1. Flechazo
A principios de verano de 2018, cuando acudí al Palace de Verbier, un prestigioso hotel de los Alpes suizos, estaba lejos de imaginar que me iba a pasar las vacaciones resolviendo el crimen que se había cometido en el establecimiento muchos años antes.
Supuestamente, mi estancia allí iba a ser un ansiado respiro después de dos cataclismos a pequeña escala que habían acontecido en mi vida personal. Pero antes de contaros lo que pasó ese verano, tengo que volver primero a lo que dio origen a toda esta historia: la muerte de mi editor, Bernard de Fallois.
Bernard de Fallois era el hombre a quien le debía todo.
El éxito y la fama los había conseguido gracias a él.
Me llamaban «el escritor» gracias a él.
Me leían gracias a él.
Cuando lo conocí, yo era un autor a quien ni siquiera habían publicado: él hizo de mí un escritor leído en el mundo entero. Con su aspecto de patriarca elegante, Bernard había sido una de las personalidades más destacadas del mundo editorial francés. Para mí fue un maestro y, sobre todo, pese a llevarme sesenta años, un gran amigo.
Bernard falleció en el mes de enero de 2018, a los noventa y un años, y reaccioné a su muerte como lo habría hecho cualquier escritor: me lancé a escribir un libro sobre él. Me entregué a ello en cuerpo y alma, encerrado en el despacho de mi piso del 13 de la avenida de Alfred-Bertrand , en el barrio de Champel de Ginebra.
Como siempre que estaba escribiendo, la única presencia humana que podía tolerar era la de Denise, mi asistente. Denise era el hada buena que velaba por mí. Siempre de buen humor, me organizaba la agenda, seleccionaba y clasificaba la correspondencia de los lectores, y releía y corregía lo que yo había escrito. Llegado el caso, me llenaba la nevera y me reponía las provisiones de café. Y, para terminar, se adjudicaba cometidos de médico de a bordo, presentándose en mi despacho como si subiera a un barco después de una travesía interminable, y me prodigaba consejos de salud.
—¡Salga de aquí! —me ordenaba afectuosamente—. Vaya a dar una vuelta por el parque para ventilarse las ideas. ¡Lleva horas encerrado!
—Ya fui a correr esta mañana —le recordaba yo.
—¡Tiene que oxigenarse el cerebro a intervalos regulares! —insistía.
Era casi un ritual cotidiano: yo obedecía y salía a la terraza del despacho. Me llenaba los pulmones con unas cuantas bocanadas del aire fresco de febrero y luego, desafiándola con una mirada guasona, encendía un cigarrillo. Ella protestaba y me decía con tono consternado:
—Que lo sepa, Joël, no le pienso vaciar el cenicero. Así se dará cuenta de cuantísimo fuma.
Todos los días me imponía a mí mismo la rutina monacal que seguía cuando estaba dedicado a escribir y que constaba de tres etapas indispensables: levantarme al alba, ir a correr y escribir hasta por la noche. De modo que, indirectamente, fue gracias a este libro como conocí a Sloane. Sloane era mi nueva vecina de rellano. Se había mudado hacía poco y desde entonces todos los residentes del edificio hablaban de ella. Por mi parte, nunca había tenido ocasión de conocerla. Hasta esa mañana en que, al volver de mi sesión diaria de deporte, me topé con ella por primera vez. Ella también venía de correr y entramos juntos en el edificio. Entendí en el acto por qué todos los vecinos coincidían al hablar de Sloane: era una joven con un encanto que te dejaba sin recursos. Nos limitamos a saludarnos educadamente antes de meterse cada cual en su casa. Yo me quedé alelado detrás de la puerta. Me había bastado ese breve encuentro para empezar a enamorarme.
Al poco tiempo, solo tenía una cosa en mente: conocer a Sloane.
Intenté un primer acercamiento aprovechando que los dos salíamos a correr. Sloane lo hacía casi todos los días, pero sin horario fijo. Me pasaba horas deambulando por el parque Bertrand hasta que perdía la esperanza de encontrármela. Y, de pronto, la veía pasar fugazmente por una avenida. Por regla general, me resultaba imposible alcanzarla y la esperaba en el portal de nuestro edificio. Me impacientaba delante de los buzones y fingía que estaba recogiendo el correo cada vez que un vecino entraba o salía, hasta que por fin llegaba ella. Pasaba delante de mí, sonriéndome, y yo me derretía y me quedaba tan turbado que, antes de que se me ocurriera algo inteligente que decirle, ya se había ido a casa.
Fue la portera, la señora Armanda, la que me informó sobre Sloane: era pediatra, inglesa por parte de madre, y su padre era abogado, había estado casada dos años pero no salió bien. Trabajaba en los Hospitales Universitarios de Ginebra y alteraba el horario diurno y el nocturno, por eso me costaba tanto entender su rutina.
Después del fracaso de no coincidir con ella cuando salía a correr, decidí cambiar de método. Le encomendé a Denise la misión de vigilar el pasillo por la mirilla y avisarme cuando la viera aparecer. En cuanto oía las voces de Denise («¡Está saliendo de casa!»), yo salía corriendo del despacho, peripuesto y perfumado, y me plantaba a mi vez en el rellano, como por casualidad. Pero lo más que hacíamos era saludarnos. Ella solía bajar a pie, lo que impedía entablar cualquier conversación. Y aunque le pisaba los talones, ¿de qué me servía? En cuanto Sloane llegaba a la calle, desaparecía. Las poquísimas veces que cogía el ascensor, yo me quedaba mudo y en la cabina reinaba un silencio incómodo. En ambos casos, yo volvía a subir a casa con las manos vacías.
—¿Y bien? —me preguntaba Denise.
—Pues nada —mascullaba yo.
—Pero, Joël, ¿cómo puede ser tan inútil? ¡A ver si nos esforzamos un poquito!
—Es que soy algo tímido.
—¡Venga ya, déjese de monsergas! En los platós de televisión no se le nota nada tímido.
—Porque a quien ve usted por televisión es al Escritor. Pero Joël es muy distinto.
—¡Pero vamos a ver, Joël, tampoco es tan complicado! Llama usted a la puerta, le regala unas flores y la invita a cenar. ¿Le da pereza ir a la floristería, es eso? ¿Quiere que me encargue yo?
Entonces llegó esa noche de abril, cuando fui a la Ópera de Ginebra, yo solo, a ver la representación de El lago de los cisnes. Y hete aquí que en el entreacto, al salir a fumar un cigarrillo, me topé con ella. Cruzamos unas palabras y, como ya estaba sonando el aviso para volver a la sala, me propuso ir a tomar algo juntos después del ballet. Quedamos en el Remor, un café a unos pasos de allí. Así fue como Sloane entró en mi vida.
Sloane era guapa, divertida e inteligente. Sin lugar a dudas, una de las personas más fascinantes que he conocido. Después de la noche del Remor, la invité a salir varias veces. Fuimos a conciertos y al cine. La llevé a rastras a la inauguración de una exposición de arte moderno infumable donde nos dio un ataque de risa y de la que salimos huyendo para ir a cenar a un restaurante vietnamita que le encantaba. Pasamos varias veladas en su casa o en la mía, escuchando ópera, charlando y arreglando el mundo. Yo no podía dejar de comérmela con los ojos: estaba postrado ante ella. Cómo entornaba los ojos, cómo se retocaba el pelo, cómo sonreía levemente cuando algo le daba apuro, cómo jugueteaba con los dedos de uñas pintadas antes de hacerme una pregunta. Me gustaba todo de ella.
No tardé en pensar solo en ella. Tanto es así que aparqué temporalmente el libro.
—Ay, Joël, está usted en las nubes —me decía Denise al comprobar que ya no escribía ni una línea.
—Es por Sloane —explicaba yo delante del ordenador apagado.
No veía el momento de estar con ella y reanudar nuestras conversaciones interminables. No me cansaba nunca de oírle contar su vida, qué la apasionaba, qué le apetecía y a qué aspiraba. Le gustaban las películas de Elia Kazan y la ópera.
Una noche, después de cenar con mucho vino en una cervecería del barrio de Pâquis, acabamos en el salón de mi casa. Sloane contempló, divertida, los adornos y los libros de las estanterías de la pared. Estuvo mucho rato mirando un cuadro de San Petersburgo que había sido de mi tío abuelo. Luego les dedicó otro buen rato a las bebidas fuertes del mueble bar. Le gustó el esturión en relieve que decoraba la botella de vodka Beluga y lo serví en un par de vasos con hielo. Encendí la radio, el programa de música clásica que escuchaba muchas noches. Me desafió a identificar al compositor que estaba sonando. Fácil, era Wagner. Así que me besó con La valquiria y me acercó a ella tirando de mí y susurrándome al oído que me deseaba.
La relación duró dos meses. Dos meses maravillosos. A lo largo de los cuales, sin embargo, el libro sobre Bernard fue recuperando terreno. Al principio aproveché las noches en que Sloane tenía guardia en el hospital para adelantarlo. Pero cuanto más adelantaba, más me metía en la novela. Una noche, Sloane sugirió que saliéramos: por primera vez, no acepté la oferta. «Tengo que escribir», le expliqué. De entrada, Sloane fue de lo más comprensiva. También ella tenía un trabajo que a veces la tenía más ocupada de lo previsto.
