Nunca olvides que te quiero

Nicholas Sparks
M. Night Shyamalan

Fragmento

Capítulo 1

1

Cape Cod en mayo hace revivir la esperanza en los corazones de los neoyorquinos, previamente congelados, y sus verdes prados y sus brisas oceánicas albergan la promesa de los días de verano que ya están a la vuelta de la esquina. Mientras bajaba la ventanilla del coche, respirando el aroma de todas las cosas que crecen, me maravillé de lo lejos que me sentía de los cielos helados y grises y las alcantarillas inundadas por la lluvia de la vida ciudadana. Aquí, al menos, el invierno se había retirado hacía tiempo, y el sueño de los días más lentos y bañados por el sol parecía tan cerca que casi se podía tocar.

Yo había visitado el Cape unas cuantas veces antes, pero nunca esa localidad en particular. Prima más pequeña y tranquila del imán cercano de Provincetown, Heatherington parecía regodearse en sus vibraciones clásicas de los cincuenta. Al pasar por su avenida principal, Pleasant Street, tomé nota de las diminutas y elegantes tiendas que vendían antigüedades, helados gourmet, juguetes de madera y pizzas hechas en horno de ladrillo, así como de los padres que empujaban carísimos cochecitos por unas aceras pavimentadas con adoquines. Los que habían venido a pasar el día salían y entraban de las tiendas, y debajo de un antiguo y enorme reloj, un par de caballeros mayores con gorras de béisbol conversaban en un banco de madera. Me paré un poco en un cruce para dejar que pasaran algunos músicos, con sus guitarras sujetas a la espalda con correas. Entonces vi una farmacia y tienda de refrescos de estilo retro en la esquina. Dentro, un grupo de adolescentes estaban sentados ante un mostrador, bebiendo batidos con unas pajitas muy largas.

Sonreí pensando que la escena era casi demasiado perfecta para ser real, pero después de reflexionar, me pareció lógico que mi mejor amigo, Oscar, hijo de padres inmigrantes que llevaban una tienda de delicatesen en Boston, buscase un fragmento del mítico ideal americano. A medida que el tráfico empezó a moverse de nuevo, fui captando algún atisbo de casas de estilo colonial y listones muy cuidadas, con vallas de madera blancas en las calles laterales, a izquierda y derecha. Heatherington era realmente pintoresco, tenía que reconocerlo, y como siguiendo una indicación, de repente las nubes que cubrían el cielo se apartaron, dejando paso a un cielo de un azul tan intenso que me obligó a entrecerrar los ojos.

Era lunes, el típico inicio de una nueva semana de trabajo, y yo estaba en el pueblo para ayudar a Oscar y su mujer, Lorena, a diseñar y construir su casa de vacaciones, aunque hasta el momento solo había visto fotos del terreno que habían comprado. Yo quería que me contaran lo que tenían pensado, y aquel día sería nuestra primera conversación real sobre el proyecto. Siguiendo las indicaciones que me habían dado y manteniendo los ojos clavados en el GPS, giré por Pleasant Street y me dirigí hacia el lugar de su futura casa, donde habíamos planeado reunirnos. A las afueras del pueblo pasé por un recinto ferial muy extenso con unos escenarios en diversos estadios de montaje. Unos camiones polvorientos llenaban el aparcamiento de grava, y en la distancia se veía a los trabajadores en pleno trajín. Era como una colmena llena de actividad, donde se llevaban a cabo frenéticos preparativos para el inminente Festival de Máscaras y Música el fin de semana del Día de los Caídos, a final de mes. Había oído hablar del festival mientras intentaba conseguir un lugar donde alojarme, cosa que no logré: al final tuve que pedir ayuda a Oscar para encontrarlo. Al parecer, cuarenta o cincuenta grupos musicales estaban desembarcando en el pueblo para el largo fin de semana, y se esperaba que asistieran nada menos que veinte mil personas. Cuando pregunté por el tipo de música que habría, Oscar se limitó a bufar:

—¡Y yo qué sé! Probablemente será música rara de la generación Z.

Unos minutos más tarde salí de la carretera y cogí un camino de tierra que subía a lo que supuse sería un acantilado que se alzaba ante el océano. Iba conduciendo despacio, siguiendo las huellas de vehículos anteriores, y mi Aston Martin rebotaba y se agitaba a medida que la hierba dejaba lugar a la tierra. A cada lado, unos árboles arqueados, abedules, olmos y arces, formaban un dosel por encima, hasta que salí a un claro, en la cima.

