No te calles

Javier Ruescas
Benito Taibo

Fragmento

Título

Querida Inés:

Aquí está tu carta. Una carta como aquellas que nos mandábamos entre clase y clase, de las que escribíamos con bolígrafos de múltiples colores y que luego doblábamos en formas imposibles para esconderlas en la mochila de la otra y encontrarlas al llegar a casa e ir a hacer los deberes.

Supongo que hoy día las cartas no tienen mucho sentido, ¿no? Con la inmediatez de los whatsapps, las posibilidades de los emails… ¿O quizá sí? Igual ahora más que nunca es evidente el valor que las nuevas tecnologías no han podido arrebatarle a este formato. No sé.

Sea como fuere, aquí estoy, escribiéndote una carta como las de antes. Con sus tachones ocultos bajo una capa de típex, mi más que cuestionable caligrafía, y mi ¿pura? ¿incauta? total sinceridad. Porque si no se hace con sinceridad, ¿para qué escribir? ¿Para qué escribirte?

Conociéndote como te conozco, seguro que lo primero que te estarás preguntando es: ¿esto va en serio? ¿Por qué no me llama para quedar y me lo cuenta en persona? ¿Por qué se molesta en escribir, con lo que le cuesta?

Pues mira, porque quiero hacerlo así y punto.

Por eso y porque las cosas importantes creo que se tienen que escribir. Porque como dijo Gabriel García Márquez: “El escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar”. Así que aquí estoy, tratando de explicarme, de explicarnos, cómo el mundo puede ser un poco mejor, un poco más brillante, si tenemos cerca a la persona adecuada.

Y también porque, en el fondo, lo que en realidad me apetece es gritarle a los cuatro vientos lo importante que ha sido para mí encontrarte, y esta manera me parece menos molesta para los vecinos, la verdad.

Tú me has demostrado lo mucho que puede cambiarte el mundo conocer a quienes de verdad quieren conocerte. Con tus cosas buenas y tus cosas no tan buenas. Y además, creo que hay muchas otras chicas que se sentirán como tú o como yo. Y si con esta carta-grito consigo que al menos una de ellas sonría, se acuerde de su mejor amiga y le escriba un whatsapp, un email o, ¡quién sabe!, igual hasta una carta, habrá merecido la pena este esfuerzo.

* * *

Inés, nos conocimos hace trece años, y desde hace trece años eres mi familia, mi mejor amiga. Hemos tenido nuestros roces y nuestros baches, como cualquier relación, pero que a día de hoy pueda seguir considerándote mi mejor amiga significa que el viaje no solo ha merecido la pena, sino que deseo que no termine nunca.

Si alguien me hubiera dicho con doce o trece años que acabaría conociendo a alguien tan imprescindible en mi vida como tú, le habría mandado a freír espárragos no me lo habría creído. Lo digo en serio. Igual era un poco pesimista o igual la vida hasta ese momento tampoco me había dado ninguna pista para pensar que algo pudiera cambiar. A esa edad, yo ya estaba convencida de que pasaría mi vida sola o, peor aún, rodeada de falsas amistades que no me valorarían ni me comprenderían, y con las que tendría que aprender a fingir ser quien no era.

Tú ya lo sabes, pero para quien no: mi vida hasta los catorce años transcurrió en una diminuta aldea de Guadalajara, de esas que apenas quedan y de las que nada se escucha, si no es en las noticias, para recordarnos que aún hay gente que vive sin cobertura de móvil o que se pasa los inviernos encerrada en su casa por culpa de la nieve. Un pueblito de poco más de diez habitantes y casas de pizarra, con lumbre en lugar de calefacción, huertos en vez de jardín, escaleras de mano de madera, y suelos cuyas tablas acabas conociendo por su manera de crujir. Un pueblo de los pocos que te recuerdan que los humanos seguimos siendo unos recién llegados a este planeta, porque está completamente rodeado de naturaleza, bosques, riachuelos, cascadas y montañas. Un pueblo de cabras, básicamente.

Así que sí, en efecto: pasaba mucho tiempo sola. Algo que, en el fondo, tampoco me importaba. No necesitaba a otros niños para divertirme o para perderme por el campo, me gustaba mi pueblo; tenía mis cuadernos para dibujar, mis películas en VHS, alguna revista que de vez en cuando me compraba mi madre… tampoco pensaba que pudiera haber mucho más y no lo buscaba. Me llamo Andrea, pero puedes llamarme Heidi.

Y en términos generales, así transcurrió mi vida hasta que empecé la Secundaria.

Para que te hagas una idea, el instituto se encontraba a dos horas de mi casa. Dos horas. Que ahora mismo tengo que hacer un trayecto de metro de más de cuarenta minutos y me parece una locura. Pues ahí estaba yo, con mis trece años, recorriéndome la sierra de Guadalajara para ir a clase. Piensa que en mi pueblo y en los de alrededor no había demasiados habitantes, mucho menos jóvenes, por lo que todas las chicas y chicos teníamos que viajar hasta el municipio más cercano para recibir clases. ¡Dos mil habitantes debía de tener aquel lugar, y ya me parecía una locura!

¿Estaba emocionada? ¿Tenía miedo? ¿Nervios? No lo recuerdo con claridad, pero conociéndome, probablemente diría que sí a todo. ¡Por fin conocería a gente de mi edad! Sería la primera vez que tendría que presentarme a más de diez chicos y chicas sin que supieran quién era mi madre o cuál era mi casa, porque en mi pueblo todos nos conocíamos y presentarse uno sin ser forastero estaba de más. Siempre eras o “la hija de”, o “la nieta de”, o “la de la casa de”. Pero aquí no. Aquí tendría la oportunidad perfecta de ser quien quisiera ser, aunque aún no tuviera ni idea de quién quería realmente ser.

Mis únicas referencias para esta nueva etapa las había robado de las revistas, las películas y mis series favoritas. Y estaba convencida de que no necesitaba nada más. De que estaba absolutamente preparada para lo que me echaran encima. De que, de hecho, tenía suficientes conocimientos sociales, no solo para sobrevivir, sino también para disfrutar.

¡Ay, amiga, qué equivocada estaba!

Tengo muy mala memoria, tú ya lo sabes, y la verdad es que tengo que hacer un esfuerzo importante para acordarme de cosas concretas de mi infancia y adolescencia, pero conservo un recuerdo bastante nítido del día en que todas mis amigas compañeras de clase se pusieron de acuerdo en difundir un rumor sobre mí y convirtieron sus palabras en armas contra las que yo no me sabía defender.

Te prometo que no hubo ninguna razón concreta para que me escogieran como víctima de sus ataques. Lo mismo, pienso ahora con algo de perspectiva y con lo muchísimo que he aprendido en este tiempo, simplemente me crucé en el camino de quien necesita pisar a los demás para sentirse mejor consigo mismo; ya sabes, una de esas personas que para no tener que afrontar sus propios problemas, prefiere crearle otros a los demás. Ni idea.

Durante los primeros días hice una amiga. Se llamaba Rocío. Tenía el pelo largo, moreno, y una sonrisa mellada pero agradable, y aunque era bastante diferente a mí, me parecía divertida y lo pasábamos bien cuando estábamos juntas. O eso pensaba yo.

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