En Buenos Aires 1928

Fragmento

Hay diversas maneras de encarar una historia: “Atacarla por flancos inesperados, revelarla sacando a luz trozos oscuros, a primera vista irrelevantes”, como quería Lytton Strachey; o seguir una línea temporal de acontecimientos catalogados por la tradición como de interés general; o, quizás, organizar los recuerdos a la manera de la memoria individual, es decir, sin ninguna cronología y con el orden que les otorga la mente de quien recuerda, y simplemente tratar de que la narración de los acontecimientos, como proponía Samuel Johnson en su Dictionary (1755), esté escrita “con dignidad”.

El año 1928 empieza el 8 de enero con la muerte de Juan B. Justo, acontecimiento que encuentra a la ciudad con sus típicos 37 °C del bochornoso e inevitable verano, en medio del desgano y la distracción general que se produce después de las fiestas porque, en los confines sureños del mundo, el año calendario comienza con demasiado calor. La noticia tardó en conocerse. El doctor Mario Bravo, preocupado por la salud del senador Justo (que a la sazón descansaba en su quinta Los Cardales, a 80 kilómetros de la capital, cerca de Capilla del Señor) pidió al diputado Spinetto, cuya familia tenía una finca vecina a la mencionada, que averiguase por la salud del senador. Al cabo de unas horas tuvo la respuesta: como se lee en La Nación del 9 de enero, “el líder socialista había expirado, víctima de un ataque al corazón, a las 2:30 de la madrugada”.

Y así se da una vez más esta suerte de costumbre nacional de años que comienzan luctuosos: 1895 fue precedido por la muerte de Lucio V. López tres días antes de empezar; 1906 a los veinte días de enero perdió a Bartolomé Mitre, y 1928 comienza sin Juan B. Justo, el pensador argentino que adoptó un modo civilizado, inteligente y democrático de encarar el socialismo.

El 14 de enero, en Caras y Caretas aparece la foto de Juan B. Justo, que a su lado tiene casualmente otra de su amigo Federico Pinedo, debajo de la cual la revista se disculpa por solo poder anunciar su muerte, ya que recibieron la noticia con el número casi cerrado. En el siguiente, con fecha del 21 de enero, publican, entre lo que dicen varios otros, las palabras de Mario Bravo:

Fue una fuerza dinámica del pensamiento y de la acción: nada hubo en él que no se ajustara a un ritmo de perenne inquietud renovadora; nada, en la tarea pública, en que no se manifestara esa poderosa energía de empuje génesis del progreso perdurable, […] sembrador de ideas a mano pletórica: fuerza avasalladora y a veces en tumulto, como en Sarmiento, o como en Alberdi, fuerza metodizada y serena.

El 9 de enero, en los avisos fúnebres de la página 21 de La Nación, en uno de ellos, encabezado sin signo religioso, se lee:

Dr. Juan B. Justo. Falleció el 8 de enero de 1928. Su esposa: Alicia Moreau de Justo; sus hijos: Andrés, Daniel, Leticia, Aurora, Miguel, Sara, Juan R., Luis N. y Alicia; su madre: Alicia Castro de Justo; sus hermanos, hermanos políticos, sobrinos y demás deudos, comunican a sus relaciones que se despedirán sus restos en el crematorio del Cementerio del Oeste, hoy lunes 9 de enero, a las 17 horas. Servicio Casa Iribarne, Callao 416.

El segundo y último aviso, también sin signo religioso, dice que “el vicepresidente de la Nación invita a los señores senadores a acompañar los restos del extinto al Cementerio del Oeste”.

Es muy probable que los senadores hayan acudido respondiendo a la invitación del vicepresidente, pero por lo que muestra la foto de La Nación en su página 5 de ese mismo día, no son los únicos. Una muchedumbre se reúne frente a la Casa del Pueblo, en la Avenida Rivadavia al 2100, para recibir los restos que, llegados desde Los Cardales, van a ser velados. Y esa misma muchedumbre acompaña luego al cortejo hasta el Cementerio del Oeste.