Era una meseta llana y herbosa, rodeada de majestuosos robles y con una vista panorámica de un océano color zafiro oscuro. Las mariposas flotaban por encima de un pequeño grupo de dientes de león, y el aire era salobre, conjurando mis recuerdos propios de veranos en la playa. Por encima del sonido del motor oía a los pájaros entonando sus vibrantes cantos desde los árboles, y cuando levanté la vista, vi a un gavilán de Cooper haciendo círculos por encima. Me maravillé de que esa parcela hubiese escapado no sé muy bien cómo a la urbanización.

Pronto resultó visible una maciza estructura de madera: un parque infantil del tamaño de un pueblo que parecía haber caído entero del cielo, con sus columpios, barras paralelas, arena, múltiples toboganes y un fuerte coronado por un toldo multicolor. Los cinco hijos de Oscar se arremolinaban sobre la estructura mientras él y Lorena vigilaban desde una mesa de pícnic situada allí cerca. Como de costumbre, Oscar llevaba una camiseta de fútbol americano retro de principios de los sesenta, esta de los Cleveland Browns.

No mucho después de graduarse en la Universidad de Nueva York, Oscar había conseguido fondos para comprar los derechos de franquicia de las ligas de fútbol americano, baloncesto, hockey y béisbol, con la idea de fabricar y vender ropa. Su idea era poner nombres y números de jugadores actuales en unas camisetas de estilo vintage. Era meticuloso con el diseño y la calidad, asegurándose de que cada prenda fuese muy suave y pareciese convenientemente desgastada. También era cuidadoso en extremo a la hora de promocionarlas y hacer marketing en las redes sociales, y aunque las camisetas se hicieron populares desde el principio, las ventas se dispararon cuando un rapero muy conocido comenzó a llevarlas en sus conciertos, y los influencers más de moda empezaron a publicar regularmente sobre ellas. Al final las firmas de capital privado se interesaron por su empresa y Oscar la vendió por casi mil millones de dólares. Una historia de éxito total. Sus padres, a quienes yo casi sentía como unos padres adoptivos para mí, apenas podían contener su orgullo, y llevaban camisetas a juego dondequiera que iban, alardeando ante sus muchos parientes en Estados Unidos y en la India del éxito de su hijo. Oscar les seguía la corriente a sus padres, pero el dinero no los había cambiado esencialmente ni a él ni a Lorena.

Aparqué junto a sus dos Cadillac Escalades a juego, que hacían que mi coche pareciese de juguete, y Oscar se acercó con los brazos abiertos y me estrechó entre ellos. Como el resto de su familia, era muy dado a ese gesto, y creo que seguramente había abrazado ya a todo el mundo, incluyendo dependientes de tiendas de comestibles, el tipo que le limpiaba la piscina, incluso a los inspectores de Hacienda. Yo ya había abandonado cualquier resistencia propia de los WASP y respondí a su abrazo con otro. Él me dio unas palmadas en la espalda antes de separarnos.

—Has llegado —dijo, con una amplia sonrisa—. ¿Qué opinas?

—Es increíble —reconocí—. Mucho mejor que las fotos que me enviaste.

Oscar miró a su alrededor un tanto sorprendido.

—Aún no me puedo creer que fuera capaz de hacerme con este sitio. Pujaba contra uno de esos fondos de inversión, y ya sabes lo mucho que odian perder.

Señaló en dirección a la mesa de pícnic.

—Ven. Lorena pregunta por ti todo el tiempo.

Al dirigirme hacia donde estaba ella, volví la cabeza apuntando al parque infantil.

—¿Y eso?

—Hice que lo instalaran la semana pasada. Me pareció que, cuando empecemos a construir, tendrá muy ocupados a los niños en las visitas que haremos a la obra para ir comprobando los progresos.

—¿Qué edades tienen ahora, que no me acuerdo?

—Leo tiene siete. Lalita y Lakshmi, seis. Logesh tiene cinco, y Luca acaba de cumplir cuatro. Ya sé que son muchas eles, pero tengo la ventaja de que puedo decir cosas como: «¡saca a ELE de aquí!, o «¡Que se calle ELE!», o «¡Que se siente ELE!».

—Supongo que a Lorena le encanta.

—No tanto —dijo él, soltando una risita—. Pero eso de que todos los nombres tengan que empezar con L fue idea suya, y los niños piensan que es muy divertido.

Para entonces, Lorena ya estaba de pie. Se apartó los rizos negros de los ojos y vino corriendo hacia mí. Era un auténtico torbellino de cariño italoamericano, poseía una fortaleza inquebrantable y una resistencia que ni siquiera Oscar podía igualar. Como él, ella también era muy dada a abrazar, y cuando lo hacía parecía que te había arropado un edredón de plumas. Después de apartarse, siguió sujetándome las manos.

