Olympia llevaba una mochila cruzada en bandolera, a los pies una maleta con ruedas y, entre las manos, una caja de cartón sin tapa, del tamaño de un microondas. De hecho, era una caja de microondas. Se la había dado Vessela para la mudanza y en un lateral todavía se podía leer parte de su antigua dirección, a unos cientos de metros de la nueva y, sin embargo, tan lejos. Por el borde de la caja asomaba la manga de una sudadera gris, buena parte de una cinta de rítmica ya vieja pintada de rosa, y varios hilos de lana verdes, turquesas y blancos de su último intento de hacer algo con las agujas de punto. Al menos algo distinto a usarlas como jabalinas contra las paredes.
Se había mudado hacía ya casi tres semanas a la residencia Blume para deportistas. Tiempo suficiente para coger distancia de todo lo que había pasado, o eso creía, pero algo dentro de ella no estaba tan de acuerdo. A veces se sentía furiosa. Otras, se ponía a llorar viniese o no a cuento, como una especie de riego escacharrado. Podía ser al acordarse de la sonrisa de Mario, o al pensar en los helados Häagen-Dazs de vainilla con dulce de leche, o al despertarse y no oír ninguna otra respiración en su cuarto. Una tarde fue al ver de refilón una ardilla en el tronco de uno de los árboles que rodeaban esa zona de la Ciudad Universitaria. Iba con Laura, camino del entrenamiento, y le pareció tan absurdo que acabó sentada en el suelo en una mezcla de llanto y risas, con su amiga de pie a su lado esperando a que se le pasara.
Oyó pasos y miró hacia atrás por encima del hombro a tiempo de ver cómo un chico sin camiseta, en pantalón corto y zapatillas, la adelantaba con un «¡perdona!» dicho a la carrera. La Blume era justo lo que necesitaba: un sitio totalmente distinto, siempre activo, lleno de voces, de vida. Olympia se echó a un lado, flexionó una rodilla y, apoyando la caja en ella, se la reacomodó entre los brazos. Se inclinó y tiró de la cinta rosa con los dientes para no pisarla. Luego empujó con el pie la maleta. Solo otros quince metros. Su segunda mudanza en menos de un mes.
Esa mañana la había llamado el director de la residencia a su despacho de la cuarta planta. La había invitado a sentarse en uno de los sillones individuales de cuero negro y, mientras llenaba un vaso de agua para ella, le había propuesto el cambio. Una habitación nueva, más grande, en el ala que estaban empezando a reformar en su misma planta tercera, «y tendrás compañera de cuarto», le había explicado con una sonrisa. Siempre estaba sonriendo. Decía que no le daban ningún plus por estar serio.
—¿Qué me respondes? —había preguntado al fin—. ¿Hay trato? —Al ver que Oly asentía, había dado una palmada y se había dejado caer en el sillón que había enfrente del de ella—. ¡Perfecto! Solo una cosilla más.
Olympia, en el borde de su asiento, intentó no fruncir el ceño.
—Necesito que le eches un ojo a tu nueva compañera.
—¿Un ojo? —repitió.
—Mira, Olympia. —El director se había inclinado hacia ella—. Llevas aquí poco tiempo, pero me han hablado muy bien de ti. Sé que eres de fiar y que estás acostumbrada a la disciplina de un deportista profesional.
Olympia sintió el peso del vaso de cristal entre las manos y dio un sorbo solo por rehuir su mirada. En el mundo del deporte, las gimnastas tienen fama de obedientes y responsables, y a veces eso puede convertirse en un incordio. Aquello sonaba a «parece que no, pero te voy a encargar un trabajo extra». Cuando tragó, el agua casi se le va por el otro lado y acabó tosiendo. El director siguió como si nada:
—Serena es un año más joven que tú. No te había dicho su nombre, ¿no? —Como en un juego de espejos tramposos, él asintió mientras Oly negaba con la cabeza—. Serena —repitió—, así se llama. Es una promesa del tenis, acaba de ganar el campeonato del mundo júnior. Si fuese más disciplinada...
La frase quedó incompleta, él resopló y sonrió de nuevo. Insistió en que Serena era una tenista con gran proyección. Era de Marbella y sus padres le costeaban la estancia en la residencia lejos de casa para que viviera en un ambiente de concentración absoluta. También pagaban al entrenador. El director hablaba con rodeos, ¿estaba diciéndole algo sobre el dineral que soltaban cada mes para que su hija estuviera allí? No era claro. Volvió a alabar la disciplina de Olympia, su compromiso. Oly volvió a removerse en el asiento de cuero.