La muerte de Justo ocupa casi entera una de las enormes páginas de La Nación del día 9. En las demás, pareciera que les fue difícil encontrar otras noticias de alguna importancia. Desvaídas, como ocurre en los dos primeros meses del año, las novedades sugieren que falta bastante para que se desencadene la acción. En la primera página, dedicada al exterior, se destaca arriba y a la izquierda un título seguido de dos columnas de texto, que anuncia: “Gallardo recibió un título en la Universidad de Bonn”, y transcribe a continuación los logros de Ángel Gallardo en esos lares. Al lado, se recuerda que “Maetzu dio una conferencia en un centro catalán”; más a la derecha, que en París “André Maurois disertó acerca de las costumbres de los norteamericanos”; siguiendo la página a la derecha, que “Sandino, según se asegura, venga un desaire personal”; y la última, siempre de arriba: “El pueblo gaditano agasaja a los marinos argentinos”. Adentro, en la página 5, la ocupa casi entera el deceso de Justo, y bajo el rubro “La actividad política en la Capital y en las provincias”, encontramos a la izquierda que “El antipersonalismo de Tucumán proclamó la candidatura del sr. Sal”, y a la derecha: “En Catamarca espérase con gran impaciencia la acción del comisionado”. También a la derecha de la mentada nota central queda lugar para una nota encabezada por “Terminaron las pruebas del curso de pilotaje del Aeródromo Militar”, que se subtitula informando que “Con tal motivo se realizó en El Palomar un sencillo acto para despedir a los alumnos”.

Habrá que esperar, como casi siempre, a que llegue el otoño para que realmente comience el año.

UNO
Por Yrigoyen en La Ópera

Martín Oliver

El primer organito salvaba el horizonte con su achacoso porte, su habanera y su gringo.

El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen, algún piano mandaba tangos de Saborido.

JORGE LUIS BORGES

Proclamación de la fórmula presidencial Yrigoyen-Beiró el 24 de marzo de 1928 en el Teatro de la Ópera (diario La Nación, 25 de marzo de 1928, p. 11, hemeroteca de la Biblioteca Nacional).

Vayamos para atrás para poder seguir adelante. El 20 de diciembre de 1927, el diario Crítica informa, en su página 4:

Ha sido gratamente recibida en las filas yrigoyenistas la noticia de la constitución de un centro de escritores, poetas y cuentistas de la nueva generación, que en política actuarán en esa tendencia. En la asamblea efectuada en la secretaría provisoria, Avenida Quintana 222, se acordó designar esta entidad con el nombre de Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes y fue elegida la siguiente Comisión Directiva: presidente, Jorge Luis Borges; vice presidente, Leopoldo Marechal; secretario, Enrique González Tuñón; secretario de actas, Nicolás Olivari; tesorero, U. Petit de Murat; protesorero, Francisco López Merino; vocales: Macedonio Fernández, Carlos Mastronardi, Santiago Ganduglia, Raúl González Tuñón, Sixto Pondal Ríos, Roberto Arlt, Francisco Luis Bernárdez, José de España, Suárez Calimano, Antonio Ardisono y González Trillo.

El cronista sigue informando:

Los miembros de esta Comisión acompañados por los señores Ambrosio Binoghi y Jorge Rey Cazes, presidente y delegado, respectivamente del Comité Yrigoyenista de la sección 8ª, se entrevistaron con el presidente del Comité de la Capital, diputado Héctor Bergalli, dando cuenta de la constitución de la nueva entidad. El señor Bergalli se manifestó muy complacido por la constitución de este centro de intelectuales, considerándole un gran aporte en la lucha política existente actualmente. En la próxima semana los miembros del Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes visitarán al señor Hipólito Yrigoyen.

Al día siguiente, el mismo diario, aclara:

Con motivo de haberse constituido el Comité Yrigoyenista de Jóvenes Intelectuales, ha sido incluido entre los miembros de la comisión el señor Roberto Arlt, quien dirigiéndose a este diario nos ha manifestado: 1º Que no siendo intelectual, no puede pertenecer a tan preciado comité. 2º Que no interesándole actuar en política, considera superfluo dicho nombramiento.

Pero si la eliminación de Arlt puede disminuir la cantidad de entusiastas en la lista de jóvenes escritores, se agrega en la misma publicación, como para reparar esa baja, el pedido de Pablo Rojas Paz, autor de La metáfora y el mundo, Paisajes y meditaciones y Arlequín, para que comuniquen su adhesión al mencionado comité.1