—¿Qué tal te va? —preguntó, y sus expresivos ojos castaños escudriñaron mi cara—. He estado muy preocupada por ti.

—Estoy mejor —respondí, con lo que esperaba que fuese una sonrisa tranquilizadora.

—¿Te llegó mi paquete?

Hacia la mitad de mi reciente estancia en el hospital, llegó una cesta gigante llena de tentempiés, chocolatinas y caramelos, acompañados por un enorme muñeco de peluche en forma de pingüino. No sé por qué motivo (quizá porque hace tiempo me entusiasmó el documental El viaje del emperador), Lorena creía que me gustaban especialmente estos animales y yo nunca me había tomado la molestia de corregirla.

—Sí, claro. Gracias. Espero que no te importe que compartiera todo aquello con alguno de los otros pacientes.

—En absoluto —dijo ella, soltándome las manos al fin y examinándome—. Estás guapo. Más… relajado que la última vez que te vi.

—Sí, me siento más relajado —accedí—. ¿Qué tal están los niños?

—Más salvajes que nunca. —Suspiró, agitando la mano en dirección al parque infantil, con una sonrisa de pesar—. Jamás tendría que haber dejado que Oscar me convenciera de tener el quinto. Todas las normas quedaron a un lado cuando llegó Luca. Se libraría hasta de un asesinato.

Se echó a reír con ganas. Licenciada en Económicas, a quien Oscar había conocido en la universidad, Lorena lo había ayudado a construir su negocio hasta que llegaron las gemelas, momento en el que se hizo a un lado para cuidar de su creciente progenie. Su hogar, como había sido el de Oscar, era confuso y ruidoso, un constante zumbido de energía que corría por las paredes y los pasillos. Sin embargo, Lorena tenía el caos a raya. Ni una sola vez la había visto yo agotada o impaciente.

—¿Cuánto tiempo os vais a quedar? —le pregunté.

—Hasta el viernes por la noche —respondió ella—. Los niños tienen recitales y exámenes la semana que viene. Pero en cuanto cojan las vacaciones, nos vendremos aquí el resto del verano.

—¡Suelta a ese ELE! —gritó Oscar, y yo no pude hacer otra cosa que sonreír cuando Lorena puso los ojos en blanco—. Esperad aquí —nos dijo Oscar y luego se dirigió a la zona de juegos. Leo tenía a Logesh sujeto con una llave de cabeza, pero hacía lo posible para parecer inocente, por si Oscar en realidad le hubiera gritado a alguno de los otros niños.

—No sé cómo os las arregláis vosotros dos —dije yo—. Siempre me dejáis impresionado.

—¿Por qué?, ¿por educar a unos niños? —Ella fingió inocencia—. La niñera ayuda, pero en realidad es como ocuparse de Paulie. Les pones cuencos de comida y agua por la mañana, junto con una cajita de arena, y te olvidas de ellos el resto del día.

Yo sonreí.

—Gracias por cuidarla mientras estaba en el hospital. ¿Por dónde anda?

—Sigue en el transportín en mi SUV —dijo Lorena—, el que está al lado del tuyo. No te preocupes…, he dejado la ventanilla abierta, pero no estaba segura de cómo reaccionaría si la sacaba al aire libre. Sé que es una gata de interior.

—Sí, lo es —le confirmé—. Aparte de las visitas al veterinario y de estar contigo, nunca ha salido de mi apartamento. ¿Qué tal se ha portado?

—Le costó unos cuantos días salir de su escondite, pero después ha sido muy dulce y estaba feliz, excepto cuando los pequeños la perseguían por la casa. Ha pasado mucho tiempo en el respaldo del sofá, junto a la ventana, donde no podían alcanzarla. Por la noche, sin embargo, cuando los acostaba, se acurrucaba en mi regazo.

—Parece que le has gustado.

—Siempre he pensado que me gustaban más los perros, pero ella ha hecho que cambie de opinión totalmente —declaró Lorena—. Tengo que preguntarte una cosa: ¿por qué le pusiste Paulie?

—¿Qué quieres decir?

—Es una chica, y Paulie es nombre de chico.

—Me gustaba mucho la película Rocky cuando era niño.

—¿Y por qué no ponerle Adrian, entonces?

—Porque me parecía que le pegaba más Paulie.

Lorena se echó a reír. Mientras tanto Leo había soltado a Logesh, que seguía frotándose el cuello, y Oscar se unió a nosotros.