Y entonces rechacé salir por segunda vez. Tampoco en esta ocasión se lo tomó a mal. Tenéis que entenderme: me encantaba cada instante que pasaba con Sloane. Pero tenía la sensación de que iba a estar con ella para siempre, de que esos momentos de complicidad se repetirían indefinidamente. Mientras que la inspiración para una novela podía esfumarse tan rápido como había surgido, y la ocasión la pintan calva.
La primera pelea se produjo una noche a primeros de junio, cuando, después de acostarnos, me levanté de la cama para vestirme.
—¿Adónde vas? —me preguntó.
—A mi casa —contesté con toda naturalidad.
—¿No te quedas a dormir?
—No, quiero escribir un rato.
—O sea, que vienes, te desfogas y hasta la próxima.
—Tengo que adelantar la novela —le expliqué, contrito.
—¡No me digas que te vas a pasar todo el rato escribiendo! —estalló—. ¡Te tiras con eso todo el día, hasta última hora de la tarde, y después de cenar, e incluso los fines de semana! ¡Esto se está saliendo de madre! Ya no me propones hacer nada.
Noté que nuestra relación se iba apagando tan deprisa como había prendido. Tenía que hacer algo. Por eso, al cabo de unos días, la víspera de marcharme a una gira de diez días por España, llevé a Sloane a cenar a su restaurante favorito: el japonés del Hôtel des Bergues, cuya terraza estaba en la azotea del establecimiento y tenía unas vistas a la rada de Ginebra que quitaban el hipo. Fue una velada de ensueño. Le prometí a Sloane ser menos escritor y más «nosotros», insistiendo una y otra vez en lo mucho que significaba ella para mí. Incluso empezamos a planear irnos juntos de vacaciones en agosto a Italia, un país que a los dos nos gustaba especialmente. ¿Mejor la Toscana o Apulia? Ya lo investigaríamos cuando volviera de España.
Nos quedamos en la mesa hasta que cerraron el restaurante, a la una de la madrugada. Era una noche templada de finales de primavera. Durante la cena, tuve la extraña sensación de que Sloane estaba esperando algo de mí. Y en el momento de irnos, cuando me levanté de la silla y los empleados comenzaron a pasar la fregona por la terraza a nuestro alrededor, Sloane me dijo:
—¿A que se te ha olvidado?
—¿Olvidado qué? —pregunté.
—Hoy era mi cumpleaños…
Al ver mi cara de pánico, comprendió que no se equivocaba. Se marchó hecha una furia. Intenté retenerla, deshaciéndome en excusas, pero ella se subió al único taxi libre que había delante del hotel y me dejó plantado en el umbral, ante la mirada jocosa de los aparcacoches. En lo que tardé en llegar al número 13 de la avenida de Alfred-Bertrand, Sloane ya estaba en casa, había desconectado el teléfono y se negaba a abrirme. Al día siguiente me marché a Madrid y mientras estuve allí le envié abundantes mensajes de texto y de correo electrónico que no obtuvieron respuesta. Me quedé sin saber nada de ella.
Volví a Ginebra el viernes 22 de junio por la mañana para encontrarme con que Sloane había roto conmigo.
Fue la portera, la señora Armanda, quien hizo de mensajera. Me paró cuando estaba entrando en el edificio:
—Hay una carta para usted.
—¿Para mí?
—Es de su vecina. No quería meterla en el buzón por la asistente de usted, que le abre el correo.
Abrí el sobre en el acto. Encontré una nota de unas pocas líneas:
Joël:
No va a funcionar.
Hasta pronto.
Sloane
Esas palabras me dieron de lleno en el corazón. Subí a casa con la cabeza gacha. Pensé que allí, al menos, estaría Denise para subirme los ánimos en los días venideros. Denise, la mujer encantadora a la que su marido había dejado por otra, un icono de la soledad moderna. Nada mejor para sentirse menos solo que encontrarse con alguien que está aún más abandonado. Pero al entrar en el piso me encontré con que al parecer Denise se marchaba. No eran aún ni las doce.
—¿Denise? ¿Adónde va? —le pregunté a modo de saludo.
—Hola, Joël, ya lo avisé de que hoy me iría pronto. Mi vuelo sale a las tres.
—¿Su vuelo?
—¡Joël! ¡No me diga que se le ha olvidado! Lo hablamos antes de que se fuera a España. Me voy quince días con Rick a Corfú.
Rick era un individuo a quien Denise había conocido por internet. Efectivamente, habíamos hablado de esas vacaciones. Se me había ido de la cabeza.
—Sloane me ha dejado —anuncié.
—Ya lo sé; lo siento mucho, de verdad.
—¿Cómo que ya lo sabe? —dije, extrañado.
—La portera abrió la carta que Sloane dejó para usted y me lo contó todo. No he querido decírselo mientras estaba en Madrid.
—Y, aun así, ¿va a marcharse? —le pregunté.
—¡Joël, no voy a anular mis vacaciones porque lo haya dejado su novia! Además, seguro que encuentra a otra en un pispás. Todas las mujeres le ponen ojitos. Hale, nos vemos dentro de quince días. ¡Ya verá cómo se pasan enseguida! Y lo tengo todo previsto, he ido a la compra. ¡Fíjese!
Denise me llevó corriendo a la cocina. Al enterarse de que Sloane y yo habíamos roto, se había anticipado a mi reacción: iba a quedarme encerrado en casa. Preocupada a todas luces por que dejase de alimentarme en su ausencia, había hecho un impresionante acopio de provisiones. Desde las alacenas hasta el congelador, estaba todo lleno de comida.
Hecho lo cual, se marchó. Y yo me quedé solo en la cocina. Me preparé un café y me acomodé en el mostrador largo de mármol negro, enfrente de todas las sillas altas que se alineaban desesperadamente vacías. En esa cocina cabíamos diez, pero no había nadie más que yo. Me arrastré hasta el despacho donde pasé mucho rato mirando una foto mía con Sloane. Luego, cogí una ficha y escribí «Sloane» y, a continuación, la fecha de este espantoso día en que me había dejado, con la anotación «22/6: un día que hay que olvidar». Pero era imposible sacarme a Sloane de la cabeza. Todo me la recordaba. Incluso el sofá del salón, en el que acabé dejándome caer y que me trajo a la memoria cómo, pocos meses antes, en ese mismo sitio y encima de ese mismo tapizado, había empezado la más extraordinaria de las relaciones, que yo había conseguido echar a pique.
Me contuve para no ir a llamar a la puerta del piso de Sloane ni telefonearla. Pero a última hora de la tarde, como ya no podía más, me acomodé en la terraza, fumando un cigarrillo tras otro, con la esperanza de que Sloane se asomase también y nos encontrásemos «por casualidad». Sin embargo, la señora Armanda, que me vio desde la acera cuando salió a pasear al perro y cuando volvió, al cabo de una hora, se fijó en que yo seguía allí, me dijo desde el portal: «No sirve de nada esperar, Joël. No está. Se ha ido de vacaciones».
Me metí otra vez en el despacho. Sentía que necesitaba irme. Me apetecía alejarme temporalmente de Ginebra, quitarme de encima los recuerdos de Sloane. Me apetecía tener calma y serenidad. Entonces, entre las notas sobre Bernard que tenía encima de la mesa, me fijé en la que se refería a Verbier. Le encantaba ir allí. La perspectiva de pasar allí algún tiempo, de disfrutar de la tranquilidad de los Alpes para centrarme, me atrajo en el acto. Encendí el ordenador y me metí en internet: enseguida me topé con la página web del Palace de Verbier, un hotel mítico; me bastaron unas pocas fotos para convencerme: la terraza soleada, el jacuzzi con vistas a unos magníficos paisajes, el bar de luces tamizadas, los salones acogedores y las suites con chimenea. Era exactamente el entorno que necesitaba. Pinché en la pestaña de reservas y me puse a teclear.
Así fue como empezó todo.
2. Vacaciones
El sábado 23 de junio de 2018, al alba, metí el equipaje en el maletero del coche y me puse en camino hacia Verbier. El sol asomaba sobre el horizonte, inundando las calles desiertas del centro de Ginebra con un intenso halo anaranjado. Crucé el puente del Mont-Blanc, recorrí los muelles floridos hasta el barrio de las Naciones Unidas y luego tomé la autopista, rumbo al Valais.
Todo me dejaba maravillado en esa mañana de verano: los colores del cielo me parecían nuevos, los paisajes que desfilaban a mi alrededor me resultaban aún más bucólicos que de costumbre, los pueblecitos desperdigados entre los viñedos con el lago Lemán a sus pies…, todo formaba un decorado de tarjeta postal. Salí de la autopista en Martigny y seguí por la carretera secundaria que, pasado Le Châble, se convertía en una cinta que serpentea montaña arriba hasta Verbier.