Entretanto, a este grupo de escritores se va sumando una legión de figuras públicas e intelectuales que también ven en el retorno del viejo caudillo radical una esperanza de renovación para la vida política argentina. Una vez más, durante los prolegómenos de las elecciones, los ojos de todo el mundo se fijan en Yrigoyen2. El poder mundano del presidente Alvear pronto se verá despojado de la más alta investidura. Mientras su presidencia se acerca al final, las proclamas espirituales del yrigoyenismo se incrementan más y más. Desde su triunfo en 1916, su particular concepción del partido ha sido problemática; el líder habló y la alquimia se produjo: lo que se suponía que representaba solo una parte, se afirmó como representación del todo. La Unión Cívica Radical (UCR), proclama Yrigoyen, es “la patria misma”. En 1928, sus seguidores se encargan de ahondar esta senda: Ernesto Laclau, por ejemplo, publica en Buenos Aires “El radicalismo es el único partido orgánico”,3 una conferencia pronunciada el 28 de febrero en el Teatro Novedades de la ciudad de Córdoba, en la cual algunos de los postulados favoritos de la teoría política moderna —la presencia de otros partidos legítimamente representativos de distintas opiniones en una misma nación, la ventaja de los programas y la conveniencia de los partidos de ideas— no encuentran lugar, y quienes adhieren a ellos son arrojados implícitamente a las filas del régimen falaz y el contubernio. Pero la tradición política argentina ya conoce esta forma de entender el mundo; el yrigoyenismo solo se limita, en definitiva, a hacer lo que siempre se ha hecho, y en esto no será el último. Además, tampoco pretende hacer volar las instituciones por los aires. Su propósito no va más allá de respetar la constitución y organizar en ese marco un partido eternamente mayoritario sin tener que recurrir al fraude electoral. Lo que sí se requiere para las elecciones de abril de 1928 es reforzar la incansable prédica del apostolado; se necesitan palabras intensas y frases contundentes que ayuden a concentrar las fuerzas de los creyentes y frustrar a sus enemigos. La convincente doctrina de la regeneración, abrazada por los buenos radicales —los “verdaderos”, los que inapropiadamente fueron llamados “personalistas”— sigue dando frutos, y en su unanimismo le permite a Laclau decir que “la fisonomía político-social del país tendrá los rasgos que le imponga la evolución interna del radicalismo —porque en él está toda la vida nacional—”.

Un sueño explícito y fundamental como este no parece verse afectado por el limbo programático en el que descansa el partido. Es cierto, el radicalismo ha denunciado y combatido los vicios de la república posible, pero, a pesar de esa larga lucha, no ha llegado todavía a formular lo que se dice un “programa de ideas”. Eso estuvo siempre en el horizonte, pero nadie desesperó por la urgencia. Tampoco es una carencia insalvable y mucho menos una perturbación a la hora de ir a las urnas. Probablemente todo lo contrario. Aun así, lo verdaderamente importante para Laclau es que el poder de las palabras y los símbolos de la liturgia radical “mantendrán en viva disposición una tendencia, hasta que las ideas, como formas de entendimiento, vayan descubriendo poco a poco los problemas de su actuación colectiva”. La eficacia de la creencia compartida se antepone a las áridas definiciones programáticas. Incluso durante la campaña. Las ideas llegarán a su debido tiempo, pues el radicalismo “no ha querido concretar propósitos intelectuales antes de que la masa partidaria adquiera unidad de conciencia y comprensión de su destino social”. Esto no es un capricho sino un paso ineludible en la formación democrática del ciudadano: “La primera etapa de la educación democrática se cumple cuando el pueblo, incapaz aún de ideas concretas, despierta su alma a un sentido espiritual. La fe le revela el secreto de su destino. Ya tiene una preferencia, un rumbo”.

A los pocos días, en una carta dirigida a Laclau, Enrique Larreta le confiesa su admiración por lo que ha expresado. Sensible a las palabras del discurso de Córdoba, escribe desde Buenos Aires: “Para colaborar en esta obra, sin rendirse al cansancio ni caer en la demagogia, no basta el entendimiento. Además, tanto en ésta como en toda excelencia humana, nada hay por encima de un gran corazón”. El portador de ese órgano no es otro, claro está, que el mismísimo don Hipólito:

No pudiendo ya discutirse la superioridad política del señor Yrigoyen —continúa Larreta— su obra será solo cuestión de elevación moral y fervor de conciencia y yo tengo también razones para saber que ese hombre tiene verdadera grandeza de alma y es capaz de muy altos ejemplos. Grandeza de alma. Es ésta, hoy más que nunca, condición indispensable en el gobernante.