—Me ha dicho que estaba enseñándole a Logesh qué hacer si alguna vez lo ataca algún matón —explicó Oscar.

—Y tú le has dicho que, en lugar de hacerle una llave de cabeza, debería llamar a un profesor o acudir a nosotros, ¿no? —preguntó Lorena.

—Claro. —Oscar asintió con énfasis—. Eso es lo que he hecho.

Ella le dirigió una mirada escéptica y luego carraspeó.

—Ya sé que Oscar y tú os tenéis que poner al día, así que me llevo a los niños al pueblo para que coman algo. Seguro que están muertos de hambre a estas horas. ¿Queréis que os traiga algo a vosotros?

—Una ensalada con pollo a la plancha estaría bien, gracias —dije yo—. O lo que puedas traer… Ya sé que tendrás las manos muy ocupadas —me disculpé, señalando hacia el parque infantil.

—¿Me puedes traer una hamburguesa doble con queso y aros de cebolla? —dijo Oscar, con voz esperanzada—. ¿Y un batido de chocolate?

Lorena levantó una ceja, divertida.

—Sí, claro… Marchando dos ensaladas con pollo a la plancha —respondió ella.

—Pero, cariño, tengo hambre…

—Entonces te traeré también una manzana. —Ella se volvió hacia el parque infantil—. ¡Niños! —exclamó—. ¡Vamos a comer algo!

Los niños la ignoraron.

—¡Es hora de comer, así que la ELE debe meterse en el coche de mamá! —exclamó Oscar.

A regañadientes abandonaron el parque infantil y fueron correteando hacia el coche de Lorena. Los adultos los siguieron, y Oscar abrió el portón trasero para sacar el transportín de la gata. Lo cogí y saludé a Paulie, que me miró con los ojos muy abiertos, exhausta.

Mientras Oscar y Lorena ayudaban a subir a todos los niños (algunos iban todavía en sillitas adaptadas), yo llevé el transportín a mi coche. Metí los dedos en el transportín y murmuré saludos a Paulie, pero ella estaba demasiado nerviosa, o desorientada por el trayecto, para acercarse a mí. La dejé en paz y, después de bajar las ventanillas, recogí mi ordenador portátil, así como una libreta y un lápiz que llevaba en la mochila. Lorena nos saludó con la mano al ir saliendo por el camino.

En cuanto nos sentamos en la mesa de pícnic, Oscar se inclinó hacia mí.

—Vale, ahora que por fin tenemos un poco de paz y tranquilidad, cuéntame qué tal han ido las dos últimas semanas en el hospital. Tengo que decir que ese sitio parecía más un club de campo o un campus universitario pequeño que una institución psiquiátrica.

—Pues ha ido bien —me encogí de hombros—. Y sí, era un lugar muy elegante, aunque no se trataba simplemente de una serie de tratamientos tipo spa.

Aunque habíamos hablado por teléfono de manera ocasional durante mi estancia, le describí de nuevo el programa. Este ponía el énfasis en la TDC o terapia dialéctica conductual. La TDC, le expliqué, se centra en la importancia de las conductas como oposición a los sentimientos o emociones, que son transitorios.

—Vale —asintió Oscar—. Pero ¿la comida era realmente buena, como me dijiste? —insistió.

—Sí —le aseguré—. Los fines de semana, si el tiempo era bueno, incluso hacíamos barbacoas.

—Parece una especie de White Lotus, pero con terapia.

—No es mal sitio —reconocí—. Pero también conseguí explorar algunos aspectos de mi vida que había pasado mucho tiempo intentando ignorar.

—¿Te refieres a tu niñez de pobre niño rico y a los padres excéntricos que te arruinaron la vida? —preguntó Oscar.

—Algo así.

Oscar juntó las manos ante él y me examinó, serio una vez más.

—Tienes que prometerme que me llamarás si notas que la oscuridad intenta apoderarse de ti otra vez, Tate. —Apartó la vista un momento y luego me miró a los ojos, solemne—. He pasado mucho miedo por ti.

Conmovido por sus palabras, asentí y los dos nos quedamos callados ante el recuerdo de aquellos días angustiosos. Pero la expresión de Oscar pronto se volvió traviesa de nuevo. Se inclinó hacia mí con los ojos iluminados por la curiosidad.

—¿Te ayudaron a descodificar esas pequeñas bombas que dejó caer tu hermana justo antes de morir?

Recordando lo que ella me había dicho, me encogí de hombros de nuevo.