Al cabo de hora y media de trayecto llegué a mi destino. Apenas si estaba empezada la mañana. Subí por la calle principal, crucé el pueblo y luego solo tuve que ir siguiendo los carteles indicadores para saber cómo llegar al Palace. El hotel se hallaba muy cerca del pueblo (un paseo de pocos minutos), pero no por ello dejaba de estar lo bastante apartado para que uno se sintiera en un sitio único. El edificio, un típico hotel de lujo montañés, con sus torrecillas y su amplio tejado, anidaba en un marco de vegetación; lo rodeaba el bosque de pinos como si fuera una muralla y a sus pies se abría el valle de Bagnes, que ofrecía unas vistas espectaculares.
Me recibió en el Palace un personal encantador y muy atento. De inmediato me sentí muy a gusto en ese lugar impregnado de serenidad. Cuando me estaba registrando en recepción, el empleado me dijo:
—Es usted el Escritor, ¿verdad?
—Sí.
—Es un gran honor tenerlo aquí. He leído todos sus libros. ¿Ha venido para escribir otra novela?
—¡Ni hablar! —le contesté riéndome—. He venido a descansar. ¡Vacaciones, vacaciones, vacaciones!
—Creo que estará bien aquí; tiene una de las suites más bonitas, la 623.
Un botones me escoltó con el equipaje hasta el sexto piso. Según recorría el pasillo, fui mirando pasar los números de las habitaciones. ¡Y cuál no sería mi sorpresa al comprobar que el orden era el siguiente: 620, 621, 621 bis y 623!
—¡Qué raro! —le comenté al botones—. ¿No hay habitación 622?
—No —me contestó sin más explicaciones.
La habitación 623 era absolutamente espléndida. Con un estilo moderno que contrastaba a la perfección con el ambiente del Palace. Había una zona diurna, con un sofá grande, una chimenea, un escritorio de cara a una ventana que daba al valle y una amplia terraza. En la zona nocturna, una cama enorme y un vestidor contiguo a un cuarto de baño de mármol con ducha italiana y una bañera gigantesca.
Después de pasar revista, volví al asunto de los números de las habitaciones, que me traía a maltraer.
—Pero ¿por qué el «621 bis» y no el «622»? —le pregunté al empleado que estaba colocando el equipaje.
—Sin duda, una equivocación —contestó vagamente.
No me quedaba claro si de verdad no lo sabía o si mentía por omisión. En cualquier caso, no tenía pinta de querer seguir con la charla.
—¿Necesita algo más, señor? ¿Quiere que mande a alguien para deshacer la maleta?
—No, muchas gracias, ya lo haré yo —le agradecí mientras le deslizaba una propina en la mano.
Desapareció de inmediato. Por pura curiosidad, fui a inspeccionar el pasillo: salvo la habitación contigua a la mía, no había ninguna otra «bis» en toda la planta. Era algo muy raro. Pero traté de no pensar en ello. Al fin y al cabo, estaba de vacaciones.
Mi primer día de vacaciones en Verbier lo dediqué a ir paseando por el bosque hasta un restaurante panorámico donde comí contemplando las vistas. De vuelta en el hotel, disfruté de la piscina termal y luego estuve un buen rato leyendo.
Al caer la noche, antes de ir a cenar al restaurante del Palace, me tomé un whisky en el bar. Acomodado en la barra, estuve charlando con el camarero que era un filón inagotable de jugosas anécdotas sobre los demás huéspedes allí presentes. Ahí fue donde la vi por primera vez: una mujer de mi edad, muy guapa, a todas luces sola, que se sentó en la otra punta de la barra para pedir un Martini Dry.
—¿Quién es? —le pregunté al camarero cuando la hubo atendido.
—Scarlett Leonas. Una huésped que llegó ayer. Viene de Londres. Muy agradable. Su padre es un aristócrata inglés, Lord Leonas, ¿le suena? Habla un francés perfecto, se le nota el nivel de educación. Por lo visto, ha dejado a su marido y ha venido a refugiarse aquí.
Durante las horas siguientes, volví a coincidir con ella dos veces.
Primero, cenando en el restaurante del hotel, donde nos separaban unas pocas mesas. Luego, de forma totalmente inesperada, más o menos a medianoche, cuando, al salir a la terraza de la suite para fumar, descubrí que se alojaba en la habitación de al lado. Al principio, creí estar yo solo en la oscuridad azulada. Me había llevado a Ginebra una foto de Bernard y la tenía en la mano. Apoyado en la barandilla, encendí el cigarrillo y la miré con ánimo melancólico. Una voz me sacó de pronto de esa contemplación.
—Buenas noches —oí.
Me sobresalté. Era ella, en la terraza contigua a la mía, discretamente ovillada en un sillón veraniego.
—Perdone, le he dado un susto —me dijo.
—No contaba con tener compañía a estas horas —le contesté.
Se presentó:
—Me llamo Scarlett.
—Yo me llamo Joël.
—Ya sé quién es. Es el Escritor. Aquí todo el mundo habla de usted.
—Eso nunca es buen síntoma —le hice notar.
Me sonrió. Me entraron ganas de prolongar ese momento y le ofrecí un cigarrillo. Lo aceptó. Le alargué el paquete y le di fuego con mi mechero.
—¿Qué lo trae por aquí, Escritor? —me dijo, tras soltar la primera bocanada.
—La necesidad de tomar el aire —contesté de forma evasiva—. ¿Y a usted?
—La necesidad de tomar el aire también. He dejado mi vida de Londres, mi trabajo, a mi marido. Necesito un cambio. ¿Quién es el de la foto?
—Mi editor, Bernard de Fallois. Falleció hace seis meses. Para mí era alguien muy importante.
—Lo siento mucho.
—Gracias. Me estoy dando cuenta de que me está costando pasar página.
—Eso es una lata para un escritor.
Hice el esfuerzo de sonreír, pero se dio cuenta de que tenía la cara triste.
—Perdone —se disculpó—. Quería dármelas de graciosa y he metido la pata.
—No se preocupe. Bernard se murió a los noventa y un años, tenía derecho de sobra a irse. Tendré que mentalizarme.
—La pena no sabe de normas.
Era muy cierto.
—Bernard era un gran editor —dije—, pero también era mucho más. Era un gran hombre superior en todo y que, a lo largo de su carrera editorial, había tenido varias vidas. Hombre de letras a la par que gran erudito, fue además un hombre de negocios temible, dotado de un carisma y un poder de convicción fuera de lo común; si hubiera sido abogado, todo el colegio de abogados de París se habría quedado en paro. Hubo una época en la que Bernard fue el jefe, temido y respetado, de los grupos editoriales más importantes de Francia, sin dejar de estar muy cerca de los grandes filósofos e intelectuales del momento, así como de algunos políticos en el poder. En el tramo final de su vida, tras haber reinado sobre París, Bernard se pasó a la retaguardia sin perder un adarme de su aura; fundó una editorial pequeña a su imagen y semejanza: modesta, discreta y prestigiosa. Ese era el Bernard que yo conocí cuando me acogió bajo su ala. Genial, curioso, alegre y resplandeciente: era el maestro con el que yo siempre había soñado. Tenía una conversación chispeante, ingeniosa y profunda. Su risa era una constante lección de sabiduría. Conocía todos los resortes de la comedia humana. Una inspiración para la vida, una estrella en la Noche.
—Bernard parecía alguien fuera de lo común —me dijo Scarlett.
—Lo era —le aseguré.
—El de escritor no deja de ser un oficio fascinante…
—Eso era lo que pensaba mi última novia antes de emparejarse conmigo.
Scarlett se echó a reír.
—Lo digo en serio. Me refiero a que todo el mundo sueña con escribir una novela.
—No estoy tan seguro.
—Pues al menos yo sí.
—En ese caso, ¡láncese! —le sugerí—. Basta con un lápiz y un bloc para que se abra ante usted un mundo maravilloso.
—No sabría cómo hacerlo. No sabría dónde encontrar la idea para una novela.
Mi cigarrillo se había consumido. Me disponía a volver a mi habitación cuando ella me retuvo, cosa que no me desagradó.
—¿Cómo se le ocurren a usted las ideas para sus novelas? —me preguntó.
Me lo pensé un momento antes de contestar:
—La gente suele creer que para empezar a escribir una novela hace falta una idea. Cuando en realidad la novela nace, antes que nada, de un anhelo: el anhelo de escribir. Un anhelo que te entra y que nadie puede evitar, un anhelo que te distrae de todo lo demás. Ese deseo perpetuo de escribir yo lo llamo la enfermedad de los escritores. Ya se le puede a usted ocurrir la mejor intriga para una novela que, si no anhela escribirla, es como no tener nada.
—Y ¿cómo se crea una intriga? —me preguntó Scarlett.
—Muy buena pregunta, querido Watson. Es un error que los escritores principiantes suelen cometer: se creen que una intriga consta de varios hechos que encajan juntos. Se imaginan un personaje, lo sumergen en una situación y así siempre.
—En efecto —reconoció Scarlett—. De hecho, se me había ocurrido la siguiente idea para una novela: una joven se casa y, en la noche de bodas, mata a su marido en la habitación del hotel. Pero nunca he conseguido desarrollarla.
—Porque está juntando hechos, se lo acabo de decir. Pero resulta que una intriga, como su propio nombre indica, tiene que constar de preguntas. Empiece planteando la trama de forma interrogativa: ¿Por qué una joven recién casada mata a su marido en la noche de bodas? ¿Quién es esa joven? ¿Quién es el marido? ¿Cuál es la historia de su relación? ¿Por qué se han casado? ¿Dónde se han casado?