Aunque puede parecer, el llamado de Larreta a la grandeza de alma no es inocente y encierra un sentido ético. Si bien se ajusta perfectamente a los encantos espiritualistas del discurso radical, en 1928 “tener grande el alma” para Larreta significa “fortalecer la obra tutelar en favor de las clases proletarias”. De paso, poner atención en el tema seguramente facilitaría los trámites para conjurar un fantasma que, de todas maneras, no parece inquietar demasiado los ánimos durante el final del gobierno de Alvear: el triunfo de Yrigoyen alejará “el peligro de esas ideas destructoras, que no necesitarían sino un instante propicio para quebrar nuestra vitalidad impetuosa y confiada”. Justificando su apuesta por un candidato al que todos daban ya por ganador, Manuel Gálvez también ve en la futura acción del caudillo radical una fuerza superadora de la contradicción fundamental. Así lo explica en una presentación que hace de Ernesto Laclau ese mismo año:

Sentimientos de solidaridad social, y no miserables razones de avejentado marxismo, dictaron a Yrigoyen su admirable política obrerista, que no solo significó una obra de justicia, sino que, indirectamente, sirvió al fin utilísimo de poner en descubierto la taimada hipocresía del socialismo y su incapacidad fundamental para resolver nuestros problemas económicos y sociales.

Frente a esta circunstancia, a diferencia de Laclau, Gálvez declara que todos los partidos políticos, sin saberlo y, a veces, sin quererlo, responden a una determinada ideología. Solo que aquello a lo que Gálvez llama ideas se parece bastante a lo que Laclau y Larreta denominan sentimiento:

El historiador futuro, que quiera desentrañar las ideas que representan en la actualidad nuestros partidos, advertirá, por ejemplo, que el radical [...] es una expresión viviente y exaltada del sentimiento nacionalista, y que este partido tan hondamente argentino que nada debe ni a las doctrinas ni a los métodos europeos, no es un producto de la inteligencia y del saber libresco de un grupo de hombres, como el demócrata progresista o socialista, sino que ha surgido de la masa popular, con la cual se identifica en estos momentos trascendentales para la democracia argentina.

Al mismo tiempo que Gálvez y Larreta ejercitan su poder de persuasión, subterráneamente y de boca en boca, el arrabal también entra en campaña. La escena la recuerda otro escritor. Antes de las elecciones, Borges cuenta:

Salimos a sentir Buenos Aires el poeta Osvaldo Horacio Dondo y yo. Íbamos por el costado de la Chacarita, por Jorge Newbery bordeando la erizada pared. La pulsación de una guitarra que no veíamos nos fue llamando. La seguimos, nos llevó a un subcomité con luz, densa de espaldas de mirones la puerta. Un “¿Gustan pasar, caballeros?” de cortesía suburbana o electoral, nos convidó. Adentro, bajo la evidente efigie de El Hombre, buena parte del orillaje de San Bernardo estaba en posesión de la noche. De mano en mano iban la resabida guitarra y la caña dulce, en repartición de amistad. Le llegó la guitarra a un mozo enlutado, oscuro el achinado rostro sobre el pañuelo dominguero de seda, requintado con precisión el chambergo. Conversó o cantó la seria milonga de la que he asumido unos versos. Quiero recordar también estos dos, gnósticos o meramente suicidas: “La vida no es otra cosa que muerte que anda luciendo”. Afuera lo ayudaban el espacio y los estrafalarios mármoles en acecho atrás de la infinita pared y la suspensión rastrera del humo que produce la Quema y la acostada tierra y la noche. Oímos además una milonga de seguridad partidaria y de vuelo aunque humildísimo, servicial (“Radicales los que me oyen / del auditorio presente / el futuro presidente / será el doctor Yrigoyen”).4

Lejos del arrabal, pero bajo el mismo amparo telúrico, un influyente grupo de “representantes de las fuerzas productoras del país” hace sentir su preferencia por el líder radical. En una solicitada que se publica en el diario Crítica se dirigen “al electorado de la república” para presentar con cuidadosa habilidad los preceptos más afines al alma partidaria. Allí sostienen que con el triunfo de la fórmula Yrigoyen-Beiró,

las fuerzas vivas del país tendrán en el gobierno que se constituya, el concurso que les es indispensable para su mayor desenvolvimiento y prestigio mundial, ya que durante la presidencia anterior fue una de las mayores preocupaciones del dr. Hipólito Yrigoyen, la de asegurar la fácil salida de nuestros productos, y en lo posible, la de estabilizar los precios de venta en los mercados extranjeros.

Este pedido de apoyo popular se hace

sin contemplar otra finalidad que servir de la manera más eficaz los bien entendidos intereses de la Nación [...] ya que en la actualidad del mundo no es posible prescindir del concurso que deben prestar los gobiernos para la defensa económica de las fuentes principales de producción.