—Los médicos suponían que Sylvia fue experimentando anomalías neurológicas al ir fallándole los órganos.

—Pero ¿tú la creíste? —presionó Oscar.

Yo dudé y elegí mis palabras cuidadosamente.

—Sylvia no me mintió nunca, y eso significa que ella creía todo lo que me decía. Pero ya hablaremos de esto cuando tengamos más tiempo. Después de todo —dije, abriendo mi cuaderno—, tenemos que diseñar una casa.

2

Perdí a mi hermana Sylvia hace casi un año. Cuando ella murió, me encontré sumido en una depresión paralizante, una depresión tal que me impidió salir de la cama durante semanas, responder llamadas y correos, o incluso ducharme. Mi único refugio durante aquel periodo oscuro fue Paulie. A pesar de descuidar todo lo demás en mi vida, me las arreglé, no sé cómo, para mantenerla viva. Cuando mi amigo Oscar acabó plantándose en la puerta de mi apartamento y me convenció para ingresar en el programa del hospital, prometió cuidarla durante mi tratamiento. Por eso y por muchas cosas más le estaré eternamente agradecido.

Llegué al hospital durante una ventisca, a finales de enero. Llevaba nevando tres días seguidos, cubriendo todo el paisaje con una sábana blanca. Al mirar por la ventana de mi habitación, que daba al terreno circundante, recuerdo que me pregunté dónde se meterían los pájaros durante tormentas como aquella, y pensé que Sylvia seguro que habría sabido la respuesta.

Sylvia, que tenía cinco años más que yo, estaba excepcionalmente conectada con el mundo natural, y adoraba la belleza y la vida en todas sus formas, quizá porque gran parte de esta última se le había negado en su juventud. El corazón de Sylvia quedó dañado por un virus en su niñez temprana, y aunque la atendieron conocidos especialistas de todo el país, pasó gran parte de sus primeros años confinada en nuestro hogar en la Quinta Avenida, educada por tutores. En su tiempo libre, o bien se evadía con novelas románticas o de fantasía, o bien miraba por la ventana de su habitación, observando melancólicamente a la gente abajo, en Central Park. La añoranza que veía en su rostro al ir siguiendo a familias, amantes y turistas que disfrutaban en la hierba me hacía sentir mucha pena por ella, aunque, a pesar de su enfermedad, ella era capaz de ver el mundo de una manera que a mí me parecía totalmente ajena. Para Sylvia se trataba de un lugar de infinito misterio y maravilla. De niño, recuerdo que ella me señalaba los milagros de cada día que llamaban su atención: los caminitos polvorientos que quedaban en la ventana después de que se hubiese secado la lluvia, por ejemplo, o el intrincado diseño simétrico de una telaraña. Me decía que si yo estaba dispuesto a «ver» el mundo que nos rodeaba, y no simplemente a mirarlo, entonces también podría experimentar lo trascendente, significara lo que significara.

Mi psiquiatra, el doctor Rollins, me decía a menudo que Sylvia se habría sentido muy orgullosa de mí por buscar la ayuda que necesitaba, y sin duda tenía razón. El hospital era una institución cara, con una reputación excelente y situada en la lujosa campiña de Connecticut. Durante mi estancia de cuatro meses me visitó tres veces por semana, y además participé en terapia de grupo y sesiones de desarrollo de habilidades emocionales. Aunque la mayoría de los pacientes luchaban contra las adicciones, un pequeño grupito de internos, como era mi caso, estábamos allí por otros motivos. Yo había ingresado voluntariamente, sabiendo que podía irme cuando quisiera. Ahora me alegra decir que ya no tengo la sensación de vivir en un túnel oscuro, aunque a veces me pregunto si estoy realmente curado.

Sigo siendo yo, claro. Tate Donovan, arquitecto de treinta y ocho años que, al morir mi hermana, perdí al único familiar que me quedaba. Después de aquello, y tras muchos meses de ausencia física y mental, finalmente dejé que los socios de una de las firmas de arquitectura más importantes de Nueva York me indemnizaran y me echaran. Así me encontré, por primera vez en mi vida adulta, totalmente solo y sin saber muy bien qué tipo de futuro era posible todavía para mí.

Si les hubiesen preguntado a mis padres, probablemente no se habrían sorprendido demasiado de verme en esta situación. Porque nada de lo que hacía parecía complacerles, y aunque quizá no sea la única persona que siente que de niño fue abandonado o poco querido, el doctor Rollins me ayudó a comprender que esos sentimientos no tenían por qué definirme para siempre. Aun así, hasta él tuvo que reconocer que las circunstancias de mi infancia fueron inusuales.

