT LIN (hijo de Sheila Lin): Si cree que voy a ponerme a echar pestes de mi madre, de lo mala que era conmigo y mi hermana o yo qué sé…, olvídelo, ¿vale? No he aceptado participar para eso.
Se muestran varias polaroids de Sheila durante el embarazo; luego aparece el anuncio del nacimiento. De pequeños, los mellizos parecen idénticos, con su pelo negro y su mantita dorada.
KIRK LOCKWOOD: Sheila era la persona más motivada y centrada que he conocido. ¿Y de pronto aparece embarazada, de mellizos, a los veintidós? No me lo podía creer.
ELLIS DEAN: Bella y Garrett nacieron a los nueve meses justos de los Juegos de Sarajevo. Sheila se negó a decirle a nadie quién era el padre, pero tuvo que ser un rollo en la villa olímpica.
KIRK LOCKWOOD: Lo único que sé es que no fui yo. Además de mi medalla de oro, hay otra que puedo colgarme: la de gay que jamás ha estado con una mujer.
GARRETT LIN: Sé que mi madre no planificó el embarazo, pero casi lo parece, ¿verdad? Le salió el equipo de danza sobre hielo ya montado y nos puso los patines en cuanto aprendimos a andar.
NARRADORA: Tras dar a conocer el embarazo, Sheila Lin se apartó de la esfera pública. Aunque no había anunciado su retirada, casi todos supusieron que no volvería a competir.
En una serie de fotos hechas por paparazzi, Sheila empuja un cochecito gemelar por la calle de una ciudad.
KIRK LOCKWOOD: Pasamos meses sin hablar. Cuando por fin se puso en contacto conmigo y dijo que quería empezar a entrenar para los Juegos del 88, estuve a punto de mandarla a la mierda. Perdón por la expresión, pero es que, venga, ¿acaso creía que estaría esperándola? A ver, en cierto modo sí, pero esa no es la cuestión.
Sheila se ata los patines en el Centro de Alto Rendimiento Lockwood con la mirada, decidida y desafiante, fija en el hielo.
KIRK LOCKWOOD: Pensaba que mejor dejarlo cuando se está en lo alto, ¿no? Pero ella estaba convencida de que podíamos ganar de nuevo. Y, cuando Sheila Lin quería algo…, solo a un idiota se le habría ocurrido interponerse en su camino.
7
A la mañana siguiente, el dolor de la cadera había empeorado. Me dije que eran los muelles del colchón del motel, que se me clavaban mientras intentaba dormir pese al ruido del tráfico de la autopista y los gritos de placer —para nada fingidos— provenientes de la habitación de al lado.
Giré la llave del agua caliente hasta el tope y me estiré bajo el chorro, tratando de relajar