Bajo este “criterio impersonal” invitan, entonces, a votar, “sin distinción de colores políticos”, por la fórmula “con mayor arraigo en la opinión pública”. Encabezan una larguísima lista de firmas los señores Rodolfo Guillón (exvocal del Centro de Consignatarios de Productos del País e hijo de don Luis Guillón, exitoso criador de ovejas Rambouillet en el sur de Buenos Aires), Carlos A. Grondona, Norberto y Carlos Gowland, Nemesio de Olariaga (reconocido productor ganadero, dueño de 60.000 hectáreas al sudeste de la provincia de Buenos Aires y director del Banco Nación durante la primera presidencia de Yrigoyen), Alfredo Segers, Bautista Alchourron (creador de la subasta llamada remate-feria que dinamizó el mercado agropecuario desde 1893), Tomás Torres Agüero, Bartolomé Ginocchio (hijo de don Bartolomé, vigoroso empresario ganadero e inmobiliario), Casto y Guillermo Sáenz Valiente, Santiago H. Rocca, Guillermo Bosch Arana (prestigioso cirujano y en su hora vicedecano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires [UBA]), Enrique Balcarce, Miguel Ángel Ortiz, Roberto Senillosa (antiguo miembro del directorio de Obras Sanitarias e hijo de Pastor Senillosa, propietario rural), Adrián J. Bengolea (primerísimo cirujano de Buenos Aires), Belisario Moreno Hueyo (joven abogado de promisorio futuro), Alberto Bullrich, Ambrosio Tognoni (químico recién recibido, descendiente de familia industrial), Alberto Robredo Albarracín (eminente abogado porteño), y Adán C. Diehl (el poeta acaudalado que alguna vez compró el predio del Hotel Formentor, en Mallorca, para facilitar a los artistas un espacio de creación digno de sus talentos). Las firmas siguen, interminables, en esta solicitada.5

La misma Comisión de Hacendados, Agricultores e Industriales (que han fijado su centro de operaciones proselitistas en Cangallo 456) envía la larga lista también al diario La Época, fiel amigo de la causa. Allí el listado de “Hacendados, Agricultores, Industriales y Profesionales de toda la República” aparece separado de las firmas cosechadas en la Sociedad Rural Argentina. Inmune, esta para nada breve enumeración de correligionarios rurales incluye a Manuel Fraga, Humberto Ayerza, Lucas Cendoya, Carlos Furst Zapiola, Ernesto Strasser, Oscar José Ramos Mejía, Patricio Eduardo Dillón, Santiago Cavanagh, Francisco Pendás, Marciano Laprida Villanueva, Aldolfo Bartolomé Alsina, Eusebio Alberdi, Felipe Haynes, Emilio Castro, y tantos otros. Tampoco desean quedar afuera ni la Liga Comercial e Industrial de la provincia de Buenos Aires ni Bauer Hebling y Cía (la fábrica de pinturas, barnices y colores) que, junto con varias otras empresas, ingresan a sola firma en la antesala del futuro poder. Todos quieren ser parte, por el motivo que fuera, del regreso de la leyenda viviente al centro de la escena. Las firmas siguen, también interminables, en esta solicitada.6

Por su parte, la Caras y Caretas del 24 de marzo de 1928 da muestras gráficas del entusiasmo que se vive en las filas partidarias. Estridente, eufórico, en un galpón de chapa repleto, Mario Bravo, el día anterior, agitaba frenéticamente sus brazos, y una de sus manos, en movimiento veloz, se estampaba como una nube borrosa en la foto del reportero. El doctor Gallo, al aire libre, con la mano izquierda firmemente apoyada en la baranda decorada del proscenio, abría grande su boca coronada por un bigote imperial para que la voz se oyera en los confines de la muchedumbre. En ella tenía clavada la mirada que filtraban sus quevedos. Al mismo tiempo, como si necesitara cerciorarse de que cada votante seguía con su mismo fervor las palabras que pronunciaba, elevaba su brazo derecho para dibujar en el aire un gesto “parabólico” (según la revista) que, de no ser por la apertura de la mano, poco se diferenciaba del que, años más tarde, otro líder político menos afecto a la democracia haría tristemente célebre. En un salón con importantes cortinados, Margarita Schiller, imbuida de yrigoyenismo, sostenía con su mano izquierda —tres dedos detrás de la hoja y el índice del lado del texto— un compendio de argumentos que emitía de pie frente a un auditorio en vilo, preparado para el aplauso.

Es el tiempo de la campa

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