La réplica de Scarlett no se hizo esperar:
—El marido era inmensamente rico pero tacaño hasta la mezquindad. Ella quería una boda de princesa con cisnes blancos y fuegos artificiales y al final tuvo una fiesta cutre en un hostal roñoso. En un ataque de rabia, acaba asesinando al marido. Si en el juicio le toca una jueza en lugar de un juez, tendrá circunstancias atenuantes porque no hay nada peor que un marido tacaño.
Me eché a reír.
—¿Lo ve? —le dije—. El mero hecho de formular la trama inicial con preguntas ofrece una serie infinita de posibilidades. Al responder a esas preguntas, los personajes, los lugares y los hechos surgirán por sí solos. Usted misma ha trazado algunos rasgos de los personajes del marido y de la mujer. Incluso ha prolongado la intriga pensando en el juicio. ¿El nudo es el asesinato? ¿O es el juicio de la mujer? ¿La absolverán? La magia de la novela consiste en que si un simple hecho, uno cualquiera, lo traducimos a preguntas, nos abre las puertas a una novela.
—¿Y da igual cuál sea ese hecho? —repitió Scarlett con tono incrédulo, como si me estuviera desafiando.
—Da igual cuál sea. Vamos a tomar un ejemplo muy concreto: si no me equivoco, está usted en la habitación 621 bis, ¿es correcto?
—Correctísimo —confirmó Scarlett.
—Y yo estoy en la habitación 623. Y la habitación anterior a la suya es la 621. Me he recorrido toda la planta para comprobarlo: la habitación 622 no existe. Es un hecho. ¿Por qué, en el Palace de Verbier, hay una habitación «621 bis» en vez de una habitación 622? Eso es una intriga. Y el principio de una novela.
Scarlett sonrió abiertamente: había entrado en el juego.
—Ojo —matizó enseguida—, podría haber una explicación racional. Hay hoteles que renuncian a la habitación número 13 por deferencia a los clientes supersticiosos.
—Si hay una explicación racional inmediata —dije—, entonces la intriga se extingue y no hay novela. Ahí es donde el novelista entra en acción: para que haya novela, tiene que ampliar los límites de la racionalidad, prescindir de la realidad y, sobre todo, crear un nudo donde no lo hay.
—¿Cómo lo haría en el caso de esta habitación de hotel? —me preguntó Scarlett, que no estaba segura de haberme entendido del todo.
—En la novela, el escritor, en pos de una explicación, va a preguntarle al portero del hotel.
—¡Pues vamos! —sugirió ella.
—¿Ahora?
—¡Claro que sí, ahora mismo!
—La 621 bis es una habitación emblemática del hotel —nos explicó el portero, divertido de vernos aparecer a semejante hora para preguntarle eso—. Cuando se construyó el hotel, pusieron por error la placa 621 en dos habitaciones. Habría bastado con cambiar una de las 621 por una 622 y listo. Pero el propietario de entonces, el señor Edmond Rose, que tenía mucho ojo para los negocios, prefirió añadir la indicación «bis» debajo del 621 y la habitación se convirtió en la 621 bis. Lo cual despertó la curiosidad de los clientes, que solicitaban esa habitación antes que cualquier otra, convencidos de que tenía algo especial. El truco sigue funcionando, puesto que están ustedes aquí, en plena noche, preguntándome por la habitación de marras.
De vuelta en la sexta planta, Scarlett me dijo:
—O sea, que esta habitación 621 bis no es más que un fallo estructural.
—Para el novelista, no —le recordé—, porque entonces se queda sin historia. En la novela, el portero miente para mantener la intriga. ¿Por qué miente el portero? ¿Cuál es la verdad sobre esa misteriosa habitación 621 bis? ¿Qué sucedió para que la gente del hotel tenga que disimular? Así es como se puede construir una idea a partir de una simple situación.
—¿Y ahora? —preguntó Scarlett.
—Ahora —contesté en broma— le toca profundizar. Yo me voy a la cama.
Qué poco me imaginaba que acababa de echar a perder mis vacaciones.
A la mañana siguiente, a las nueve, me sacaron del sueño unos golpes en la puerta de mi habitación. Fui a abrir. Era Scarlett. Le extrañó mi aspecto soñoliento.
—¿Estaba durmiendo, escritor?
—Sí, estoy de vacaciones. Ya sabe, esos ratos de descanso durante los que lo dejan a uno en paz.
—Bueno, ¡pues se le han acabado las vacaciones! —me anunció ella entrando en mi suite con un libro gordo debajo del brazo—. Porque tengo la respuesta a su supuesta intriga: ¿Por qué hay en el Palace de Verbier una habitación 621 bis en vez de una habitación 622? ¡Porque hubo un asesinato! La ficción supera a la realidad.
—¿Qué? ¿Cómo sabe todo eso?
—Me he ido temprano a uno de los cafés del centro para preguntar a los lugareños. Varios me han hablado del asunto. ¿Puedo tomar un café, por favor?
—¿Cómo dice?
—¡Café, please! Al lado del minibar hay una cafetera de cápsulas. Mete la cápsula dentro, aprieta el botón y el café cae en la taza. Ya verá, ¡es magia!
Scarlett me tenía embelesado. Obedecí en el acto y preparé dos expresos.
—No hay nada que indique una relación entre ese asesinato y esa extravagancia de la habitación 621 bis —le hice notar mientras le llevaba la taza.
—Espere a ver lo que he descubierto —me dijo ella conforme abría el libro que había traído.
Me acomodé a su lado.
—¿Qué es? —le pregunté.
—Un libro sobre la historia del Palace —me explicó, pasando las páginas—. Lo he encontrado en la librería del pueblo.
Se detuvo en la foto de un plano arquitectónico del hotel y puso el dedo encima.
—Es de la sexta planta —dijo—. ¡Menuda suerte! Mire, este es el pasillo y aquí se ve, en cada suite, el número. ¡Son una secuencia lógica, fíjese! Y aquí está, en efecto, la 622, entre la 621 y la 623.
Comprobé, estupefacto, que Scarlett estaba en lo cierto.
—¿Qué está pensando? —le pregunté, seguro de que algo le rondaba la cabeza.
—Que el asesinato ocurrió en la habitación 622 y que la dirección del hotel quiso borrar por completo esa historia.
—No es más que una hipótesis.
—Que vamos a comprobar. ¿Tiene coche?
—Sí, ¿por qué?
—¡Pues andando, escritor!
—¿Cómo que andando? ¿Adónde quiere ir ahora?
—A los archivos de Le Nouvelliste, el periódico regional más importante.
—Es domingo —le hice notar.
—He llamado a la redacción. Abren en domingo.
Me gustaba Scarlett. Por eso la acompañé a Sion, a una hora de camino, donde estaban los locales de Le Nouvelliste.
Detrás del mostrador de recepción, una empleada nos informó de que los archivos solo podían consultarlos los suscriptores.
—Pues habrá que suscribirse —me indicó Scarlett dándome un codazo.
—¡Anda! ¿Y por qué yo? —protesté.
—Venga, escritor, que no tenemos tiempo para debatirlo; ¡suscríbase, hágame el favor!
Accedí y saqué la tarjeta de crédito, lo que nos dio acceso a la sala de archivos. Me había imaginado un sótano polvoriento con miles de periódicos viejos amontonados, pero se trataba de un cuartito con cuatro ordenadores. Lo tenían todo digitalizado, lo que nos hizo más sencilla la tarea. Sentada delante de una pantalla, Scarlett solo necesitó unas cuantas palabras clave para dar con una serie de artículos. Pinchó en el primero y soltó un grito de triunfo. El caso venía en primera plana del periódico. Se veía una foto del Palace de Verbier, con unos coches de la policía aparcados delante, y el siguiente titular:
ASESINATO EN EL PALACE
Ayer, domingo 16 de diciembre, un hombre apareció asesinado en la habitación 622 del Palace de Verbier. Fue un empleado del hotel quien descubrió el cuerpo de la víctima cuando le llevaba el desayuno.
3. Comienza el caso
Domingo 9 de diciembre, siete días antes del asesinato
El avión estaba retenido en la pista del aeropuerto de Madrid. Por megafonía, el comandante había anunciado a los pasajeros que, debido a las copiosas nevadas, el aeropuerto de Ginebra había tenido que cerrarse por un breve espacio de tiempo, el necesario para despejar la pista. El avión tardaría media hora como mucho en poder despegar.
Lo que no era sino una molestia sin mayores consecuencias para la mayoría de los viajeros embarcados, parecía contrariar sobremanera a Macaire Ebezner, un pasajero sentado en la primera fila de la clase business. Con la mirada fija en la ventanilla, se acabó en dos sorbos la copa de champán con que la azafata lo había obsequiado para entretener la espera. Estaba nervioso. Algo no andaba bien. Tenía el convencimiento de que no habían inmovilizado el avión por la nieve sino porque habían dado con él. Iban a ir a pescarlo a bordo de ese avión. Lo presentía. Estaba atrapado como una rata. Sin forma de escapar. Mientras miraba la pista por la ventanilla, vio de pronto un coche de policía que se acercaba deprisa al aparato con las luces giratorias encendidas. Notó que se le aceleraba el corazón. Lo habían pillado.
