La marca de Atenea (Los héroes del Olimpo 3)

Rick Riordan

Fragmento

cap-1

I

Annabeth

Hasta que se topó con la estatua explosiva, Annabeth creía que estaba preparada para cualquier cosa.

Se había paseado por la cubierta de su buque de guerra volador, el Argo II, comprobando una y otra vez las ballestas escorpión para asegurarse de que tenían el seguro puesto. Confirmó que la bandera blanca que indicaba que venían en son de paz ondeaba en el mástil. Repasó el plan con el resto de la tripulación… y el plan de emergencia, y el plan de emergencia del plan de emergencia.

Y lo más importante, se llevó a su belicoso guardián, el entrenador Gleeson Hedge, y lo animó a que se tomara la mañana libre y se quedara en su camarote viendo reposiciones de campeonatos de artes marciales. Lo que menos necesitaban, volando en un trirreme griego mágico con rumbo a un campamento romano posiblemente hostil, era un sátiro de mediana edad vestido con ropa de deporte blandiendo una porra y gritando: «¡Muerte!».

Todo parecía en orden. Incluso el misterioso frío que llevaba notando desde que el barco había zarpado había desaparecido, al menos de momento.

El buque de guerra descendía entre las nubes, pero Annabeth no podía evitar darle vueltas al asunto. ¿Y si era mala idea? ¿Y si a los romanos les entraba pánico y les atacaban al verlos?

Desde luego el Argo II no parecía amistoso. Tenía sesenta metros de eslora, con el casco revestido de bronce, ballestas de repetición montadas en proa y popa, un llameante dragón metálico a modo de mascarón de proa y dos ballestas giratorias en medio del barco que podían disparar proyectiles explosivos capaces de atravesar hormigón… Tal vez no fuera el medio de transporte más adecuado para saludar a los vecinos.

Annabeth había tratado de avisar a los romanos. Le había pedido a Leo que enviara uno de sus inventos especiales —un pergamino holográfico— para advertir a sus amigos del campamento. Esperaba que hubieran recibido el mensaje. Leo había querido pintar un mensaje gigantesco en el fondo del casco —¿QUÉ TAL?, con una cara sonriente—, pero Annabeth había rechazado la idea. No estaba segura de que los romanos tuvieran sentido del humor.

Ya era demasiado tarde para volverse atrás.

Las nubes se separaron y dejaron a la vista el manto dorado y verde de las colinas de Oakland debajo de ellos. Annabeth cogió uno de los escudos de bronce alineados a lo largo del pasamanos de estribor.

Sus tres compañeros de tripulación ocuparon sus puestos.

En el alcázar de popa, Leo corría de un lado al otro como loco, comprobando los indicadores y luchando con las palancas. La mayoría de los timoneles se habrían contentado con un timón o una caña de timón. En cambio, Leo también había instalado un teclado, un monitor, los controles de aviación de un reactor Learjet, una mesa de mezclas de dubstep y unos sensores de control de movimiento de una Nintendo Wii. Podía girar el barco dándole al regulador, disparar armas sampleando un disco o izar las velas agitando muy rápido los mandos de la Wii. Incluso para un semidiós, Leo era un caso grave de trastorno por déficit de atención con hiperactividad.

Piper se paseaba de acá para allá entre el palo mayor y las ballestas, ensayando sus frases.

—Bajad las armas —murmuraba—. Solo queremos hablar.

Su embrujahabla tenía tal poder de persuasión que las palabras envolvieron a Annabeth, y a la chica la embargó el deseo de soltar su daga y entablar una larga y agradable conversación.

Para ser una hija de Afrodita, Piper se esforzaba mucho por minimizar su belleza. Ese día iba vestida con unos tejanos andrajosos, unas zapatillas gastadas y una camiseta de tirantes blanca con estampado de Hello Kitty. (Tal vez fuese una broma, aunque tratándose de Piper, Annabeth nunca estaba segura.) Llevaba su rebelde cabello castaño recogido en una trenza con una pluma de águila que le caía por el lado derecho.

Luego estaba el novio de Piper: Jason. Se encontraba en la proa, sobre la plataforma elevada de la ballesta, donde los romanos podían verlo fácilmente. Agarraba la empuñadura de su espada dorada con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Por lo demás, parecía tranquilo para estar exponiéndose como objetivo. Por encima de los tejanos y de la camiseta de manga corta naranja del Campamento Mestizo, se había puesto una toga y una capa morada: los símbolos de su antiguo cargo de pretor. Con su pelo rubio revuelto por el viento y sus gélidos ojos azules, tenía un atractivo rudo y un aire de autoridad, como le correspondía a un hijo de Júpiter. Había crecido en el Campamento Júpiter, de modo que con suerte su rostro familiar disuadiría a los romanos de derribar el barco.

Annabeth intentaba ocultarlo, pero no se fiaba del todo de él. Se comportaba de una forma demasiado perfecta, siempre respetuoso con las normas y honrado. Incluso su aspecto era demasiado perfecto. Una molesta idea le rondaba la cabeza: «¿Y si es una trampa y nos traiciona? ¿Y si llegamos al Campamento Júpiter y él dice: “¡Hola, romanos! ¡Mirad qué prisioneros y qué barco más chulo os traigo!”».

Annabeth dudaba que eso ocurriera. Aun así, no podía mirarlo sin notar un amargo sabor de boca. Él había formado parte del «programa de intercambio» forzoso de Hera para dar a conocer los dos campamentos. Su cargante majestad, la reina del Olimpo, había convencido a los demás dioses de que los dos grupos de hijos —romanos y griegos— tenían que unir fuerzas para salvar al mundo de la malvada diosa Gaia, que estaba despertando de la tierra, y de sus horribles hijos los gigantes.

Sin previo aviso, Hera había secuestrado a Percy Jackson, el novio de Annabeth, le había borrado la memoria y lo había mandado al campamento romano. A cambio, Jason había acabado con los griegos. Jason no tenía culpa de nada, pero cada vez que Annabeth lo veía, se acordaba de lo mucho que echaba de menos a Percy.

Percy… que ahora mismo estaba allí abajo, en alguna parte.

«Soy hija de Atenea —se dijo—. Tengo que ceñirme al plan y no distraerme.»

Volvió a notar aquel escalofrío familiar, como si un desquiciado muñeco de nieve se hubiera acercado a ella por detrás sin hacer ruido y estuviera jadeando en su nuca. Se volvió, pero no había nadie.

Debían de ser los nervios. Incluso en un mundo de dioses y monstruos, a Annabeth le costaba creer que un buque de guerra nuevo estuviera embrujado. El Argo II estaba bien protegido. Los escudos de bronce celestial repartidos a lo largo del pasamanos habían sido hechizados para rechazar a los monstruos, y el sátiro que llevaban a bordo, el entrenador Hedge, habría olido a cualquier intruso.

Annabeth deseó poder pedir consejo a su madre, pero ya no era posible. No después de lo ocurrido el mes anterior, cuando había tenido un terrible encontronazo con ella y había recibido el peor regalo de su vida…

El frío se cernía sobre ellos. Le pareció oír una débil voz en el viento riéndose. Todos los músculos de su cuerpo se pusieron en tensión. Estaba a punto de pasar algo terrible.

Le entraron ganas de mandar a Leo que cambiara de rumbo. Entonces sonaron unos cuernos en el valle. Los romanos los habían divisado.

Annabeth sabía lo que podía esperar. Jason le había descrito con todo detalle el Campamento Júpiter. Aun así, le costó dar crédito a lo que vieron sus ojos. Rodeado

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