Un desierto lleno de gente

Esteban Valentino

Fragmento

No dejes que una bomba dañe el clavel de la bandeja

Cuando Emilio Careaga vio por primera vez a Mercedes Padierna pensó que algo no andaba bien, que un ser tan maravillosamente bello no debía andar por allí con toda esa forma de mujer arriba suyo con el solo propósito de hacerlo sufrir, de hacerle sentir que él era tan irremediablemente lejano a ella, que ella era tan absolutamente imposible para él.

“Porque —pensó— si algo sé con certeza en este mundo es que esa chica no es para mí. Bah, esas chicas jamás son para uno. Las cosas nunca son perfectas, siempre hay un detalle que funciona mal. Las chicas lindas son lindas pero al final de la fiesta se las toman con otro.”

Emilio Careaga tenía quince años recién cumplidos; Mercedes Padierna, catorce ya algo transitados, y formaban parte del grupo de invitados a la fiesta de una prima de Emilio que él casi nunca veía. Mercedes se había pasado toda la noche en un rincón apartado del salón y parecía con más ganas de irse que de seguir dejándose admirar. Los compañeros de Emilio, que habían logrado acceder al baile gracias a cuidadas falsificaciones de la única invitación original, lo rodearon con sus vasos en la mano, miraron a Mercedes y empezaron a darle lecciones de cómo actuar en estos casos.

—Vos mirá y aprendé, Negro —le dijo el Colo.

—¡Tenés que aprender rápido, Careaga, porque si no la segunda lección va a ser en la morgue! —gritó el sargento Vélez en medio del ruido infernal que los rodeaba.

Afuera de la trinchera, la llanura de Goose Green era el mejor simulacro de la peor pesadilla de cualquier ser humano. Las balas de mortero caían por todos lados y, por más novato que fuera, Emilio Careaga sabía que para su trayectoria parabólica no había trinchera que sirviera. Si el disparo caía adentro era el fin y le bastaba mirar hacia cualquiera de sus costados, a sus compañeros muertos o con piernas o brazos de menos, para convencerse. Hacía apenas 45 días que había llegado a Malvinas en ese mayo del ’82, pero al menos esa lección —no sabía qué número sería en la lista de Vélez— la conocía de memoria. Tampoco pudo preguntárselo porque quince minutos después el sargento quiso hacer una salida y se quedó en la boca de la trinchera con la cara hacia arriba, a menos de tres metros de Emilio Careaga, que ahora estaba solo, lleno de amigos heridos o muertos que lo miraban y con los morteros que seguían jugando a las escondidas con sus ganas de seguir vivo.

“A ver, Emilito —decía la bomba—, ¿te encuentro, no te encuentro? Booooommmmm. Pucha, no te encontré. Bueno. Otra vez será. Ya vendrá el piedra libre, Emilio, en ese agujero lleno de agua sucia, y entonces no te va a poder librar nadie para todos los compañeros. Ya vendrá, Emilito, ya vendrá. Yo puedo tomarme mi tiempo. Busco lento, pero tengo muchos ojos.

”A ver ahora, a ver, a ver... Boooooooommm-mmm... Piedra li... No... pero, sangre... Otra vez sangre... No eras vos... Me equivoqué de nuevo... Bueno, ¿seguimos jugando? Dale. Ahora me toca a mí. Sí, ya sé que soy un poco tramposa. Siempre me toca a mí.”

—Ahora me toca a mí —dijo Jorge.

El Colo se había acercado hasta Mercedes, la había invitado a bailar y se había ganado el no más contundente que recordara en su larga historia de conquistador. Jorge era el número dos en la lista de los irresistibles del curso. “Él sí va a ganar —pensó Emilio—. Él seguro que sí. Si el Colo falló debe haber sido por una distracción momentánea, pero ahora Jorge va preparado y a él no se le va a escapar esa frutillita con crema.” Desde chico tenía esa costumbre de comparar todo con la comida y, ahora que había crecido, su hábito se había vuelto casi manía. “Bah, no es tan terrible, después de todo”, se dijo mientras miraba a Jorge que empezaba su ataque final sobre la posición de Mercedes. “Cuestión de tiempo, ahora”, volvió a pensar Emilio. Los minutos que pasaron, ya demasiados para otra seca negativa, parecieron darle la razón. Pero no. Mercedes había sido más amable, había consentido que Jorge hablara todo lo que quisiera pero el resultado había sido el mismo. Bailar, ni loca. Y además ¿sabés qué? Lo que quiero en realidad es estar sola. ¿Me disculpás?

—Esa piba es más difícil que un teorema —dijo Jorge con la mirada inundada de derrota.

Alejandro copó la parada. Miró a sus compañeros de toda la vida con cierto aire de superioridad y se dirigió hacia Mercedes con la idea de demostrar que la estrategia de Jorge y el Colo había sido equivocada y que en cambio la suya sería la correcta. Se paró delante de ella y le dijo en voz baja:

—Ya sé que lo que más querés ahora es estar sola. Está bien. Permitime estar aquí a tu lado sin decir nada. Yo tampoco quiero estar con nadie pero me parece que estar con vos va a ser una forma de sentirme menos solo.

“¿Qué hago ahora que estoy solo con estos chicos vivos que me miran pero sobre todo con estos chicos muertos que me miran?”, se dijo Emilio Careaga desde sus dieciocho años y meses llenos de terror y ganas de dormir. Empezaba la noche, los morteros ingleses se habían callado y solo algunas ráfagas de ametralladora cruzaban la llanura de vez en cuando para que lo que quedaba de los chicos argentinos recordara que la pesadilla seguía allí. Uno de sus compañeros de infierno, con una esquirla de granada clavada en su rodilla derecha, se arrastró en la oscuridad hasta ponerse a su lado.

—Che, Negro, ahora que Vélez no está más, me parece que vos estás al mando.

A Emilio Careaga le pareció casi gracioso que justo él tuviera que escuchar una frase así, tan cerca del ridículo. Lo único que quería era dormir y una voz con una esquirla en la rodilla le decía que a partir de ese momento tenía que empezar a decidir.

—¿Al mando de qué, flaco? ¿Vos me estás cargando? Si yo soy el único entero y vos que apenas podés arrastrarte sos el que me sigue.

—Bueno, si hay que rendirse, alguien tiene que hacerlo.

“¿Así que esto es la guerra?”, pensó Emilio Careaga. Una forma de estar solo. Una manera de dejar de tener dieciocho años y meses y pasar a tener yo qué sé cuántos. Y encima esta voz llena de esquirlas me dice que tengo que encontrar una forma de sacarlos de aquí. Y digo yo, ¿cómo se rinde uno?

—Me rindo, loco —dijo Alejandro—. Esa mina es un témpano. Le largué el mejor verso que se me ocurrió y no le saqué ni una sonrisa.

El único que faltaba era Emilio, pero él ya había resuelto que Alejandro iba a ser el último en fracasar ante las murallas de Mercedes Padierna. Su razonamiento era simple. Si estos que eran su ejemplo de éxito ante las mujeres habían fallado, él no tenía ninguna posibilidad de triunfo. Pasaría el resto de la noche soñándola de lejos y dejaría que el futuro le agregara una nostalgia más a su lista de amores que no fueron.

Un par de horas m

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