Mi padre era presidente de un grupo empresarial que obtenía dinero de muchas industrias —minería, agricultura, farmacéuticas, petróleo y gas, industria aeroespacial…—. A pesar de ser uno de sus principales accionistas, yo nunca presté demasiada atención al negocio, aparte de echar una mirada a los extractos mensuales cuando llegaban a mi correo electrónico. La empresa la había fundado mi bisabuelo, la expandió mi abuelo y finalmente mi padre construyó un verdadero imperio con ella. Auténticos emprendedores, los de esa parte de la familia, al menos en lo que respecta a crear riqueza generacional. Mi madre, por su lado, era una belleza rumana que hablaba varios idiomas con fluidez y había aparecido en la portada de diversas revistas. Trabajaba como modelo cuando conoció a mi padre, y yo sospechaba que habían tenido hijos simplemente porque la gente de su categoría se suponía que tenía herederos. Pero eso me lo imagino. En realidad no lo sé.

Lo que sí sé es esto: vivíamos en un ático del Upper East Side de Nueva York. Mi padre apenas estaba en casa; viajaba muchísimo, normalmente por negocios, pero otras veces, como supe posteriormente, para disfrutar de la compañía de sus diversas amantes. Mi madre empezó a beber a diario después de sus ejercicios matutinos, picaba un poco de ensalada, sin comer mucho en realidad, y pasaba muchas tardes en eventos benéficos. A mi hermana y a mí nos educaron las niñeras, y teníamos también ama de llaves, tutores, chef y hasta una señora que venía dos veces a la semana a envolver regalos. A mí me llevaban a escuelas privadas los chóferes, volaba en aviones privados y, como Sylvia, fui educado por tutores mis primeros años, cosa que me mantuvo aislado de otros niños de mi edad. Pasábamos los veranos en una mansión frente al océano en los Hamptons, donde mis padres celebraban fiestas en noches alternas, a las que mi hermana y yo teníamos prohibido asistir. En lugar de ello, nos dedicábamos a ver películas en el piso de arriba, o a quedarnos sentados en la playa mientras los invitados borrachos se divertían en la piscina. Las raras noches que estábamos los cuatro juntos en casa, yo tenía la sensación de que, cada vez que mis padres nos miraban a Sylvia y a mí, se sentían desconcertados y no acababan de entender quiénes éramos y de dónde habíamos salido.

Si mis padres tenían un rasgo que los redimía, era saber apreciar el valor de una buena educación, cosa que explica la inacabable nómina de tutores muy bien pagados. Después de una intervención quirúrgica que condujo a una mejora de su salud, a Sylvia finalmente se le permitió asistir a Brearley, una escuela de élite solo para chicas situada a unas manzanas de nuestra casa. Unos años más tarde, cuando yo tenía doce, me mandaron a Exeter.

Los años que pasé en el internado tuvieron un profundo efecto en mí. Aunque echaba de menos a mi hermana, la vida del dormitorio común y la distancia de mis padres posibilitaron que hiciese amigos. Con el tiempo aprendí el arte de la charla intrascendente y la conversación informal, aunque seguí manteniendo en privado mi mundo interior. A medida que mi confianza fue en aumento, me apunté a los equipos de fútbol y de lacrosse, y mis cualidades naturales como atleta me permitieron elegir los deportes que no había practicado de pequeño. Destaqué en matemáticas y desarrollé mis habilidades para el dibujo. Incluso tenía algo de suerte con las chicas, y finalmente empecé a salir con Carly, una chica muy guapa de Newport, Rhode Island, durante gran parte de mi último año. Y lo más significativo de todo: me hice amigo de un alumno con beca llamado Oscar y pasé de vez en cuando algún fin de semana en Dorchester con su enorme y vivaz familia, llegada del sur de Asia. Todos hacían bromas y hablaban entre ellos, y se reían con ganas. Cuando me reunía con los nueve a la mesa para comer, contemplaba cómo se pasaban las bandejas de aromática comida mientras contaban historias llenas de colorido, y no podía evitar la sensación de que de pronto había aterrizado en otro planeta. Fue Oscar quien me enseñó lo que significaba ser amigo de alguien, y con él, igual que con mi hermana, yo podía relajar mis defensas y ser yo mismo, sencillamente.