—¿Cuento contigo para ver si podemos «contagiarla»? —preguntó él al fin, remarcando la palabra.
—Pero, pero... ¿quieres que sea su canguro o algo así? —Era norma en la residencia: daba igual que fuese el mandamás y que ya peinase canas, al director se le tuteaba.
Él se había encogido de hombros.
—Canguro no. Solo una buena influencia.
Pero ¿cómo iba a hacerlo? Se había ido del piso con la intención de sentirse más libre y ¿ahora le pedían que controlara a su compañera?
Aun sin tenerlas todas consigo, había aceptado. Claro que había aceptado. En primer lugar, porque su antigua habitación, la 314 —«la Pi», la llamaban, la tres catorce—, era la más pequeña de toda la residencia. Tenía por ancho el largo de la cama, y dos pasos de separación entre esta y la puerta; ni siquiera sería grande como armario escobero. Además, no tenía ni cuarto de baño propio, así que una hora antes de dormir Oly no podía beber agua, para ahorrarse salir al pasillo y recorrerlo entero de noche. Y en segundo lugar, y sobre todo, había aceptado el trato porque no le iría mal tener a alguien.
«Te has mudado para conocer gente nueva, cambiar de aires», se recordaba mientras doblaba el codo que hacía el pasillo cargada como un sherpa. Le empezaban a doler los brazos. Estaba pensando que tendría que haber hecho dos viajes, cuando una puerta se abrió a su paso, una chica salió en tromba y casi se choca con ella. Espalda ancha, cuello fuerte, ¿nadadora? Aún no conocía a casi nadie, a Oly le gustaba jugar a adivinar qué deporte practicaban sus compañeros de residencia.
Dos pasos más y ya estaba.
Miró bien el nuevo número: 321. Tuvo que abrir la puerta con el codo, y girarse para empujarla del todo con la cadera antes de patear dentro la maleta con ruedas y soltar sin más la caja encima del colchón de la derecha. Se oyó el clin-clin de las agujas metálicas al entrechocar en su interior.
—Esto es otra cosa... —dijo plantada en medio, mientras daba la vuelta lentamente sobre sí misma y se frotaba los brazos acalambrados.
Su segundo cuarto en la Blume era luminoso y amplio, cuarenta metros cuadrados sin más muebles que dos mesas de abedul con sus respectivas sillas para estudiar, colocadas a los lados del marco de la puerta del baño, y dos camas individuales, nada de literas. Dos ventanales grandes daban a la pista de atletismo y al verde de los árboles que rodeaban el centro de alto rendimiento. Habría podido pasar por la suite de un hotel.
Olympia había abierto un cristal y estaba asomada, cuando oyó ruido fuera y una voz de chica con acento andaluz; más que voz, casi gritos —«¡Anda ya! Ni tú te lo crees, ¿el bajo?»—. También pausas seguidas de risas y nuevas voces. Debía de venir hablando por teléfono.
—Serena —apostó Olympia consigo misma.
Al segundo, la voz se detuvo delante de la puerta y una chica con cazadora de cuero y el pelo corto, azul y alborotado, se plantó en el umbral. Llevaba solo una mochila grande y sujetaba el móvil a unos centímetros de la oreja.
—¿Eres Olympia? —preguntó antes de aullarle al móvil—: ¡No es a ti, tarugo, te tengo que dejar! —Se quedó escuchando mientras levantaba un dedo hacia Oly: un segundo—. Que sí, veintidós patitos de goma flotan por el Manzanares —dijo, y colgó sin más. Oly no pudo evitar levantar las cejas. ¿A qué venía eso?
—Y tú eres Serena.
—Solo cuando tengo mucho sueño —bromeó la otra y señaló hacia la cama de la izquierda—. ¿Me toca esta?
—La que quieras, a mí no me importa —respondió.
—A mí tampoco. No es que piense pasar mucho rato dormida, ya me entiendes.
Oly asintió por pura inercia; la verdad es que no la entendía.
A la recién llegada también le había gustado la 321: sin parar de hablar se asomó a los armarios empotrados, al cuarto de baño, abrió y cerró el grifo de la ducha, miró hacia la calle, probó los muelles de la cama, dio unos golpecitos en el friso de madera que recorría la mitad inferior del cuarto, se sentó en la silla del escritorio, encendió y apagó el flexo rojo, pasó la mano por la pared recién pintada de blanco... Olympia la observaba aún de pie junto a la ventana.