*
La víspera, a media tarde, en el barrio de Salamanca, en el centro de Madrid.
Macaire y Pérez salían de la boca de metro de Serrano. Acababan de identificar al informante y de hacerse con los documentos en su piso antes de escapar en metro para mayor discreción. Pero al salir del vagón, a Pérez le dio la impresión de que los iban siguiendo. Mientras subían las escaleras para salir a la calle se confirmaron sus sospechas.
—No te des la vuelta —le ordenó a Macaire—. Hay dos tíos pisándonos los talones desde hace un rato.
Por el tono de voz, Macaire comprendió que estaban acabados. Y eso que habían aprendido a fijarse en las señales: su falta de atención iba a salirles muy cara.
Notó un subidón de adrenalina.
—Tú ve por la derecha —le dijo entonces Pérez—. Yo me voy por la izquierda. Nos vemos luego en el piso.
—¡No te voy a dejar solo!
—¡Ya! —ordenó Pérez—. ¡Haz lo que te digo! ¡La lista la tienes tú!
Se separaron. Macaire tiró a la derecha y fue calle arriba apretando el paso. Vio parado en el arcén un taxi del que acababa de bajarse un cliente y se metió dentro a toda prisa. El taxista arrancó y Macaire miró hacia atrás: no había ni rastro de Pérez.
Macaire se bajó en la Puerta del Sol y se mezcló con la riada de turistas. Se metió en una tienda de ropa de la que salió cambiado de arriba abajo, por si habían dado una descripción suya. Como no sabía qué hacer, acabó llamando al número de emergencia. En doce años, era la primera vez que lo utilizaba. Encontró una cabina cerca del Retiro y marcó el número que se sabía de memoria. Se identificó al telefonista que le contestó y le pasaron con Wagner, que le anunció la mala noticia.
—La policía española ha detenido a Pérez. No tienen nada contra él. Lo van a soltar. De todas formas, tiene pasaporte diplomático.
—Tengo la lista —indicó entonces Macaire—. Sí que era nuestro hombre.
—Perfecto. Queme esa lista y aténgase al protocolo. Váyase al piso y vuelva a Ginebra mañana como estaba previsto. No se preocupe. Todo irá bien.
—Muy bien —asintió Macaire.
Antes de colgar, su interlocutor le dijo, con una voz casi divertida que desentonaba con la gravedad de la situación:
—Ah, ya que lo tengo al teléfono: sale usted en el periódico. Es oficial.
—Ya lo sé —respondió Macaire, casi irritado por el tono desenfadado de su interlocutor.
—¡Bravo!
La comunicación se cortó de golpe.
Ateniéndose a las consignas que acababa de recibir, Macaire volvió al piso tomando todo tipo de precauciones y quemó la lista. Se arrepentía muchísimo de haber aceptado ese viaje que iba a ser el último. Le daba miedo que fuera el que estaba de más. Tenía mucho que perder: su mujer, su vida de ensueño y el ascenso que lo estaba esperando. Dentro de una semana sería presidente del banco de su familia, uno de los bancos privados más importantes de Suiza. Una indiscreción se lo había filtrado a la edición de fin de semana de La Tribune de Genève, en el número de ese mismo día. Había recibido mensajes y parabienes de todo el mundo. Excepto de su mujer, Anastasia, que se había quedado en Suiza. Como siempre, para ese tipo de viaje se las había arreglado para que ella no lo acompañase.
*
En la pista del aeropuerto de Madrid, el coche de policía pasó delante del avión y siguió sin detenerse por la vía de servicio. Falsa alarma. Macaire se desplomó en el asiento, aliviado. De repente el avión arrancó y echó a rodar despacio hacia la pista de despegue.
Cuando pocos minutos después el aparato se elevó al fin por los aires, Macaire se sintió fuera de peligro y soltó un prolongado suspiro. Pidió que le sirvieran un vodka y cacahuetes y desdobló su ejemplar de La Tribune de Genève, que había escogido de entre la selección de periódicos que ofrecían a bordo. Encabezando la sección de economía se topó con una foto suya:
MACAIRE EBEZNER, SERÁ NOMBRADO PRESIDENTE DEL BANCO EBEZNER ESTE SÁBADO
Se despejan las dudas: Macaire Ebezner, de 41 años de edad, será quien lleve las riendas del banco privado más importante de Suiza, del que es único heredero. La noticia la ha confirmado entre líneas un miembro influyente del banco, que desea permanecer en el anonimato. Según ha afirmado, «Solo un Ebezner puede dirigir el Banco Ebezner».
Pidió otro vodka que lo dejó fuera de combate. Se amodorró.
Tenía la sensación de que solo había cerrado los ojos un ratito, pero cuando recobró la conciencia el avión ya estaba descendiendo hacia Ginebra. Vio los perfiles nítidos del lago Lemán y las luces de la ciudad. Estaba nevando mucho y los copos revoloteaban por el aire. El invierno se había adelantado y Suiza estaba cubierta de blanco. Debido a la espesa capa de nieve en polvo que tenía el país empantanado, el vuelo de Madrid fue uno de los primeros en aterrizar en el aeropuerto de Ginebra tras una larga interrupción del tráfico aéreo por las condiciones atmosféricas.
Eran las nueve y media de la noche cuando el aparato se posó en la pista, que acababan de despejar. Tras desembarcar, Macaire recorrió rápidamente las entrañas del aeropuerto, que se sabía de memoria, con el maletín en la mano. Salió de la zona de llegadas como si nada. Los aduaneros delante de quienes pasó no le hicieron preguntas.
Como la nieve había alterado la actividad aérea durante la hora previa, a la salida del aeropuerto una larga fila de taxis esperaba a los escasísimos clientes. Macaire se acomodó en el que estaba en cabeza. Detrás del volante, el taxista soltó en el acto el periódico que estaba leyendo con detenimiento.
—Camino de Ruth, en Cologny —indicó Macaire.
Sin quitarle ojo por el retrovisor, el taxista le preguntó entonces, al tiempo que blandía el ejemplar de La Tribune de Genève:
—Es usted el que sale en el periódico, ¿no?
Macaire sonrió halagado por que lo reconocieran.
—Así es.
—Es un gran honor, señor Ebezner —le dijo el taxista con los ojos rebosantes de admiración—. No todos los días llevo a una estrella de las finanzas.
Macaire miró su cara reflejada en el cristal y no pudo reprimir una amplia sonrisa. Se hallaba en la cumbre de su carrera de banquero. La tensión de Madrid ya estaba olvidada: había salido del apuro y tenía un porvenir radiante. Estaba deseando llegar mañana al banco. ¡Deseando ver la cara que pondrían todos! Aunque en el fondo su ascenso a la presidencia fuera cosa hecha desde hacía meses, ese artículo daría que hablar. A partir de mañana todo el mundo iba a bailarle el agua. Se haría el modesto, por descontado. Solo tenía que ser paciente unos pocos días más: el sábado por la noche, durante el Gran Fin de Semana anual que el banco celebraba en Verbier, lo elegirían para dirigir la prestigiosa entidad.
El taxi bajó por la calle de La Servette y luego por la avenida de Chantepoulet y cruzó el puente del Mont-Blanc. Las orillas del lago Lemán resplandecían. El surtidor del Jet d'Eau, el penacho de la ciudad, se elevaba majestuosamente entre los copos. Ginebra, con la nieve y las luces de Navidad, resultaba mágica. Todo parecía tranquilo y muy sereno.
El coche subió por el muelle del Général-Guisan y siguió hacia Cologny, una de las comunas encopetadas de Ginebra en la que vivía Macaire con su mujer, Anastasia, en una suntuosa finca por encima del Lemán.
En la cocina de los Ebezner, en ese preciso momento, Arma, la empleada doméstica, probaba el redondo de ternera que había puesto amorosamente a cocer a fuego lento unas horas antes: estaba perfecto. Consideró de nuevo con admiración el artículo del periódico que había colocado en la encimera para que le hiciera compañía. Ya era oficial: ¡al señorito lo iban a nombrar presidente del banco el sábado siguiente! ¡Qué orgullosa estaba de él! Aunque nunca trabajaba los fines de semana, la víspera, cuando en su cafetería habitual se había topado con el artículo, decidió ir para recibirlo a su regreso de Madrid. Sabía que iba a estar solo porque su mujer había ido a pasar el fin de semana a casa de una amiga (a la señorita Anastasia no le gustaba quedarse sola en aquella casa tan grande cuando su marido estaba de viaje de negocios). A Arma le daba pena que al volver a casa no tuviera a nadie con quien celebrar esa gran noticia.
Al ver los faros del taxi que entraba en el recinto, salió precipitadamente para recibir al señor, sin tomarse tiempo siquiera para ponerse el abrigo a pesar de que estaba nevando.
—¡Sale usted en el periódico! —exclamó orgullosa, mientras blandía el artículo delante de las narices de Macaire, que emergía del taxi.
—¡Arma! —se extrañó él—. ¿Qué hace usted aquí en domingo?