Como apenas vi a mis padres desde los doce años hasta que me gradué en Yale, ya que solo volvía a casa los veranos y cuando había vacaciones, ellos siguieron siendo en gran medida unos desconocidos para mí. Recuerdo que en el tumulto de mi graduación escolar, antes de ir a la universidad, mi padre me llevó aparte y me dijo que quería que siguiera sus pasos y que me especializara en el campo de los negocios. Estupefacto, yo me quedé mirándolo en silencio, luego fingí que había visto a un amigo entre la multitud y me fui corriendo. Siguiendo mis propias inclinaciones, y desafiando así abiertamente las expectativas de mis padres por primera vez en mi vida, estudié Arquitectura. El verano siguiente a recibir mi diploma, me trasladé a un apartamento propio en la ciudad y empecé a trabajar como simple delineante en un estudio de arquitectos del Upper East Side. Después de volver a la universidad, unos años más tarde, y obtener un máster, me convertí en socio de aquella misma firma, que servía a nuevos ricos decididos a construirse las casas de sus sueños.

Sylvia mientras tanto asistió a la universidad en la ciudad, y se graduó en The New School con un título en Ciencias Medioambientales. Trabajaba para una empresa sin ánimo de lucro y vivía en el East Village cuando conoció, a través de unos amigos, a un chico llamado Mike, y se enamoró. Mi padre insistió en un acuerdo prenupcial (Mike enseñaba música en una elegante escuela privada situada junto a nuestra casa, y era tan pobre como ricos éramos nosotros), pero estaba claro que Sylvia y Mike se adoraban el uno al otro. Cuando el avión privado de nuestros padres se precipitó en el Atlántico, a mis veintinueve años, Mike estuvo en el funeral abrazando a mi hermana, que lloraba, y la apoyó con paciencia y comprensión en su duelo. Era, y sigue siendo, un hombre bueno de verdad.

Sylvia se tomó aquellas muertes mucho peor que yo, pero, claro, ella nunca se había sentido apartada ni poco amada por ellos. Mis sesiones con el doctor Rollins me ayudaron a aceptar la idea de que quizá mis padres se mostraban distintos con ella a causa de sus problemas de salud; que la falta de atención que yo sentía quizá pudo ser, al menos en parte, resultado de su ansiosa obsesión por Sylvia. Aun así, en lo más íntimo, sigo creyendo que la innata bondad de Sylvia sencillamente distorsionaba sus percepciones. Ella era más amable que yo, más comprensiva, más inclinada a pensar lo mejor de la gente. A diferencia de mí, ella creía en Dios y en los misterios de lo desconocido, incluidos la existencia de fantasmas y del más allá.

No entendería hasta mucho después lo profundas que eran esas creencias.

3

En la mesa de pícnic, abrí mi libreta por la primera página.

—Lorena y tú habéis discutido lo fundamental de lo que queréis, ¿no?

—Algo… —respondió Oscar—. Yo siempre he soñado con tener una casa de veraneo, y a los niños les encanta la playa.

Yo incliné la cabeza.

—Pero ¿no habéis pensado en un estilo? Por ejemplo, el tradicional de Cape Cod. O algo más moderno…

—Íbamos a esperar a ver qué nos recomendabas tú.

Asentí sin inmutarme. Muchos de mis clientes anteriores, todos ellos gente de mucho éxito, en todos los sentidos, tenían dificultades en la fase conceptual del proceso. El desafío a menudo residía en su deseo de construir algo reconociblemente mejor y que atrajera más atención que las casas de sus vecinos, también ricos, pero yo sabía que ni Lorena ni Oscar pensaban en esos términos. Estaban menos interesados en construir un símbolo de estatus que en tener un lugar que pudieran apreciar como un hogar de verdad.

—¿Quieres esperar hasta que vuelva ella? ¿Antes de entrar en materia?

—No. No le importará que empecemos ya.

—Está bien —accedí—. Pero, antes, déjame un minuto para decirte lo agradecido que estoy.

—¿Por qué? —Oscar parecía asombrado.

—Por darme la oportunidad de diseñar y supervisar la construcción de esta casa.

—Tate…

Yo levanté la mano.

—Sé perfectamente que me has metido en este proyecto porque creías que necesitaba algo concreto que me volviera a poner en pie, sobre todo porque he perdido mi puesto en la empresa. Y ahora estoy mucho mejor… gracias a ti, en gran medida. Estoy muy ilusionado por comenzar a trabajar para mí mismo —lo miré a la cara—. Pero lo que quiero que sepas es que estoy decidido a construiros a ti y a Lorena la casa más bonita que se pueda imaginar.

Oscar sonrió.

—Sí, sé que lo vas a hacer.