—Solo nos falta la nevera —sentenció Serena antes de acercarse a su mochila y abrirla encima de la cama—. Eres de rítmica, ¿no? —preguntó dándole la espalda—. Nunca había compartido cuarto con una gimnasta.
—Ni yo con una tenista —contestó Olympia. Ni con una yudoca, ni con una esquiadora, ni con una futbolista; solo con otras ritmiqueras, pero para qué decirlo. La verdad, tampoco es que tuviese muchas ganas de charla.
—¿Qué hora es? —Miró el reloj, y se contestó ella misma—: Vale, hay tiempo.
—¿Qué haces? —En un abrir y cerrar de ojos, Serena se había quedado en sujetador y culotte.
—Voy a salir. —Se paró en seco, con una camiseta negra con tachuelas en las manos, recién rescatada de la mochila—. Vente —propuso.
—¿Qué? No. —Olympia tenía otros planes: mirar al techo, pensar en Mario, dormir—. No, no. Tengo que... No.
—Ah, sí —insistió Serena, mientras cambiaba los vaqueros por unas mallas ajustadas de cuero—, tenemos que conocernos, ahora eres mi compañera.
«Tu canguro», volvió a pensar Olympia. Claro que ¿qué mejor forma de vigilarla que estando con ella?
—Tú te vienes quieras o no quieras —zanjó la tenista, con su acento sureño, sin eses finales—. Si no has quedado ya con alguien, claro. ¿Tienes pareja?
Y ahí, sin más, se presentó el riego escacharrado de las últimas semanas y dos lagrimones asomaron a los ojos de Olympia. Se los quitó con el dorso de la mano y un buen puñado de rabia. Serena hizo como que no se daba cuenta, pero antes de mirar hacia su mochila se paró un segundo, lo justo para que Oly tuviese la certeza de que la había visto. Así que ya que estaba, lo dijo. No se iba a andar escondiendo.
—Mi novio me puso los cuernos con una amiga, con mi compañera de litera.
Se hizo un silencio, pero duró poco.
—¿Y tú te estás pensando si salir o no? —soltó Serena—. ¡Ja! Tú necesitas salir, así que vístete, que nos vamos.
Ese viernes Olympia había hecho un buen entrenamiento, se había ganado un respiro, aunque salir así, sin pensarlo... Ni siquiera sabía qué ponerse, casi toda su ropa era de deporte. «¿Dónde vamos? ¿Es un sitio serio, informal?», le había preguntado a Serena, que había hecho como si no la oyese, centrada en pintarse los ojos en el baño. Acabó poniéndose unos vaqueros, una sudadera y zapatillas. Ropa cómoda, porque era suelta, no le ajustaba mucho, y al día siguiente en el entrenamiento sus pies agradecerían que no se hubiese puesto tacones, así que iba bien y punto.
Volvió a mirarse al espejo. Si iba vestida en condiciones o no, daba igual. Lo que le preocupaba era otra cosa. «¿Estaré haciendo bien?». Le inquietaba estar repitiendo lo que hizo cuando llegó al equipo nacional: imitar a las mayores solo por encajar. Serena no era mayor que ella, pero lo parecía por su decisión, porque no cuestionaba ni su estilo, ni lo que quería. No quería dejarse arrastrar por ella.
Bajaron las tres plantas por las escaleras, camino de la recepción.
—Mañana entreno a las nueve —iba pensando Oly en voz alta.
—Pues desde las dos tienes tiempo de sobra.
—¿Las dos? —Olympia miró hacia atrás. Ella iba delante, no sabía bajar despacio las escaleras, siempre las bajaba a la carrera, desde los tiempos del IVEF, cuando Rufino no les dejaba coger el ascensor.
—Ya, es una pena —escuchó a su espalda: Serena estaba dando por hecho que le parecía demasiado pronto—. Pero algo es algo. A mí mis padres no me dejan salir los viernes, aunque como están a quinientos kilómetros, no se enteran.
¿Le estaba diciendo que podían salir a cenar o al cine después del entrenamiento sin permiso? ¿Que podían llegar a las dos de la mañana? Si el director de la residencia se lo había explicado, desde luego Olympia no lo recordaba.
—Y al volver tenemos que firmar en una hoja al conserje, cuando le pidamos la llave, como si fuéramos delincuentes con la condicional —seguía prot