—No quería que volviera a una casa a oscuras y sin una buena cena.
Él le sonrió con afecto.
—«Presidente», ¡así que es oficial! —se regocijó Arma.
Agarró el maletín que el taxista había sacado del maletero y fue detrás del señor, que estaba entrando en la casa mientras el taxi se marchaba. Apenas había cruzado el portón de la finca de los Ebezner, apareció un hombre en la luz de los faros. El taxista se detuvo y bajó la ventanilla.
—Lo he hecho todo como me dijo —le indicó al hombre, a quien no parecía importarle que nevara.
—¿Le ha enseñado el artículo? —preguntó el hombre.
—Sí, he hecho lo que me mandó al pie de la letra —juró con toda solemnidad el taxista, que esperaba su retribución—. He hecho como que lo reconocía, como me dijo usted.
El hombre puso cara de satisfacción y le entregó un fajo de billetes de cien francos al taxista, que arrancó de inmediato.
En casa, cómodamente sentado a la mesa de la cocina, Macaire dejó que Arma le sirviera una hermosa tajada de redondo. Estaba preocupado. Más que nada por Anastasia. Le había enviado un mensaje para decirle que había llegado a Ginebra sin novedad. Ella le contestó escuetamente:
Me alegro de que el viaje haya ido bien.
Enhorabuena por el artículo de La Tribune.
Vuelvo mañana, no es prudente conducir con tanta nieve.
Al releer el mensaje, Macaire se preguntó quién mentía a quién. Precisamente él llevaba doce años mintiéndole. Doce años mordiéndose la lengua.
Arma lo sacó de su ensimismamiento.
—Cuánto me alegro por usted —le dijo—. Casi lloro al ver el artículo. «¡Presidente del banco!» ¿Lo de Madrid era por trabajo?
—Sí, sí —mintió Macaire.
Parecía estar ausente y no hacía ni caso a Arma, que acabó por irse a fregar las cazuelas, rabiosa consigo misma. ¡Qué boba había sido al ir a recibirlo esa noche! Había pensado que a él le haría ilusión. Que habría sido una oportunidad única para estar juntos. Pero él pasaba olímpicamente. Ni siquiera se había fijado en que Arma había ido a la peluquería y se había pintado las uñas. Decidió marcharse.
—Si el señorito no manda nada más, me voy a ir.
—Desde luego, váyase ahora mismo, Arma, y gracias por esta suculenta cena. De no ser por usted, me habría ido a la cama en ayunas. Es usted una joya. Por cierto, no se olvide de que vamos a necesitarla el próximo fin de semana.
—¿El próximo fin de semana? —dijo Arma con voz ahogada.
—Sí, ya sabe que es el Gran Fin de Semana del banco, solo para maridos. Me da no sé qué dejar a Anastasia sola otra vez. Dos fines de semana seguidos son demasiados… Ya sabe cómo odia quedarse sola en esta casa tan grande. Podría usted incluso dormir en uno de los cuartos de invitados… Eso la tranquilizaría mucho.
—Pero es que habíamos quedado en que la semana que viene libraría desde el viernes —le recordó Arma—. Tenía previsto irme fuera hasta el lunes.
—¡Ay, caramba, se me había olvidado! ¿Puede usted cambiar de planes? Se lo pido por favor, es muy importante para mí saber que se queda alguien aquí con Anastasia. Porque si además le da por invitar a algunas amigas, estaría bien que estuviera usted para atender la casa y la cocina. Le pagaré el doble por cada hora que pase aquí del viernes al domingo por la noche.
Arma no habría aceptado ni por todo el oro del mundo. Ese fin de semana era importantísimo para ella. Pero como era incapaz de negarle nada a su señor, aceptó de mala gana.
Cuando Arma se hubo ido, Macaire se encerró en su gabinete, un cuartito de la planta baja que le hacía las veces de despacho. Descolgó de la pared un cuadro (una acuarela que representaba la ciudad de Ginebra) que tapaba una pequeña caja fuerte cuya combinación solo sabía él. La abrió; dentro solo había una cosa: un cuaderno. Desde hacía unas semanas había empezado a dejar constancia de su secreto en ese cuaderno. Por si acaso. Para que se supiera. En los últimos tiempos había sentido que lo observaban. Que lo vigilaban. Lo sucedido en Madrid parecía darle la razón. Llevaba doce años corriendo muchos riesgos. Escribir la verdad en alguna parte quizá resultara útil.
Hojeó el cuaderno: en las primeras páginas había columnas de cifras e importes, como si se tratase de un documento contable. Si el cuaderno caía en malas manos, podría parecer dinero sin declarar. Era un señuelo. Todas las demás páginas estaban, aparentemente, en blanco, pero en realidad las cubrían sus confesiones. Para mayor seguridad, el relato estaba escrito en tinta simpática. Era un truco de toda la vida, pero que seguía funcionando: en una mezcla de agua y zumo de limón mojaba la plumilla de una estilográfica, que había dejado sin cargar a propósito, y así el papel absorbía de inmediato todo lo que escribía. Las páginas, aunque escritas, seguían en blanco. Si alguna vez Macaire quisiera recuperar el texto invisible, solo tendría que acercarlas a una fuente de luz y de calor para que apareciese el relato.
Al principio había resultado ser una tarea laboriosa pero, con la práctica, se le había soltado la mano: incluso sin ver el texto, lo que escribía Macaire era completamente legible. Abrió el cuaderno, localizó la última página de texto escrita gracias a que tenía la esquina doblada y, mojando la pluma en el cuenco de zumo de limón, se puso a escribir. No se fijó en la sombra agazapada en la oscuridad, a pocos metros de él: un hombre lo espiaba por la ventana del gabinete.
El hombre estuvo quieto observando a Macaire durante más de una hora. Lo vio escribir y luego guardar el cuaderno en la caja fuerte de detrás del cuadro antes de salir de la habitación, seguramente para irse a la cama, dado que ya era muy tarde.
El hombre se esfumó entonces, silencioso e invisible, y se escurrió fuera de la propiedad pasando por encima de la tapia circundante. La nieve que seguía cayendo se encargaría de tapar sus huellas. Al llegar al camino de Ruth, el hombre se subió a un coche aparcado en la cuneta. Todo estaba desierto. Arrancó y condujo unos cuantos minutos, hasta alejarse lo suficiente, y luego paró para llamar por teléfono.
—Ha vuelto a casa y no sospecha nada —le aseguró a su interlocutor—. Me las he apañado incluso para que un taxista le hablase del artículo.
—¡Muy buena idea, sí señor!
—¿Cómo ha conseguido que publicasen un artículo así? ¡Con foto y todo!
—Tengo mis contactos. ¡Pobrecillo, qué chasco se va a llevar mañana!
A un kilómetro de allí, la fachada de la casa de los Ebezner no tardó en apagarse por completo. Macaire, metido en la cama de matrimonio, cayó enseguida en el sueño de los justos, con el artículo que proclamaba su fama colocado junto a él. Nunca se había sentido tan feliz.
Qué poco se imaginaba que los disgustos no habían hecho más que empezar.
4. Empiezan los líos
Lunes 10 de diciembre, seis días antes del asesinato
Seis y media de la mañana. Al arrancarlo del sueño el timbre del despertador, Macaire necesitó unos momentos para recordar que estaba en casa. Al principio abrió los ojos sobresaltado por lo que había ocurrido en Madrid. Luego cayó en la cuenta de que estaba en la seguridad de su hogar y dejó que lo invadiera una sensación de paz. Todo iba estupendamente.
No había cerrado los postigos: por la ventana comprobó que todavía era noche cerrada y que nevaba mucho. No le apetecía nada enfrentarse a la temperatura glacial. Acurrucado bajo el edredón, decidió concederse unos minutos de descanso adicional y cerró los ojos.
En ese mismo momento, en la calle de La Corraterie, en el centro de Ginebra, su secretaria, Cristina, cruzaba el umbral del imponente edificio del Banco Ebezner con admirable puntualidad. Desde que la habían contratado en el banco, seis meses antes, llegaba todas las mañanas a las seis y media, la hora en que los bedeles estaban abriendo los locales. En parte para demostrar a sus jefes lo formal que era, pero, sobre todo, porque así podía echar una ojeada a los diversos expedientes sin que nadie la molestara ni le hiciese preguntas.
En aquel día de nieve, para no correr el riesgo de llegar tarde por culpa de las calles mal despejadas, había ido a pie. Con botas y un par de zapatos de salón en el bolso, cruzó, desde su piso de Champel, la ciudad dormida aún.
Pasó por el espacioso vestíbulo del banco, elegante con su abrigo entallado. Los bedeles, en fila detrás del mostrador, todos un poco enamorados de ella, se maravillaron al ver que nada podía alterar el celo de aquella joven empleada, tan guapa como cumplidora.
—Buenos días tenga usted, Cristina —la saludaron como un solo hombre.
—Buenos días, caballeros —les sonrió ella, dejándoles una bolsa de cruasanes que había comprado en una panadería cercana.
Conmovidos por ese detalle, se deshicieron en agradecimientos.
—¿Ha visto el periódico del fin de semana? —le preguntó uno mientras se tragaba de un bocado medio cruasán—. ¡Va a ser la secretaria del presidente!