Después de enumerar algunos aspectos básicos (entre otras cosas, Oscar suponía que necesitarían doce dormitorios, para acomodar no solo a los niños, sino a otros miembros de su familia, parientes políticos y amigos a los que querían recibir) fuimos andando hasta el acantilado. El sol había empezado a calentar el aire, de modo que la brisa del mar casi parecía templada. El gavilán de Cooper seguía haciendo círculos, observando nuestro progreso por la propiedad. Desde el borde, el acantilado descendía suavemente hasta la playa de arena que se desplegaba abajo.

—La propiedad se extiende hasta la mitad de la bajada —dijo Oscar, señalando el lugar—. Es pública desde ahí hasta la playa, pero, como ves, en realidad la gente no puede acceder, excepto en barco. Y la vista es insuperable.

—Te va a encantar vivir aquí.

—¿Se parece a tu casa de los Hamptons? —me preguntó, refiriéndose a la casa que había heredado de mis padres.

—No —respondí—, pero los dos sitios son muy bonitos.

Mientras continuaba estudiando el ritmo de las olas de abajo, noté movimiento a la izquierda, junto a mi coche, un parpadeo familiar, al mismísimo borde de mi visión periférica.

Tales «visiones» parpadeantes, conocidas como oscilopsia periférica, empezaron poco después de que muriese mi hermana. Los neurólogos del hospital Presbiteriano de Nueva York me habían hecho un chequeo, queriendo descartar posibles defectos congénitos, enfermedades o traumas sin relación alguna con mi depresión. Me hicieron todas las pruebas imaginables, por muy costosas que fueran o por mucho tiempo que llevaran, y al final concluyeron que no me pasaba nada físico. Supusieron, por el contrario, como haría después el doctor Rollins, que era un síntoma de estrés asociado con la pérdida de mi hermana, y que los incidentes irían disminuyendo a lo largo del tiempo.

Pero no fue así, la oscilopsia continuaba y yo notaba una súbita tensión en el cuello y los hombros. «No —pensé—, otra vez no». Me recordé a mí mismo que no pasaba nada a la izquierda. Y sin embargo…

El movimiento se intensificó, insistiendo de forma urgente para que buscara su origen. Incapaz de resistirme, y sabiendo que solo había un modo de acabar con los parpadeos, finalmente me volví y busqué una posible causa; una rama que se agitase, por ejemplo, o un excursionista que se hubiese despistado, o incluso una ardilla que rebotase por el suelo. La escena, sin embargo, estaba en perfecta quietud.

—¿Estás bien, Tate? —me preguntó Oscar, interrumpiendo mis pensamientos—. Te has puesto muy pálido.

—Estoy bien —dije yo con una sonrisa forzada, pero cuando me enfrenté de nuevo al océano el movimiento volvió, trayendo consigo una sensación de inquietud persistente. Intenté ignorarla, pero de nuevo, queriendo que se detuviera al fin el desplazamiento, me giré y no vi nada que pudiera haberlo causado. Oscar siguió mi mirada y luego me miró a mí.

—¿Has visto algo? —me preguntó, con el ceño fruncido por la preocupación—. ¿Esos parpadeos de los que me has hablado?

—Probablemente es solo que estoy cansado por el viaje en coche —dije, no queriendo responder a su pregunta—. Estoy seguro de que me encontraré mejor después de una siesta.

4

La visión del mundo de Sylvia, expansiva, casi mística, le resultaba irresistible a la gente. A diferencia de mí, coleccionaba amigos como yo acumulaba pelusillas en mi ropa. A los veinte, a los treinta, su calendario estaba lleno de almuerzos, cenas y salidas con tantas personas distintas que dejé de intentar seguirles la pista; cuando la visitaba, su teléfono no dejaba de sonar con mensajes y con llamadas, hasta que al final lo apagaba, para no distraernos. Años después, cuando su corazón se debilitó y estaba en el hospital esperando un trasplante que no llegó nunca, los médicos y enfermeras gravitaban en torno a ella como planetas que orbitasen el sol. En un momento dado, llegó a tener tantos visitantes que Mike recurrió a organizar citas programadas.

Como yo no conseguía hacer amigos fácilmente, ella siempre se había preocupado por mí. Mientras yo estaba fuera, en Exeter, me llamaba regularmente, me mandaba correos e incluso me escribía cartas a mano. En mi dormitorio de Yale, sus paquetes llenos de artículos de Eli’s y Russ & Daughters, y de Dylan’s Candy Bar eran legendarios. A pesar de sus problemas de corazón y a diferencia de mis padres, ella hacía un esfuerzo para visitarme unas cuantas veces a lo largo del año escolar.

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