—Estoy encantada por el señor Ebezner —dijo Cristina—. Se lo merece.
Se encaminó hacia los ascensores y subió luego a la quinta planta, la de gestión de patrimonio. Al final de un largo pasillo de paredes enteladas llegó a la antesala donde estaba su puesto de trabajo y que daba paso a los despachos de sus dos jefes: Macaire Ebezner y Lev Levovitch.
La antesala no era ni muy espaciosa ni muy práctica. Un ancho pupitre que impedía el paso, un armario en una de las esquinas y una fotocopiadora imponente. Era Cristina quien había pedido que la dejasen instalarse allí, en su primer día de trabajo en el banco. En todos los departamentos, incluido el de gestión de patrimonio, las secretarias trabajaban juntas en oficinas grandes y cómodas. Pero ella prefería estar en contacto directo con sus jefes.
En el banco, Cristina no había tardado en resultar imprescindible: trabajaba a destajo y nunca escatimaba esfuerzos. Era inteligente, perspicaz y encantadora. Siempre de buen humor y siempre dispuesta a arrimar el hombro. Filtraba las llamadas, clasificaba atentamente el correo, controlaba magistralmente las citas y las agendas.
Desde su primer día en el banco la había dejado muy impresionada Lev Levovitch. Era uno de los banqueros más admirados de Ginebra. El más apreciado por su maestría para los negocios, y también el más temido. Tenía unos cuarenta años y era insolentemente guapo, con pinta de actor y prestancia de rey. Aquel hombre carismático, al que todo se le daba bien y dominaba diez idiomas, era de una perfección irritante y no dejaba indiferente a nadie, lo que lo había convertido en objeto de todas las codicias. Se sabía todos los expedientes al dedillo. Entendía los mercados como nadie y sabía anticipar sus fluctuaciones. Sus clientes ganaban dinero aunque las Bolsas se desplomaran.
Una de las peculiaridades de Levovitch era que no descendía de la flor y nata: no había nacido en una familia patricia de Ginebra. Empezó desde cero y trabajó mucho para llegar donde estaba, ganándose así el respeto de los peces gordos, con los que se codeaba, y la simpatía del personal de a pie, que se reconocía en sus orígenes humildes.
Era reservado a la par que discreto, dado al misterio pero no a jactarse nunca de lo que hacía, dejando que los hechos hablasen por sí mismos cuando los contaban los periodistas (y los cotillas). Era el consejero de los más ricos, el íntimo de los poderosos y el amigo de los presidentes, pero no se le olvidaba de dónde venía, siempre estaba disponible para los necesitados, dispuesto a socorrer a los desvalidos y a ser generoso con quienes lo precisaban.
En Ginebra estaba en boca de todos y todos se morían por tratar con él. Y, aun así, era una persona solitaria y sin ataduras. Vivía todo el año en una suite enorme en la quinta planta del suntuoso Hôtel des Bergues, un establecimiento de lujo de Ginebra a orillas del lago Lemán. Nada se sabía de su vida privada, no se le conocían amigos, su único confidente era su chófer y mayordomo, Alfred Agostinelli, de una discreción a prueba de bomba. Era un soltero codiciado del que hablaban todas las jóvenes de la buena sociedad ginebrina, y las grandes familias de Europa anhelaban que se fijara en alguna de sus hijas. Pero Levovitch parecía completamente al margen de todo aquello. Su corazón era una fortaleza inexpugnable; decían de él que nunca se había enamorado de nadie.
Lev Levovitch llegaba todas las mañanas al despacho a las siete en punto. Pero ese día, a las ocho menos veinte, seguía sin aparecer. Y eso que vivía a diez minutos a pie del banco: la causa de ese retraso no podía ser la nieve. Esforzándose por dar con una explicación convincente para su ausencia, Cristina supuso una posible cita fuera de la oficina. Consultó la agenda de su jefe y comprobó que la página de ese día estaba en blanco hasta la franja de las cuatro de la tarde, en la que él había anotado personalmente —Cristina reconoció su letra— una entrada enigmática en mayúsculas: CITA MUY IMPORTANTE. Le resultó extraño. Por lo general solía ser ella quien anotaba todas las citas. Esta la había anotado a última hora. Cristina estaba intrigada: ¿qué significaría aquello?
De repente oyó una voz en el pasillo. Sabía que, a esa hora, en la planta nunca había nadie. Aguzó el oído y, para oír mejor, fue pisando sin ruido por el pasillo. Vio entonces, en el hueco de la escalera, a Sinior Tarnogol, uno de los miembros del Consejo del banco, que subía a pie a su despacho del sexto piso y que, a todas luces, se había parado para recobrar el aliento. Iba hablando por teléfono y se permitía ciertas confidencias, convencido de que a una hora tan temprana estaba a salvo de oídos indiscretos.
No podía ver a Cristina, que se quedó escuchando la conversación.
La dejó atónita.
Aquella noticia iba a ser una bomba.
5. Se acabaron las vacaciones
En la redacción de Le Nouvelliste, Scarlett imprimió todos los artículos que hablaban del asesinato de la habitación 622. Y así fue como descubrió que el crimen no se había resuelto nunca. En el coche, de vuelta a Verbier, solo pensaba en una cosa: convencerme para que escribiera una novela sobre el tema.
—¡Que en el Palace se cometió un asesinato, escritor! ¡Vaya locura! Ya estoy viendo el ambiente enrarecido, todos los clientes sospechosos, el poli que interroga a los testigos delante de la chimenea encendida.
—A ver, Scarlett, ¿qué quiere hacer? ¿Reabrir la investigación? ¿Resolver un caso con el que la mismísima policía fracasó?
—¡Equilicuá! Usted es mejor que un policía, ¡es escritor! ¡Lo investigamos juntos y luego lo convierte en novela!
—No voy a escribir una novela sobre eso —la avisé desde un principio.
—Venga, escritor… Estoy segura de que Bernard habría querido que escribiera usted una novela sobre este suceso.
—¡No, mi próximo libro no va a ser una novelucha policiaca!
—¡No sea cascarrabias, hombre! Hay incluso una novela dentro de la novela: cuando nos damos cuenta de que han cambiado el número de la habitación 622 después de que se cometiera en ella un asesinato. ¿No tiene curiosidad por saber por qué nos mintió el portero de anoche?
—Para nada.
—¡Por favor! Y además, yo lo ayudaré.
—¿Que me ayudará? Si nunca ha escrito ningún libro…
—Seré su asistente.
—Ya tengo una asistente y, créame, no le gustaría parecerse a ella.
—Pues a partir de ahora tiene dos asistentes.
—Se supone que estoy de vacaciones y que debería descansar.
—Ya descansará cuando se muera.
—De todas formas, no estoy libre. Tengo varios compromisos.
—¿Ah, sí? ¿Qué compromisos?
—Esta tarde, por ejemplo, tengo hora para un masaje y luego voy a ir al spa a darme un hidromasaje y entrar en un estado de relajación absoluta.
—¡Diga usted que sí, escritor! ¡Cuídese, recupere las fuerzas! ¡Cuanto más relajado esté, mejor será el libro! Solo cuénteme qué tengo que hacer para ayudarlo.
Dejé que se estirase el silencio y, al cabo, dije:
—Tiene que encontrar los elementos que nos permitan retroceder hasta el principio de la historia.
A Scarlett se le iluminó la cara:
—¡Eso quiere decir que acepta!
Sonreí. Pues claro que aceptaba, aunque solo fuera para pasar algún tiempo con ella.
Esa tarde, mientras se suponía que Scarlett estaba reuniendo material para nuestra investigación, yo disfruté largo y tendido de los servicios de balneoterapia del hotel. Al volver a mi suite, me encontré con que Scarlett había tomado posesión de ella. Había vuelto a empapelar las paredes con todos los artículos que había encontrado sobre el caso.
—¿Cómo ha entrado aquí? —le pregunté.
—He pedido en recepción que me abriesen la puerta.
—¿Y lo han hecho?
—He dicho que era su asistente. La asistente del gran escritor, figúrese, ¡casi les da algo! Pero ¡venga mejor a ver lo que he descubierto!
Me senté en uno de los sillones y ella señaló con el dedo una primera ficha en la que había escrito: BANCO EBEZNER.
—¿Conoce el Banco Ebezner de Ginebra? —me preguntó Scarlett.
—Sí, claro, es uno de los bancos privados más importantes de Suiza. Tiene la sede en la calle de La Corraterie.
—¿Y le suena el nombre de Macaire Ebezner?
—No, pero me imagino que con ese apellido tendrá algo que ver con el banco.
—¡Bravo, Sherlock Holmes!
Me alargó un artículo de La Tribune de Genève fechado ocho días antes del asesinato y que había encontrado buceando en internet. Leí el titular:
MACAIRE EBEZNER, SERÁ NOMBRADO PRESIDENTE
DEL BANCO EBEZNER ESTE SÁBADO
—Se suponía que Macaire Ebezner iba a convertirse en presidente del banco —me explicó Scarlett—. Tenía que suceder a su padre, Abel Ebezner, que había fallecido un año antes. Pero, en contra de lo que dice el artículo, porque la prensa nunca es de fiar, su nombramiento no era ni mucho menos cosa hecha.
—¿Cómo lo sabe?
—No ha sido fácil. Pero al final he conseguido pillar por banda al portero de anoche: me ha explicado que si los clientes preguntan, la consigna de la dirección es contar la historia esa del error en la numeración de las habitaciones. Porque un asesinato en un hotel causa mala impresión. He pedido hablar con el director, pero, mire usted por dónde, se ha ausentado unos días. Creo que no les apetece mucho que andemos husmeando. Total que el portero ya trabajaba aquí cuando el asesinato. Primero aseguró que no se acordaba ya de nada, pero unos cuantos billetes han sido mano de santo para curarle la amnesia. Y me ha contado que por entonces Macaire Ebezner tenía un competidor muy serio en la persona de Lev Levovitch, otro banquero, un tipo de lo más flamante, conocido en el hotel y que había sido la mano derecha de Abel Ebezner.
—El padre de Macaire Ebezner, ¿no?
—Exactamente —confirmó Scarlett—. El portero se lo había oído contar al director del Palace de aquella época, Edmond Rose, que por lo visto era íntimo del tal Lev Levovitch. El fin de semana del asesinato hubo más jaleo de lo habitual en el Palace.
—Espere, Scarlett, que no la sigo —la interrumpí—. ¿Qué relación hay entre el Palace de Verbier y el banco?
—El Gran Fin de Semana.
—«¿El Gran Fin de Semana?» ¿Y eso qué es?
—El Gran Fin de Semana fue una tradición del Banco Ebezner durante décadas. Era el recreo anual de la entidad. Todos los años, en diciembre, se invitaba a la plantilla en pleno a pasar dos días en Verbier. Todo el mundo se alojaba aquí, en el Palace de Verbier. Cada cual los pasaba como quería, esquiando, paseando o jugando al curling. El sábado por la noche se celebraba una cena de gala en el salón de baile del Palace. Era el momento de todas las solemnidades, cuando se procedía a los anuncios oficiales importantes del banco, como las promociones internas, los traspasos de poder o las jubilaciones.
—¿Así que el fin de semana del asesinato era un famoso Gran Fin de Semana de esos del banco?
—Sí. ¡Y no uno cualquiera! ¡Mire!
Scarlett me enseñó otro artículo de La Tribune de Genève. Este llevaba fecha de casi un año antes del asesinato. Estaba dedicado a las honras fúnebres de Abel Ebezner, a principios del mes de enero, celebradas en la catedral de San Pedro de Ginebra. Se veía en una foto a tres hombres a los que se describía como los miembros del Consejo del banco: Jean-Bénédict Hansen, Horace Hansen y Sinior Tarnogol.
—¿El Consejo del banco? ¿Qué es eso? —pregunté, fijándome en que Scarlett había apuntado esos mismos nombres en un trozo de papel de la pared, como si se tratase de un dato importante.
Puso una sonrisita triunfante:
—Eso mismo me he preguntado yo. Así que he investigado un poco. En aquella época, la pirámide jerárquica del banco era así: en la base, los simples empleados, que tenían por encima a los jefes de servicio, que tenían por encima a los apoderados, que tenían por encima a los subdirectores, que tenían por encima a los directores, que tenían por encima, en la cumbre, mandando sobre todo ese mundillo, al Consejo del banco que constaba de cuatro personas: dos miembros sin más, un vicepresidente y un presidente. Según el artículo de La Tribune de Genève, la presidencia del Banco Ebezner siempre ha pasado de padres a hijos. Lo que significa que los presidentes y vicepresidentes del Consejo siempre han sido dos Ebezner, padre e hijo, que se han ido sucediendo de generación en generación.
—Así que, por lógica, a Macaire Ebezner tendrían que haberlo nombrado presidente a continuación de su padre.
—Por lógica, sí. Pero fíjese en la foto del artículo dedicado al entierro de Abel Ebezner en la que se ve a los otros tres miembros del Consejo del banco: Macaire Ebezner no forma parte de él.
—¿Por qué?
—Lo ignoro. Pero, siempre según lo que he encontrado en internet, antes de morir Abel Ebezner había cambiado las reglas. Había encargado al Consejo que eligiera a su sucesor, dándole más o menos un año de plazo para escoger. Así que tocaba anunciar al nuevo presidente durante el Gran Fin de Semana siguiente a su fallecimiento, es decir, el fin de semana del asesinato.
6. La carrera por la presidencia
Durante los meses anteriores al asesinato, la sucesión de la presidencia del Banco Ebezner se había convertido en una saga en miniatura que Ginebra seguía con pasión.
Todo había empezado en enero, en los primeros días del año, cuando Abel Ebezner, presidente del banco durante los tres últimos lustros, había muerto a una edad respetable, víctima de un cáncer. Al anunciarse su fallecimiento, todo el mundo consideró que la presidencia recaería por derecho en Macaire, el hijo único de Abel. Desde que se fundara el banco familiar, trescientos años antes, los Ebezner se habían ido pasando las riendas de la entidad de padres a hijos. «Solo un Ebezner puede dirigir el Banco Ebezner», se les repetía a los empleados y a los clientes como si se tratase de una garantía de calidad fuera de serie. Pero hete aquí que, antes de morir, Abel Ebezner había dispuesto en su testamento que esa tradición de relevo filial muriese con él y que el siguiente presidente del prestigiosísimo banco recibiría el nombramiento no por su apellido sino por sus méritos.
En presencia de un notario, Ebezner padre lo había previsto todo hasta el mínimo detalle. La forma de elegir al presidente del banco tenía que obedecer a tres pautas: 1) a los tres miembros restantes del Consejo del banco les correspondía la tarea de nombrar al que iba a convertirse en el cuarto miembro y, sobre todo, al presidente; 2) el Consejo no podía elegir a uno de sus pares, sino que tenía que cooptar a ese nuevo miembro; y, por último, 3) para evitar una decisión precipitada, esta no se anunciaría hasta el tradicional Gran Fin de Semana de finales de año, y el nuevo presidente no se haría cargo de su cometido hasta el 1 de enero del siguiente año.
La última voluntad de Abel Ebezner cayó como un rayo en el banco. No solo no desestabilizó la entidad, sino que la galvanizó. De repente, desde los bedeles hasta los directores, todos tuvieron la sensación de que se les brindaba la oportunidad de llegar al cargo supremo. En todo el escalafón, los empleados redoblaron sus esfuerzos para ganarse el favor de los miembros del Consejo. Nunca había sido el banco tan productivo: nadie pedía bajas por enfermedad y la mayoría del personal renunció a las vacaciones.
La sucesión suscitó tal frenesí que contagió al resto de la ciudad. El Banco Ebezner era una de las principales instituciones de Ginebra, y su presidente figuraba entre las personalidades más destacadas. El hecho de que, por primera vez, la sucesión de la entidad no fuera hereditaria apasionaba a todo el mundo.
Según iban transcurriendo las semanas, la excitación iba in crescendo. Por fin llegó el mes de diciembre. Todo el mundo se moría por saber quién se sumaría a Jean-Bénédict Hansen, Horace Hansen y Sinior Tarnogol en el Consejo y presidiría el devenir del Banco Ebezner.
Así que aquel lunes 10 de diciembre, a las diez y media, cuando Macaire Ebezner hizo por fin acto de presencia en la acera de la calle de La Corraterie, miró exultante el imponente edificio del banco que se erguía ante él. Contempló la fachada, orgulloso:
Banco Ebezner & Hijo, desde 1702
Iba a llegar como protagonista. Lo sabía. Durante los próximos días, estaría en boca de todos, sería objeto de todas las atenciones. Sobre todo, tenía que mantener la cabeza fría y aparentar modestia. Repetir que, hasta el sábado, el Consejo aún tenía abiertas todas posibilidades. Y, por supuesto, no decir que sabía desde tiempo atrás que iba a ser el presidente. No veía la hora de que llegase por fin el sábado. Solo seis días de nada y ya sería algo oficial. Tenía que hacer gala de paciencia.
Volvió a contemplar el frontispicio de su banco y respiró a pleno pulmón el aire estimulante del invierno. El sol brillaba sobre la nieve, el cielo estaba ahora de un azul cegador.
Lamentaba no haberse levantado nada más despertarse: tenía la intención de cerrar los ojos solo un ratito y se había vuelto a quedar profundamente dormido. Como todo el mundo lo estaba esperando, todo el mundo iba a notar lo tarde que llegaba. No quedaba bien en el futuro presidente del banco privado más importante de Suiza llegar al trabajo a aquellas horas. Nunca llegaba pronto, ¡pero aquello ya era el colmo! Por esta vez, recurriría a la excusa de la nieve, pero ya tenía el propósito de Año Nuevo: en cuanto lo eligieran oficialmente, sería de los primeros en llegar al banco todas las mañanas.
Macaire Ebezner cruzó la pesada puerta de entrada de la entidad, con sus dorados y arabescos, y entró con actitud de persona importante en el espacioso vestíbulo. Notó todas las miradas fijas en él. Detrás del mostrador, los bedeles lo saludaron con tono deferente: «¡Buenos días tenga